lunes, 27 de diciembre de 2010

Henry Miller: La muerte creadora










"No quiero que el Destino o la Providencia me traten bien. Soy esencialmente un luchador." Lawrence escribió esto hacia el final de su vida, pero decía ya al comienzo de su carrera: "Tenemos que odiar a nuestros predecesores inmediatos para liberarnos de su autoridad".

Los hombres a quienes debía todo, los grandes espíritus de quienes se alimentaba y nutría, a quienes tuvo que rechazar para afirmar su propia fuerza, su propia visión ¿acaso no eran como él hombres que iban a la fuente? ¿No los animaba a todos ellos la idea que Lawrence proclamó una y otra vez: que el sol no envejecería nunca, ni la tierra se tornaría jamás estéril? ¿Acaso no eran, todos ellos, en su búsqueda de Dios, de esa "guía que falta dentro de los hombres", víctimas del Espíritu Santo?
¿Quiénes fueron sus predecesores? ¿Con quiénes reconoció estar en deuda, reiteradamente, antes de ridiculizarlos y desenmascararlos? Con Jesús, desde luego, y con Nietzsche, y Whitman, y Dostoiewsky. Con todos los poetas de la vida, los místicos, que al censurar la civilización fueron quienes más aportaron al engaño de la civilización.
Dostoiewsky tuvo una tremenda influencia sobre Lawrence. De todos sus antecesores, incluido Jesús, el que le resultó más difícil de quitarse de encima, de superar, de "trascender", fue Dostoiewsky. Lawrence siempre había considerado al sol como origen de la vida, y a la luna como símbolo del no-ser. La Vida y la Muerte: constantemente tuvo ante sí estos dos polos, como un marinero. "Quien más se acerque al sol", decía, "será conductor, aristócrata de aristócratas. O quien, como Dostoiewsky, más se acerque a la luna de nuestro no-ser". Los intermedios no le interesaban. "Pero el ser más poderoso", concluye, "es aquel en camino hacia la floración todavía desconocida". Veía al hombre como un fenómeno estacional, una luna creciente y menguante, una semilla brotada de la oscuridad original para volver a ella. La vida breve, transitoria, eternamente fija entre los dos polos del ser y el no-ser. Sin la guía, sin la revelación, no hay vida sino sacrificio a la existencia. Interpretaba la inmortalidad como ese deseo vano de existencia sin fin. Esta muerte viviente era para él el Purgatorio en el cual el hombre lucha incesantemente.
Por extraño que parezca hoy decirlo, la finalidad de la vida es vivir, y vivir significa estar consciente, gozosamente, ebria, serena, divinamente consciente. En ese estado de conciencia divina, se canta; en ese reino el mundo existe como poema. Sin por qué ni por lo tanto, sin dirección, sin meta, sin lucha, sin evolución. Como al chino enigmático, lo arrebata a uno el espectáculo siempre cambiante de los fenómenos pasajeros. Ése es el estado sublime a-moral, del artista, de quien vive sólo en el momento, el momento visionario de lucidez total, previsora. Una cordura tan diáfana, tan álgida, que parece locura. Mediante la fuerza y el poder de la visión del artista, se destruye ese todo sintético que se llama el mundo. El artista nos devuelve un universo vital, que canta, vivo en todas sus partes.
En cierto modo, el artista siempre obra contra el movimiento tiempo-destino. Siempre es a-histórico. Acepta el Tiempo absolutamente, como dice Whitman, en el sentido de que cualquiera sea la forma en que gire (con la cola en la boca) es un rumbo; en el sentido de que un momento, todo momento, puede ser la totalidad; para el artista no hay más que presente, el eterno aquí y ahora, el momento infinito que se ensancha y es llama y canto. Y cuando logra establecer este criterio de experiencia apasionada (que es lo que significa el "obedecer al Espíritu Santo" de Lawrence), entonces, y sólo entonces, afirma su calidad de hombre. Sólo entonces encarna su pauta de Hombre. Obediente a todo impulso, sin distinción de moral, ética, ley, costumbre, etc. Se abre a todas las influencias, todo lo nutre. Todo es jugo para él, hasta lo que no comprende; en particular lo que no comprende.
Esa realidad final que el artista llega a admitir en su madurez es ese paraíso simbólico del vientre, esa "China" que los psicólogos alojan en algún punto entre la conciencia y el inconsciente, y la unión con la naturaleza, la seguridad y la inmortalidad prenatales de las cuales ha de arrebatar su libertad. Cada vez que nace espiritualmente sueña con lo imposible, lo milagroso; sueña con poder quebrar la rueda de la vida y la muerte, evitar la lucha y el drama, el dolor y el sufrimiento de la vida. Su poema es la leyenda en la cual se refiere los misterios del nacimiento y la muerte; su realidad, su experiencia. Se entierra en su tumba de poema para lograr esa inmortalidad que se le niega como ser corporal.
La China es una proyección hacia el dominio espiritual de su condición biológica de no-ser. Ser es tener forma mortal, atributos mortales, es luchar, evolucionar. El Paraíso es, como el sueño de los budistas, un Nirvana donde ya no hay personalidad y, por lo tanto, no hay conflicto. Es la expresión del deseo del hombre de triunfar sobre la realidad, sobre la transformación. El sueño del artista que sueña lo imposible, lo milagroso, es simplemente resultado de su incapacidad de adaptarse a la realidad. Por lo tanto, crea una realidad propia -en el poema-, una realidad adecuada a él, una realidad en la cual puede vivir sus anhelos inconscientes, sus deseos, sus sueños. El poema es el sueño hecho carne, en dos sentidos: como obra de arte, y como vida, que es obra de arte. Cuando el hombre llega a ser plenamente consciente de su fuerza, su papel, su destino, es artista, y desiste de su lucha contra la realidad. Se convierte en traidor de la raza humana. Engendra la guerra porque ha llegado a estar en permanente desacuerdo con el resto de la humanidad. Se sienta en el escalón del vientre de su madre con sus recuerdos de casta y sus anhelos incestuosos, y se niega a moverse. Vive cabalmente su sueño del Paraíso. Transmuta su experiencia real de la vida en ecuaciones espirituales. Desdeña el alfabeto corriente, que a lo sumo puede dar una gramática del pensamiento, y adopta el símbolo, la metáfora, el ideograma. Escribe en chino. Crea un mundo imposible valiéndose de una lengua incomprensible, un engaño que encanta y esclaviza a los hombres. No es que sea incapaz de vivir. Al contrario, su gusto por la vida es tan poderoso, tan voraz, que lo obliga a matarse una y otra vez. Muere muchas veces a fin de vivir innumerables vidas. Así se venga de la vida y adquiere su poder sobre los hombres. Crea la leyenda de sí mismo, la mentira dentro de la cual se constituye en héroe y dios, la mentira por la cual triunfa sobre la vida.
Tal vez una de las mayores dificultades de la lucha con la personalidad de un creador radica en la profunda oscuridad en que se alberga, a sabiendas o no. En el caso de un hombre como Lawrence, nos hallamos ante alguien que exaltó la oscuridad, ante un hombre que encumbró al máximo esa fuente y manifestación de toda vida, el cuerpo. Todo esfuerzo por aclarar su doctrina implica una vuelta a los problemas eternos, fundamentales, que le hicieron frente, y una renovada lucha con ellos. Lawrence constantemente lo lleva a uno a la fuente, al centro mismo del cosmos, a través de un laberinto místico. Su obra es enteramente símbolo y metáfora. El Fénix, la Corona, el Arcoiris, la Serpiente Emplumada, todos estos símbolos están centrados en la misma idea obsesiva: la resolución de dos opuestos en forma de misterio. A pesar de la progresión de un plano conflictual a otro, de un problema vital a otro, el carácter simbólico de su obra se mantiene constante e inmutable. Es hombre de una idea: que la vida tiene una significación simbólica. Es decir, que vida y arte son uno.
En su elección del Arcoiris, por ejemplo, se manifiesta su intento de exaltar la eterna esperanza del hombre, en la cual se apoya su justificación como artista. En todos sus símbolos, el Fénix y la Corona particularmente, pues estos fueron sus símbolos primeros y más eficaces, observamos que sólo estaba dando forma concreta a su verdadera naturaleza: ser artista. Porque el artista que hay en el hombre es el símbolo imperecedero de la unión entre sus yoes conflictuales. Hay que dar un sentido a la vida por el hecho evidente de que carece de sentido. Hay que crear algo, como intermedio curativo y estimulante, entre la vida y la muerte, porque la conclusión a que apunta la vida es la muerte, y el hombre instintiva y persistentemente cierra los ojos ante ese hecho concluyente. El sentido del misterio, que se halla en el fondo de todo arte, es la amalgama de todos los terrores innominados inspirados por la realidad cruel de la muerte. Entonces hay que vencer a la muerte, o disimularla, o cambiarla. Pero en el intento de derrotar a la muerte el hombre inevitablemente se ha visto el ligado a derrotar a la vida, pues las dos están inextricablemente relacionadas. La vida marcha hacia la muerte, y negar la una significa negar la otra. El firme sentido del destino que revela todo creador se apoya en su conciencia de la meta, en esa aceptación de la meta, ese marchar hacia una fatalidad, igual a las fuerzas inescrutables que lo animan y lo empujan.
La historia toda es el testimonio del fracaso insigne del hombre en desbaratar su destino; dicho con otras palabras, el testimonio de los pocos hombres de destino que, por haber reconocido su papel simbólico, hicieron la historia. Todos los engaños y evasiones de que el hombre se ha alimentado -la civilización, en suma- son fruto del artista creador. La naturaleza creadora del hombre es la que se ha negado a dejarlo caer en esa unidad inconsciente con la vida que caracteriza al mundo animal del cual el hombre se ha zafado. Así como el hombre reconstruye las etapas de su evolución física en su vida embrionaria, así también, al ser lanzado fuera del vientre, repite, en el transcurso de su desarrollo de la niñez a la ancianidad, la evolución espiritual del hombre. En la persona del artista se recapitula toda la evolución histórica del hombre. Su obra es una gran metáfora, que revela mediante la imagen y el símbolo todo el ciclo del desarrollo cultural a través del cual ha pasado el hombre desde el ser primitivo hasta el ser civilizado infructuoso.
Cuando ahondamos en las raíces de la evolución del artista, redescubrimos en su ser las diversas encarnaciones o aspectos de héroe con que el hombre siempre se ha representado a sí mismo: rey, guerrero, santo, mago, sacerdote, etc. El proceso es largo y tortuoso. Todo él es una conquista del miedo. La interrogación por qué lleva a la interrogación adónde y cómo. La huida es el deseo más profundo. Huida de la muerte, del terror innominado. Y la forma de huir de la muerte es huir de la vida. Esto lo ha manifestado siempre el artista a través de sus creaciones. Al vivir adentrado en su arte adopta como mundo un reino intermedio dentro del cual él es todopoderoso, un mundo dominado y regido por él. Ese mundo intermedio del arte, ese mundo en el cual se mueve como héroe, sólo ha sido factible debido al más profundo sentido de frustración. Paradójicamente, surge de la falta de fuerza, de la sensación de incapacidad para oponerse al destino.
Esto, entonces, es el Arcoiris, el puente que el artista tiende sobre el abismo de la realidad. El brillo del Arcoiris, la promesa que anuncia, es el reflejo de su creencia en la vida eterna, su creencia en el nacimiento perpetuo, la juventud, la virilidad, la fuerza continuas. Todos sus fracasos son nada más que el reflejo de sus choques humanos y débiles con la realidad inexorable. El motivo es el impacto dinámico de una voluntad que conduce a la destrucción. Porque con cada fracaso real recae con mayor intensidad en sus ilusiones creadoras. Todo su arte es el esfuerzo patético y heroico por negar su derrota humana. En su arte logra un triunfo real, puesto que no es un triunfo ni sobre la vida ni sobre la muerte. Es un triunfo sobre un mundo imaginario creado por él mismo. El drama está enteramente en el dominio de la idea. Su guerra con la realidad es reflejo de la guerra que se libra dentro de él mismo.
Así como el individuo, cuando llega a la madurez, la revela aceptando la responsabilidad, así también el artista, cuando reconoce su verdadera naturaleza, su papel predestinado, está obligado a aceptar la responsabilidad de la hegemonía. Se ha conferido a sí mismo poder y autoridad, y debe obrar consecuentemente. No puede tolerar nada más que los dictados de su propia conciencia. Así, al aceptar su destino, acepta la responsabilidad de prohijar sus ideas. Y así como los problemas con que tropieza cada individuo son únicos para él, así también las ideas que germinan en el artista son únicas y han de ser vividas. El artista es el signo del Hado en sí, el signo mismo del destino. Porque cuando por vivir su lógica de sueño se realiza mediante la destrucción de su propio yo, está encarnando para la humanidad el drama de la vida individual que, para probarse y experimentarse, ha de admitir la disolución. Pero a fin de lograr su propósito, el artista está obligado a retirarse, a apartarse de la vida utilizando sólo la experiencia suficiente como para ofrecer el sabor de la lucha real. Si elige vivir anula su naturaleza propia. Tiene que vivir vicariamente. Para poder desempeñar así el monstruoso papel de vivir y morir incontables veces, según la medida de su capacidad para la vida.
En cada nueva obra el artista vuelve a representar el espectáculo del sacrificio del dios. Porque detrás de la idea del sacrificio está la idea esencial del sacramento: se mata a la persona que encarna el gran poder a fin de que su cuerpo sea consumido y se redistribuyan los poderes mágicos. El odio al dios es el más fundamental del culto al dios: se basa en un deseo primitivo de conseguir el poder misterioso del hombre-dios. En ese sentido pues, el artista siempre es crucificado: para ser devorado, para ser despojado del misterio, para quitarle su poder y su magia. La necesidad del dios es este anhelo de una vida mejor: es lo mismo que el anhelo de muerte.
Se puede representar al hombre como un árbol sagrado de la vida y la muerte, y si además consideramos que ese árbol representa no solamente al hombre individual sino a todo un pueblo, a una cultura íntegra, tal vez empecemos a percibir la relación íntima entre la aparición del tipo de artista dionisiaco y el concepto del cuerpo sagrado.
Y siguiendo con la imagen del hombre como árbol de la vida y la muerte, bien puede comprenderse cómo los instintos vitales, impulsando al hombre a expresarse cada vez más por medio de su mundo de forma y símbolo, por medio de su ideología, por último lo obligan a prescindir de los aspectos puramente humanos, relativos, fundamentales de su ser -de su naturaleza animal, de su mismo cuerpo humano-. El hombre trepa por el tronco del vivir para dilatarse en un florecimiento espiritual. Desde un microcosmo insignificante, pero recién separado del mundo animal, el hombre con el tiempo se extiende sobre los cielos bajo la forma del gran anthropos, el hombre mítico del zodiaco. El propio proceso de diferenciación del mundo animal al cual pertenece todavía hace que cada vez vaya perdiendo más de vista su humanidad total. Sólo en los límites últimos de la facultad creadora y cuando su mundo de formas no puede ya tomar mayores dimensiones arquitectónicas, comienza a comprender de pronto sus "limitaciones". Entonces lo asalta el miedo. Es entonces cuando verdaderamente experimenta la muerte -la gusta de antemano, por así decir-.
Entonces los instintos vitales se convierten en instintos mortales. Lo que antes parecía todo libido, impulso incesante de creación, ahora se ve que encierra otro principio: la admisión de los instintos de muerte. Sólo en la cima de la expansión creadora llega a humanizarse verdaderamente. Entonces siente las raíces profundas de su ser, en la tierra. Enraizado. La supremacía y la gloria y la magnificencia del cuerpo se afirman por fin con toda su energía. Sólo entonces asume el cuerpo su carácter sagrado, su verdadero papel. La triple división de cuerpo, mente, alma, se torna unidad, trinidad sagrada. Y con ella viene la comprensión, de que no puede exaltarse un aspecto de nuestra naturaleza sobre los demás, salvo a expensas de alguno de ellos.
Lo que llamamos sabiduría de la vida llega aquí a su apogeo- cuando se adivina ese carácter fundamental, sagrado del cuerpo-. En las ramas más altas del árbol de la vida se rnarchita el pensamiento. La grandiosa florescencia espiritual en virtud de la cual el hombre se elevó a proporciones de dios, perdiendo así contacto con la realidad -porque él mismo era la realidad-, ese gran florecimiento de la Idea se convirtió entonces en una ignorancia que se expresa como el misterio del Soma. El pensamiento vuelve a recorrer el tronco religioso que lo ha sostenido y, ahondando en las raíces mismas del ser, redescubre el enigma, el misterio del cuerpo. Redescubre el parentesco entre la estrella, la bestia, el hombre, la flor, el cielo. Una vez más se advierte que el tren o del árbol, la columna misma de la vida, es la fe religiosa, la aceptación de la propia naturaleza arbórea -no un anhelo de alguna otra forma de ser-. Esta aceptación de las leyes del propio ser es la que preserva los instintos esenciales de la vida, aun en la muerte. En el ascenso, el imperativo, la obsesión única, era el aspecto individual del propio ser. Pero una vez en la cima, cuando se han sentido y percibido los límites, se revela la gran perspectiva y se reconoce la semejanza de los seres circundantes, la interrelación de todas las formas y leyes del ser -la afinidad orgánica, la totalidad, la unidad de la vida-.
De modo que el tipo más creador -el tipo de artista individual- que más alto ha brotado y con mayor diversidad de expresión, tanto que parecía "divino', ese tipo creador de hombre, para conservar en él los elementos mismos de la creación, tiene pues que convertir la doctrina, o la obsesión de individualidad, en una ideología común, colectiva. Ése es el verdadero sentido del Maestro-Modelo, de las grandes figuras que han dominado la vida humana desde el principio. Al llegar a la cumbre más alta de su floración, no han hecho más que recalcar su humanidad común, su innata, enraizada, ineludible calidad de humanos. Su aislamiento, en las alturas del pensamiento, es lo que les causa la muerte.
Cuando consideramos una figura olímpica como Goethe, vemos un árbol humano gigantesco que no afirmó otra "meta" excepto el despliegue de su propio ser, excepto la obediencia a las leyes orgánicas profundas de la naturaleza. Eso es sabiduría, la sabiduría de un espíritu maduro en la cumbre de una gran Civilización. Es lo que Nietzsche llamaba la fusión de dos corrientes divergentes en un ser: el tipo soñador apolíneo y el dionisiaco extático. Tenemos en Goethe la imagen del hombre encarnado con la cabeza en las nubes y los pies bien plantados en el suelo de la raza, la cultura, la historia. El pasado, representado por el suelo histórico, cultural; y el presente, representado por las condiciones cambiantes del tiempo que componen su clima mental; se nutrió tanto del pasado como del presente. Fue profundamente religioso sin necesidad de adorar a un dios. Se había hecho un dios. En esta imagen del Hombre ya no cabe el conflicto. Ni se sacrifica él al arte, ni sacrifica el arte a la vida. La obra le Goethe, que fue una gran confesión -"huellas de la vida", decía él -es la expresión poética de su sabiduría, y salió de él como cae de un árbol una fruta madura. Ninguna situación era demasiado noble para sus aspiraciones, ningún detalle demasiado insignificante para su atención. Su vida y su obra asumieron proporciones grandiosas, una amplitud y majestad arquitectónicas, porque tanto su vida como su obra tenían la misma base orgánica. Con excepción de da Vinci, él es quien más se acerca al ideal de hombre-dios de los griegos. En él se dieron el ocio y el clima más favorables. Tenía sangre, raza, cultura, tiempo: todo. Y todo lo alimentaba.
En ese momento excelso en que aparece Goethe, en que el hombre y la cultura están en la cúspide, todo el pasado y el futuro se despliegan. Allí se entrevé el final; en adelante el camino desciende. Después del olímpico Goethe aparece la raza dionisíaca de artistas, los hombres de la "época trágica" que profetizó Nietzsche y de los cuales él mismo fue ejemplo magnífico. La época trágica, en que se siente con fuerza nostálgica todo lo que más está negado para siempre. Otra vez se revive el culto del Misterio. El hombre debe volver a representar una vez más el misterio del dios, el dios cuya muerte fecunda ha de redimir y purificar al hombre de la culpa y el pecado, ha de liberarlo de la rueda del nacimiento y el devenir. El pecado, la culpa, la neurosis, todos son una y la misma cosa, el fruto del árbol de la ciencia. El árbol de la vida se torna así en árbol de la muerte. Pero es siempre el mismo árbol. Y de este árbol de la muerte es de donde ha de volver a surgir la vida, de donde la vida tiene que renacer. Lo cual, como lo atestiguan todos los mitos del árbol, es precisamente lo que ocurre. "En el momento de la destrucción del mundo", dice Jung, refiriéndose a Ygdrasil, el fresno del mundo, "ese árbol se convierte en la madre tutelar, el árbol de la muerte y la vida, preñado.".
En este punto del ciclo cultural de la historia es cuando tiene que aparecer la "transvaluación de todos los valores". Es la inversión de los valores "espirituales", de todo un completo de valores reinantes. El árbol de la vida conoce entonces su muerte. El arte dionisiaco de los éxtasis reafirman entontes sus derechos. Sobreviene el drama. Reaparece lo trágico. Gracias a la locura y el éxtasis se representa el misterio del dios, y en los celebrantes ebrios se despierta el deseo de morir -morir creadoramente-. Es la conversación de ese mismo instinto vital que impulsó el árbol del hombre hasta su expresión plena. Es salvar al hombre del temor a la muerte para que pueda morir.
Avanzar hacia la muerte. No retroceder hacia el vientre. Salir de las arenas movedizas, del flujo estanco. Es el invierno de la vida, y nuestro drama consiste en alcanzar un espacio firme para que la vida pueda avanzar de nuevo. Pero ese espacio firme sólo puede procurarse sobre los cadáveres de quienes están deseosos de morir.


Fuente: Henry Miller, La sabiduría del corazón, Buenos Aires, Sur, 1966

jueves, 23 de diciembre de 2010

Entrevista a Joe Strummer







Joe Strummer vivia en Sommerset, oeste de Inglaterra. Un lugar famoso por la destilación de sidra. Por esos días, el único ex Clash activo en la música. El bajista Paul Simomon es ahora pintor abstracto; el baterista Topper Headon se recupera de su adicción a la heroína a los tumbos y Mick Jones, cantante y guitarrista como Strummer, ensaya una carrera como director de videos. La banda, una de las pioneras en la escena punk inglesa, siempre tuvo un estilo particular, en el que se mezclaban apelaciones a la guerrilla latinoamericana y ritmos del tercer mundo. La influencia de su música puede encontrarse desde Mano Negra (la banda que lideraba Manu Chao, confeso admirador de The Clash) a los Fabulosos Cadillacs (en vivo solían versionar el tema Guns of Brixton), de Living Colour (en Buenos Aires tocaron Should I Stay or Should I Go) a Todos Tus Muertos (hacían Janie Jones).

Suena raro que un hombre como él, de inspiración urbana, viva en el campo con su mujer y sus hijas (tiene tres, de dos matrimonios). El lo explica así: “Se le ocurrió a mi primera mujer cuando nuestros hijos eran muy pequeños. Fue hace quince años cuando dejamos Londres y empezamos a escapar hacia el oeste. Cada vez que nos mudábamos, siempre nos alejábamos un poquito más de Londres.”



- ¿No necesita ya la ciudad para componer?
- Sí, es necesario alimentarse de eso. Mis grabaciones suceden siempre en Londres y ahí obtengo la inspiración.

- ¿Tiene idea de la influencia que The Clash ha tenido en el rock argentino?
- Durante todos estos años siempre me llegaron noticias de eso. Sé que fuimos muy populares en Sudamerica.

- Más aún, han inspirado a gran parte de la generación latina de los 80 para hacer música. ¿Escuchó a Manu Chao, por ejemplo?
- Sí, acabo de comprar su segundo disco. Es muy bueno, me gustó también el primero. En 1988, mientras él estaba en Mano Negra, tocamos seis veces juntos y lo conozco muy bien. Somos casi amigos.

- ¿Qué hay detrás del titulo Global Go Go, su último disco, cuál es la idea?
- Decir que estamos en un mismo planeta y nos las tenemos que arreglar. Todo lo que hagamos nos afecta y no hay dónde escapar, nos guste o no.

- ¿Qué piensa de los movimientos antiglobalización?
- Están haciendo una contribución muy importante. No tenemos idea de cómo combatir las corporaciones, porque ellas compran los gobiernos y qué puede hacer la democracia frente a eso. Nada. Y eso es algo a lo que nos acostumbramos o tomamos la decisión de combatir.

- Usted recurría mucho al comentario político cuando escribía para The Clash. ¿Le sigue interesando ese punto de vista?
- No, ya no tanto. Estoy más interesado en el mundo de la psicodelia que en el mundo de la política. El modo en que trabaja la mente, a eso me refiero. Dónde mierda está el alma de algo, qué significa la vida después de todo.

- ¿Leyó el libro No Logo (Naomi Klein), que los movimientos antiglobalizacion reinvindican como bandera?
- Sí, es lo más interesante que leí en años. Ese libro suena como la música que hacíamos con The Clash en los setenta.

- Si bien su música toca diferentes estilos, el reggae sigue siendo el corazón de su disco. ¿Esa es la música que le cambió la vida?
- Sí, es así. Cuando apareció era algo tan diferente a lo que yo venía escuchando desde el blues de Chicago a los Beatles o los Stones. El reggae nos mató a todos porque era en inglés y podíamos entender esas letras. Nos marcó definitivamente.

- Con Sandinista, The Clash llevó la problemática de la guerrilla latinoamericana a la música pop. ¿Fue un interés suyo particular de ese disco o le sigue interesando?
- Estábamos interesados en cualquier cosa que los diarios no nos contaran. Eramos muy curiosos, no desde lo intelectual, pero sí desde la intuición. Era una revolución llevada a cabo por gente muy joven y nadie en Europa quería contar nada. Para nosotros eran buenas noticias, quisimos contárserlo a los chicos ingleses.

- Entonces se hablaba de los Clash como de un grupo de izquierda con guitarras. ¿Se siente todavía un hombre de izquierda?
- Sí, sigo siendo un tipo de izquierda, aunque el partido laborista inglés haya alienado a toda la población con sus estrategias. Son más de derecha que lo que la derecha solía ser.

- A partir del segundo álbum, The Clash dejo traslucir una fuerte influencia latina. ¿Tuvo que ver su vida en España con eso?
- Mi padre trabajaba en el servicio exterior y cuando era chico viví en México, a finales de los cincuenta. Cuando eres muy pequeño la música se apodera de vos. Y eso se te pega para siempre. Llevo México en mis oídos. De ahí viene todo.

- ¿Por qué no se reúne The Clash?
- No tengo la respuesta para eso. Tal vez las ideas que teníamos llegaron a un final natural. No todos los grupos fueron hechos para siempre.

- ¿Ha recibido buenas ofertas de dinero para reunir al grupo?
- Sí. Probablemente dos o tres. Muy buena plata realmente. La dejé pasar.

- Cada vez que surge algo nuevo, desde el rap a Napster, se dice que estamos frente al nuevo punk. ¿Usted dónde lo encuentra?
- Si yo tuviera 16 años ahora mismo estaría haciendo música house con mi computadora sin control ni dependencia de ninguna discográfica. Ese uso de la tecnología es lo más parecido a lo que nosotros hicimos con el rock hace 25 años.

- Estuvo casi diez años en silencio. ¿Qué lo llevo a dejar la música y a volver después?
- Tuve que dejar todo antes de incendiarme. Tenía la necesidad de hacer un largo silencio después de The Clash. Ahora me siento bien de la cabeza y el cuerpo y por fin he dado con la gente correcta para la música que quería hacer. No quería convertirme en una isla, necesitaba un grupo.

- ¿Cómo es su relación actual con el resto de The Clash?
- Muy buena. Nos vemos seguido. Hace poco nos encontramos a cenar en Londres. La sociedad de compositores de Londres nos premió por nuestra contribución a la música cantada en inglés. Tardaron veinte años en darse cuenta. Antes, nos llevaban presos por hacerlo.

- ¿Cómo son sus shows en vivo? ¿Toca canciones de The Clash?
- Por supuesto. Tengo que mostrar todas las partes de mi historia. Pero trato de tocar las canciones que nunca hicimos en vivo con The Clash, quiero evitar los hits.

- ¿Pero hace las canciones que cantaba usted o las que cantaba Mick Jones?
- No, canto las mías (ja, ja, ja). Alguna vez hice un cover de Big Audio Dynamite, la banda de él, como una broma, claro.






Sex Pistols y Ramones

Para algunos era como el River-Boca del punk rock. The Clash versus The Sex Pistols, los dos grupos más grandes del punk rock inglés y, junto con los estadounidenses Ramones, las tres bandas de ese estilo más importantes del mundo.

Pero para Strummer, esa rivalidad nunca existió. “Cuando los Sex Pistols se reunieron en Europa, yo estaba de gira y no pude verlos. Pero me puso muy feliz que les pagaran algo, porque ellos fueron los que empezaron todo. Los que empiezan algo nunca son recompensados. Para mí, fue un acto de justicia más allá de lo artístico. No les pagaban nada en su momento”, dice.

En la comparación entre unos y otros, Strummer opina que “Nosotros duramos un poco más. Y vendimos más discos que ellos. Pero no tantos como los que se venden hoy. Nada en comparación con lo que venden Offspring y todos esos grupos.”

- ¿No cree que los Pistols, con su gira Lucro sucio, terminaron haciendo lo que criticaban al rock?
- No importa. Eran mis amigos. Yo defiendo a mis amigos.

- ¿Siguen siéndolo?
- No John Lydon (el cantante). Pero sí veo seguido a Steve Jones, Glen Matlock y Paul Cook. Buenos tipos.

Strummer recuerda también a Joey Ramone, el cantante que murió este año. “Fue terrible. Yo ni siquiera estaba enterado de su enfermedad, así que fue shockeante por partida doble. No puedo ni siquiera aceptarlo. Para mí los Ramones fueron hechos para durar toda la vida. Me niego a aceptar esa realidad. Los ví cuando debutaron en Londres. Fue increíble. Duró menos de media hora. Una bomba nuclear.”

martes, 21 de diciembre de 2010

Arthur Rimbaud - El esposo infernal










Oigamos la confesión de un compañero de infierno.

«Oh divino Esposo, Dueño mío, no rechaces la confesión de la más triste de tus siervas. Estoy perdida. Estoy borracha. Estoy impura. ¡Qué vida!

»Perdón, divino Señor, ¡perdón! ¡Ah! ¡Perdón! ¡Qué de lágrimas! ¡Y qué de lágrimas aún, más adelante, espero!

»Más adelante ¡conoceré al divino Esposo! Nací sometida a Él. — ¡Ya puede pegarme el otro ahora! ¡Oh amigas mías!… no, no amigas mías… Nunca delirios ni torturas semejantes… ¡Qué tontería!

»¡Ah! ¡Estoy sufriendo, grito! Estoy sufriendo de verdad. Todo, no obstante, me está permitido, cargada con el desprecio de los más despreciables corazones.

»En fin, hagamos esta confidencia, aun a riesgo de tener que repetirla otras veinte veces, — ¡igual de tétrica, igual de insignificante!

»Soy esclava del Esposo infernal, del que perdió a las vírgenes necias. Es ése, y no otro demonio. No es ningún espectro, no es ningún fantasma. Pero a mí, que he perdido la prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo — ¡nadie me matará!— ¿Cómo describíroslo? Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de luto, lloro, tengo miedo. Un poco de frescor, señor, si no te importa, ¡si te parece bien!

»Soy viuda… — Era viuda… — Sí, sí, antes era muy seria, ¡y no nací para acabar en esqueleto!… — Él era casi un niño… Me habían seducido sus misteriosas delicadezas. Ol- vidé todas mis obligaciones humanas para seguirlo. ¡Qué vida! La auténtica vida está ausente. No estamos en el mundo. Voy adonde él va, así ha de ser. Y a menudo se enfada conmigo, conmigo, pobre almita. ¡El demonio! — Es un demonio, sabéis, no es un hombre.

»Dice: “No me gustan las mujeres. Hay que volver a inventar el amor, ya se sabe. Las mujeres ya no alcanzan a desear más que una situación asegurada. Una vez ganada esta situación, el corazón y la belleza se dejan de lado; no queda sino frío desdén, alimento del matrimonio, hoy en día. O bien veo mujeres con las señales de la dicha; de ellas habría podido hacer buenas amigas, si no las hubiera devorado antes algún bruto con sensibilidad de hoguera…”

»Y yo lo oigo cómo hace de la infamia gloria, de la crueldad encanto. “Soy de raza lejana: mis antepasados eran escandinavos: se perforaban las costillas, se bebían su propia sangre. — Yo me haré cortaduras por todo el cuerpo, me tatuaré, quedaré más repugnante que un mongol; ya verás, aullaré por las calles. Quiero enloquecer de rabia, por completo. Nunca me enseñes joyas, o me arrastraré y me revolcaré por las alfombras. Mi riqueza la quiero manchada de sangre, por todas partes. Jamás trabajaré…” Muchas noches, habiéndome poseído su demonio, ambos rodábamos por el suelo, ¡yo luchaba con él! — Por las noches suele apostarse, borracho, en las calles o en las casas, para asustarme mortalmente. — “Me cortarán de veras el cuello; será asqueroso.” ¡Oh! ¡Esos días en que gusta de andar con un aire de crimen!

»A veces habla, en una especie de jerga enternecida, de la muerte que obliga a arrepentirse, de los desdichados que ciertamente hay, de los trabajos fatigosos, de las separaciones que desgarran el corazón. En los tugurios donde nos emborrachábamos, lloraba al considerar a quienes nos rodeaban, rebaño de la miseria. Levantaba del suelo a los borrachos, en las calles negras. Sentía por los niños la compasión de una mala madre. — Se marchaba con ternuras de niña de catequesis. — Fingía estar al corriente de todo: comercio, arte, medicina. — Yo lo seguía, ¡así ha de ser!

»Veía todo el decorado de que, en espíritu, se rodeaba: vestiduras, paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro. Veía todo aquello que lo emocionaba, tal como él habría querido crearlo para sí. Cuando me parecía tener el espíritu inerte, lo seguía, yo, en actos extraños y complicados, lejos, buenos o malos; estaba segura de que jamás penetraría en su mundo. Junto a su amado cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he velado, preguntándome por qué desearía tanto evadirse de la realidad. Nunca hombre alguno formuló un voto semejante. Yo admitía, —sin temer por él, — que podía suponer un serio peligro dentro de la sociedad. — ¿Tiene tal vez secretos para cambiar la vida? No, tan sólo está buscándolos, me replicaba yo. Por último, su caridad está embrujada, y yo soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría fuerza bastante — ¡fuerza de la desesperación! — para soportarla — para ser protegida y amada por él. Por otra parte, no me lo figuraba con otra alma: se ve el Ángel propio, nunca el Ángel ajeno, — me parece. Estaba yo en su alma como en un palacio que han vaciado para no ver a alguien tan poco noble como tú: eso es todo. ¡Ay! Dependía en mucho de él. Pero ¿qué quería de mi existencia apagada y cobarde? ¡No me hacía mejor, no haciéndome morir! Tristemente despechada, le dije a veces: “Te comprendo”. Y él se encogía de hombros.

»Así, renovándose sin cesar mi sufrimiento, y hallándome más perdida a mis ojos, — como a todos los ojos que habrían querido mirarme, si no hubiese estado condenada para siempre al olvido de todos, — tenía cada vez más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos amigos, era en verdad el cielo, un cielo lóbrego, en el que entraba, en el que me habría gustado que me abandonase, pobre, sorda, muda, ciega. Me iba ya acostumbrando. Veía en nosotros dos niños buenos, con permiso para pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos con- certábamos. Muy conmovidos, trabajábamos juntos. Pero, tras una penetrante caricia, él decía: “¡Qué divertido te parecerá, cuando yo ya no esté, esto por lo que has pasado! Cuando no tengas ya mis brazos bajo el cuello, ni mi corazón para en él descansar, ni esta boca en tus ojos. Pues habré de marcharme, muy lejos, un día. Además, he de ayudar a otros, es mi deber. Aunque no resulte muy deleitable…, alma querida…” De inmediato me representaba a mí misma, habiéndose marchado él, presa del vértigo, precipitada en la más espantable de las sombras: en la muerte. Le hacía prometer que no me abandonaría. Veinte veces la hizo, tal promesa de amante. Era tan frívolo como yo al decirle: “Te comprendo.”

»¡Ah! Nunca he sentido celos por su causa. No va a abandonarme, me parece. ¿Qué sería de él? No tiene conocimiento alguno, nunca trabajará. Quiere vivir sonámbulo. Su bondad y su caridad, por sí solas, ¿le darán derechos en el mundo real? A ratos, olvido la piedad en que he caído: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos en las calles empedradas de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin sufrimientos. O me despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado —gracias a su poder mágico, — el mundo, siendo el mismo, me dejará con mis deseos, mis alegrías, mis despreocupaciones. ¡Oh! La vida aventurera existente en los libros infantiles, en recompensa, porque he sufrido tanto, ¿me la regalarás tú? No puede. Ignoro su ideal. Me ha dicho que tiene pesares, esperanzas: cosas que al parecer no me conciernen. ¿Es a Dios a quien habla? Tal vez debería yo dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar.

»“¿Ves a ese joven elegante que entra en la mansión bella y tranquila? Se llama Duval, Dufour, Armand, Maurice, qué sé yo. Una mujer se ofrendó a la tarea de amar a ese perverso idiota: está muerta, es sin duda una santa del cielo, ahora. Tú me harás morir como él hizo morir a esa mujer. Tal es nuestro destino, el de nosotros, los corazones caritativos…” ¡Ay! Había días en que todos los hombres, al actuar, le parecían juguete de delirios grotescos: reía espantosamente, largo rato. — Luego volvía a sus maneras de madre joven, de hermana amada. Si fuera menos salvaje, ¡estaríamos salvados! Mas también su dulzura es mortal. Le estoy sometida. — ¡Ah! ¡Soy necia!

»Un día tal vez desaparezca maravillosamente; pero tengo que saberlo, si ha de subir a un cielo, ¡quiero ver con mis ojos la asunción de mi amiguito!»

¡Qué pareja!


Un temporada en el infierno
Traducción: Ramón Buenaventura

viernes, 17 de diciembre de 2010

Michelangelo Antonioni - Entrevista de Alberto Ongaro



En 1975, el escritor y periodista Alberto Ongaro entrevistó a Michelangelo Antonioni (Ferrara 1912 - Roma 2007), que acababa de estrenar Professione: Reporter, la última película de su aventura internacional, tras Blow up y Zabriskie Point.



En sus películas, busca sobre todo una nueva forma de relación con la realidad. ¿Qué hay en el fondo de esta búsqueda?


Me pide usted que haga un discurso crítico sobre mí mismo, algo que siempre me ha parecido muy difícil. No es asunto mío el explicarme con palabras. Yo hago películas que están ahí , con sus posibles contenidos, a disposición de quien quiera verlas. De todas formas, voy a intentarlo. En el fondo está, quizás, la sospecha de que nosotros, es decir, los hombres, estamos dando a las cosas, a los hechos que suceden y de los que somos protagonistas o testigos, a las relaciones sociales o incluso a las sensaciones, una interpretación distinta de la que dábamos en el pasado. Me dirá usted que es lógico, que es natural que esto ocurra, puesto que vivimos en una época distinta y hemos acumulado, con respecto al pasado, experiencias e ideas que antes no teníamos. Pero no es sólo eso lo que quiero decir. Creo que se ha producido una gran transformación antropológica que acabará por cambiar nuestra naturaleza.

Ya se aprecian los signos, algunos banales, otros inquietantes, angustiosos. No reaccionamos como reaccionábamos antaño ni al sonido de una campana, ni a un disparo, ni a un homicidio, por poner algunos ejemplos. Incluso algunos ambientes que, tiempo ha, podrían parecer distendidos, convenciones, lugares comunes de un determinado tipo de relación con la realidad, ahora podemos mirarlos de forma trágica. El sol, por ejemplo. Lo miramos de forma distinta que en el pasado. Sabemos demasiado sobre él. Sabemos qué es el sol, qué ocurre en el sol, las ideas científicas que tenemos han terminado por modificar nuestra relación con él. Yo, por ejemplo, a veces tengo la sensación de que el sol nos odia, y el hecho de atribuir un sentimiento a una cosa que es siempre igual a sí misma significa que ya no es posible un determinado tipo de relación tradicional, que para mí ya no es posible. Y digo el sol como podría decir la luna o las estrellas, o el universo entero. Hace unos meses, en Nueva York, compré un telescopio pequeño pero extraordinario, el Questar, un aparato de sólo medio metro, pero que nos acerca las estrellas de una forma increíble. Puedo ver de cerca los cráteres de la luna, los anillos de Saturno y mil cosas más. Pues bien, el telescopio me proporciona una percepción física del universo tan angustiosa que mi relación con el universo ya no puede ser la misma que antes. Con esto no quiero decir que ya no sea posible disfrutar de un día soleado o de un paseo bajo la luz de la luna. Sólo quiero decir que estas ideas de carácter científico han iniciado un proceso de transformación que terminará por cambiarnos a nosotros mismos, que nos llevará a actuar de una determinada manera y no de otra e, incluso, que cambiará nuestra psicología, los mecanismos que regulan nuestra vida. Ya no serán las estructuras económicas y políticas las que cambiarán al hombre, como sostiene el marxismo, sino que el hombre podrá modificarse a sí mismo y a esas estructuras como resultado de un proceso de transformación que lo implica en primera persona. Puedo equivocarme, naturalmente, en un plano general, pero no creo equivocarme en lo que se refiere a mi experiencia personal. Ahora, por volver a lo que usted llama mi búsqueda, a mi oficio, a mi terreno personal, está claro que, si esto es verdad, yo debo mirar el mundo con ojos distintos, tengo que intentar penetrar en él por caminos desacostumbrados, puesto que todo cambia: cambia la materia narrativa que tengo entre las manos, cambian las historias, los finales de las historias, y yo quiero anticiparlo, tratar de expresar lo que creo que está ocurriendo. Realmente, estoy haciendo un gran esfuerzo por buscar determinados núcleos narrativos que no sean ya los del pasado, aunque no sé si lo conseguiré, porque siempre hay cosas que escapan a nuestra voluntad y al propio acto creativo.

En esta película [Professione: Reporter] yo diría que lo ha logrado: aunque hay momentos en los que el esquema nos resulta conocido, produce un tipo de turbación completamente novedoso.

No lo sé. No sé si usted estará de acuerdo, si los demás espectadores podrán estar de acuerdo, pero en esta película he buscado instintivamente soluciones narrativas distintas a las que son habituales en mí. Es cierto, el esquema de fondo puede ser familiar, pero, mientras rodaba, cada vez que sentía que me movía en un terreno ya conocido, procuraba cambiar de camino, desviarme, resolver de otro modo algunos momentos de la historia. Incluso la forma en la que me daba cuenta resulta curiosa. Notaba una especie de súbito desinterés por lo que estaba haciendo y ésa era la señal de que tenía que cambiar de dirección. Hablamos de un terreno sembrado de dudas, de angustias, de iluminaciones imprevistas. Sin duda, se trataba también de mi necesidad de reducir al mínimo el suspense, un suspense que, aún así, debía permanecer, pero como un elemento indirecto, mediado. Hubiera sido muy fácil hacer una película de suspense. Teníamos perseguidores y perseguidos, no me faltaba ningún ingrediente, pero habría caído en la banalidad, no era eso lo que me interesaba. Ahora bien, no sé si he logrado crear realmente un relato cinematográfico que transmita la emoción que he sentido. Pero siempre que se acaba una película, de lo que menos seguro se está es de esa misma película.

Yo diría que ha conseguido establecer una relación nueva con los espectadores desde el primer momento. A mí, por ejemplo, lo primero que me ha sorprendido de su película es algo que no tiene.


¿Ah, sí? ¿El qué?

Durante los primeros minutos me di cuenta de que faltaba algo y no conseguía distinguir qué era. Después he comprendido que era la música y a continuación me he dado cuenta de que no podía ser un hecho casual, sino que la ausencia de música tenía para usted una función musical, como una no música que introdujera al espectador en una especie de vacío y que dejara también una zona vacía en sus sentimientos.

Esa «zona vacía», como usted la llama, era intencionada. En realidad, yo no comulgo con los gustos de quienes emplean música para subrayar de forma dramática, alegre o romántica determinados momentos de la película. Creo, en cambio, que las imágenes de una película no necesitan el apoyo de la música, sino que por sí solas pueden crear una cierta sugestión. El hecho de que usted se haya percatado de la ausencia de música significa para mí dos cosas: primero, que las imágenes eran lo bastante potentes como para sugestionarlo, para producirle ese leve, ambiguo sentido de vacío y de angustia, sin necesidad de ayuda. Segundo, que su oído, acostumbrado a la música en otras películas, lejos de quedar desconcertado, ha captado ese silencio de forma que el desarrollo del sentido de vacío que procedía de las imágenes quedara favorecido en cierto modo. Pero lo cierto es que yo no me propuse claramente añadir ese efecto. Más bien es una consecuencia de mi idea del cine. Yo uso poquísima música. Me gusta que la música tenga un origen en la propia película: una radio, alguien que canta, lo que los americanos llaman source music. Ésa es la música que hay en la película. Por otra parte, el protagonista es un periodista, es decir, un personaje bastante astuto, aventurero, acostumbrado a las emociones hasta el punto de que incluso puede controlarlas, alguien que no se impresiona fácilmente. Un personaje así no tiene ninguna necesidad de un comentario musical.






En cierto sentido, su película es una película de aventuras, una elección novedosa e impredecible por su parte. ¿Cuáles son las razones culturales de esta elección?


El elemento aventurero no me es del todo extraño. Ya estaba presente en Zabriskie Point y estaba, sobre todo, en una película cuya historia he escrito, de la que he desarrollado el guión y he preparado hasta el último detalle, pero que no he podido rodar. Una película que se hubiera titulado Tecnicamente dolce. Ahora bien, desde Zabriskie Point hasta Professione: Reporter, pasando por Tecnicamente dolce, me he percatado de una especie de oscura indiferencia, de la necesidad de salir, a través de los protagonistas de estas películas, del contexto histórico en el que vivo y en el que vivían los personajes, es decir, un contexto urbano, civil, civilizado, y entrar en un contexto distinto, como el desierto o la jungla, donde al menos se puede imaginar una vida más libre y más personal, y donde esta libertad puede verificarse. El carácter aventurero, el personaje del periodista que cambia de identidad para librarse de sí mimo, nace de esta necesidad.

¿Se puede decir que esa necesidad es la necesidad de liberarse de la vida moderna e incluso de la historia…

De un cierto tipo de historia…

… y que, en sustancia, el tema de la película o, por lo menos, uno de los temas es esa imposibilidad de liberarse de la historia porque la historia siempre acaba por capturar al que trata de huir?

Es posible que la película también se pueda interpretar de esa forma. Pero ése es otro problema. Fijémonos un poco en el personaje. Es un periodista, es decir, un hombre que vive entre palabras e imágenes y frente a las cosas, un hombre obligado por su profesión a ser siempre y únicamente el testigo de los hechos que ocurren ante sus ojos, testigo y no protagonista. Los hechos ocurren lejos de él, independientemente de él y todo lo que puede hacer es racionalizarlos una vez ocurridos para relatarlos. O, si resulta que él está presente, mostrarlos. Después está la obligación artificial de la objetividad propia del oficio. Yo creo que esto puede ser un aspecto inquietante, frustrante, de la profesión de periodista y si, junto con esa frustración de fondo, un periodista carga, como el personaje de la película, con un fracaso matrimonial, una relación errada con un hijo adoptivo y otros problemas personales, se puede entender su deseo de tomar la identidad de otro cuando se le presenta la oportunidad. El personaje se libera de sí mismo, de su propia historia, no de la historia en una acepción más global. De hecho, cuando descubre que el hombre cuya identidad ha asumido es un hombre de acción que actúa e interviene en cuanto sucede, y no un simple testigo, intenta asumir no sólo su identidad sino también su papel, su papel político. Pero la historia del otro, tan concreta, tan construida sobre la acción, se revela un peso demasiado grande para él. La acción se vuelve problemática.

Generalmente, en sus películas la dimensión política está totalmente implícita. En este caso, por el contrario...


A mí me parece que en este caso está más implícita que explícita. De todas formas, la política es un asunto que me interesa mucho y que sigo muy de cerca. Hoy, en particular, tratar de saber cómo somos gobernados y cómo deberíamos ser gobernados, controlar lo que hacen las personas que dirigen nuestra existencia, es un deber moral de todos, porque no hay alternativa, no tenemos más que esta existencia y tenemos que intentar vivirla del modo mejor y más justo para nosotros y para los demás. Naturalmente, yo me ocupo de política a mi manera, no como un político de profesión, sino como un hombre que hace películas. Trato de hacer mi pequeña revolución personal con las películas, intentando sacar a la luz ciertos problemas, ciertas contradicciones, de suscitar en el público determinadas emociones, de hacer experimentar al público unas cosas y no otras. A veces ocurre que una película se interpreta de una forma distinta a las intenciones del director, pero puede que eso no tenga demasiada importancia, puede que no importe que las películas se entiendan y se racionalicen, basta con que se vean como una experiencia directa y personal.






Dice que no hace falta entender las películas, y que basta con sentirlas. ¿Este discurso vale sólo para los productos artísticos o puede extenderse a la realidad en general?


Puede que me equivoque, pero tengo la impresión de que la gente ha dejado de preguntarse el porqué de las cosas, quizá porque sabe que no hay respuesta. La gente intuye que no hay puntos de referencia seguros, que no hay valores, que ya no hay nadie a quien apelar. Tampoco puede apoyarse ya en la ciencia, porque los resultados de la ciencia no son definitivos, sino provisionales, temporales. Es un hecho que los ordenadores no se pueden vender sino alquilar porque, entre que uno se encarga y se recoge, ha aparecido otro más perfeccionado que deja obsoleto el modelo anterior. Este continuo progreso de la máquina, que vuelve inútil la posesión de aparatos porque siempre habrá otros mejores, empuja a la gente a no preguntarse ni siquiera qué es la máquina, qué es un ordenador, cómo funciona. Se conforman con los resultados de la máquina. Y quizá todo es igual, quizá este esquema se repite en cada aspecto de nuestra vida sin que nos demos cuenta. Esto puede parecer contradictorio con lo que he dicho antes, pero no lo es, porque si el conocimiento de la cosa se modifica, se modifica también la imposibilidad de entenderla. Hay en todo esto una cierta desconfianza en la razón. Pero quizá la gente se ha dado cuenta de que no es cierto que la razón sea el elemento fundamental que gobierna la vida de los individuos y de la sociedad y tiende, pues, a apoyarse en el instinto y en otros centros de la percepción. No me explico de otro modo el desencadenamiento del instinto violento, sobre todo en las generaciones jóvenes.

A propósito de la posibilidad de perfeccionar siempre los medios técnicos: en Professione: Reporter ha obtenido usted resultados extraordinarios en el aspecto técnico y expresivo. ¿Está totalmente satisfecho con el medio que emplea?

En absoluto. El medio está muy lejos de ser perfecto. Yo me siento algo constreñido dentro de los límites técnicos del cine tal como lo conocemos hoy. Siento la necesidad de medios más elásticos y avanzados que permitan, por ejemplo, un control más inmediato del color. Lo que puede obtenerse hoy en un laboratorio trabajando con la película ya no basta si se necesita usar el color de una forma más funcional, más expresiva, más directa, más inventiva. En este sentido, las cámaras de vídeo son seguramente mucho más ricas que las cámaras cinematográficas. Con las cámaras de vídeo se puede, por decirlo de algún modo, pintar una película usando colores electrónicos a medida que se rueda. En Deserto rosso hice algunos experimentos de este tipo interviniendo directamente sobre la realidad, es decir, coloreando las calles, los árboles, el agua. Con la cámara de vídeo no hace falta llegar a esos extremos. Basta apretar un botón para que se añada el color con la intensidad deseada. El único problema es el paso de la cinta magnética al celuloide, pero este proceso se puede llevar a cabo con resultados bastante satisfactorios.

¿Cree usted que el empleo de este nuevo medio podría condicionar también los temas, sugerirle nuevos temas?


Es probable. Hoy día hay muchos temas que nos están vedados. En el cine de hoy se corre el riesgo de mostrar ciertas dimensiones metafísicas, ciertas sensaciones, de forma sólo aproximada debido, justamente, a las limitaciones del medio técnico. No se trata de emplear instrumentos cada vez mejores para obtener imágenes cada vez más bellas, sino para profundizar en el contenido, para captar mejor las contradicciones, los cambios y los ambientes. El cine sobre cinta magnética está ya bastante maduro, aunque los que hasta ahora lo han empleado han buscado efectos bastante banales, planos. Puede dar unos resultados extraordinarios si se usa con discreción, con una función poética.

¿El cine del futuro se hará con cámaras de vídeo?

Yo creo que sí. Y el desarrollo siguiente será el cine láser. El láser es una cosa verdaderamente fantástica. En Inglaterra he visto un holograma, es decir, una proyección hecha con láser, y me he llevado una impresión extraordinaria. Era un coche pequeño, proyectado sobre una pantalla de vidrio, y no parecía la imagen de un coche, la representación de un coche, sino un coche de verdad, perfectamente tridimensional, suspendido en el vacío. Tanto fue así que instintivamente alargué la mano para tocarlo. El efecto estereoscópico era increíble. No solo eso, sino que cuando el rayo se desplazaba también se desplazaba la imagen y se podían ver los laterales, la parte posterior. Tendrán que pasar muchos años, pero es evidente que el láser es el desarrollo del cine. Por ahora los hologramas se proyectan sobre una pantalla plana, pero los científicos que experimentan con él planean proyectarlo sobre un volumen transparente que pueda colocarse en el centro de una sala, de manera que los espectadores podrán dar vueltas a su alrededor, eligiendo su ángulo de visión.

Una especie de invención de Morel... ¿Cree, siquiera paradójicamente, que en un futuro lejano se podrá llegar a tanto, es decir, a proyectar a nuestro lado y sin necesidad de una pantalla imágenes tridimensionales incluso de personas, a vivir junto a personas que no existen?

Eso habría que preguntárselo a un científico o a un escritor de ciencia ficción. Pero en lo que a mí concierne, yo no pondría límites a este tipo de descubrimientos, porque quizá no los tienen. Creo que todo lo que la ciencia ficción ha imaginado hasta ahora podrá incluso parecer infantil comparado con los descubrimientos del futuro. En estos momentos, hasta la ciencia ficción está condicionada por los limitados conocimientos científicos que se encuentran a nuestra disposición. Únicamente conseguimos hacer excursiones a mundos que tienen el nuestro como punto de referencia. Pero en el futuro, ¿quién sabe? Es inútil plantearse preguntas para las que no hay respuesta. Ahora bien, según un punto de vista «operativo», ¿no es ya una afirmación significativa decir que una determinada pregunta carece de sentido? Y ahora tomemos por buena también la suya. Y divirtámonos pensando que quizá acabemos realmente creando en un laboratorio la situación imaginada en la novela de Bioy Casares, La invención de Morel: una isla desierta, habitada únicamente por imágenes de personas que no existen. Con todo lo que de misterioso, angustioso y ambiguo comporta una cosa así. Pero puede que también los conceptos de misterio, angustia y ambigüedad hayan cambiado para entonces.

martes, 14 de diciembre de 2010

Mario Vargas Llosa - Las metamorfosis del lobo estepario








Leí El lobo estepario por primera vez cuando era casi un niño, porque un amigo mayor, devoto de Hesse, me lo puso en las manos y me urgió a hacerlo. Me costó mucho esfuerzo y estoy seguro de no haber sido capaz de entrar en las complejas interioridades del libro. Ni ésta ni ninguna de las otras novelas de Hermann Hesse figuraron entre mis libros de cabecera, en mis años universitarios; mis preferencias iban hacia historias donde se reflexionaba menos y se actuaba más, hacia novelas en las que las ideas eran el sustrato, no el sustituto, de la acción.

A mediados de los sesenta hubo en todo el Occidente un redescubrimiento de Hermann Hesse. Eran los tiempos de la revolución psicodélica y de los flower children, de la sociedad tolerante y la evaporación de los tabúes sexuales, del espiritualismo salvaje y la religión pacifista. Al autor de Der Steppenwolf, que acababa de morir en Suiza —el 9 de agosto de 1962— le sucedió entonces lo más gratificante que puede sucederle a un escritor: ser adoptado por los jóvenes rebeldes de medio mundo y convertido en su mentor. Yo veía todo aquello prácticamente al otro lado de mi ventana —vivía entonces en Londres, y en el corazón del swing, Earl's Court— entretenido por el espectáculo, aunque con cierto escepticismo sobre los alcances de una revolución que se proponía mejorar el mundo a soplidos de marihuana, visiones de ácido lisérgico y música de los Beatles. Pero el culto de los jóvenes novísimos por el autor suizo-alemán me intrigó y volví a leerlo.

Era verdad, tenían todo el derecho del mundo a entronizar a Hesse como su precursor y su gurú. El ermitaño de Montagnola —en cuya puerta, al parecer, atajaba a los visitantes un cartel del sabio chino Meng Hsich proclamando que un hombre tiene derecho a estar a solas con la muerte sin que lo importunen los extraños— los había precedido en su condena del materialismo de la vida moderna y su rechazo deja sociedad industrial; en su fascinación por el Oriente y sus religiones contemplativas y esotéricas; en su amor a la Naturaleza; en la nostalgia de una vida elemental; en la pasión por la música y la creencia en que los estupefacientes podían enriquecer el conocimiento del mundo y la sociabilidad de la gente.

Tal vez El lobo estepario no sea la novela que represente mejor, en la obra de Hesse, aquellos rasgos que la conectaron tan íntimamente con el sentir de los jóvenes inconformes de Europa occidental y de Estados Unidos en los sesenta porque en ella, por ejemplo, no aparece el orientalismo que impregna otros de sus libros. Pero se trata de la novela que muestra mejor la densa singularidad del mundo que creó a lo largo de su vasta vida (tenía ochenta y cinco cuando murió) y de esa extensa obra en la que, salvo el teatro, cultivó todos los géneros (incluido el epistolar).

Apareció en 1927 y la fecha es importante porque el sombrío fulgor de sus páginas refleja muy bien la atmósfera de esos países europeos que acababan de salir del apocalipsis de la primera guerra mundial y se alistaban a repetir la catástrofe. Se trata de un libro expresionista, que recuerda por momentos la disolución y los excesos de esas caricaturas feroces contra los burgueses que pintaba por aquellos años, en Berlín, George Grosz, y también las pesadillas y delirios —el triunfo de lo irracional— que, a partir de esa década, la de la proliferación de los ismos, inundarían toda la literatura.

Como no se trata de una novela que finja el realismo, sino de una ficción que describe un mundo simbólico, donde las reflexiones, las visiones y las impresiones son lo verdaderamente importante y los hechos objetivos meros pretextos o apariencias, es difícil resumirla sin omitir algo y esencial de su contenido. Su estructura es muy simple: dos cajas chinas. Un narrador innominado escribe un prefacio introduciendo el manuscrito del lobo estepario, Harry Haller, un cincuentón con el cráneo rasurado que fue pensionista por unos meses en casa de su tía, en la que dejó ese texto que es el tronco de su novela. Dentro del manuscrito de Harry Haller surge otro, una suerte de rama, supuestamente transcrito también: el Tractat del Lobo Estepario, que misteriosamente le alcanza a aquél, en la calle, un individuo anónimo.

La novela no transcurre en un mismo nivel de realidad. Comienza en uno objetivo, «realista», y termina en lo fantástico, en una suerte de happening en el curso del cual Harry Haller tiene ocasión de dialogar con uno de aquellos espíritus inmarcesibles a los que tiene por modelos: Mozart (antes lo había hecho con Goethe). A lo largo de la historia hay, pues, varias mudas cualitativas en las que la narración salta de lo objetivo a lo subjetivo o, para permanecer dentro de lo literario, del realismo al género fantástico.

Pero la racionalidad no se altera en estas mudanzas. Por el contrario: los tres narradores de la novela —el que introduce el libro, Harry Haller y el autor del Tractat— son racionalistas a ultranza, encarnizados espectadores y averiguadores de sí mismos. Y es esta aptitud, o, acaso, maldición —no poder dejar de pensar, no escapar nunca a esa perpetua introspección en la que vive— lo que, sin duda, ha convertido a Harry Haller en un lobo estepario. Con esta fórmula, Hesse creó un prototipo al que se pliegan innumerables individuos de nuestro tiempo: solitarios acérrimos, confinados en alguna forma de neurastenia que dificulta o anula su posibilidad de comunicarse con los demás, su vida es un exilio en el que rumian su amargura y su cólera contra un mundo que no aceptan y del que se sienten también rechazados.

Sin embargo, curiosamente, esta novela que se ha convertido en una biblia del incomprendido y del soberbio, del que se siente superior o simplemente divorciado de su sociedad y de su tiempo, o del adolescente en el difícil trance de entrar en la edad adulta, no fue escrita con el. propósito de reivindicar semejante condición. Más bien, para mostrar su vanidad y criticarla. Con El lobo estepario, Hesse hacía una autocrítica. Había en él, como lo revela su correspondencia, una predisposición a transmutarse en lobo salvaje y, como a su personaje, también lo tentó el suicidio (cuando era todavía un niño). Pero, en su caso, ese perfil arisco y auto-destructivo de su personalidad estuvo siempre compensado por otro, el de un idealista, amante de las cosas sencillas, del orden natural, empeñado en cultivar su espíritu y alcanzar, a través del conocimiento de sí mismo, la paz interior.

Lo que fue el anverso y el reverso de la personalidad de Hermann Hesse son, en la biografía de Harry Haller, dos instancias de un proceso. En el transcurrir de la ficción, El lobo estepario va perdiendo sus colmillos y sus garras, desaparecen sus arrebatos sanguinarios contra esa humanidad a la que desea «una muerte violenta y digna» y va aprendiendo, gracias a su descenso a los abismos de la bohemia, el desarreglo de los sentidos y su encuentro con los inmortales, a aceptar la vida también en lo que tiene de más liviano y trivial. Cabe suponer que, al reanudar su existencia, luego de la fantasmagoría final en el teatro mágico, Harry Haller seguirá el mandato de Mozart: «Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír.»

«Casi todas las obras en prosa que he escrito son biografías del alma —afirmó Hesse en uno de sus textos autobiográficos—; ninguna de ellas se ocupa de historias, complicaciones ni tensiones. Por el contrario, todas ellas son básicamente un discurso en el que una persona singular —aquella figura mítica— es observada en sus relaciones con el mundo y con su propio yo.» Es una afirmación certera. El lobo estepario narra un conflicto espiritual, un drama cuyo asiento no es el mundo exterior sino el alma del protagonista.

¿Quién es Harry Haller? Aunque su vida anterior apenas es mencionada, algunos datos transpiran de sus reflexiones que permiten reconstruirla. Fue un estudioso de religiones y mitologías antiguas, cuyos libros lo hicieron conocido; su pacifismo y sus ideas hostiles al nacionalismo le ganan ataques y vituperios de la prensa reaccionaria; sus convicciones políticas equidistan por igual de «los ideales americano y bolchevique» que «simplifican la vida de una forma pueril». Estuvo casado pero su mujer lo abandonó; tuvo una amante, a la que no ve casi nunca. Sus únicos entusiasmos, ahora, son la música —sobre todo Mozart— y los libros. Ha llegado a la mitad de la vida y está, al comenzar su manuscrito, al borde de la desesperación, tanto que lo ronda la idea de poner fin a sus días con una navaja de afeitar.

¿Cuáles son las razones de la incompatibilidad entre El lobo estepario y el mundo? Que éste ha tomado un rumbo para él inaceptable. Las cosas, que objeta son incontables: la prédica guerrerista y el materialismo rampante; la mentalidad conformista y el espíritu práctico de los burgueses; el filisteísmo que domina la cultura y las máquinas y productos manufacturados de la sociedad industrial en los que presiente un riesgo de esclavización para el hombre. En el mundo que lo rodea, Harry Haller ve destruidos o encanallados todos esos principios e ideales que animaron antes su vida: la búsqueda de la perfección moral o intelectual, las proezas artísticas, las realizaciones de aquellos seres superiores a los que llama «los inmortales». Cuando mira en torno, Harry Haller sólo ve estupidez, vulgaridad y enajenación.

Pero cuando contempla el interior de sí mismo, el espectáculo no es más estimulante: un pozo de desesperanza y de exasperación, una incapacidad radical para interesarse por nada de lo que colma la vida de los demás. Quien rescata a Harry Haller de esta crisis existencial y metafísica no es un filósofo ni un sacerdote sino una alegre cortesana, Armanda, a la que encuentra en una taberna, en una de sus incesantes correrías nocturnas. Ella, con mano firme y sabias coqueterías le hace descubrir —o, tal vez redescubrir— los encantos de lo banal y los olvidos dichosos que brinda la sensualidad. El lobo estepario aprende a bailar los bailes de moda, a frecuentar las salas de fiesta, a gustar del jazz y vive un enredo sexual triangular con Armanda y su amiga María. Conducido por ellas asiste a ese baile de máscaras en el que, transformado el mundo real en mágico, en pura fantasía, vivirá la ilusión y podrá dialogar con los inmortales. Así descubre que estos grandes creadores de sabiduría y de belleza no dieron la espalda a la vida sino que construyeron sus mundos admirables mediante una sublimación amorosa de las menudencias que, también, componen la existencia.

Por una de esas paradojas que abundan en la historia de la literatura, esta novela que fue escrita con la intención de promover la vida, de mostrar la ceguera de quienes, como Harry Haller, prisionero del intelecto y de la abstracción, pierden el sentido de lo cotidiano, el don de la comunicación y de la sociabilidad, el goce de los sentidos, ha quedado entronizada como un manual para ermitaños y hoscos. A él siguen acudiendo, como a un texto religioso, los insatisfechos y los desesperados de este mundo que, además, se sienten escépticos sobre la realidad de cualquier otro. Este tipo de hombre, que Hesse radiografió magistralmente, es un producto de nuestro tiempo y de nuestra cultura. No se dio nunca antes y esperemos que no se dé tampoco en el futuro, en la hipótesis de que la historia humana tenga un porvenir.

¿Es esta desnaturalización que ha operado la lectura que dieron sus lectores a este libro, algo que debamos lamentar? De ningún modo. Lo ocurrido con El lobo estepario debe más bien aleccionarnos sobre esta verdad incómoda de la literatura: un novelista nunca sabe para quien trabaja. Ni el más racional y deliberado de ellos —y Hesse no lo era—, ni aquel que revisa el detalle hasta la manía y pule con encarnizamiento sus palabras, puede evitar que sus historias, una vez emancipadas de él, adoptadas por un público, adquieran una significación, generen una mitología o entreguen un mensaje que él no previo ni, acaso, aprobaría. Ocurre que un novelista puede extraviarse y ser manejado extrañamente por aquellas fuerzas que pone en marcha al escribir. Como, en la soledad de la creación, no sólo vuelca su lucidez sino también los fantasmas de su espíritu, éstos, a veces, desarreglan lo que su voluntad quiere arreglar, contradicen o matizan sus ideas, y establecen órdenes secretos distintos al orden que él pretendió imponer a su historia. Bajo su apariencia racional, toda novela domicilia materiales que proceden de los fondos más secretos de la personalidad del autor. A ese envolvimiento total del creador en el acto de inventar, debe la buena literatura su perennidad: porque los demonios que acosan a los seres humanos suelen ser más perdurables que los otros accidentes de sus biografías. Fraguando una fábula que él quiso amuleto contra el pesimismo y la angustia de un mundo que salía de una tragedia y vivía la inminencia de otra, Hermann Hesse anticipó un retrato con el que iban a identificarse los jóvenes inconformes de la sociedad afluente de medio siglo después.

Londres, febrero de 1987


En La verdad y sus mentiras

sábado, 11 de diciembre de 2010

Marcel Proust - Sobre la literatura y el talento







En Ensayos literarios, Conclusión



En cuanto leía a un escritor, distinguía muy pronto bajo las palabras la tonada de la canción, que es diferente en cada autor a la que existe en los demás, y leyendo, sin darme cuenta, la canturreaba, aceleraba las notas, las moderaba, o las interrumpía, para señalar su compás y su repetición, como se hace cuando se canta, y se espera a veces mucho tiempo según el compás de la música, antes de pronunciar el final de una palabra.



Sabía muy bien que si, al no haber podido trabajar nunca, no sabía escribir, tenía el oído más fino y más entonado que muchos otros, lo que me ha permitido hacer pastiches, pues en un escritor, cuando se tiene la música, las palabras llegan pronto. Pero este don no lo he utilizado, y de vez en cuando, en períodos diferentes de mi vida, ese, como el de descubrir una relación profunda entre dos ideas, dos sensaciones, siempre lo siento vivo en mí, pero no fortalecido, y que pronto estará debilitado y muerto. Sin embargo, será difícil, pues con frecuencia al estar más enfermo, cuando ya no me acuden ideas a la mente y se me van las fuerzas, cuando ese yo que a veces reconozco percibe esos vínculos entre dos ideas, como suele ocurrir en otoño, cuando no quedan ya flores ni hojas, que es cuando se oyen en los paisajes los acordes más profundos. Y este muchacho que juega así en mi interior, sobre las ruinas, no necesita ningún alimento, se nutre sólo del placer que la visión de la idea que descubre leproporciona, él la crea, ella lo crea, él muere, pero una idea lo resucita, como esas semillas que interrumpen su germinar en una atmósfera demasiado seca, que se mueren: pero un poco de humedad y calor basta para hacerlas renacer.



Y creo que el muchacho que en mí se entretiene en eso debe ser el mismo que tiene también el oído fino y entonado para percibir entre dos impresiones, entre dos ideas, una armonía muy delicada que otros no advierten. Lo que es este ser no lo sé. Pero si crea de algún modo estas armonías, vive de ellas, se agita al instante, germina, crece, con todo lo que ellas le dan de vida, y muere en seguida no pudiendo vivir más que de ellas. Mas, por muy prolongado que sea el sueño en que se sume pronto (como las semillas de Becquerel), no muere, o mejor muere pero para renacer si otra armonía se presenta, incluso si tan sólo entre dos cuadros de un mismo pintor percibe una misma sinuosidad de perfiles, una misma pieza de tela, una misma silla, que muestra algo de común entre los dos cuadros: la predilección y la esencia del alma del pintor. Lo que hay en el cuadro de un pintor no puede alimentarlo, ni tampoco en un libro ni en un segundo cuadro del pintor ni en un segundo libro del autor. Pero si en el segundo cuadro o en el segundo libro percibe algo que no está en el segundo ni el primero, pero que está de alguna forma entre los dos, en una especie de cuadro ideal que ve modelarse en sustancia espiritual fuera del cuadro, ha recibido su alimento y comienza a existir y a ser dichoso. Pues para él existir y ser dichoso no es más que una sola cosa. Y si entre ese cuadro ideal y ese libro ideal, cada uno de los cuales basta para hacerle feliz, descubre un vínculo más excelso todavía, su gozo aumenta también. Pues muere instantáneamente en lo individual, y empieza inmediatamente a flotar y a vivir en lo general. No vive más que de lo general, lo general lo anima y le nutre, y muere al instante en lo particular. Pero mientras vive, su vida no es más que un éxtasis y una felicidad. Sólo él debería escribir mis libros. ¿Pero serían realmente más bellos?








Qué importa que se nos diga: con ello pierde usted su habilidad. Lo que nosotros hacemos es volver a la vida, romper con todas nuestras fuerzas el cristal de la costumbre y del razonamiento que se prende inmediatamente en la realidad y hace que no la veamos nunca, es hallar el mar libre. ¿Por qué esta coincidencia entre dos impresiones nos devuelve la realidad? Acaso porque ella resucita entonces con lo que omite, mientras que si razonamos, si tratamos de acordarnos, añadimos o quitamos.

Los libros bellos se escriben en una especie de lengua extranjera. En cada palabra vierte cada uno de nosotros su sentido o su imagen al menos, que suele ser un contrasentido. Pero en los libros bellos, los contrasentidos en que se incurre son bellos. Cuando leo el pastor de L'Ensorcelée, veo un hombre a la manera de Mantegna, y con el color de la T... de Botticelli. Pero quizá no es en absoluto lo que ha visto Barbey. Ahora bien, hay en su descripción un conjunto de relaciones que, supuesto el punto de partida falso de mi contrasentido, le confieren la misma progresión en belleza. Por eso las variantes, las correcciones, las mejores ediciones, no revisten tanta importancia. Varias versiones del soneto de Verlaine Tite el Bérenice.



Parece que la originalidad de un hombre de genio no sea más que como una flor, una cima superpuesta al mismo yo que el de las personas de talento mediocre de su generación; pero ese mismo yo, ese mismo talento mediocre, existe en ellos. Creemos que Musset, Loti, Régnier, son seres aparte. Pero cuando Musset chapuceó la crítica de arte, vemos con espanto aparecer bajo su pluma las frases más vacías de Villemain, quedamos estupefactos al descubrir en Régnier un Brisson; cuando Loti tiene que pronunciar un discurso académico, y cuando Musset tiene que proporcionar un artículo sobre la mano de obra para una revista de poca importancia, careciendo del tiempo de horadar su yo trivial para hacer que salga el otro y se superponga, vemos que su pensamiento y su lenguaje están llenos... (Se interrumpe el manuscrito).







Es tan personal, tan único, el principio que actúa en nosotros cuando escribimos y crea poco a poco nuestra obra, que dentro de la misma generación los temperamentos de la misma especie, de la misma familia, de la misma cultura, de la misma inspiración, del mismo medio, de la misma condición, toman la pluma para escribir casi de la misma forma, la misma cosa descrita, y añade cada uno la fioritura particular suya que hace de la misma cosa algo completamente nuevo, en donde todas las proporciones de las cualidades de los otros quedan desplazadas. Y así continúa el género de los escritores originales, cada uno dejando oír una nota esencial que no obstante, en un intervalo imperceptible, es irreductiblemente distinta de la que la precede, de la que la sigue. Mirad, uno junto al otro, a todos nuestros escritores: sólo los originales así como los grandes, que son también escritores originales, y que por eso no cabe aquí distinguirlos. Mira cómo se parecen y cuántos difieren. Sigúelos con la mirada el uno a continuación del otro, como en una guirnalda enlazada al alma y hecha flores innumerables, pero diferentes todas, en una hilera, France, Henri de Régnier, Boylesve, Francis Jammes, en una misma fila, mientras que en otra verás a Barrès y en otra a Loti.



Sin duda cuando Régnier y France empezaron a escribir tenían la misma cultura, la misma concepción del arte, trataron de describir lo mismo. Y esos cuadros que trataban de pintar tenían poco más o menos el mismo concepto de su realidad objetiva. Para France la vida es el sueño de un sueño, para Régnier las cosas tienen el semblante de los sueños. Pero esta similitud de nuestros pensamientos y de las cosas. Régnier, meticuloso y honrado, se atormenta inmediatamente por no olvidarse nunca de comprobarla, en demostrar la coincidencia; vierte en su obra su pensamiento, su frase se alarga, se precisa, se retuerce, oscura y minuciosa como una aguileña, mientras que la de France, resplandeciente, abierta y lisa, es como una rosa de Francia.



Y como esa realidad verdadera es interior, puede derivarse de una impresión conocida, frivola incluso, o mundana, cuando se halla a una cierta profundidad y liberada de esas apariencias, no establezco ninguna diferencia entre el arte elevado, que no se ocupa más que del amor, de las nobles ideas, y el arte inmoral o fútil, los que retratan la psicología de un sabio o de un santo y no la de un hombre de mundo. Por lo demás, en todo lo que se refiere al carácter y las pasiones, los reflejos, no existe diferencia; el carácter es el mismo en los dos, como los pulmones y los huesos, y el fisiólogo, para demostrar las grandes leyes de la circulación de la sangre, no se preocupa de que las visceras se hayan extraído del cuerpo de un artista o de un tendero. Quizá cuando nos veamos ante un verdadero artista, que habiendo roto las apariencias baje a la profundidad de la verdadera vida, podamos entonces, al haber obra de arte, interesarnos en una obra planteando problemas de mayor amplitud (no dejar este horrible estilo). Pero primero, que haya profundidad, que se hayan alcanzado las regiones de la vida espiritual en donde pueda crearse la obra de arte. Ahora bien, cuando veamos que un escritor en cada página, en cada situación en la que se encuentra su personaje, no la profundiza nunca, no lo vuelve a replantear en función de sí mismo, si no que se sirve de expresiones ya hechas, que a su propósito nos sugiere lo que debemos a los demás —a los peores de entre ellos— cuando queremos hablar de algo; si no descendemos a esa calma profunda donde el pensamiento escoge las palabras en que se reflejará por entero; un escritor que no ve su propio pensamiento, invisible entonces para él, sino que se contenta con la grosera apariencia, que lo oculta a cada uno de nosotros en cada momento de nuestra vida, con el que el vulgo se contenta en su perpetua ignorancia, y que el escritor aleja, tratando de ver lo que hay en el fondo; cuando por la selección o más bien la ausencia absoluta de selección de sus palabras, de sus frases, la banalidad trillada de todas sus imágenes, la ausencia de ahondamiento en cualquier situación, comprenderemos que un libro semejante, incluso si en cada página infama al arte amanerado, al arte inmoral, al arte materialista, es él mismo mucho más materialista, pues no desciende a la región espiritual de donde han salido las páginas que no han hecho quizá más que describir cosas materiales, pero con ese talento que es la prueba innegable de que proceden del espíritu. Por más que nos diga que el otro arte no es arte popular, sino arte para unos cuantos, pensaremos nosotros que ese arte es el suyo, pues no hay más que una manera de escribir para todos, y es escribir sin pensar en nadie, para lo que hay en uno de esencial y de profundo. Mientras que él escribe pensando en algunos, en esos artistas llamados amanerados, y sin intentar ver cuál es su pecado, sin profundizar hasta hallar lo eterno de la impresión que le producen, eternidad que esa impresión contiene como lo contiene el temblor de un espino, o cualquier otra cosa en la que se sepa penetrar; pero en esto, como en todo, ignorando lo que pasa en su fondo, contentándose con fórmulas trilladas y con su mala disposición, sin tratar de ver el fondo: "Aire viciado de capilla, sal pues afuera. Qué me importan sus ideas, pues bien, qué importa que se sea clerical. Usted me desagrada, a esas mujeres habría que azotarlas. Ya hay, pues, sol en Francia. No puede usted, por tanto, componer una música ligera. Hace falta que usted lo ensucie todo, etc." Por lo demás, está de alguna manera obligado a esa superficialidad y a esa mentira, puesto que escoge por héroe a una persona de mal genio cuyas ocurrencias terriblemente banales son exasperantes, pero podrían encontrarse en un hombre de talento. Desgraciadamente, cuando Jean Christophe, pues es a él a quien me refiero, deja de hablar, Romain Rolland sigue amontonando trivialidad tras trivialidad, y cuando busca una imagen más precisa es una obra de investigación y no un hallazgo, y en donde se muestra inferior a cualquier escritor de hoy día. Los campanarios de sus iglesias, que son como grandes brazos, son inferiores a todo lo que descubrieron Renard, Adam y quizás el mismo Leblond.



Por eso ese arte es el más superficial, el más insincero, el más material (incluso si su tema es el alma, pues la única manera de que en un libro haya alma no consiste en que tenga por tema al alma, sino que ésta lo haya creado. Hay más en Curé de Tours de Balzac, que en su personaje del pintor Steinbock), y también el más común. Pues sólo las personas que no saben qué es la profundidad y que, viendo en todo momento banalidades, falsos razonamientos, fealdades, no las perciben, sino que se embriagan con el elogio de la profundidad, que dicen: "¡Ahí está el arte profundo!", lo mismo que cuando alguien dice sin cesar: "¡Ah!, yo soy franco, no necesito que nadie diga en mi lugar lo que pienso, todos estos grandes señores son unos aduladores, yo soy un zafio", y alude a las personas que no saben, un hombre educado sabe que esas declaraciones nada tienen que ver con la verdadera franqueza en el arte. Sucede en esto como en la moral: la pretensión no puede sustituir al hecho. En el fondo toda mi filosofía se resume, como toda filosofía verdadera, en justificar, en reconstruir, lo que es. (En moral, en arte, ya no se juzga sólo un cuadro por sus pretensiones de gran pintura, ni la valía moral de un hombre por sus discursos.) La sensatez de los artistas, el único criterio de la espiritualidad de una obra, es el talento.








El talento es el criterio de la originalidad, la originalidad es el criterio de la sinceridad, el placer (para quien escribe) es quizás el criterio de la verdad del talento.

Casi resulta tan estúpido decir al hablar de un libro: "Es muy inteligente", como "quería mucho a su madre". Aunque lo primero todavía está por demostrar.

Los libros son obra de la soledad e hijos del silencio. Los hijos del silencio no deben tener nada en común con los hijos de la palabra, las ideas nacidas del deseo de decir algo, de una culpa, de una opinión, es decir, de una idea oscura.

La materia de nuestros libros, la sustancia de nuestras frases, tiene que ser inmaterial, no tomada tal cual de la realidad, sino que nuestras mismas frases y hasta los episodios deben estar hechos de la sustancia transparente de nuestros mejores momentos, en donde estamos fuera de la realidad y del presente. El estilo y el asunto de un libro tienen que formarse con esas gotas de luz ensambladas.

Además, es tan vano escribir especialmente para el pueblo como para los niños. Lo que enriquece a un niñono es un libro de niñerías. ¿Por qué hay que creer que un obrero electricista necesita que escribáis mal y habléis de la Revolución francesa para que os comprenda? En primer lugar, sucede precisamente lo contrario. De la misma forma que a los parisinos les gusta leer los viajes a Oceanía y a los ricos los relatos de la vida de los mineros rusos, al pueblo le gusta leer cosas que no se relacionen con su vida. Además, ¿por qué trazar esta barrera? Un obrero (véase Halévy) puede ser baudelairiano.



Esta mala disposición que no quiere ver en el fondo de sí (que es en estética lo semejante a un hombre que tiene empeño en conocer a alguien y que dice con esnobismo: "¿Necesito yo a ese señor? De qué me puede servir conocerlo; me desagrada") es, aumentado, lo que yo reprocho a Sainte-Beuve, es (aunque el autor no hable más que de Ideas, etc.), una crítica materialista, hecha con palabras que dan placer a los sabios, a las comisuras de la boca, a las cejas enarcadas, a los hombros, y cuya contracorriente no tiene el espíritu, el coraje, de remontar para ver lo que hay allí. Pero a pesar de todo, en Sainte-Beuve mucho más arte acredita mucho más pensamiento.



El arcaísmo está hecho de muchas insinceridades, una de las cuales consiste en tomar por rasgos asimilables al genio de los antiguos rasgos exteriores, evocadores en un partidle, pero de los que los antiguos no tenían conciencia, pues su estilo no reflejaba entonces su antigüedad. Hay un poeta de nuestro tiempo que cree que se le ha transmitido el don de la palabra de Virgilio y de Ronsard porque llama al primero, como el segundo, "el docto mantuano". Su Ériphyle tiene encanto, pues fue uno de los primeros en advertir que la gracia había de tener vida, y da a la muchacha el gracioso ceceo de una niña "mi esposo era un héroe, pero tenía demasiada barba" y a la postre sacude la cabeza con disgusto, como una potranca (quizá por haber notado la vida que dan los anacronismos involuntarios del Renacimiento y del siglo xvn); su amante le dice "Noble señora" (iglesia buscadora de gracia, gentilhombre del Peloponeso). Se adscribe a la escuela (¿Boulanger?) —y Barrès— por su manera de sugerir, a la escuela del sobrentendido. Es exactamente lo contrario de Romain Roland. Pero eso no es más que una cualidad, y no prevalece frente a la nada del fondo y la ausencia de originalidad. Sus célebres Stances no se salvan más que por lo inacabadas, hay una especie de trivialidad y de falta de aliento deliberados, y como sin eso serían involuntarios, el defecto del poeta conspira con su pretensión. Pero desde el momento en que se olvida y quiere decir algo, desde el momento en que habla, escribe cosas como estas:



Ne dites pas: la vie est un joyeux festin;

Ou c'est d'un esprit sot ou c'est d'une ame basse.

Surtout ne dites pas: elle est malheur sans fin;

C'est d'un mauvais courage et qui trop tót se lasse.



Riez comme au printemps s'agitent les rameaux.

Pleurez comme la bise ou le flot sur la grève.

Goûtez tous les plaisirs et souffrez tous les maux.

Et dites: c'est beaucoup, car c'est l'ombre d'un réve?



No digas: la vida es un alegre festín;

O es propio de un espíritu tonto, o de un alma vil.

No digas sobre todo: es una desgracia sin fin;

Es propio de un cobarde y de quien pronto se cansa.

Reíd como en la primavera se agitan las ramas

Llorad como el cierzo o la ola en la arena.

Gozad todos los placeres y sufrid todos los males.

Y decid: mucho es, pues es la sombra de un sueño.









Los escritores que admiramos no pueden servirnos de guía, pues poseemos en nosotros como la aguja imantada o la paloma mensajera, el sentido de nuestra orientación. Pero mientras que guiados por ese instinto interior volamos hacia adelante y seguimos nuestro camino, a veces, cuando echamos la mirada de derecha a izquierda sobre la obra nueva de Francis Jammes o de Maeterlinck, sobre una página de Joubert o de Emerson que no conocíamos, las reminiscencias anticipadas que encontramos de la misma idea, de la misma sensación, del mismo esfuerzo artístico que expresamos en ese momento, nos agradan, como bondadosos postes indicadores que nos indican que no nos hemos equivocado, o como mientras descansamos un instante en un bosque, nos sentimos reafirmados en nuestro camino por el paso muy cerca de nosotros, a tiro de piedra, de palomas fraternas que no nos han visto. Superfluas si se quiere. Pero en modo alguno inútiles. Nos muestran lo que... (laguna en el manuscrito) a ese yo de todos modos subjetivo que a pesar de todo es nuestro yo actuante, lo es también, con un valor más universal para los yo análogos, para ese yo más objetivo, ese todo el mundo educado que somos cuando leemos; lo es no sólo para nuestro mundo particular sino para nuestro mundo universal...



Las cosas bellas que escribiremos si tenemos talento están en nosotros, indistintas, como el recuerdo de una tonada, que nos encanta sin que podamos hallar el contorno, tararearlo, ni siquiera dar una impresión cuantitativa, decir si hay pausas, o sucesión de notas rápidas. A los que les obsesiona el recuerdo confuso de las verdades que nunca conocieron, son los hombres dotados. Pero si se contentan con decir que oyen un aire delicioso, no muestran nada a los demás, no tienen talento. El talento es como una especie de memoria que les permitirá llegar a acercarles a esa música confusa, oírla cairamente, anotarla, reproducirla y cantarla. Llega una edad en que el talento se debilita como la memoria, en que el músculo mental que acerca los recuerdos interiores y los exteriores carece ya de fuerza. Algunas veces esa edad dura toda la vida, por falta de ejercicio, por una satisfacción demasiado rápida de sí mismo. Y nadie sabrá jamás, ni siquiera uno mismo, la tonadilla que le perseguía con su ritmo inaprehensible y delicioso.