sábado, 28 de julio de 2012

Friedrich Nietzsche - Significado de la locura en la historia de la humanidad





Si pese al formidable yugo de la moral de las costumbres bajo el que han vivido todas las sociedades humanas; si durante miles de años antes de nuestra era, e incluso en el transcurso de ésta hasta la actualidad (y téngase en cuenta que vivimos en un pequeño mundo excepcional y, en cierto sentido, en la peor de las zonas), las ideas nuevas y divergentes, y los instintos opuestos han resurgido siempre, ello se ha debido a que se hallaban protegidos por un terrible salvoconducto: casi siempre ha sido la locura la que ha abierto el camino a las nuevas ideas, la que ha roto la barrera de una costumbre o de una superstición venerada.
¿Comprendéis por qué ha sido necesaria la ayuda de la locura; esto es, de algo tan terrorífico e indefinible, en la voz y en los gestos, como los demoníacos caprichos de la tempestad y del mar; de algo que fuese a un tiempo digno de miedo y de respeto; de algo que, como las convulsiones y los espumarajos del epiléptico, llevara el sello visible de una manifestación totalmente involuntaria; de algo que pareciera que imprimía al enajenado la marca de una divinidad, de la que él sería la máscara y el portavoz; de algo que infundiese incluso al promotor de la nueva idea veneración y miedo de sí mismo, en lugar de remordimiento y le impulsara a ser el profeta y el mártir de dicha idea? Aunque hoy se nos esté constantemente diciendo que el genio tiene un grado más de locura que de sentido común, los hombres de otros tiempos se acercaban mucho más a la idea de que en la locura hay algo de genio y de sabiduría, algo de divino, como se decía en voz baja. A veces esta idea se expresaba a las claras. «Lo que más beneficios ha deparado a Grecia ha sido la locura», decía Platón, acorde con toda la humanidad antigua. Demos un paso más y veremos que todos los hombres supremos impulsados a romper el yugo de una moral cualquiera y a proclamar nuevas leyes, si no estaban realmente locos, se sintieron forzados a fingirlo o se volvieron verdaderamente tales.
Lo mismo les ha sucedido a los innovadores en cualquier ámbito, y no sólo en el terreno sacerdotal y político. Incluso los innovadores de la métrica poética se vieron forzados a acreditarse por medio de la locura. (Hasta en las épocas más moderadas, había una especie de acuerdo en que la locura constituía un patrimonio de los poetas; y Solón recurrió a ella cuando enardeció a los atenienses para que se lanzaran a la conquista de Salamina).
¿Cómo volverse loco cuando no se está ni se tiene la valentía de aparentarlo? Casi todos los grandes hombres de la civilización antigua se han hecho esta pregunta, y se ha conservado una doctrina secreta, compuesta de artificios y reglas para lograr este fin, a la vez que se mantenía el convencimiento de que semejante intención y semejante ensueño eran algo inocente e incluso santo. Las fórmulas para llegar a ser médico entre los indios americanos, santo entre los cristianos de la Edad Media, anguecoque entre los groenlandeses, paje entre los brasileños, son, en sus preceptos generales, las mismas: ayunos continuos, abstinencia sexual constante, retirarse al desierto o a un monte, o incluso encaramarse a lo alto de una columna, o «vivir junto a un viejo sauce a orillas de un lago», y, sobre todo, el mandato de no pensar más que en lo que pueda provocar el rapto y la perturbación del espíritu.
¿Quién es capaz de fijar los ojos en el infierno de angustias morales —las más amargas e inútiles que se han podido dar— en el que se consumen probablemente los hombres más fecundos de todas las épocas? ¿Quién tendría valor para escuchar los suspiros de los solitarios y de los extraviados?: «¡Concededme, Dios mío, la locura, para que llegue a creer en mí! ¡Mándame delirios y convulsiones, momentos de lucidez y de oscuridad repentinas! ¡Asústame con escalofríos y ardores tales que ningún mortal los haya sentido jamás! ¡Rodéame de estrépitos y de fantasmas! ¡Déjame aullar, gemir y arrastrarme como un animal, si de ese modo puedo llegar a tener fe en mí mismo! La duda me devora. He matado la ley, y ésta me inspira ahora el mismo horror que a los seres vivos un cadáver. Si no consigo situarme por encima de la ley, seré el más réprobo de los réprobos. ¿De dónde viene si no de ti este espíritu nuevo que late en mi interior? ¡Demostradme que os pertenezco, poderes divinos! ¡Sólo la locura me lo puede probar!».
Este fervor conseguía muchas veces su objetivo: En la época en que el cristianismo resultó ser más fecundo y ello se tradujo en una proliferación de santos y anacoretas, existieron en Jerusalén grandes «manicomios» para atender a los santos fracasados, a aquéllos que habían sacrificado hasta el último vestigio de su razón.


En Aurora
Traducción: Eduardo Mateo Sanz
Imagen: © Bettmann/CORBIS

Roberto Arlt - Conversaciones de ladrones






A veces, cuando estoy aburrido, y me acuerdo de que en un café que conozco se reúnen algunos señores que trabajan de ladrones, me encami­no hacia allí para escuchar historias interesantes.
Porque no hay gente más aficionada a las historias que los ladrones.
¿Este hábito provendrá de la cárcel? Como es lógico, yo nunca he pedido determinadas informaciones a esta gente que sabe que escribo, y que no tengo nada que ver con la policía. Además que el ladrón no gusta de ser preguntado. En cuanto se le pregunta algo, tuerce el gesto como si se encontrara frente a un auxiliar y en el despacho de una comisaría. Yo no sé si muchos de ustedes han leído Cuentos de un soñador, de Lord Dunsany. Lord Dunsany tiene, entre sus relatos maravillosos, uno que me parece viene a cuento. Es la historia de un grupo de vagabundos. Cada uno de ellos cuenta una aventura. Todos lloran menos el narrador. Terminado el relato, el narrador se incorpora al círculo de oyentes; otro, a su vez, reanuda una nueva novela que hace llorar también al reciente narrador.
Bueno; el caso es que entre los ladrones ocurre lo mismo. Siempre es a la una o a las dos de la madrugada. Cuando, por A o por B, no tie­nen que trabajar, es casi siempre en un período de vida en que anuncian un formal propósito de vivir decentemente. Aquí ocurre algo extraño. Cuando un ladrón anuncia su propósito de vivir decentemente, lo prime­ro que hace es solicitar que le "levanten la vigilancia". En este intervalo de vacaciones prepara el plan de un "golpe" sorprendente. La policía lo sabe; pero la policía necesita de la existencia del ladrón; necesita que ca­da año se arroje una nueva hornada de ladrones sobre la ciudad, porque si no su existencia no se justificaría.
En dicho intervalo, el ladrón frecuenta el café. Se reúne con otros amigos.
Es después de cenar. Juega a los naipes, a los dados o al dominó. Algunos también juegan al ajedrez.
El comisario Romayo, me enseñó una vez el cuaderno de un ladrón, en cuya casa acababa de hacer un allanamiento. Este ladrón, que trabajaba de carrero, era un ajedrecista excelente. Tenía anotados nombres de maestros y soluciones de problemas ajedrecísticos resueltos por él. Este asaltante hablaba de Bogoljuboff y Alekhine con la misma familiaridad con que un "burrero" habla de pedigrees, aprontes y performances.
A la una o las dos de la madrugada, cuando se han aburrido de ju­gar, cuando algunos se han ido y otros acaban de llegar, se hace en torno de cualquier mesa un círculo adusto, aburrido, canalla. Círculo silencio­so, del cual, de pronto, se escapan estas palabras:
-¿Saben? En Olavarría lo trincaron al Japonés.
Todos los malandras levantan la cabeza. Uno dice:
-¡El Japonés! ¿Te acordás cuando yo anduve por Bahía Blanca? Las corrimos juntos con el Japonés.
Ahora el aburrimiento se ha disuelto en los ojos, y los cogotes se atie­san en la espera de una historia. Podría decirse que el que habló estaba esperando que cualquier frase dicha por otro le sirviera de trampolín, pa­ra lanzar las historias que envasa.
-El Japonés. ¿No era el que estuvo en… ? Dicen que estuvo en el asalto con la Vieja…
Uno me mira a mí.
-Son "mulas de investigaciones". ¡Qué va estar en el asalto!
-Cierto es que si usted de noche se lo encuentra al Japonés…
-Mira che. El Japonés es como una niña, de educado.
Estalla una carcajada, y otro:
-Será como una niña, pero te lo regalo. ¿De dónde sacas que es co­mo una niña?
-Cuando yo tenía dieciséis años estuve detenido con él, en Merce­des… Era como una niña, te digo. Venían las señoras de caridad, nos mi­raban y decían: "¡Pero es posible que esos chicos sean ladrones!". Y me acuerdo que yo contestaba: "No señoritas, es un error de la policía. No­sotros somos de familia muy bien". Y el Japonés decía: "Yo quiero ir con mi mamita"… Si te digo que es como una niña.
Estallan las risas, y un ladrón me toma del brazo y me dice:
-Pero no le crea. Usted ve la jeta que tengo yo, ¿no? Bueno. Yo soy un angelito al lado del Japonés. Pero mire: lo encuentra al Japonés un "lonyi", y de sólo verlo, raja como si viera la muerte. Y éste dice que era una niña… Yo me acuerdo de una quesería que asaltamos con el Ja­ponés… Nos llevamos como doscientos quesos en un carrito. ¡El laburo para venderlos!… . ¡Y el olor! Si se seguía la pista con solo olernos…
Otro:
-Lo que es ahora el oficio está arruinado. Se han llenado de moco­sos batidores. Cualquier gil quiere ser ladrón.
Yo miro, reflexiono y digo:
-Efectivamente, ustedes tienen razón; ladrón no puede ser cualquiera…
-¡Pero claro! Es lo que digo yo … Si yo me quisiera meter a escribir sus notas, no las podría hacer. ¿No?… Y así es con el "oficio". A ver; dígame, ¿cómo haría usted para robarle ahora al patrón que está en la caja?… Vea que el cajón está abierto…
-No sé…
-¡Pero amigo! ¡Que no se diga! Vea; se acerca al mostrador y le dice al patrón: "Alcánceme esa botella de vermouth". El patrón ladea el cuerpo para ese lado del estante. En cuanto el hombre está por retirar la botella, usted le dice: "No, esa no: la de más arriba". Como el trompa está de espalda, usted puede limpiarle la caja… ¿Se da cuenta?… -Yo me admiro convencionalmente, y el otro continúa-: ¡Oh! Eso no es na­da. Hay "trabajos" lindos… limpios… Ese del robo de la agencia Nas­si… Esa es muchachada que promete…
-¿Y el Japonés? Me acuerdo: veníamos una vez en el tren… íbamos para Santa Rosa…
Son las tres de la madrugada. Son las cuatro. Un círculo de cabe­zas… un narrador. Digase lo que se quiera, las historias de ladrones son magníficas; las historias de la cárcel… Cinco de la madrugada. Todos mi­ran sobresaltados el reloj. El mozo se acerca somnoliento y, de pronto, en diversas direcciones, pegados casi a las paredes, elásticos como pante­ras y rápidos en la desaparición, se escurren los malandrines. Y de cinco de ellos, cuatro tienen pedido levantamiento de vigilancia. ¡Para mejor robar!


Rn Aguafuertes porteñas