domingo, 29 de enero de 2012

Luis Buñuel - Ateo gracias a Dios


La casualidad es la gran maestra de todas las cosas. La necesidad viene luego. No tiene la misma pureza. Si entre todas mis películas siento una especial ternura hacia El fantasma de la libertad, es, quizá, porque abordaba este difícil tema.

El guión ideal, en el que a menudo he soñado, arrancaría de un punto de partida anodino, banal. Por ejemplo: un mendigo atraviesa una calle. Ve una mano que asoma por la portezuela abierta de un lujoso automóvil y que arroja al suelo la mitad de un habano. El mendigo se detiene bruscamente para recoger el cigarro. Otro automóvil le arrolla y le mata.

A partir de este accidente, se puede formular una serie indefinida de preguntas. ¿Por qué se han encontrado el mendigo y el cigarro? ¿Qué hacía el mendigo a esa hora en la calle? ¿Por qué el hombre que fumaba el cigarro lo ha tirado en ese momento? Cada respuesta dada a estas preguntas originará, a su vez, otras preguntas, progresivamente más numerosas. Nos hallaremos ante encrucijadas cada vez más complejas, que conducirán a otras encrucijadas, a laberintos fantásticos en los que habremos de elegir nuestro camino. Así, siguiendo causas aparentes, que no son, en realidad, sino una serie, una profusión ilimitada de casualidades, podríamos irnos remontando cada vez más lejos en el tiempo, vertiginosamente, sin pausa, a través de la Historia, a través de todas las civilizaciones, hasta los protozoarios originales.

Encuentro un magnífico ejemplo de esta casualidad histórica en un libro claro y denso que, para mí, representa la quintaesencia de una cierta cultura francesa, Poncio Pilatos, de Roger Caillois. Poncio Pilatos, nos cuenta Caillois, tiene todas las razones para lavarse las manos y dejar condenar a Cristo. Es el consejo de su asesor político, que teme disturbios en Judea. Es también el ruego de Judas, para que se cumplan los designios de Dios. Es incluso la opinión de Marduk, el profeta caldeo, que imagina la larga sucesión de acontecimientos que seguirán a la muerte del Mesías, acontecimientos que existen ya, puesto que él los ve y es profeta.

A todos los argumentos, Pilatos solamente puede oponer su honradez, su deseo de justicia. Tras una noche de insomnio, toma su decisión y libera a Cristo. Éste es acogido con alegría por sus discípulos. Prosigue su vida y su enseñanza y muere a edad avanzada, considerado como un hombre muy santo. Durante uno o dos siglos, se sucederán los peregrinos ante su tumba. Luego, se le olvidará.

Y, naturalmente, la historia del mundo será completamente distinta.

Este libro me ha hecho fantasear durante mucho tiempo. Sé muy bien todo lo que se me puede decir sobre el determinismo histórico o sobre la voluntad omnipotente de Dios, que empujaron a Pilatos a lavarse las manos. Sin embargo, podía no lavárselas. Rechazando la jofaina y el agua, cambiaba todo el curso de los tiempos.

La casualidad quiso que se lavara las manos. Como Caillois, yo no veo
ninguna necesidad en este gesto.

Claro que, si bien nuestro nacimiento es totalmente casual, debido al encuentro fortuito de un óvulo y un espermatozoide (¿por qué precisamente éste entre millones?), el papel del azar se difumina cuando se edifican las sociedades humanas, cuando el feto y, luego, el niño se encuentran sometidos a estas leyes. Y así es para todas las especies. Las leyes, las costumbres, las condiciones históricas y sociales de una cierta evolución, de un cierto progreso, todo lo que pretende contribuir a la creación, al avance, a la estabilidad de una civilización a la que pertenecemos por la suerte o la desgracia de nuestro nacimiento, todo eso se presenta como una lucha cotidiana y tenaz contra el azar. Nunca totalmente aniquilado, vivo y sorprendente, trata de acomodarse a la necesidad social.

Pero yo creo que, en estas leyes necesarias, que nos permiten vivir juntos, es preciso abstenerse de ver una necesidad fundamental, primordial. Me parece, en realidad, que no era necesario que este mundo existiese, que no era necesario que nosotros estuviésemos aquí, viviendo y muriendo. Puesto que no somos sino hijos del azar, la Tierra y el Universo hubieran podido continuar si nosotros, hasta la consumación de los siglos. Imagen inimaginable la de un Universo vacío e infinito, teóricamente inútil, que ninguna inteligencia podría concebir, que existiría solo, caos permanente, abismo inexplicablemente privado de vida. Quizás otros mundos, cegados a nuestro conocimiento, prosiguen así su curso inconcebible. Tendencia al caos, que sentimos a veces muy profundamente en nosotros mismos.

Algunos sueñan en un universo infinito, otros nos lo presentan como finito en el espacio y en el tiempo. Heme aquí entre dos misterios tan impenetrables el uno como el otro. Por una parte, la imagen de un universo infinito es inconcebible. Por otra, la idea de un universo finito, que dejará algún día de existir, me sumerge en una nada impensable que me fascina y me horroriza. Voy de una a otra. No sé.

Imaginemos que el azar no existe y que toda la historia del mundo, hecha bruscamente lógica y comprensible, pudiera resolverse en unas cuantas fórmulas matemáticas. En tal caso, seria necesario creer en Dios, suponer como inevitable la existencia activa de un gran relojero, de un supremo ser organizador.

Pero Dios, que lo puede todo, ¿no habría podido crear por capricho un mundo entregado al azar? No, nos responden los filósofos. El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios. Estos dos términos son antinómicos. Se excluyen mutuamente.

Carente de fe (y persuadido de que, como todas las cosas, la fe nace a menudo del azar), no veo cómo salir de este círculo. Por eso es por lo que no entro en él.

La consecuencia que de ello extraigo, para mi propio uso, es muy sencilla: creer y no creer son la misma cosa. Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente nada en mi comportamiento. Yo no puedo creer que Dios me vigila sin cesar, que se ocupa de mi salud, de mis deseos, de mis errores. No puedo creer, y en cualquier caso no acepto, que pueda castigarme para toda la eternidad.

¿Qué soy yo para él? Nada, una sombra de barro. Mi paso es tan rápido
que no deja ninguna huella. Soy un pobre mortal, no cuento ni en el espacio ni en el tiempo. Dios no se ocupa de nosotros. Si existe, es como si no existiese. Razonamiento que antaño resumí en esta fórmula: «Soy ateo, gracias a Dios.» Fórmula que sólo en apariencia es contradictoria.

Junto al azar, su hermano el misterio. El ateísmo —por lo menos el mío— conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro Universo es misterio.

Puesto que me niego a hacer intervenir a una divinidad organizadora, cuya acción me parece más misteriosa que el misterio, no me queda sino vivir en una cierta tiniebla. Lo acepto, Ninguna explicación, ni aun la más simple, vale para todos. Entre los dos misterios, yo he elegido el mío, pues, al menos, preserva mi libertad moral.

Se me dice: ¿Y la Ciencia? ¿No intenta, por otros caminos, reducir el misterio que nos rodea?

Quizá. Pero la Ciencia no me interesa. Me parece presuntuosa, analítica y superficial. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas todas que me son preciosas. Un personaje de La Vía Láctea decía: «Mi odio a la Ciencia y mi desprecio a la tecnología me acabarán conduciendo a esta absurda creencia en Dios.» No hay tal. En lo que a mí concierne, es incluso totalmente imposible. Yo he elegido mi lugar, está en el misterio. Sólo me queda respetarlo.

La manía de comprender y, por consiguiente, de empequeñecer, de mediocrizar —toda mi vida, me han atosigado con preguntas imbéciles: ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello?—, es una de las desdichadas de nuestra naturaleza. Si fuéramos capaces de devolver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia.

En alguna parte entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre. Esta libertad, como las otras, se la ha intentado reducir, borrar. A tal efecto, el cristianismo ha inventado el pecado de intención. Antaño, lo que yo imaginaba ser mi conciencia me prohibía ciertas imágenes: asesinar a mi hermano, acostarme con mi madre. Me decía: «¡Qué horror!», y rechazaba furiosamente estos pensamientos, desde mucho tiempo atrás malditos.

Sólo hacia los sesenta o sesenta y cinco años de edad comprendí y acepté plenamente la inocencia de la imaginación. Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí, que en manera alguna se trataba de lo que se llamaba «malos pensamientos», en manera alguna de un pecado, y que había que dejar ir a mi imaginación, aun cruenta y degenerada, adonde buenamente quisiera.

Desde entonces, lo acepto todo, me digo: «Bueno, me acuesto con mi madre, ¿y qué?», y casi al instante las imágenes del crimen o del incesto huyen de mí, expulsadas por la indiferencia.

La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban. Por ejemplo, en Sevilla, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, al final de una escena y movido por una súbita inspiración, pedí bruscamente a Fernando Rey que cogiera un voluminoso saco de tramoyista que estaba sobre un banco y marchara con él a la espalda.

Al mismo tiempo, percibía todo lo que de irracional había en este acto y lo temía un poco. Rodé, pues, dos versiones de la escena, con y sin el saco. Al día siguiente, durante la proyección, todo el equipo estaba de acuerdo —y yo también— en que la escena quedaba mejor con el saco. ¿Por qué? Imposible decirlo, so pena de caer en los estereotipos del psicoanálisis o de cualquier otra explicación.

Psiquiatras y analistas de todas clases han escrito mucho sobre mis películas. Se lo agradezco, pero nunca leo sus obras. No me interesa. Yo hablo en otro capítulo del psicoanálisis, terapéutica de clase. Y añado aquí que algunos analistas, desesperados, me han declarado «inanalizable», como si yo perteneciese a otra cultura, a otro tiempo, lo cual es posible, después de todo.

A mi edad, dejo que hablen. Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado. Estas antiguas tendencias se han acentuado en el transcurso de los años. Me retiro poco a poco. El año pasado calculé que en seis días, es decir, en 144 horas, no había tenido más que tres horas de conversación con mis amigos. El resto del tiempo, soledad, ensoñación, un vaso de agua o un café, el aperitivo dos veces al día, un recuerdo que me sorprende, una imagen que me visita y, luego, una cosa lleva a la otra, y ya es de noche.

Pido perdón si las páginas que preceden parecen confusas y pesadas. Estas reflexiones forman parte de una vida tanto como los detalles frívolos. No soy filósofo, ya que nunca he poseído capacidad de abstracción. Si algunos espíritus filosóficos, o que creen serlo, sonreían al leerme, bueno, me alegro de haberles hecho pasar un buen rato. Es un poco como si me encontrase de nuevo en el colegio de los Jesuitas de Zaragoza. El profesor señala con el dedo a un alumno y le dice: «¡Refúteme a Buñuel!» Y es cuestión de dos minutos.

Sólo espero haberme mostrado suficientemente claro. Un filósofo español, José Gaos, fallecido no hace mucho tiempo, escribía, como todos los filósofos, en una jerga inextricable. A alguien que se lo reprochaba, respondió un día: «¡Me tiene sin cuidado! La Filosofía es para los filósofos.» A lo cual, yo opondría la frase de André Breton: «Un filósofo a quien yo entienda es un cerdo.» Comparto plenamente su opinión..., aunque a veces me cueste entender lo que dice Breton.


Mi último suspiro (Memorias)
Título original: Mon dernier soupir
Trad.: Ana María de la Fuente
Barcelona, Plaza & Janes, 1982

sábado, 21 de enero de 2012

Haroldo Conti - Perfumada noche



(A mi tía Haydée, para que
nunca se muera)

La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante.

El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz. Pocos lo recuerdan en este pueblo. Algunos, los más concisos, piensan que murió realmente de vejeces. La muerte es según, como la vida. Es otra vida, justo, otra forma de consistir, no un per saecula definitivo, nada absoluto, ninguna cosa extravagante porque también es de ser, aunque en artículo mortis. De modo que el señor Pelice sigue siendo todavía. La muerte, ya que viene al caso, es suceso chiquito, desdibujo, entreluces. Este pueblo no fue así desde el comienzo, como uno imagina.

En su momento fue pueblo niño. Antes no estaba el molino de Rodríguez ni la fábrica de fideos de Basile era como es ahora con un alto letrero encendido en la punta, sino de madera bien seca y engrasada, es decir, lista para encenderse en cualquier momento como finalmente sucedió bien solemne y entonces, después, sobre las cenizas vino esta otra, de fuerte cemento y letrero penachudo, ni estaba siquiera esta estatua de San Martín que cabalga sereno entre las copas de los árboles, ni el blanco palacio de la Municipalidad tan gobernante, ni aun la avenida AIsina de cemento lisa embanderada de letreros a los costados.

Esto es, hay otro pueblo por debajo de este, y otro y otro más con tapialitos amarillos de sol y callecitas de tierra. Y por una de esas callecitas ahí viene el señor Pelice con sus botines de becerro, su traje de gabardina negra y su panamá copudo, a los pasitos, muy de cuerpo presente. Viene. Y ese fue el minuto y la luz del señor Pelice.

Porque no va que ve por primera vez a la señorita Haydée Lombardi en la puerta de su casa, en la calle Saavedra, al lado de la confitería Renacimiento, que está en la esquina de Pueyrredón y Saavedra, aquella opulenta casa con un tejado a la Mansard con espiga, tragaluces, cresta, veleta, buharda y chimenea, que se ennegrecía al atardecer y boyaba como un barco en el alto cielo y ella allí, en la puerta, para siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada, figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música.

Al señor Pelice le hizo un ruido el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron palabra pero él desde entonces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía. Para el señor Pelice fue el momento más brillante de su vida lo cual es bastante textual porque, como se sabe, el señor Pelice era el cohetero más reputado de la zona.

¿Quién no recuerda, eso sí, las cascadas, abanicos, glorias y soles fijos que hacía estallar para la fiesta de San Donato, por ejemplo, aparte de las consonantes bombas de estruendo que reventaba en procesiones y remates y que se oían hasta Irala o Cucha-Cucha, según soplase el viento, y era el propio mundo que saltaba en pedazos?

Aquel año del encuentro engendró para la fiesta de San Isidro Labrador, de este pueblo protector, sus famosas piezas pírricas de formidable combustión. Las piezas pírricas mediante fuegos fijos, esto es, que hacen su efecto sin dar vueltas, según se conocían hasta entonces, eran fáciles de prender mediante el simple recurso de mechas de comunicación.

El maestro Pelice, en cambio, que era un verdadero artista creativo, prosiguiendo y mejorando los fogosos estudios del maestro Ruggieri, perfeccionó in extenso los fuegos pinicos alternando piezas fijas con piezas giratorias, lo cual es de suma perfección si se tiene en cuenta que el movimiento de rotación se opone per se a que se establezca la comunicación entre las piezas. El sutil rebusque se basaba en una fuerte broca colocada horizontalmente sobre un sólido poste de madera y que servía de eje a todas las piezas, de las más simples a las más complicadas, combinando en ajustada competencia de ingenio soles fijos, estrellas, glorias, patas de ganso, aspas de molino y las maravillosas espuelas de fuego de su exclusiva invención. Inspirado por la alada figura de la señorita Haydée, el señor Pelice llegó incluso a fabricar aquella atronadora pieza en espiral, compuesta de fuegos giratorios y de una hilera de lanzas que suben circularmente y forman, cuando la pieza gira, una espiral de fuego de enorme pasmo y majestuoso incendio, que disparó para la noche del 9 de Julio de 1935.

Esa misma noche, en la casita que habitaba en las afueras del pueblo sobre el camino de tierra a las Aguas Corrientes, después de encender cuantas velas y lámparas tenía y distribuirlas por toda la casa y aun en el jardín, el señor Pelice se estableció frente a su escritorio de persiana y tras suspirar largamente mientras se rascaba la cabeza con una lapicera de pluma de pavo escribió con su hermosa letra bastarda de curvas rotundas y el sesgo conexivo de 309, como se prescribe, la misma con la que copiaba las fórmulas del maestro Julio Rossignon, autor del Nuevo Manual del Cohetero y Polvorista editado por la librería de la Vda. de Ch. Bouret, su primera carta a la señorita Haydée, inspirada libremente en el Corresponsal del Amor, Estilo Moderno de Cartas Emotivas y Pasionales. Como, según las apariencias, sobrepasaba en varios años a la señorita le pareció atinente utilizar como modelo la carta de un viudo pidiendo relaciones a una soltera, aunque él, con propiedad, no fuese viudo de mujer sino más bien viudo de costumbre.

Releyó un par de veces la carta a la luz de la lámpara de aceite de tubo alto y luz espesa, que era su preferida y que cuando se adormecía lo despertaba con breves y susurrantes chisporroteos de la mecha, como si chamuyara. La plegó con cuidado, la besó ladeando sus bigotes de manubrio y la metió en un sobre perfumado. A esta carta nocturna siguieron otras muchas, puntualmente una por semana, pero el señor Pelice no llegó a despachar ninguna. Prefería rellenar con ellas las bombas de estruendo, que ahora sonaban un poco más apagadas o huecas, aunque sólo él lo notase, y desparramarlas en mil pedacitos sobre los techos del pueblo. Algunos de esos pedacitos cayeron en el patio de canteros elevados de la casa de la señorita Haydée Lombardi, aunque lamentablemente el día de la carrera de las Doce a Bragado, cuando disparó una bomba para la largada, un papel chamuscado que decía "Mi adorada Haydée" cayó con tan mala leche que fue a dar en el patio de la señora Haydée Bonsignore y más precisamente casi a los pies del señor Bonsignore, que tenía la sangre caliente, y se armó una podrida de calendario.

El señor Pelice seguía transcurriendo exacto, puntual todas las tardes por frente a la casa de la calle Saavedra y allí estaba siempre la señorita de visu, cada día más blanca y leve, casi transparente.

La señorita Haydée Lombardi murió de tabardillo el 8 de mayo de 1946. El señor Pelice redactó esa noche la única carta que en todos esos años remitió por correo. "Mi estimada señorita: en momentos tan especiales deseo expresarle a usted mi invariable afecto y la seguridad de mi perdurable compañía en esa otra vida de tránsito que ha iniciado usted y que me impongo yo en este mismo momento. Su leal servidor P." El señor Pelice echó la carta al día siguiente y no volvió a salir de la casa por el resto de sus días.

Solamente lo hacía cada 8 de mes, por la tardecita, para depositar un sobre perfumado en el nicho de la señorita que luego se llevaba el viento o algún curioso o bien lo chamuscaba y descoloría el tiempo. Coincidió que para entonces los festejos de estruendo fueron cayendo en desuso y se convocaba a remate por edicto judicial. Al tiempo, los vecinos lo dieron por muerto o simplemente lo olvidaron. Ya estaba el asfalto, se habían construido varios molinos, el Expreso Rojas llegaba hasta Buenos Aires y sobre el pueblo de tapiales amarillos había surgido otro pueblo. La casa de la calle Saavedra se convirtió en un local de compra y venta de propiedades.

A todo esto el señor Pelice envejecía suavemente detrás del último tapial como un fuego que se apaga con lentitud. Al caer la noche encendía todas las velas y las lámparas y daba de comer a unos pececitos de colores que criaba en un acuario y que eran su única y silenciosa compañía. Tenía una colisa labiosa, dos ángeles que parecían dos pajaritos rígidos, un betta splendens, un labeo bicolor, un telescopio renegrido de ojos saltones que semejaba un gato, una ninfa, un cometa y dos besadores chatos y blancos que colgaban del agua como dos papelitos. La luz del atardecer penetraba por la puerta-ventana que daba al jardín y revestía el cuarto de una claridad dorada que encendía pálidamente la pecera.

Los pececitos flotaban en el agua dorada como suaves pájaros de lento vuelo, desplazándose majestuosamente entre las ramitas de elodea o de helecho japonés. El señor Pelice inclinaba su cabeza encanecida sobre los vidrios y sus pensamientos se desplazaban tan lentos y suaves como aquellos pececitos ánimas. Detrás del tapial amarillo que con las sombras se cubría de caracoles, el señor Pelice se hinchaba y arrugaba un poco más cada año. Ahora podía salir y pasar entre los vecinos sin ser reconocido. El pueblo seguía progresivo, casi capital.

Altas luces de mercurio alumbraban las calles avenidas, el asfalto había llegado hasta la calle Magallanes, en las afueras, había dos semáforos en el centro que saltaban bonitamente del verde al rojo y a la viceversa y de los que don Pelice no entendió muy bien su significancia, aunque imaginó que eran tramoyas de estación. La iglesia de San Isidro, tan altiva, tan de lejos visible apuntando al cielo entre los árboles, sobre los buenos campos, había sido vaciada por dentro, ya no consistía en aquel brillante altar con columnas al pan de oro y la santa imagen, muy camal en su contexto, de Santa María bendita, todo color y vestes y brillos y ojos de vidrio y el niño desnudo, barrigoncito, sino que ahora era una especie de agudo galpón blanqueado, con una mesada en alto.

Quedan de los otros tiempos, y por allí la reconoció, los grandes ventanales con vidrios a franjas blancas y violáceas que según la disposición del sol azulaban a cierta hora el aire, las gentes, las imágenes de bulto, en cuya luz vio una mañana sobreandar, flotante, a la señorita Haydée con un tul que le velaba el rostro y de cuyos entrepaños florecían ambas manos como de cera. Nada de eso prevalecía ya. Él mismo no era el Pelice de entonces pues nadie se volvió a reconocerlo cuando avanzó por el medio de la nave con el panamá en la mano haciendo crujir los resecos botines de becerro.

De regreso pasó por la calle Saavedra y hundida entre dos vidrieras que resplandecían descubrió trabajosamente la negra silueta de la casa con un afrentoso letrero sobre la puerta. Haciendo visera con la mano, sus ojos repasaron el imbatible tejado a la Mansard que se recortaba contra el resplandor de las luces de mercurio. Esa noche escribió una larga carta a la señorita Haydée dándole cuenta de los adelantos habidos y de las altas y frías luces que hubiesen quitado brillo aun a las cascadas de cuatro brazos, de once metros de alto, con veinte, dieciséis, doce y ocho cartuchos detonantes respectivamente, más otros cuatro en el extremo superior del palo que construyó para el sesquicentenario y que fue su más colosal de facto.

Ahora es noviembre. En la profunda noche perfumada al señor Pelice, ya decididamente viejo y por lo tanto insomne, le cuesta una barbaridad conciliar el sueño. Casi no duerme. Se aquieta sobre el catre y hacia el amanecer se adormece un poco.

En esas largas horas divaga por el jardín con la lámpara de aceite en la mano o se echa en una mecedora e impulsada por el aire dulzón que despide el ligustro humedecido por el rocío, su cabeza se vuela como un globo o una pajarita de papel que planea sobre el viejo pueblo con los tapialitos amarillos y las calles de tierra y tanta cosa que se desapareció u ocultó, no visible a prima facie, que eso es la muerte, olvido, oscuridades, suma y suma, tiempo y tiempo, distancia inmóvil.

En la madrugada acercó la lámpara a la pecera y comprobó ya sin dolor que el pez telescopio, ese lento pajarito renegrido que lo observaba con sus grandes ojos saltones a través del cristal y con el que casi había llegado a entenderse, de un mundo a otro, pez-hombre, pez-pez, flotaba inerte en uno de los rincones. Al principio, cuando instaló la pecera, eran doce movedizos pececitos pero, iletrado en aguas, el exceso de comida o alteraciones en la temperatura o defectos en la aireación y filtración redujeron el lote rápidamente. La primera muerte fue una catástrofe.

El señor Pelice extrajo el cuerpecito finado, una vez que comprobó en forma absoluta que no se movía ni aun empujándolo con un dedo, con la redecilla de tul y lo depositó sobre una hoja de hortensia en el medio del escritorio y lo veló algunas horas con la lámpara de aceite. Con una cuchara cavó un hoyo al pie de una magnolia foscata y enterró allí al pececito. No se había aún recuperado de aquella sensible pérdida cuando murió un macropodus opercularis que comenzó boqueando en la superficie y luego se acurrucó en un rincón con el vientre hinchado. Lo sepultó al pie del ciruelo de jardín de aladas hojas marrones. Así fueron muriendo uno tras otro y el viejo enterrándolos al pie de esta planta, aquella.

Al telescopio lo plantó junto a su arbolito más querido, un jazmín japonés de flores carnosas que reventaban justamente para fines de noviembre y se removían en la noche como avecitas blancas bombeando intensas ondas perfumadas que traspasaban la oscuridad hasta el catre o la mecedora del señor Pelice, que ya prácticamente no duerme.

A ratos lee, a ratos escribe pero sobre todo piensa. Eso es la vejez seguramente, una desvelada memoria. Por lo general reconstruye el pueblo desde su infancia mezclando o, mejor dicho, combinando los tiempos, las personas.

Desfilan contra un mismo tapial o por la penumbra amarilla del cuarto el padre Doglia, previniéndolo en cocoliche sobre las tentaciones de este mundo mientras se pone y se quita el bonete francés, nervioso con la presencia del demonio a quien imagina una especie de comisario de la provincia con el uniforme colorado, el viejo Ponce, que habla solo, Bimbo Marsiletti que agita los brazos frente a una banda invisible, Oreste Provenzano que levanta una ristra de billetes de lotería o los tanos Minervino, Visiconti y Ciminelli que pasan tocando la gaita en fila india igual que en la procesión de la Virgen del Carmen.

Desde que se marchó la señorita Haydée ha tomado por costumbre colgar un farol de viento en medio del jardín. El viento lo agita y remueve las densas sombras que cambian pesadamente de lugar. Su luz anaranjada semeja la lechosa claridad de la pecera. Y en esa luz submarina ve brotar en la punta de una ramita al macropodus opercularis o al labeo bicolor o al scatophagus argus o a los puntius arulius que murieron a dúo. Se agitan como flores o pajaritos o caireles, casi transparentes, muy navegantes. Esta noche de noviembre florecerá sin duda el telescopio, pez pajarito de negros velos, en la cresta del jazmín japonés.

El 8 de diciembre, día de la Inmaculada, el señor Pelice escuchó desde el catre el volteo de las campanas que convocaban a la misa solemne de primera comunión con la lámpara de aceite todavía encendida a un lado, sobre la silla. Pensó en la virgen de cemento que erigieron las Hijas de María en el atrio de la iglesia y que viera la última vez con el rostro y las manos pintadas de color carne y en las hileras de chicos con brazaletes y túnicas que atravesaban la plaza y estarían ingresando en este mismo momento por la puerta puntiaguda a través de la cual se alcanzaba a ver el altar colmado de luces. Pero su hinchado cuerpo no obedeció al impulso. Tenía los brazos adormecidos y las piernas envaradas. Recién a la tardecita, arrastrándose por el piso, pudo dar de comer a los pececitos. Angelita Alori, que venía dos veces por semana a asear la casa, lo encontró al día siguiente tumbado en el piso de ladrillos y lo acomodó en el catre para finales. Como por otro ítem padecía el mal de orina, Angelita le preparó un cocido a base de raíz de rábano con una mata de perejil y un puñado de hojas de berro, endulzado el conjunto con azúcar de cande.

Se abreva una copa para extraer la orina y los humores que vienen de acompañamiento, aconsejándose un Pater para refuerzo. El señor Pelice mejoró de la orina pero total que era casi lo mismo pues no podía transportarse para expulsarla, debiendo ayudar al efecto la Angelita con la vista vuelta hacia otra parte. El 8 de enero, puntual, el señor Pelice emprendió su tránsito con el traje de gabardina, el sombrero panamá y los botines de becerro a la hora justa en que los pececitos se brotaban en las ramas. Según la Angelita, que depuso para constancia, hizo una buena muerte, al natural, y fue enterrado de oficio, sin luto ni comparsa, en la mera tierra.

Ahora bien, y a propósito del señor Pelice que pasó, pregunto: ¿cuál es, cuál el verdadero pueblo de la ciudad de Chacabuco, cuál rige? Este de ahora encumbrado en adelantos o aquel otro de los tapialcitos amarillos y las calles de tierra, cuando el camión de riego asentaba el polvo al atardecer y todo era más viejo y simple pero más dulce, y bastaba con estirar el cogote para ver al fondo de la calle las primeras quintas y que por la calle Saavedra en este momento se acerca gravemente el señor Pelice, se detiene frente a la casa de los Lombardi, ya medio en sombras,, se quita el panamá y saluda a la señorita Haydée que dice por primera vez con su voz de pajarito:


—¿Habrá calor este año, no cree usted?

—El sol está fuerte para noviembre —responde per oblicua el señor Pelice.

—¡Hermoso atardecer!

—Sopla algo de viento, por suerte.

—¿Hacia dónde va usted tan incontinenti?

—Al Prado —improvisa temerario el señor Pelice.

—Muy buena idea. ¡Me gustaría mucho ir hasta ahí! — canturrea la señorita.

El señor Pelice le ofrece el brazo y la señorita Haydée con una risita se aparta de la puerta y enlaza el brazo del maestro cohetero. Las dos figuras se alejan entre tapiales amarillos y penachos de sombras rumbo al Prado Español mientras sobre el pueblo desciende la perfumada noche.


En Cuentos completos

domingo, 15 de enero de 2012

Claudia Cardinale - Entrevistas


Un actor francés de 30 años, Alexandre Styker, se tumba sobre el diván de la diva italiana en París. Visconti, Fellini, Delon… Cuarenta años de carrera les separan. Breve conversación entre dos amigos que hablan de cine, de ayer y de hoy



“Supongo que quieres un cigarro”, bromea Claudia con Alexandre, sentada en su sofá. Los dos actores se conocieron hace cuatro años gracias a la representación de una obra de Tennessee Williams, Dulce pájaro de juventud, bajo la dirección de Philippe Adrien, en el teatro de la Madeleine en París. “Como vivíamos cerca, cogíamos el mismo taxi. Así es como nos hicimos amigos”. Esta es la historia de un rubio atractivo que entra en escena y de una gran dama del cine decidida a no salir todavía.

Claudia Cardinale nació en Túnez en 1938. Hija de padres sicilianos, tiene 70 años y pertenece a los ’happy few’, esos actores que han superado el centenar de películas rodadas con los mejores directores del mundo. Además de sobre las tablas, Alexandre Styker ha actuado recientemente en la serie de televisión francesa de Canal+, La Commune.

¿Es Claudia Cardinale en la vida real como en el cine? “No, ¡en realidad soy una persona normal!”, se defiende la actriz. “Tú no eres normal, asegura Alexandre, ¡es inquietante la normalidad!”.
Aunque los dos amigos viven en el mismo barrio, la vida del actor es, a menudo, nómada. “Sin embargo, tenemos un pequeño ritual entre nosotros: nos llamamos antes de Año Nuevo, nos preguntamos qué vamos a comer y qué vamos a hacer en Nochevieja. Comemos casi siempre cuscús y tayín (plato típico de la comida magrebí)”.



Alain Delon y Claudia Cardinale: una pareja eterna

Aún hoy, Alexandre y Claudia cogen el mismo taxi para ir al teatro, incluso si van de espectadores, como ocurre casi siempre. “Claudia me llevó a ver una obra con Delon. Fue divertido, de repente tenía a ‘El gatopardo’ delante de mí”, recuerda Alexandre. “Alain me llama frecuentemente, estamos muy unidos, él dice siempre que, gracias al cine, ¡somos una pareja eterna!”, prosigue Claudia.

Y no faltan representaciones en la ciudad de las luces: “Mi barrio de París es como un pueblo, nadie me molesta. En Roma, la gente salta por encima de ti y en Túnez gritan ‘¡Claudia, Claudia!’ porque soy la única actriz conocida que ha nacido allí. Tengo que tomar el té en todos los lugares de la Medina para que la gente no se sienta herida”.

Por el camino se amontonan multitud de trofeos y premios dorados. “Mi suerte fue llegar en un momento mágico para el cine: los años 60. Hacía cinco o seis películas al año. Estaban los grandes directores y estaba el riesgo: nunca sabíamos si íbamos a poder acabar la película”.



Visconti y los años que pasan


Y si Alexandre Styker tuviera una película en la cabeza, aquella en la que le habría gustado dar la réplica a Claudia… Él responde: “¡La chica con la maleta (de Valério Zurlini, 1960)! Es una película que he visto con ella. Claudia me dijo que me parecía a Jacques Perrin, así que, en mi opinión, debería haber logrado papel. ¡El único impedimento es que aún no había nacido!”.

Y es que Alejandro nacía mientras que Claudia rodaba Violencia y Pasión de Visconti y había participado ya en más de cincuenta películas. Sin embargo, la amistad va más allá de los años: “¿Cuarenta? ¡Hace apenas algunos años… incluso algunos meses!”. “¿Por qué no también con Visconti?”, añade el joven a sus sueños sin cumplir. “¡Era un genio!, he hecho cuatro películas con él y me ha llevado a los cuatro rincones del mundo, me cubría de regalos. “Decía que yo era una gata que se podía acariciar, pero que arañaba. Visconti era un hombre de teatro, no podías mover un músculo de la cara si él no estaba de acuerdo. Hacía que los ojos dijeran lo que los ojos no dicen”, concluye.

“Todo lo contrario sucedía con Federico Fellini, con el que rodé al mismo tiempo Ocho y medio. No había guión, la improvisación era total…”, señala la actriz. Alexandre Styker lo confirma: “¡Es verdad, al final vemos el rigor de Visconti y el caos de Fellini!”.



Puta o princesa


Deseada y deseable Claudia: “Me proponían rodar y no respondía. Tenían que insistir para que aceptara”. “Más o menos como en el amor, hay que entregarse para que funcione”, compara su acompañante. Pero hoy el cine ha cambiado: “Ser contemporáneo no resulta fácil, reconoce la actriz. Todo el mundo se enzarza para conseguir dinero. Cuando no se tienen medios, es necesario tener ideas y energía”. Sin embargo, algunas verdades no pasan de moda: “Lo importante es ser fuerte interiormente para ser tú misma, te consideren puta o princesa”.

A pesar de que ella es a menudo más princesa que puta, a ‘La Cardinale’ no le falta trabajo. Una obra de teatro, cuatro películas (una de ellas sobre Camus) y rodajes en Marruecos, Argelia y Túnez. “Increíble, pero cierto” (como dice ella), esta veterana actriz, representante del cine europeo, “tiene un montón de proposiciones”. “Tienes buena suerte”, se apresura a señalar el joven Alexandre en una complicada época para los actores.






Claudia Cardinale: "En este oficio, o tienes fuerza interior o pierdes la cabeza"

13/01/2012

Claudia Cardinale (Túnez, 1938) es una de las estrellas indiscutibles de la época dorada del cine y ha sido mito erótico de varias generaciones, pero evita el papel de diva. Aparece relajada y amable, sin cohorte –no suele llevar asistentes–, vestida con un sencillo pantalón y una blusa negros y una chaqueta roja estilo vintage, con gafas pequeñas y algunas joyas nada ostentosas. Podría pensarse que se debe al entorno sencillo en que se encuentra (un hotel rural) o a que la entrevista aprovecha un descanso en el rodaje de la última película de Fernando Trueba, El artista y la modelo, en la que interviene la actriz y que es una producción intimista, tranquila…

En el set, la presencia de Claudia Cardinale es poderosa. Es el centro de las miradas de extras y curiosos. Ella se pasea desenfadada, siempre con un cigarrillo encendido, charla con todos, sobre todo con los más jóvenes, accede a fotografiarse con los figurantes que se van acercando y toma el pelo a unos periodistas: “¡Si yo no quería ser actriz!, quería explorar el mundo”.

Los gestos gráciles, la sonrisa y la mirada vivas mantienen su encanto, y cuando se pone ante la cámara, todos agudizan la vista y el olfato. “Hace 53 años que me dedico a esto”, dice ella como quitándose importancia.



Y está claro que no piensa jubilarse.

No, no, tengo varios filmes en marcha. No paro. He rodado últimamente en Estambul y Nueva York; con Trueba, tras él, con Manuel de Oliveira. Y después, una película americana en Venecia y otra italiana. Yo nunca hago vacaciones.

¿Cómo ve el cine actual, usted que es una de las grandes actrices y ha trabajado con los más reconocidos directores y actores?

Sí, trabajé con Visconti, Fellini, Mauro Bolognini, Richard Brooks, Sergio Leone…; he rodado en Europa, Australia, América, África… Yo llegué en el momento del cine mágico y llegué a hacer cuatro películas al año. Ahora, sigo trabajando. Antes y ahora lo más importante para mí siempre han sido el guión y el director. En el caso de la película de Trueba, por ejemplo, le conocí hace tiempo, me gustó el guión cuando me hablo de él y, además, suponía volver a trabajar con Jean Rochefort casi 50 años después de que rodáramos Cartouche junto con Jean Paul Belmondo. Todo era formidable.

Pero ¿le gusta el cine actual?

Depende, hay de todo. A veces, muy buenas películas. Yo trabajo mucho con jóvenes directores, noveles, para ayudarles en sus primeros filmes, me parece muy importante porque entiendo que es muy difícil hoy en día encontrar financiación para empezar a hacer cine.



Y de todos los grandes directores con los que ha trabajado, ¿cuál ha sido su preferido?

Con Visconti rodé cuatro películas (Rocco y sus hermanos, El Gatopardo, Sandra, Confidencias)… También hice varias con Bolognini, con Sergio Leone y Richard Brooks; y con Pasquale Squitieri, mi pareja, que hizo grandes películas sobre la mafia… He rodado con muchos y buenos directores. Visconti y Fellini, en los años 60, supusieron mi apertura al mundo, hicieron que me conociera el mundo entero. El Gatopardo es un filme mítico para mí, con Visconti, Alain Delon, Burt Lancaster… Y Ocho y medio de Fellini, igual.

Son sus dos películas más importantes.

Seguramente. Ya digo, fueron las que me abrieron las puertas del mundo.

Y de actores, trabajó con Alain Delon, conocía a Paul Newman….

Sí, me prestó su casa cuando fui a rodar a Hollywood… Conocí a Rock Hudson, a Steve McQueen, eran amigos míos…

¿Con cuál de todos ellos trabó más amistad?, ¿con quién le gustó más trabajar?

Con Alain (Delon) hicimos una gran amistad que aún mantenemos, hace poco me llamó por teléfono… Con Belmondo, también, pero más con Alain.

Formaron una pareja icónica, ambos bellos y deseados.

Sí, sí, es verdad… mucho.



¿Tiene alguna anécdota con esos compañeros de rodaje?

Cuando Alain y yo rodábamos con Visconti era divertido porque cada vez que debíamos darnos un beso, Visconti gritaba desde el otro lado del set: “¡Lo quiero con lengua!”. Con Burt Lancaster también trabajé bastante... Pero creo que la mejor aventura de mi vida fue rodar Fitzcarraldo en la Amazonia, en Sudamérica, un entorno fantástico para mí que adoro la naturaleza.

Conoció a todos esos actores tan deseados, trabajó con ellos, pero no se le conocen amoríos con ellos.

¡Nunca con actores! Nunca. No quise mezclar mi vida privada con la profesional. Sí que he tenido muchos grandes amigos actores. Rock Hudson fue uno de ellos. Pero nunca quise tener historias con los compañeros.

Pero sí con gente del cine, sus dos grandes relaciones de pareja han sido…

Con Franco Cristaldi, que fue mi primer productor, y después conocí a Pasquale Squitieri, que es el amor de mi vida.

¿Se ve identificada en alguna de las jóvenes actrices de las que a menudo dicen que recuerdan a usted… Penélope Cruz, Mónica Bellucci...?

Nunca puedes ser como otra, cada actriz tiene su personalidad. A Mónica, por ejemplo, la conozco mucho, bellísima, gran actriz, pero cada una es diferente.

Siempre se ha alabado su belleza. ¿Se fijaron más en eso que en cómo actuaba?, ¿le costó al principio que la valoraran como buena actriz?

La belleza cuenta, pero no se trata sólo de ser bella sino de lo que consigues transmitir. Eso es lo importante, y también el director y los compañeros de reparto, porque si no tienes un actor o una actriz que te den juego… Este trabajo trata de dar y recibir. Yo tuve suerte. Ya empecé con Marcello Mastroiani con una película que tuvo bastante éxito (I soliti ignoti, de 1958) y tuve la fortuna de rodar con muy buenos directores.



¿Le queda alguno con quien le gustaría trabajar?

Pues no sé… Estoy muy contenta de haber trabajado con Trueba, es mi primera película con él, aunque nos conocíamos de hace un tiempo. También me apetecía trabajar con Manuel de Oliveira. Para mí lo más importante es un buen director y un buen guión.

Claudia Cardinale reflexiona sobre lo poco que ha trabajado con españoles, pero subraya que sí rodó bastante en España. “En Almería, con Sergio Leone; y en otros lugares, en Las petroleras (1971), con Brigitte Bardot”. En la película de Fernando Trueba –que se estrenará en un par de meses–, ambientada en la Francia ocupada de los años 40, encarna a la mujer y primera modelo de un escultor (Jean Rochefort) que ha perdido la inspiración. Ella le presenta a una joven modelo (Aida Folch) “para volver a verlo feliz”. “Es una bella historia”, asegura la actriz.

Con su experiencia, ¿siente a veces en los rodajes que sabe mejor que los directores qué debe hacer?

No, el director es muy importante. ¡Claro que yo me conozco todos los trucos! Estoy acostumbrada a las luces, a la cámara..., pero siempre hago lo que dice el director, de verdad.

¿Nunca ha estado tentada de dirigir?

No, no; yo soy actriz. Sí que he hecho mucho teatro… Obras buenas de Tennessee Williams, Pirandello…



¿Y prefiere el teatro al cine?

El teatro me gusta, pero es más difícil que el cine, porque en el cine, si una escena sale mal, la repites; en el teatro, no.

Rechazó irse a Hollywood.

Bueno, hice muchas películas en Los Ángeles y en toda América, pero no quise firmar un contrato para instalarme en Hollywood, rodé sólo las películas que yo quería. Yo me considero europea y prefería vivir en Europa, pero en Hollywood también me han hecho homenajes.

¿Cómo es su vida cuando no rueda?

Vivo en París desde hace 27 años y cuando no ruedo, la mayor parte del tiempo estoy de viaje porque me hacen homenajes en todo el mundo: desde Colorado hasta Moscú; desde Santo Domingo hasta Sofía…

Es gratificante.

Sí, es agradable, divertido, aunque me ocupa mucho tiempo.

¿Y cuando está en casa?

Me gusta relajarme, vivo cerca del Sena; me gusta pasear. No tengo chófer ni guardaespaldas, quiero llevar una vida normal… Estoy en casa, hago crucigramas, que me relajan...Veo a mi hija Claudia, que es muy artística y vive en París –su otro hijo, Patrick, que tuvo con 17 años, es diseñador, vive en Nueva York y la hizo abuela hace ya casi 30 años; la nieta tiene más o menos la edad de su hija, explica riéndose–, quedamos con los amigos…

¿Y no es difícil siendo una persona tan conocida?

No, porque la gente me respeta y me quiere. Es la gente la que me hizo famosa. Me saluda, si viene uno y me molesta, llega otro y le reprocha que me esté molestando…

¿Lee, escucha música?

Sí, sí. Adoro los Beatles. Estuve en sus primeros conciertos en Londres, en Madrid y en Los Ángeles. También me gustan los Rolling Stones, la música napolitana, la chanson.



¿Es más francesa que ­italiana?

Tengo pasaporte italiano, pero nací en Túnez cuando era un protectorado francés, y aunque la familia era de origen italiano, la lengua que usábamos en casa era la francesa. Viví muchos años en Italia, pero cuando mi hija era pequeña decidimos ir a París para que estudiara allí y ya me quedé.

Cambió a Berlusconi por Sarkozy...

¡Ah no!, no quiero hablar de política. Nada de nada…

Pero usted es muy militante socialmente, es embajadora de buena voluntad de la Unesco...

Sí y desde hace tiempo. Trabajo para asuntos de mujeres, defensa de la naturaleza, la prevención del sida, los niños desfavorecidos, de Camboya por ejemplo… Sí, hago bastante labor humanitaria, pero nunca he querido mezclarme en política.

¿Mantiene raíces en Túnez?, ¿qué le parece la revolución que vivió el país?

Creamos en París un comité de personas nacidas en Túnez para intentar apoyar la consecución de la democracia. Yo siempre me he considerado tunecina, ahí están mis raíces y amo Túnez, es un país de gran belleza, además. No he podido ir últimamente, pero ese comité ha hecho mucho trabajo y espero que ahora todo vaya bien para el país.

¿Cómo consigue mantener su belleza?

Me mantengo muy activa. Siempre he comido muy poco, como un pajarillo, pico esto, lo otro; me pongo mis cremas por la noche, me cuido la cara, yo misma me ocupo de mis cuidados.

¿Es verdad que nunca ha querido recurrir a la cirugía estética?

Nunca. No me gusta, además no puedes parar el tiempo. Todas las mujeres que se hacen cirugía, con una boca así… (frunce los labios e hincha los carrillos).



Usted no es una estrella al uso, ¿no? Es…

… ¡Normal! Es que para hacer este oficio, es muy importante tener fuerza interior porque si no pierdes la cabeza cuando te haces famoso. Yo me considero una persona normal, voy sola por la calle, sin problemas…

¿Hay alguna cosa en la vida que le falta o que cambiaría?

No. Creo en el destino: si una cosa no pasa, es que no debía ocurrir; si pasa, si va bien, pues bien y si no... La verdad es que he tenido mucha suerte en la vida, ya me decía siempre mi madre que tenía una estrella que me protegía.

Pero se habrá ganado lo que ha conseguido trabajando.

Sí, desde luego. Y ahora me conocen y me quieren en todo el mundo…

sábado, 7 de enero de 2012

Andrei Tarkovski - "Esculpir en el tiempo" (epílogo)


Una persona verdaderamente libre no puede ser libre en un sentido egoísta. La libertad del individuo tampoco puede ser el resultado de un esfuerzo social. Nuestro futuro depende de nosotros mismos y de nadie más. Y nos hemos acostumbrado a compensar todo con el esfuerzo y el sufrimiento ajenos, ignorando el sencillo hecho de que en este mundo todo está relacionado y que no existe la casualidad, aunque sólo sea porque tenemos una voluntad libre y el derecho a decidirnos entre el bien y el mal. Por supuesto que las posibilidades de la propia libertad se ven limitadas por la libertad de los demás. Pero me parece importante indicar que la falta de libertad siempre es consecuencia de la cobardía y la pasividad interiores, el resultado de la falta de decisión en pro de la expresión de la propia voluntad, acorde con la voz de la conciencia. En Rusia es usual citar al escritor Korolenko, según el cual, «el hombre ha nacido para la felicidad como el pájaro para volar». En mi opinión, no puede haber nada más lejano a la naturaleza de la vida humana que esta frase. En realidad, no tengo idea alguna de lo que puede significar el concepto de felicidad. ¿Contento? ¿Armonía? ¡Pero si el hombre siempre está descontento y no tiende a solucionar cosas concretas, factibles, sino hacia el infinito...! Y ni siquiera la Iglesia consigue calmar esas ansias de absoluto, porque desgraciadamente no parece sino una fachada hueca, una caricatura de las instituciones sociales, que se dedican a organizar la vida práctica. La Iglesia de hoy ha resultado ser incapaz de compensar el sobrepeso materialista y técnico con una llamada a la vida del espíritu. En el contexto de esta situación, la función del arte reside -para mí- en expresar la idea de la libertad absoluta de las posibilidades interiores y espirituales del hombre. En mi opinión, el arte siempre ha sido un arma en la lucha del hombre contra la materia, que amenaza con devorar su espíritu. No es casualidad que el arte, en los milenios de historia del cristianismo, siempre se haya desarrollado en las cercanías de las ideas y los principios de la religión. Ya por su mera existencia está promoviendo dentro del hombre, un ser disarmónico, la idea de armonía. El arte ha dado figura a lo ideal y ha aportado así un ejemplo del equilibrio entre lo ético y lo material. Ha demostrado que ese equilibrio no es ni mito ni ideología, sino que puede ser una realidad también en nuestras dimensiones. El arte ha expresado el ansia de armonía de la persona y su disposición a luchar consigo mismo, para establecer en el interior de su persona el ansiado equilibrio entre lo material y lo espiritual. Si el arte expresa lo ideal y el ansia de lo infinito, no puede servir a fines pragmáticos sin arriesgarse a perder su autonomía. Lo ideal lo actualizan objetos que no existen en la realidad cotidiana, pero que a la vez son imprescindibles para la esfera de lo espiritual. Una obra de arte manifiesta ese ideal que en el futuro será propio de toda la humanidad, pero que de momento es accesible para unos pocos, sobre todo para los genios que se toman la libertad de contrastar lo normal con aquella conciencia ideal que toma forma en su arte. De esta manera, el arte es por esencia aristocrático y establece —a causa de su mera existencia— la diferencia entre dos potenciales, que aseguran el movimiento ascendente de la energía interior, desde lo más bajo hacia lo más alto, con el fin de conseguir un perfeccionamiento interior, espiritual, de la personalidad. Al hablar aquí del carácter aristocrático del arte, me estoy refiriendo —claro está— al ansia del alma humana de buscar la justificación moral, el sentido de su existencia, que de este modo consigue una mayor perfección. En este sentido, todos, en último término, estamos en la misma situación y tenemos las mismas posibilidades de adherirnos a una elite aristocrática. Pero el núcleo del problema reside precisamente en el hecho de que no todos hacen uso de esa posibilidad. Ahora bien, el arte va haciendo ofertas siempre nuevas a la persona para que ésta se examine a sí misma en el marco del ideal que el arte le ofrece. Pero volvamos a Korolenko, que definía el sentido de la existencia humana como el derecho a la felicidad. Esto me recuerda el libro de Job, en que a Elifaz dice: «Ninguna cosa sucede en el mundo sin motivo: que no brotan del suelo los trabajos. Porque el hombre nace para trabajar, como el ave para volar» (Job V, 6). El sufrimiento nace de la insatisfacción, del conflicto entre el ideal y la situación en la que uno se encuentra en ese momento. Mucho más importante que el sentimiento de «felicidad» es el fortalecer el alma en la lucha por aquella libertad verdaderamente divina. El arte refuerza lo mejor de lo que es capaz el hombre: la esperanza, la fe, el amor, la belleza, la devoción o lo que uno sueña y espera. Si alguien que no sabe nadar se lanza al agua, su cuerpo —no él mismo— comienza a hacer movimientos instintivos para no hundirse. También el arte es algo así como un cuerpo humano echado al agua: existe como un instinto, que no permitirá que la humanidad se hunda en el campo espiritual. En el artista se expresa el instinto interior de la humanidad. Pero, ¿qué es el arte? ¿Lo bueno o lo malo? ¿Procede de Dios o del diablo? ¿De la fuerza del hombre o de su debilidad? ¿Es quizá una prenda de la comunidad humana y una imagen de armonía social? ¿Es ésa su función? Es algo así como una declaración de amor. Un reconocimiento de la propia dependencia de otros hombres. Es una confesión. Un acto inconsciente, que refleja el verdadero sentido de la vida: el amor y el sacrificio. Pero si dirigimos la mirada hacia atrás, reconocemos que el camino de la humanidad está lleno de cataclismos y de catás­trofes. Descubrimos las ruinas de civilizaciones destruidas. ¿Qué ha sucedido con ellas? ¿Por qué se agotó su aliento, su voluntad de vivir y sus fuerzas morales? Supongo que nadie creerá que todo eso tiene una causa material. Una idea así me parecería salvaje. Y al mismo tiempo estoy convencido de que hoy volvemos a estar al borde de la destrucción de una civilización porque ignoramos plenamente el lado interior y espiritual del proceso histórico. Porque no queremos reconocer que nuestro imperdonable y pecaminoso materialismo, un materialismo que no conoce la esperanza, ha traído infinitas desgracias sobre la humanidad. Es decir, creemos que somos científicos y dividimos, para conseguir una mayor fuerza de convicción en nuestras cavilaciones científicas, el indivisible proceso de la humanidad en dos partes, haciendo luego de una sola de sus motivaciones la causa de todo.

De esta manera intentamos no sólo justificar los fallos del pasado, sino también proyectar nuestro futuro. Quizá se demuestre en tales errores la paciencia de la historia, que espera que el hombre alguna vez consiga escoger bien, sin tener que terminar en un callejón sin salida en el que la historia, una vez más, corrija el fallido intento por medio de otro paso, esta vez más exitoso. En ese sentido, es verdad lo que afirman tantos: de la historia nadie aprende y la humanidad suele, simplemente, ignorar la experiencia histórica. Dicho en otros términos, toda catástrofe de una civilización descubre sus fallos. Y si el hombre tiene que reemprender su camino desde el principio, se demuestra así que su andadura hasta entonces no estaba marcada por el perfeccionamiento espiritual. Con cuánto gusto querría uno abandonarse, entregarse de vez en cuando a otra concepción del sentido de la vida huma­na. Oriente siempre ha estado más cerca que Occidente de la verdad eterna, pero Occidente ha devorado a Oriente con sus exigencias materiales en la vida. Basta con comparar la música occidental con la oriental. El mundo occidental grita: ¡Éste, éste soy yo! ¡Miradme! ¡Escuchad cómo sufro y cómo amo! ¡Qué infeliz y qué feliz puedo ser! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! El mundo oriental no dice una sola palabra de sí mismo. Se pierde absolutamente en Dios, en la naturaleza, en el tiempo, y se encuentra a sí mismo en todo. Es capaz de descubrir todo en sí mismo. La música del Tao: China, seiscientos años antes de Cristo. Pero, ¿por qué no triunfó esa idea soberana? Es más: ¿por qué se hundió? ¿Y por qué la civilización que había desarrollado no llegó hasta nosotros en forma de un proceso histórico determinado y perfecto? Es patente que esas ideas entraron en colisión con el mundo material que las rodeaba. Lo mismo que el individuo con la sociedad, también esa civilización entró en colisión con otra. Pero sucumbió no sólo por esto, sino también a causa de su confrontación con el mundo material, con el «progreso» y la tecnología. Las ideas de la civilización oriental son un resultado, la sal de la tierra; de ellas fluye verdadera sabiduría. Pero según esa lógica oriental, la lucha es un pecado. El núcleo de la cuestión reside en que vivimos en un mundo de ideas que nosotros mismos creamos. Dependemos de sus imperfecciones, pero también podríamos depender de sus ventajas y valores. Y ya llegando al final, y en confianza: aparte de la imagen artística, la humanidad no ha inventado nada de manera desinteresada. Y por eso quizá realmente consista el sentido de la existencia humana en la creación de obras de arte, en el acto artístico, ya que éste no posee una meta y es desinteresado. Quizá se demuestre precisamente en ello que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios.


Fuente: Andrei Tarkovski, Esculpir en el tiempo, Ed. Rialp