domingo, 30 de junio de 2013

Elías Canetti: El clamor de los ciegos


Trato de relatar algo y apenas enmudezco me doy cuenta de que aún no he dicho nada. Algo maravillosamente luminoso y denso permanece aún en mí y obstruye la palabra. ¿Es acaso la lengua, que no entiendo, y que paulatinamente debo interpretar en mi interior? Había acontecimientos, imágenes, sonidos, cuyo sentido de entrada radica en uno mismo, que fueron no tanto tomados, sino reducidos a palabras, y que más allá de las palabras, son aún más profundos y plenos de sentido que ellas mismas. Sueño en un hombre que olvida las lenguas de la Tierra hasta no comprender cuanto se dice en ninguna de ellas. ¿Qué hay en el lenguaje? ¿Qué esconde? ¿Qué le sustrae a uno? Traté de aprender, durante las semanas que pasé en Marruecos, no tanto árabe como también una de las lenguas beréberes. No quería perder ni un ápice de la fuerza de esas extrañas voces. Quería sentirme tan afectado por esos sonidos heterogéneos como en realidad se merecen, y no flaquear por un conocimiento deficiente y superficial. No había leído nada sobre el país. Sus lugares me resultaban tan ajenos como sus gentes. Lo poco que a lo largo de una vida le llega a uno por los aires, de cada país y cada pueblo, se pierde en las primeras horas. Pero permanecía la palabra «Alá», que no podía eludir de ninguna manera. Por lo que atañe a los viejos, una parte de mi experiencia me predisponía hacia ellos, la parte más cotidiana, emotiva y persistente. Viajando lo toleramos todo, los prejuicios quedan en casa. Se observa, se escucha, se siente uno fascinado ante lo más atroz porque es nuevo. Los buenos viajeros son despiadados. Cuando el pasado año, tras cincuenta años de ausencia, me acercaba a Viena, pasé por el Blindemarkt, un lugar cuya existencia nunca hubiera sospechado con anterioridad. El nombre me hirió como un látigo, y jamás me ha abandonado desde entonces. Ese año, cuando llegué a Marrakesh, me encontré repentinamente entre los ciegos. Eran cientos, incontables, la mayoría mendigos, un grupo de ellos, unas veces ocho, otras diez, podía verse en el mercado formando una apretada fila, y cuya ronca y eternamente reiterada letanía era audible a lo lejos. Me situé frente a ellos, igualmente inmóvil, y no muy seguro de si percibían mi presencia. Cada uno de ellos sostenía frente a sí un plato de madera, y cuando una moneda caía en uno de éstos, pasaba de mano en mano, y cada cual la palpaba, la probaba, hasta que uno, cuya función parecía ser esa, se la embolsaba finalmente. Se sentía en común, al igual que se murmuraba y se clamaba en común. Todos los ciegos pedían en nombre de Dios, y mediante la limosna podía obtenerse de Él algún favor. Empezaban con Dios, terminaban con Dios y repetían su nombre diez mil veces al día. Todas sus letanías contenían su nombre de varias formas, pero la letanía a la que se aferraban desde un principio permanecía inalterable. Son arabescos acústicos en torno a Dios, pero mucho más expresivos que ópticos. La mayoría confiaban únicamente en su nombre, y sólo a éste clamaban. Hay en ello una obstinación terrible; se me presentaba Dios como un muro al que acometiesen siempre por el mismo lugar. Pienso que los mendigos se mantienen mejor gracias a sus fórmulas que a lo mendigado. La repetición de la misma letanía caracterizaba al vocero. Se le queda a uno grabado, llega a conocérsele, está siempre ahí; expresa una concreta identidad precisa al igual que su letanía. No sabremos nada más de él, cuida de protegerse, la letanía también es su frontera. En un lugar semejante él es exactamente eso; lo que vocea, ni más ni menos; un mendigo ciego. Pero la letanía también es una multiplicación, cuya rápida y regular repetición hace de ella un conjunto. Se da en ello una particular capacidad de postulación: reclama para muchos y acopia para todos. «¡Piensa en todos los mendigos, piensa en todos los mendigos! Dios te bendice por todos los mendigos a los que des.» Quiere decir todo esto que los pobres entrarán quinientos años antes que los ricos en el Paraíso. Mediante limosnas se enajena a los pobres algo del Paraíso. Si alguien ha muerto, «se le acompaña a pie, rápidamente, hasta la tumba, con o sin vociferantes plañideras, para que el muerto alcance pronto la gloria. Los ciegos cantan el credo». Cuando volví de Marruecos me hinqué con los ojos cerrados y de rodillas en un rincón de mi habitación e intenté repetir durante media hora larga, a la velocidad precisa, y con la fuerza adecuada «¡Alá!, ¡Alá!, ¡Alá!», procuré imaginarme el continuar repitiendo lo mismo durante todo un día y buena parte de la noche, y comenzar de nuevo tras un breve descanso; seguir así durante días y semanas, meses y años; volverme más y más viejo y seguir viviendo así, y aferrado tenazmente a esta clase de vida, tornarme furibundo cuando algo me estorbase en ella, y no desear otra cosa sino perseverar absolutamente en ello. Comprendí la seducción que se esconde en una vida que todo lo reduce a la forma más simple de repetición. ¿Cuánta o qué escasa variación había en la labor de los artesanos que vi trabajar en sus pequeños recintos? ¿Y en el regateo de los comerciantes? ¿Y en los pasos de los danzarines? ¿Y en las incontables tazas de té de menta, que toman aquí todos los huéspedes? ¿Cuánta variedad hay en el dinero? ¿Cuánta en el hambre? Comprendí así qué eran en realidad esos ciegos mendigos: los santos de la repetición. Está excluido de sus vidas casi todo aquello que en nosotros evita todavía la repetición. Existe el lugar concreto, en el que se acurrucan o se colocan. Existe la invariable letanía. Existe el limitado número de monedas al que pueden aspirar, tres o cuatro unidades diferentes. También existen los donantes, que son diversos, pero los ciegos no los ven y en su plegaria procuran que también ellos sean iguales.


En Las voces de Marrakesh, (1967)
Título original: Die Stímmen van Marrakesch
Presentación y traducción: José-Francisco Yvars
Valencia, Pre-textos, 1996

Roberto Bolaño - El bibliotecario valiente


Empezó como poeta. Admiraba la literatura expresionista alemana (aprendió francés por obligación y alemán por algo que podríamos llamar amor, y lo aprendió sin maestros, solo, como se aprenden las cosas importantes), pero posiblemente nunca leyó a Hans Henny Jahn. En las fotos de los años veinte podemos verlo con un gesto envarado y triste, un joven cuyo cuerpo casi sin aristas parece tender hacia la redondez, hacia la suavidad. Practicó la costumbre de la amistad y fue fiel, sus primeros amigos, en Suiza y en Mallorca, pervivieron en su memoria con el fervor de la adolescencia o de la memoria sin culpa de la adolescencia. Y tuvo suerte: frecuentó a Cansinos-Assens y descubrió, para siempre, una visión inédita de España. Pero volvió a su país y encontró la posibilidad de un destino. Un destino soñado por él mismo en un país soñado por él mismo. En las inmensidades americanas imaginó el valor y su sombra, la soledad inmaculada de los valientes, el día que se ajusta a la vida como un guante. Y volvió a tener suerte: conoció a Macedonio Fernández y a Ricardo Güiraldes y a Xul Solar, que valían más que la mayoría de los intelectuales españoles que había frecuentado, o eso pensaba él, y pocas veces se equivocó. Su hermana, sin embargo, se casó con un poeta español. Eran los años del Imperio argentino, cuando todo parecía al alcance de la mano y Buenos Aires podía autodenominarse la Chicago del hemisferio sur sin enrojecer acto seguido de vergüenza. Y la Chicago del hemisferio sur tuvo su Carl Sandburg (poeta, por cierto, que él admiró), y se llamó Roberto Arlt. El tiempo los ha juntado y los ha vuelto a separar para siempre. Pero entonces uno de los dos se sumergió en el vértigo y el otro en la búsqueda de la palabra. Del vértigo de Arlt nació la utopía en su estado más demencial: una historia de pistoleros tristes que prefiguraba, del mismo modo que Abaddón el extermínador, de Sabato, el horror que mucho tiempo después se cerniría sobre la república y sobre el continente. De la búsqueda de la palabra, por el contrario, surgió la paciencia y una modesta certidumbre en la felicidad de la literatura. Boedo y Florida fueron los nombres de ambos grupos, el primero designa un barrio popular, el segundo una calle céntrica, y hoy ambos nombres marchan juntos hacia el olvido. Arlt, Gombrowicz (aquella cena que nadie recuerda); pudo haber sido amigo de ellos y no lo fue. De ese diálogo inexistente hoy queda un gran hueco que también es parte de nuestra literatura. Por supuesto, Arlt murió joven, después de una vida agitada y llena de privaciones. Y fue básicamente un prosista. El no. El era poeta, y muy bueno, y escribía ensayos, y sólo bien entrado en la treintena se puso a escribir narraciones. Hay quien dice que lo hizo ante la imposibilidad de convertirse en el poeta más grande de la lengua española. Estaba Neruda, a quien nunca quiso, y la sombra de Vallejo, cuya lectura no frecuentó. Estaba Huidobro, que fue amigo y luego enemigo de su triste e inevitable cuñado español, y Oliverio Girondo, a quien siempre consideró superficial, y luego venía García Lorca, de quien dijo que era un andaluz profesional, y Juan Ramón, de quien se reía, y Cernuda, al que apenas prestó atención. En realidad, sólo estaba Neruda. Estaba Whitman, estaba Neruda y estaba la épica. Aquello que él creía amar, aquello que más amaba. Y entonces se puso a escribir una historia en donde la épica sólo es el reverso de la miseria, en donde la ironía y el humor y unos pocos y esforzados seres humanos a la deriva ocupan el lugar que antes ocupara la épica. El libro es deudor de los Retratos reales e imaginarios, que escribiera su amigo y maestro Alfonso Reyes, y a través del libro del mexicano, de las Vidas imaginarias, de Schwob, a quien ambos querían. Muchos años después, cuando él ya era el más grande y estaba ciego, visitó la biblioteca de Reyes, en México DF, oficialmente bautizada como "Capilla alfonsina" y no pudo evitar comentar la reacción que ante tal despropósito tendrían los argentinos si a la casa de Lugones se la llamara "Capilla leopoldina". Ese no poder evitar un comentario, su permanente disposición para el diálogo, siempre lo perdió ante los imbéciles. Dijo que su primera lectura del Quijote la hizo en inglés y que ya nunca más le pareció tan bueno como entonces. Se rasgaron las vestiduras los críticos españoles de capa y espada. Y olvidaron que las páginas más certeras sobre el Quijote no las escribió Unamuno, ni la caterva de casposos que siguieron a Unamuno, como el lamentable Ramiro de Maeztu, sino él. Después de su libro sobre piratas y otros forajidos, escribió dos libros de relatos que probablemente son los dos mejores libros de relatos escritos en español en el siglo XX. El primero aparece en 1941, el segundo en 1949. A partir de ese momento nuestra literatura cambia para siempre. Escribe entonces libros de poesía estrictamente memorables que pasan inadvertidos entre su propia gloria de cuentista fantástico y la ingente masa de musos y musas. Varios, sin embargo, son sus méritos: una escritura clara, una lectura de Whitman, acaso la única que aún se mantiene en pie, un diálogo y un monólogo ante la historia, una aproximación honesta al English verse. Y nos da clases de literatura que nadie escucha. Y lecciones de humor que todos creen comprender y que nadie entiende. En los últimos días de su vida pidió perdón y confesó que le gustaba viajar. Admiraba el valor y la inteligencia.

domingo, 23 de junio de 2013

Fritz Lang por Mary Morr (1964, París)




Me precisaron que durante los 11 años que había pasado en Estados Unidos, había adquirido un gran conocimiento de los problemas de dicho país, que era un atento observador de los acontecimientos sociales y políticos y un liberal en su pensamiento político. Añadieron que era autoritario, egoísta y cruel. [...] Le telefoneé al hotel Beverly Wilshire. Me respondió que le encantaría hablar conmigo, que incluso podíamos cenar juntos. El Beverly Wilshire, uno de los hoteles más selectos de la región, era único por su ambiente digno y apacible. La gente con la que me cruzaba por los pasillos y en el ascensor llevaban ropa sin duda cara. Cuando llamé a su puerta, me abrió el propio Fritz Lang, con un monóculo en el ojo. [...] Hablaba con seriedad y me sorprendió un poco. Durante la hora siguiente, mi Martini y su café fueron como el símbolo del conflicto subyacente de nuestra conversación sin orden ni concierto. Más tarde, durante la cena, me hizo saber sin querer que su rechazo a beber se debía más bien a una orden del médico. Sin duda había algo de verdad en la primera explicación pero sospecho que su idea había sido dramatizar la situación entre nosotros, lo que debía divertirle. Por otro lado, esto nos llevó a su tema favorito. -“Ese instante que se nos escapa. Esa es mi obsesión”, me dijo Lang. “Para cada uno de nosotros ese instante existe, un momento de debilidad en el que uno puede equivocarse. Es una ley inevitable en la vida”. Se levantó, soñador. Le observé. Se había quitado la chaqueta y llevaba una camisa de seda a cuadros de un azul muy suave. Se pasó una mano por el pecho, como para sentir el tacto de la seda. -¿Ve usted?, por eso dedico tan a menudo mis películas a los asesinos. Me interesan mucho. Es tan fácil en uno de esos instantes convertirse en un criminal. Estoy convencido de que si uno da el primer paso, los abismos se abren y el segundo paso se vuelve inevitable. Ya conoce el dicho: dale al diablo la mano y te cogerá el brazo. Los criminales son aquellos que se han dejado engañar. No los condeno, trato únicamente de comprenderlos, de saber por qué han caído en la trampa. -¿Cree usted que es posible determinar de qué sufre nuestro sistema social examinando los casos de nuestros criminales? -Seguramente, y deseo que la gente aprenda a ver mejor las causas reales del crimen. Leo mucho la prensa ya que uno encuentra un montón de cosas interesantes sobre el crimen. Por desgracia, no podemos mencionar en nuestras películas muchos tipos de asesinatos. A continuación, hablamos durante un momento de un crimen reciente cometido en Los ángeles. Un hombre había llevado a una joven a una habitación de hotel y la había cortado en pedazos con un cuchillo. Poco después, repitió exactamente el mismo crimen. A mi alrededor, la gente sentía demasiada repugnancia para tener ganas de informar más sobre el caso. En cambio, Lang devoró todos los periódicos que hablaban de ello y contactó con periodistas para obtener esas informaciones que, por lo general, nos negamos a publicar. Entre otras cosas, descubrió que el asesino había sufrido durante su infancia diversas dificultades. [...] -Me esmero en informarme de cómo son exactamente las personas que muestro en mis películas. En cada una de ellas revelo signos de su debilidad y, al mismo tiempo, de su fuerza. La gente repite los mismos errores durante toda su vida. Es algo completamente lógico y que se puede observar muy a menudo, en especial entre los criminales. Cuando un asesino se despierta -A menudo pienso en el estado de ánimo que debe tener un asesino que se despierta un día y se da cuenta de que sus víctimas no volverán a vivir. El instinto, el odio, la envidia han desaparecido, para dejar paso a una terrible desesperanza, la certeza de que en un día o dos le cogerán. Durante cierto tiempo, sabrá concentrarse bastante bien para evitar a aquellos que lo buscan pero, tarde o temprano, inevitablemente conocerá ese instante que se nos escapa. Por ejemplo, se traicionará a sí mismo al dar rienda suelta a su pasión por la buena comida. La policía, que conoce su debilidad, vigila todos los restaurantes de la ciudad. Se detuvo de nuevo, pasó la lengua por sus labios y prosiguió: -El resto de su vida tan sólo esperará su cita con la silla eléctrica. Le pregunté si tenía dificultades para obtener que los estudios le dejaran realizar películas serias. En vez de responder directamente a mi pregunta, me dijo: -Desde que estoy en Estados Unidos trato de expresar, mediante el cine, lo que pienso de los nazis. Debo poseer una especie de conciencia social y tener algo que decir. Por ejemplo, considero que algunos tipos de guión deben ser rechazados hoy. Así, sin duda no es el momento de pretender que existen alemanes buenos. [...] -Pero usted era uno de los directores europeos más célebres... -Escuche, querida: Hitler tomó el poder. Y una noche, Goebbels, ministro de Propaganda, me convocó para pedirme que dirigiera lo que sería la industria cinematográfica nazi. Hice como si estuviera encantado, pero unas horas más tarde, con todos los papeles en orden, me metí en un tren y me marché de Alemania hacia Francia. Dejé abandonada mi fortuna, mi colección de libros y de cuadros. Tuve que volver a empezar de cero. No fue fácil pero finalmente fue positivo. En aquel momento, había llegado, mi corazón y mi mente se habían cubierto de grasa. Demasiado éxito es malo para el hombre. En su biblioteca ¿Supuso un problema cambiar de idioma? -Lo es, aunque descubro una gran belleza en esta lengua que hablo tan mal. En especial cuando se trata de ideas, me resulta imposible expresarme con exactitud y me cansa tener que buscar siempre la verdadera expresión. Cuando ruedo una película, al final de una jornada de trabajo estoy agotado y mi lengua no logra articular convenientemente. Por la noche, vuelvo a mi casa y leo para relajarme. Pero me espera de nuevo el trabajo porque debo constantemente tener el diccionario a mano. Leo cada día cinco o seis periódicos, las tiras cómicas, PM y los diarios republicanos. [...] -En su opinión, ¿qué ideas y qué temas deben ser dramatizados? -Deberíamos realizar películas que hicieran reflexionar a la gente sobre la unidad de los aliados, sobre el paralelismo existente entre la historia de Estados Unidos y lo que ocurre actualmente en Europa o sobre lo que fue la guerra en Saipán. Pero todo esto es tan difícil. Siempre me pregunto si se puede hablar con seriedad de estas cosas y al mismo tiempo volverlas sensibles para el gran público. El cine es el arte del pueblo y yo estoy al lado del pueblo. -Entonces, ¿por qué no hace películas que aborden problemas actuales? -En Hollywood es difícil encontrar gente que te apoye cuando quieres innovar. De todos modos, no puedes pasarte la vida predicando. “Sí”, dije, “pero si Fritz Lang no se opone a las tradiciones de Hollywood, ¿quién lo hará? La gente que sigue su cine lo espera de usted”. -Quiero vivir honradamente y me niego a contribuir a ninguna forma de fascismo. “Apuesto a que usted no tiene alma de cruzado”, le dije. -Un cruzado actúa hasta que es abatido por su adversario. Por mi parte, quiero vivir el mayor tiempo posible. Quería discutir, pero me di cuenta de que toda la amabilidad había desaparecido de su rostro. Así pues, abandoné y sugerí ir a cenar. Una vez fuera, subimos a un coche y nos dirigimos hacia The Players, célebre establecimiento cuyo propietario era Preston Sturges. Encendí la radio y pudimos escuchar una vieja melodía sentimental y pasada de moda. Pasamos a hablar de lo que ocultan palabras como “sentimental” o “romántico”. Y, con toda naturalidad, abordó el tema del amor. Recuerdo sus palabras: -Todo el mundo busca el amor, algo que no conocemos todavía. Uno cree por fin sentirlo delante de alguien y, claro está, se miente a sí mismo. Uno intenta convencerse, por vanidad. La mayor confusión reside en el sexo. Es un juego que crea la ilusión del amor para combatir la ociosidad y el aburrimiento. Sus ideas sobre las mujeres “Ustedes, con sus maneras continentales, representan una amenaza”, le dije. -¡Al contrario! Y rompió a reír. Darling, pretenden que nosotros, los europeos, comprendemos mejor a las mujeres que los estadounidenses. Si no están haciendo el amor, los hombres de su país prefieren la compañía de otros hombres, mientras que el europeo disfruta en compañía de mujeres. Pero veamos las cosas de frente: no creo que un solo hombre comprenda realmente a las mujeres. Un día, un escritor muy conocido me habló de Joan Bennett: me gusta mucho Joan, pero no me siento a gusto con ella. Es tan hembra, 100% hembra. Darling, la mujer es un terreno inexplorado, extraño para los hombres inteligentes, salvo cuando hacen el amor. “¿No está usted casado?”, pregunté. -“Hace tiempo”, respondió. Sabía que en Alemania estuvo casado con una mujer que escribía guiones para sus películas, Thea von Harbou. Le pregunté qué había ocurrido. -El caso trivial de dos individuos que evolucionan cada uno por su lado. Al principio, nos interesábamos por las mismas cosas, la cultura alemana, los libros, la música. Mi ángel, es muy frecuente que todo coincida perfectamente al principio. Pero la vida es cambiante y nos cambia. ¿Ha creído alguna vez seriamente que el amor puede durar? [...] Ya estábamos en el restaurante. Nos indicaron cuál era nuestra mesa y ¡qué mesa! Gary Cooper estaba a nuestra izquierda y Humphrey Bogart y Lauren Bacall a nuestra derecha. Bogart se sentó con nosotros unos momentos, deseoso sin duda de contarme algunas de esos chistes sobre el tonto del pueblo con las que él y Bacall me aturdieron unas semanas atrás cuando los visité en el estudio. Cuando Bogart volvió a sentarse con Bacall, pedí a Fritz Lang que me dijera por qué se había ganado esa fama de maniaco. -Querida, soy el monstruo de Hollywood. Un hombre demoníaco. Deje mi leyenda intacta. Nos pusimos a reír con ganas. Se volvía sofisticado pero adivinaba que en él había otros sentimientos. Le pedí que volviera a ponerse serio. -Creo conocer mi oficio. Tengo unas fuertes convicciones y sé exactamente lo que quiero, sobre cualquier tema. Es una forma de sabiduría, darling, que a la gente no le gusta. Es así. Es cierto que soy más difícil que otros directores. Me siento decepcionado o engañado muy a menudo, y ocurre porque sé con toda precisión por adelantado cómo debe ser cada línea del guión, la interpretación de los actores, la calidad arquitectónica de la película, cada movimiento de cámara. Durante semanas, trabajo, establezco los planos y tomo notas sobre todo lo que quiero hacer. Si, por cualquier motivo, no puedo realizar un movimiento de cámara como lo deseo, es un verdadero sufrimiento físico. Es mi razón de vivir: el trabajo. Sé que rechazo los compromisos y la gente murmura a mi espalda. Nunca he tenido la intención de no ser amable con la gente. No se obtiene nada sin amabilidad. Por supuesto, sé que he cometido muchos errores en este sentido y que he pisado a bastante gente. En Europa, no me imaginaba en absoluto todo lo que podía suponer un rodaje en Hollywood. Cuando ruedo una escena, no me gusta pararme hasta que la he terminado. Pero los actores estadounidenses tienen grandes principios respecto a la necesidad de comer a unas horas regulares. Cuando volvíamos en coche hacia su hotel, Fritz Lang me dijo que estaba preocupado. -No consigo descansar, me ocurre cada noche. Enciendo la lámpara de mi mesilla y abro un libro cualquiera. Cada día debo hablar sin parar, pesar y acumular las ideas. En el estudio, ya no reconozco a la gente u olvido sus nombres. Me falla la memoria y temo que la gente no lo admita. Le digo que es la mejor forma de lograr una fama de vanidoso. -¿Pero cómo puedo encontrar tiempo para vivir? Mi trabajo ocupa todo mi tiempo. Le respondí que esa era una declaración curiosa de parte de alguien que hablaba tan bien del amor. Llegamos al hotel de Lang. -Acabo de comprar una mansión y en cuanto me instalen el teléfono, me mudaré con mis perros. Tengo algunos cuadros de valor y una biblioteca de unos cinco o seis mil libros. He gastado mucho dinero para ofrecerme la máxima comodidad. Le pregunté por qué, tras 11 años en una ciudad célebre por sus mujeres bonitas, no estaba todavía casado. -Darling, ¿cree usted realmente que sería un buen marido?

Pablo Picasso por Brassai (Gyula Halász 1899-1984)




Con Jaume Sabartés