sábado, 11 de agosto de 2012

Entrevista a Mario Bava



Aquí, la traducción de una breve pero interesante entrevista al maestro del horror italiano, Mario Bava. Fue registrada en Roma en mayo de 1976, en el marco del “Fantitalia XIV”, un festival internacional de cine fantástico celebrado en Trieste. No es muy extensa, pero en ella apreciamos toda su ironía y afán desmitificador –Bava acostumbraba a ser su mejor crítico, y solía ser devastador-, además de su amor por el cine.

 
¿Cómo comenzó su carrera?

Mi padre, siempre con su corbata y gorra revolucionaria, estilo Rafael, fue el prototipo de artista bohemio. Fue pintor, escultor, fotógrafo, químico, electricista, médium, inventor. Le dedicó años al estudio del movimiento. Hacia 1908 por un curiosa historia, desgraciadamente demasiado larga de contar, conoció el cine. Se decidió a darle una patada al pasado y empaparse de ese nuevo arte, convirtiéndose en “operador” (ahora se dice director de fotografía). Años después, entre un encuadre, un modelo y un puñado de hiposulfito yo llegué al mundo. Digamos que crecí envuelto en celuloide de cine. A los tres años jugaba con restos de cianuro de potasio, de los que me gustaba su color rojo rubí, y los alternaba con los gránulos blancos del hiposulfito sódico. A mi padre nunca se le pasó por la cabeza que yo corriera peligro de envenenamiento. Yo sabía que era veneno, así que no debería haberme manchado tanto los dedos con aquello. El cianuro y el hiposulfito hicieron una mezcla química que mi padre tuvo que eliminar frotándome las manos con un pañuelo mojado, frotando las emulsiones sobre la pila de la cocina y procurando que las gotas de residuos no acabaran en la ensalada. 
A aquellas experiencias mías en la bodega de mi padre –y digo “bodega” en el sentido que le daban los pintores del renacimiento-, debo mi sentido artesanal de hacer cine. Hicimos de todo y siempre pensando en el resultado obtenido más que el dinero que obtendríamos con todo ello. Las raíces de mi amor-odio por los trucaje propios del cine se remontan a aquel tiempo y a aquellas experiencias.
  



 ¿Pero cuando vino su prueba de fuego?

Yo también me convertí en operador e intervine en unas cincuenta películas, trabajando con muchísimos directores: Desde Franceso De Robertis –un verdadero genio; el verdadero inventor del neorrealismo- a Mario Soldati, otro genio, quizás demasiado erudito para hacer cine. Y muchos otros entre estos dos polos opuestos, también de los más mediocres (los más deficientes) se puede aprender mucho sobre lo que debes hacer y en especial sobre lo que nunca debes hacer. Pero ahora, pensándolo con perspectiva, creo que no aprendí esta última lección demasiado bien. De aquí pase a la dirección de largometrajes, más por una sucesión de acontecimientos que por iniciativa propia, y debuté en la realización con “La Máscara del Demonio” , adaptación de un cuento de Gogol que se llama “El Vij”. Naturalmente el genio de los guionistas, entre los que me incluyo –excesivamente creativos, quizás-, propició que de Gogol no quedara absolutamente nada en el film.
En todo caso la película tuvo un gran éxito en America y ahora estoy un poco obligado a debatirme entre vampiros, monstruos y brujas. ¡Yo! Que soy una persona templada y más bien miedosa, que no mataría ni a un simple mosquito debido al sagrado respeto que guardo por cualquier forma de vida, tengo que ser el barquero de un lago de sangre lleno de vampiros y muertos flotando (Risas).


¿Qué cosas han cambiado en el cine de terror actual? ¿Se realizan las películas de la misma forma que hace 10 años?

No, ciertamente no. Al igual que dentro de 10 años en el futuro no se realizarán como ahora y dentro de 20 no se harán igual que en los 10 anteriores. En todo caso, es curioso como el pasado más cercano nos hace reír, mientras que el pasado más remoto nos excita y nos conmueve.




 Usted ha rodado con actores como Barbara Steele, Barry Sullivan, Boris Karloff o Christopher Lee. ¿Cuál sería su favorito?

Recuerdo con afecto únicamente a Boris Karloff: un hombre dulce, sobrio, educado, modesto y bueno. Bueno hasta el punto de ser casi increíble.


¿Qué es lo que prefieren los aficionados al cine de terror de estos días?

No soy una agencia de publicidad, así que no tengo absolutamente ni idea de lo que quiere la gente. Y a veces las agencias de publicidad también se equivocan.


Por qué cree que los americanos y los franceses aprecian más su filmografía que sus compatriotas italianos?

¡Porque son más tontos que nosotros! (Risas)


Hablando de su último film “La casa del Exorcismo” (“La cassa dell´esorcismo”), rodado en España…

“La cassa dell´esorcismo” no es un film mío, aunque lleve mi firma. Es la típica situación, demasiado larga de explicar, en que un padre cornudo se encuentra con un hijo que no es suyo. Pero lleva su nombre, así que no puede hacer nada. 



¿Algún deseo para el futuro?

Un ataúd lleno de sangre en el que poder descansar en paz, pero del cual se me permita salir por las noches… ¡Para morder en el cuello a las películas que he hecho! (Risas).



NOTA AL PIE:  “La Casa del Exorcismo” es el nuevo montaje que se le realizó a “El Diablo se Lleva a los Muertos” (Lisa E Il Diabolo), un film de Bava estrenado en Italia en 1972 con Telly Savalas y Elke Sommer. Queriendo aprovechar la moda iniciada por “El Exorcista” de William Friedkin y deseosos de estrenar internacionalmente la película, los productores eliminaron 20 minutos del metraje de Bava y añadieron 15 nuevas escenas de posesiones, vómitos y blasfemias estilo Linda Blair a las que Bava se opuso. Al final se desentendió del nuevo montaje –que apareció firmado por Mickey Lion- y “The House Of Exorcism” llegó a estrenarse en America, con un lógico y enorme fracaso de crítica y público.]

martes, 7 de agosto de 2012

Arturo Pérez-Reverte - Tango




Llevo mucho tiempo acostándome temprano; pero esta noche vuelvo tarde a mi hotel de Buenos Aires. Mi editor argentino, Fernando Estévez, de quien me hice amigo hace años, en Montevideo, el día que fuimos al lugar exacto donde se hundió el Graf Spee, me ha tenido hasta las tantas de sobremesa en un restaurante; y el asado de tira y el vino tinto me salen por las orejas. Así que decido dar un paseo por esta ciudad que, a veces, según se la mire, aún se parece a la de siempre: la que descubrí en Blasco Ibáñez y después en los libros de Borges y Bioy Casares; la que conocí hace veintidós años cuando vine por primera vez camino de Tierra de Fuego, del cabo de Hornos, de las ballenas azules y de la Antártida, y que luego viví larga e intensamente durante la guerra de las Malvinas. Emilio Attili, el pianista melancólico, ya no toca en el bar del Sheraton, y el Bahía Buen Suceso, según me cuentan, lo hundieron los Harrier británicos en el canal de San Carlos. Por fortuna ya no hay siniestros Ford Falcon con faros apagados junto a las aceras, oliendo a Escuela de Mecánica de la Armada y a picana; pero siguen abiertos buenos bares en las esquinas adecuadas, la calle Corrientes no ha cambiado de nombre, y la pizzería Palermo y la librería anticuaria de Víctor Eizenman siguen en su sitio.
Al cruzar el vestíbulo del hotel me sorprende la música de un tango. Así que voy hasta la rotonda y allí, frente al bar, un pianista y un acompañante tocan "Sus ojos se cerraron", mientras una pareja de bailarines profesionales baila con esa perfección sublime que sólo dos argentinos son capaces de lograr. Él es joven, apuesto, de perfil latino, y viste de guapo porteño, con chaqueta estrecha, pañuelo blanco al cuello y sombrero ladeado. Sonríe todo el tiempo, mostrando una dentadura perfecta, resplandeciente, a lo canalla. Ella, delgada, más interesante que atractiva, con la falda del vestido abierta hasta el arranque del muslo, evoluciona precisa, impecable, alrededor de esa sonrisa.
Me siento a mirarlos y pido una ginebra con tónica. En las otras mesas hay gente: un par de turistas gringos, tipo Arkansas, que muestran su felicidad por presenciar, al fin, un genuino espectáculo flamenco; también algunos clientes del hotel y algunas parejas, matrimonios de cierta edad que parecen argentinos. Uno de esos matrimonios está sentado cerca de mí. Él, sesentón, tiene el pelo gris, va enchaquetado y encorbatado con mucha corrección; y ella lleva un vestido negro, discreto, que le sienta muy bien a sus cincuenta y tantos años muy largos. En ese momento termina la melodía y empieza otra nueva: "Por una cabeza". Y la pareja de bailarines se desenlaza; y ella por un lado y él por otro, se acercan a mis vecinos y los sacan a la pista. El hombre se mueve con elegancia, grave y serio, en brazos de la bailarina. Se nota que en sus tiempos tuvo, y retuvo. Pero lo que me llama la atención es la mujer: El bailarín se ha quitado el sombrero chulesco y mantiene la sonrisa blanca bajo el pelo negro, reluciente y engominado, mientras evoluciona con ella por la pista, al compás del tango, con una sincronía maravillosa. Es la primera vez que bailan juntos en su vida, por supuesto. Y resulta asombroso el modo en que la señora del vestido negro se adapta a la música y al movimiento de su acompañante; se pega a él y oscila de un lado a otro, manteniendo siempre una dignidad, un señorío admirable. Consciente de eso, el bailarín se ciñe a ella, respetando su manera de estar. Es alta, todavía hermosa de aspecto, y se nota que fue muy guapa y que aún lo sabe ser. Pero su atractivo proviene del modo de bailar, de la gracia madura e insinuante con que se mueve por la pista; con que evoluciona al compás de la música, lenta y majestuosa, segura de sí. Desafiante sin estridencias, ni necesidad de pregonarlo a los cuatro vientos. He aquí, dice toda ella, una señora y una hembra.
Al fin cesa la música, y el público aplaude. Y mientras el caballero se despide muy correcto de la bailarina y enciende un cigarrillo, el bailarín, con su pelo engominado y la sonrisa canalla, acompaña a la señora hasta su silla e, inclinándose, le besa la mano. Y ella sonríe calladamente, sin mirarnos a ninguno de los que tenemos los ojos fijos en ella, y que en ese instante daríamos el alma por ser capaces de bailar un tango con sus cincuenta y tantos años largos de clase y de silencio. Un silencio viejo y sabio, de mujer eterna. Uno de esos silencios que poseen la clave de todo cuanto el hombre ignora.


El Semanal, 17 Octubre 1999



En Con ánimo de ofender