miércoles, 21 de agosto de 2013

LA PERRA DEL JAZZ

 

"La perra del Jazz"
Confesión en formato vintage que narra la relación entre el poder y la psiquis esclavista a través de una aguda obsesión del animal a la tarea alienada. Mirada canina que interactúa con la sombra del sometimiento y la represión.

Miguel Ruibal: tres dibujos originales (Obras recibidas)

 A partir de un texto de Emile Cioran 
Carbonilla  y tinta china - 29,7 x 21 cm. - 2010



 Derivaciones no calculadas 
Apunte hecho en Munich  
Carbonilla y acuarelas - 29,6 x 21 cm. - 2011



Pier Paolo Pasolini – Reaparición poética de Roma 
Carbonilla y pasteles - 29,7 x 21 cm. - 2010

Jean Starobinski, "La espada de Ayax” (en Breve historia de la conciencia del cuerpo)


En el personaje de Ayax, hace Sófocles que intervengan sucesivamente, en el decurso de un solo día mortal, los dos estados contrapuestos del desvarío absoluto y de la extrema lucidez, de la fatalidad impuesta y la libre decisión de morir. Estados que pertenecen a momentos perfectamente diferenciados, cuya oposición, con tanta claridad subrayada, corre sin duda pareja con la intención de lograr el efecto trágico. De la rebelión al desvarío, del desvarío al reconocimiento de la deshonra, de este conocimiento humillante a la muerte voluntaria, va Sófocles acompasando con precisión asombrosa la sucesión, concatenación y diferencia de las actitudes pasionales: el lector moderno tiene la impresión de estar viendo desplegarse, en el curso temporal de la representación, los colores puros en los que se descompone la luz cegadora del suicidio. La obra da comienzo al término de una noche de sangre. Ayax ha destrozado el ganado, creyendo herir de muerte a los Atridas; se ha encerrado en su tienda, y allí está todavía, presa del delirio. Atenea, que ha empujado al héroe al desvarío, domina la escena. Ulises se ha acercado cautelosamentre paras "aclarar la verdad". La diosa le llama... Mas ningún espectador ignora los antecedentes: la muerte de Aquiles, sus armas destinadas al más valiente y la preferencia otorgada a Ulises en detrimento de Ayax. Y esto ya se presta a reflexión: ha desaparecido la gran figura heroica, aquella en quien se daba cumplimiento una perfección espontánea, una supremacía indivisa. El puesto está vacante. Ningún nuevo Aquiles podía reemplazar a este protagonista absoluto. Son tiempos nuevos -tiempos de los herederos- los que dan comienzo. Pero las armas codiciadas, herencia del guerrero muerto, preservan los vínculos con los tiempos precedentes (que eran los tiempos épicos). La ruda expedición aún no ha terminado, queda intacta la tarea: queda tomar Troya. La oposición de Ulises y de Ayax, herederos rivales, pone tal vez de manifiesto la escisión de lo que estaba aún unido en la persona de Aquiles: fuerza y reflexión. Desde el instante en que el asunto pasa a ser materia de debate, y la decisión se pone a votación, es de esperar el triunfo de la reflexión. Todo sufragio corona una obra de lenguaje. Y Ulises es aquél que sabe hablar y convencer, su habilidad está en el miramiento para con los dioses y los jefes: nada mejor para ganarse los favores. Los nuevos tiempos -tiempos del debate- delimitan mediante la palabra un campo clauso, gobernado por las reglas de la persuasión y de la autoridad verbal: la violencia deberá ser abandonada. El campo clauso de los tiempos anteriores era el campo de batalla, campo del encuentro armado, de la pelea aguerrida y del furor que las palabras no pueden detener. Los hombres no se niegan a entrar de nuevo en él, pero se han percatado de lo que así pueden perder. La Ilíada, poema guerrero, acaba antes de la muerte de Aquiles: pero sobre todo antes de la toma de Troya. Todo lo que puede la fuerza nos lo dice la Ilíada (y todo lo que pueden las súplicas contra la fuerza). Sabemos, definitivamente, que la captura final no se decidirá en campo abierto, en victoria regular. Para hacerse con la ciudad enemiga, hará falta utilizar astucia y reflexión. La conquista es obra de Ulises. El haber tomado acuerdo sobre las armas de Aquiles por mayoría de sufragios tiene valor de símbolo. La fuerza y sus instrumentos pasan a ser elemento subordinado. Las armas, instrumentos de violencia, son ciertamente los objetos más disputados; pero al ir a adjudicarlas, la palabra es la que zanja, y el cómputo de votos. El debate en torno a las armas, sin romper con los usos de una sociedad "feudal" y guerrera, prefigura la deliberación de la sociedad democrática. Ahora bien, la asamblea deliberante, compuesta por ciudadanos, requiere la obediencia de los jefes militares. Subordinación que no acepta Ayax precisamente. Él ha venido a combatir como aliado y como par, ligado tan sólo por la virtud del juramento. Es un jefe de guerra, que quiere depender sólo de él; le indispone toda autoridad que pretende dominarlo. No le debe atención alguna. El conoce su vigor sin igual. No tolera, pues, que nadie le suplante. ¿No resulta indignante que las armas gloriosas no sean otorgadas a quien con todo derecho se tiene como el hombre de armas por excelencia? Han elegido a Ulises: en lugar del "guerrero esforzado" han dado preferencia al taimado, al ingenioso, al que sabe manejar la palabra. La fuerza ha sido humillada. Ayax se ve desacreditado en todo su ser, que es un puro arrojo. Si de esta cualidad se le despoja, ninguna otra cosa le queda. La existencia de Ayax descansa en base exigua; los valores que admite y que respeta no son muchos, haciéndole así tanto más vulnerable. Para él sólo cuenta el honor, la lealtad, la energía intrépida. En todo lugar quiere ser un poder independiente. Declaró un día ser bastante fuerte como para vencer sin el auxilio de los dioses: era demasiado aventurarse en la convicción de omnipotencia. Ulises, en cambio, conocedor de los múltiples poderes de los que dependen los mortales, es el hombre de inexhaustos recursos. Ayax se mantiene, para ruina suya, como el hombre de una sola virtud ostentada con orgullo. No ha aceptado Ayax una votación que le frustra y que le ofende. Herido, malparado, no consentirá en doblegarse. Y de esta suerte se excluye de la comunidad definida por el respeto a la sentencia mayoritaria. Su gesto de rechazo le arroja a la soledad. No ser el primero es, para él, no verse ya valorado, y réplica negándose a reconocer la validez de la voz colectiva que le despoja de lo que es debido. Pero no se contenta, como Aquiles, con alejarse, negándose a prestar su ayuda. Violentamente se revuelve contra aquellos a los que, con su juramento, habíase aliado. El fraude del que a sus ojos se han hecho responsables le da plena libertad. La resolución está tomada: los tratará como enemigos, los hará perecer. Hela así, abandonada, aquella lealtad que fuera en el pasado complemento compensador de la fuerza. Roto el equilibrio. La fuerza ofendida se muda en violencia ofensiva. Para Ayax, semejante felonía no es incompatible con la idea que él se hace del honor personal. Reacción elemental en la que destaca el orgullo humillado. Aun a costa de parecer inoportuna la intrusión de conceptos psicológicos modernos en el terreno mítico, podríamos decir que el suicido de Ayax -como todo hara-kiri- constituye, al no poder dar muerte a los ofensores, la reparación triunfal que se procura el narcisismo humillado, la prueba de virilidad "fálica" que se obstina en dar ante los enemigos que antes le negarán tal virilidad. Prosiguiendo con el lenguaje contemporáneo: el dolor de no haber obtenido las armas equivale a una castración; y la muerte voluntaria a espada borra el insulto: es un acto que proclama, en la cima del arrojo, la integridad del vigor masculino. Reparemos en la siguiente observación; en el material legendario más antiguo tan sólo consta el despecho de Ayax y su desespero suicida. El rasgo político de la rebelión contra los jefes adquirió sin duda en Sófocles una importancia que la tradición anterior no le otorgaba. De este modo, el destino fatal del héroe expoliado se convierte por añadidura en el destino del traidor y del rebelde. Esta nueva dimensión, a ojos del espectador, arroja sobre Ayax una nueva culpa, estrechándose las mallas de la red en que se encuentra atrapado. No es que Ayax, en momento alguno, se siente culpable ante sus enemigos. Mas, tal como lo construye Sófocles, no es capaz de ver que la rebelión agrava su dependencia. Si detesta a los Atridas y planea darles muerte, señal es de que ante él no han dejado de ser los jefes supremos. Al revolverse contra ellos, se obstina en hacerles frente. En todo instante se cree visto por ellos: objeto de su risa burlona. En su rebeldía, no cuenta Ayax con aliado alguno. Nada ha dicho de sus planes a su hermanastro, el arquero Teucro: este se encuentra guerreando lejos. La independencia de Ayax se convierte en angosta soledad. Tiempo ha, y de forma reiterada, había rechazado la asistencia de los dioses. El honor de la proeza hubiérale parecido ínfimo, de haber aceptado el favor de una divinidad. Buscaba la victoria por sí solo, y para sí solo, sin solicitar el menor auxilio exterior. La certeza de ostentar en su brazo todas las prendas del éxito es la expresión misma del narcisismo del vigor que hace un instante comentábamos. De modo más acorde con el espíritu griego, diremos que es la expresión de la ausencia de miramiento para con las demás, ausencia de miramiento que tarde o temprano se expone al castigo. Quien pretende realizarse plenamente sin el otro (sin que venga un dios a socorrerle) puede que un día se vea despojado de todas sus conquistas, expoliado de su gloria, y condenado a verse reducido a la nada. Ayax se encuentra, pues, en estricta soledad, pues su presunción le ha llevado hasta la impiedad, y su sentido del honor hasta la rebeldía. Otros, al apartarse de los hombres, conservan, cuando menos, la tutela de un dios. No así Ayax: por propio impulso se ha arrojado a la exterioridad más completa. Al margen de humana alianza (la esposa y el hijo no difieren de él mismo), al margen del respeto a los dioses, habita en una sola fuerza, que lo es todo para él. Para decirlo con una imagen espacial: Aquiles, para manifestar su cólera, habíase contentado con hacer campo aparte y encerrarse. Ayax, cuya tienda se encuentra "al extremo de la fila de navíos" no es únicamente el que se sitúa en el límite. Se sale resueltamente de la comunidad de guerreros asociados. Salida de la que la tragedia de Sófocles hará ver las consecuencias fatales: quien cuenta sólo consigo mismo para vivir sin los dioses y en contra de los hombres se halla destinado a perecer; se adentra en la carrera del exceso y, echándose fuera del orden colectivo, termina ineludiblemente por echarse fuera de la vida. Ni aun para oponerse a una injusta decisión del grupo le está permitido al individuo excluirse de él y tratar de hacerse justicia a punta de espada. El oráculo de Calcas -anunciado ya demasiado tarde- predice literal y simbólicamente que Ayax morirá si sale en este día de la tienda. Acabamos de reconstruir los aspecto del carácter de Ayax, tal como a lo largo del texto de Sófocles se dan a conocer: tal debió ser el héroe que se convirtiera en el hombre de sus últimos actos; tales fueron las virtudes, más también las torpezas que le precipitaron en el exceso fatal.

Traducción: María Isabel Fontao.
Fuente: La posesión demoníaca.
En Tres estudios, Madrid, Taurus, 1974
Jean Starobinski: Ginebra, 1920

viernes, 16 de agosto de 2013

DISTANCIA


"Distancia" Relato surrealista sobre la psicosis de un hombre perseguido, las trampas de su visión y del subconsciente donde se plasman los rostros que transitan por infinitos reflejos. Poema homónimo, en una conversación de Julio Cortázar.

Sentencia contra Miguel Servet dictada por el Petit Counseil de Ginebra

Miguel Servet - Grabado de Sichem el Joven


Contra Miguel Servet del Reino de Aragón, en España: Porque su libro llama a la Trinidad demonio y monstruo de tres cabezas; porque contraría a las Escrituras decir que Jesús Cristo es un hijo de David; y por decir que el bautismo de los pequeños infantes es una obra de la brujería, y por muchos otros puntos y artículos y execrables blasfemias con las que el libro está así dirigido contra Dios y la sagrada doctrina evangélica, para seducir y defraudar a los pobres ignorantes.

Por estas y otras razones te condenamos, Miguel Servet, a que te aten y lleven al lugar de Champel, que allí te sujeten a una estaca y te quemen vivo, junto a tu libro manuscrito e impreso, hasta que tu cuerpo quede reducido a cenizas, y así termines tus días para que quedes como ejemplo para otros que quieran cometer lo mismo.



José Baron, Miguel Servet: Su vida y su obra, Austral, 1989
Véase

Pär Lagerkvist: El enano (Dvärgen) - Fragmento II


¡Qué vergüenza! ¡Qué deshonra! Jamás había sufrido ofensa igual a la que hoy se me ha infligido. Trataré de escribir lo que ha pasado, aunque preferiría olvidarlo.
El príncipe me había ordenado que fuera a buscar a maese Bernardo, que estaba trabajando en el refectorio de Santa Croce, pues el artista me necesitaba. Allá me dirigí, aunque me sentía vejado por verme tratado como un servidor de ese hombre tan altanero. Me recibió con extremada amabilidad y me contó que los enanos siempre le habían interesado mucho. Yo penséque todo tenía que interesarle a quien deseaba estar informado al mismo tiempo sobre las vísceras de Francesco y sobre los astros del firmamento. Pero sobre mí, el enano, no sabe nada, me dije para mí mismo. Después de otras frases tan amables como vacías, me dijo que quería hacer mi retrato. Al principio supuse que el príncipe se lo había encomendado y no podía dejar de sentirme halagado, pero, de todos modos, contesté que no quería posar.
-¿Por qué no? -me preguntó.
-Mi rostro me pertenece -le respondí con naturalidad.
La respuesta no le pareció rara, rió un poco, pero reconoció que no era absurda. -Aunque no haga el retrato -dijo-, un rostro pertenece a cualquiera que lo mire, es decir, a mucha gente.
Se trataba, simplemente, de un dibujo que mostraría cómo eran mis formas. Debía quitarme las ropas para que hiciera un estudio de mi cuerpo. Me sentí palidecer. No sé si estaba más enfurecido que atemorizado o más atemorizado que enfurecido, o si sentía ambas cosas a la vez, cólera y temor, y todo mi ser temblaba poseído por ambas emociones.
Él notó el intenso efecto que me producía su ofensa. Se puso a explicarme que no era una vergüenza ser enano ni el hecho de mostrarse tal como se es. Sentía siempre un profundo respeto ante la naturaleza, aun cuando ésta creara algo extraño y fuera de lo común. No, nada hay de humillante en mostrarse a los demás tal cual se es y nadie tiene la propiedad exclusiva de su yo.
-¡Yo sí! -grité loco de rabia-. ¡Usted no será dueño de sí mismo, pero yo sí!

Tomó mi reacción con mucha calma, y siguió observándome con una curiosidad tan intensa, que mi exasperación aumentó. Luego dijo que tenía que empezar, y se me aproximó.
-¡No soportaré ningún abuso con mi cuerpo! -grité fuera de mí.
Pero él no se incomodó, y, comprendiendo que no me quitaría las ropas de buen grado, hizo ademán de desvestirme él mismo. Conseguí sacar mi puñal de la vaina y pareció sorprendido al verlo brillar en mi mano. Me lo quitó y lo puso prudentemente a cierta distancia.
-Creo que eres peligroso -dijo, mirándome con aire intrigado, mientras me sentía objeto de esa burla.
En seguida comenzó a quitarme las ropas, descubriendo desvergonzadamente mi cuerpo. Yo me resistía y luchaba encarnizadamente, pero todo en vano porque era más fuerte que yo. Cuando hubo terminado su innoble tarea me colocó sobre una especie de estrado que se encontraba en medio de la pieza. Allí permanecí desnudo, desarmado, enloquecido de rabia. Y, a pocos pasos de mí, estaba él en tren de estudiarme y de observar mi deformidad con una despiadada frialdad. Yo estaba completamente librado al cinismo de su mirada que se apoderaba de mi indefensa persona como si le perteneciera. Estar así expuesto a los ojos de otro hombre me pareció un rebajamiento tan profundo que aún siento la vergüenza de haberlo soportado. Recuerdo siempre el ruido de su lápiz de plata sobre el papel; quizá fuera el mismo con que habría dibujado las cabezas de los criminales colgados ante las puertas del castillo, y tantas otras cosas abominables. Su mirada se había transformado, era penetrante como la punta .de un cuchillo, se diría que me traspasaba. Jamás he odiado tanto a los hombres como durante esa hora espantosa. Mi odio era tan intenso que temía desmayarme y a ratos todo se ensombrecía ante mis ojos. ¿Hay algo más vil que seres como ése, ni más dignos de ser odiados?
Justamente frente a mí, sobre el muro lateral, veía su gran cuadro del que se afirma que será su obra maestra. Estaba apenas comenzado, pero me parecía que representaba la Cena, el convite de amor de Cristo en medio de sus discípulos. Yo miraba como un loco esa gente de rostros puros y solemnes que se creían en el séptimo cielo porque rodeaban a su Señor, el hombre de la aureola sobrenatural. Con alegría pensaba que muy pronto éste iba a ser prendido, que Judas, agazapado, en un rincón, no tardaría en traicionarlo. ¡Él todavía es amado y honrado, pensaba, todavía se sienta a su mesa de amor... mientras que yo permanezco en mi vergüenza! ¡Pero su hora vendrá! Pronto dejará de estar sentado entre los suyos y será clavado sobre la cruz, solitario, traicionado por ellos. Y estará allí tan desnudo como yo, igualmente escarnecido. Expuesto a las miradas de todos, burlado e injuriado. ¿Por qué no? ¿Por qué no habría de ser tratado lo mismo que yo? Siempre ha estado rodeado de amor, alimentado de amor..., mientras que yo me alimentaba de odio. El odio ha sido mi alimento desde mi primer instante; he absorbido su savia amarga; he descansado sobre un seno materno lleno de hiel, mientras que a él lo alimentaba la dulce madonna, la más dulce, la más tierna de todas las mujeres, y bebía la leche más deliciosa que haya gustado jamás. Un ser humano. Allí está, sentado, inocente y bondadoso, sin imaginar que haya quien lo odie o quiera hacerle daño. ¿Por qué no? ¿Por qué a él no? Se cree amado por todos los hombres de la tierra por haber sido engendrado por su padre celestial. ¡Qué ingenuidad! ¡Qué infantil ignorancia! Por eso, precisamente, no lo aman. A la humanidad no le agrada ser dominada por Dios.
Yo lo miraba todavía cuando, librado de mi posición espantosamente ultrajante, me detuve un instante junto a la puerta de esa habitación infernal en la que había sido víctima de la más profunda humillación. "¡Pronto serás vendido por algunos escudos a las nobles y sublimes gentes -pensé-, lo mismo que yo!"
Y lleno de rabia, di un portazo sobre él y sobre su gran maestro Bernardo que, absorto en la contemplación de su obra tan apreciada, parecía haberse olvidado ya de mi existencia después de haberme hecho sufrir tan crueles tormentos.

Prefiero no acordarme de mi visita a Santa Croce, pero hay algo que no puedo olvidar. Mientras me vestía no pude dejar de ver algunos dibujos, diseminados por todas partes, que representaban los seres más extraños; monstruos que nadie ha visto y que tampoco pueden existir. Eran algo entre hombre y bestia, mujeres con grandes alas de murciélago extendidas entre sus dedos largos y velludos; hombres con rostro de lagarto y piernas y cuerpo de sapo; otros con cabeza de buitre y con garras en vez de manos, que saltaban como demonios; algunos que no eran ni hombres ni mujeres y parecían monstruos marinos con ondulantes tentáculos y ojos fríos y perversos como los de los hombres. Me sentía fascinado por esas imágenes espantosas cuyo recuerdo me persigue todavía. ¿Cómo puede su imaginación ocuparse de semejantes monstruos? ¿Por qué evoca esas repelentes figuras de pesadilla? ¿Responderá eso a una necesidad interior que le hace sentirse atraído por lo que justamente no existe en la naturaleza? No sé.
¿Cómo un ser bien equilibrado puede concebir cosas tan horribles y complacerse en ellas? Cuando se mira su rostro altanero, del que puede decirse que es a un mismo tiempo digno y refinado, no es posible pensar que sea el autor de esas imágenes, Y, sin embargo, así es. Semejante contraste inclina a la reflexión. Como todas las casas que ha creado, esos seres siniestros también deben estar dentro de él.
Tampoco puedo olvidar la expresión que tenía mientras hacía mi retrato. Parecía transformado en otro ser distinto, con una mirada hiriente y helada, y una cara cruel que le daba un aire demoníaco. No es, pues, tal como quisiera parecer. En eso se asemeja a los demás hombres.
Es inconcebible que pueda ser el mismo individuo que ha pintado el Cristo que allí está sentado, tan luminoso y puro, presidiendo esa cena de amor.

 
Diego Velázquez 
El enano Sebastián de Morra 1645 Museo del Prado

Miguel Briante - Sol remoto


Acabo de arrojar la caja al fondo del barranco. Percibo, aún, corno un eco, su ruido metálico al chocar, allá abajo. He vuelto a la casa y ya no me queda más que rondar por ella, esperando vanamente encontrarlo en cada recodo del corredor, en cada puerta, o sentarme en la oscuridad a repensar los hechos, a atar y desatar las imágenes, gastadas por el incesante (e inútil) empeño de ser recuperadas con exactitud. Sólo hay fugaces, amontonados momentos apenas perceptibles. Ningún símbolo premonitorio puedo hallar antes: nada. Todo se empeña en partir desde su aparición en mi vida (aunque ahora sé que hubo un antes tan intangible que no llegó a habitar mis recuerdos), desde esa noche, cuando llegó a la pensión y pidió una pieza.
No había mucha luz, y lo primero que me sorprendió fue su voz: profunda, penetrante. Pregunté su nombre y dijo que no lo recordaba, que tal vez nunca lo había tenido. En ese instante algún objeto dejó de hacer sombra y vi su cara: era un borrón, una nube indefinible. Tuve miedo; presentí algo monstruoso. Pregunté la edad y dijo que no tenía; describió una escena: un parto silencioso, en la noche, justo en el límite de un día indefinido, cuando las agujas permanecían estáticamente en las doce. Después dijo que tenía conciencia de lo extraño de su voz, de lo difuso de su rostro. Dijo que estaba solo y que sobre él tenía que cumplirse algo; desde hacía mucho tiempo buscaba a la persona que debía ayudarlo. Yo contestaba cosas, temía aún pero algo más fuerte me obligaba a indagar su historia. No sé si me lo pidió, pero me uní a él: atada por un inasible horror (algo como la sombra del horror) no pude dejar de seguirlo, de alentarlo en la búsqueda, y sentir que todo iba acercándonos.
Hasta que llegamos a esta quinta. Arriba, allá, hay una cúpula, una especie de observatorio. La primera vez recorrimos la casa juntos. Recuerdo, todavía, que en los corredores su voz se hacía aún más precisa, más penetrante. Recuerdo, también, que al subir las escaleras su ropa (porque nunca pude ver su cuerpo) temblaba. Se apresuraba en los escalones, ansioso. Y yo quería que él tuviera rostro y lo imaginaba sonriendo mientras lo veía tender la mano hacia la pequeña puerta de hierro que da a la cúpula, al fin de la escalera. Recuerdo que entramos, que después de abrir la puerta saltó adentro como si hubiera reconocido algo, que miró hacia arriba (hacia las estrellas), que se quedó quieto un instante: cuando se volvió hacia mí, fugazmente, vertiginosamente, el borrón se convirtió en un rostro hermosísimo, irrecordable, que se desvaneció en seguida. Tuve, lo sé, miedo. Como si la costumbre adquirida en días y días de mirar su cara borrosa se anulara de golpe, creando otra vez el horror del primer instante. Después bajamos las escaleras y pasó el tiempo y yo no volví a subir a la cúpula. El, en cambio, pasaba allí casi todo su tiempo. A veces, sólo a veces, me hablaba, anunciándome algo oscuro. Una vez nombró una caja en la que había encontrado muchas cosas. Me dijo, también, que de noche escudriñaba las estrellas; que miraba, sobre todo, la luz de un sol remoto. Agregó, esa vez, otra, no recuerdo, que ya creía haberlo hallado todo, que ya estaba cumpliéndose su verdadero destino. Sí, eso fue una tarde, mientras miraba el jardín; después no volví a verlo durante mucho tiempo, semanas, creo. Sólo oía su voz, de tanto en tanto, al subir la escalera y acercarme a la puerta de hierro, temerosamente, preguntándole algo. Recuerdo (fue hasta hace muy poco) que yo pasaba las noches en la escalera, y también los días, confundiéndolo todo, envejeciendo visiblemente, sabiendo que de un momento a otro podía necesitarme. Y sentía, de golpe, que lo que me unía a él era más exacto, que la atracción era más definida y monstruosa. Impulsada por algo inexpresable (la sombra del horror convertida en sombra de otra cosa, tal vez) imaginaba incesantemente su cuerpo difuso, su rostro. Ese rostro fugaz y hermoso que había reemplazado, bajo las estrellas, a la nube oscura.
Anoche, con voz más rara que siempre, me llamó. Entré: sobre la mesa, bajo el techo abovedado de la cúpula, se amontonaban libros, cálculos, aparatos extraños, mapas de las constelaciones. Arriba, por sobre la penumbra (y eso lo sentí de pronto), las estrellas, el sol remoto controlaban todo. Entonces fue cuando dijo aquello, antes, muy poco antes de que sucediera lo otro. Tengo que morir, dijo. Tengo que morir porque ya encontré mi verdad: ya sé que todo estaba dirigido hacia esa bóveda, hacia esta vigilancia lejana. Hay un extraño impulso, un mandato que pesa sobre mí y me ordena todo esto, decía, lo recuerdo, y en la penumbra se acercaba a mí, o yo me acercaba a él, y nos estábamos juntando, mientras él continuaba hablando, lentamente, mientras acaso tardábamos en llegar uno a otro porque la bóveda se agrandaba o yo también caminaba despacio, mientras la atracción distinta que había sentido en la escalera crecía aún más, y él venía, y hablaba de los astros pronunciando palabras que yo nunca había escuchado, mentando a una raza extraña de hombres ligados a soles remotos, de existencias atadas por hilos infinitos, diciendo que cada ser de la tierra estaba unido al destino de una estrella particular en el universo inacabable y que existía una raza innombrada de hombres que nacían sin rostros, como él, porque sus vidas pertenecían a estrellas que se habían extinguido muchos millones de años atrás pero cuyas luces se siguen percibiendo desde la tierra: una raza de hombres-sombras mezclados a los de rostro concreto, destinada a nacer así, solitaria, a buscar la verdad incansablemente, para morir al comprender que eran fantasmas. Y ahora estábamos juntos, ahora yo intuía que mi existencia era una parte de su camino, que de algún modo yo también pertenecía a esa raza. Su rostro volvía a ser por un instante luminoso, para apagarse pronto, mientras yo apretaba su cuerpo, algo muy raro, impreciso, y caíamos como si él se hubiera concretado para eso, rodábamos y él estaba en mí mucho más que siempre y yo estaba unida a él; una realidad, que en mi imaginación había sido morbosa, era más cercana. Mientras arriba estaba, sobre todo, una estrella que brillaba, crecía. Y él, junto al jadeo, decía casi tiernamente que la caja, que guardara todo en la caja y lo tirara al fondo del barranco. Mientras yo me iba durmiendo y al despertar él estaba muerto.
Y ahora temo enfrentar algún espejo, en los corredores, porque sé que ya no tengo cara. Y tengo miedo porque pronto, en el límite de un día, con un parto silencioso nacerá de mí una sombra: un hijo extraño que perderé pronto, que saldrá al mundo con su rostro y su voz apagados. Hasta que en algún lugar encuentre la mujer y una búsqueda incansable le permita dar con el barranco, encontrar la caja con los libros y los extraños aparatos y los mapas, y pase quizá en esa misma bóveda las noches en vela, prisionero de una luz fantasma, hasta comprender la verdad, hasta llamar a su mujer, hasta cumplir el incesante rito.


En Las hamacas voladoras y otros cuentos

FRAGMENTOS FANTÁSTICOS

"Fragmentos Fantásticos" Cortometraje fragmentado en interrogantes planteados por el poeta Miguel Ángel Bustos donde habitan pasajes de sueños y situaciones delirantes en torno a lo rutinario mostrando diferentes estadios autodestructivos de la conducta humana.

jueves, 15 de agosto de 2013

LAS FOTOGRAFÍAS DE ALLEN GINSBERG

He visto las mejores mentes de mi generación

Tomadas entre 1953 y 1963 y, en una segunda etapa, desde 1983 hasta su muerte, las fotos de Allen Ginsberg capturan a los protagonistas y escenarios de la generación beat en la intimidad, con cierta desnudez, con la confianza de la amistad. Retratos de amigos, colegas y amantes, la colección que desde hace dos años se presenta en salas de Europa y Estados Unidos cuenta con más de 75 mil imágenes: muchas de ellas fueron catalogadas y sobreescritas por el propio Ginsberg, que les agregó breves anotaciones manuscritas a los originales, pequeños recuerdos y reflexiones. Ahora, parte de la colección se presenta en el Museo Judío Contemporáneo de San Francisco donde a mediados del mes que viene, se celebrará el Ginsberg Festival, en honor a su legado.

 Hoy, como nunca, los archivos fotográficos resurgen, se los descubre como tesoros ocultos tras el avance desaforado de nuevas tecnologías, son rescatados como la huella documental de muchos artistas múltiples. Las Polaroid del cineasta Andrei Tarkovsky, las composiciones visuales de Lou Reed y las instantáneas del actor Dennis Hopper son sólo algunos de los ejemplos de esta tendencia. El último rescate, y uno de los más notables, es el de las fotografías del gran poeta norteamericano Allen Ginsberg, que tomó primero entre 1953 y 1963 –primer período, que finalizó bruscamente– y luego en los años ’80, cuando fotografió a algunos de sus amigos que aún estaban vivos y les agregó epígrafes personales a los viejos negativos.
Una de las primeras fotografías de Ginsberg es de William Burroughs, recién llegado de Sudamérica; en otra, Gregory Corso está sentado en la ventana de su ático, en París. Burroughs, Kerouac, autorretratos: cada imagen afirma la relación personal con el retratado. El círculo social de Ginsberg era amplio e interesante, y él deambulaba por diversos mundos –cenaba con Marcel Duchamp o tomaba un café con Man Ray–. Pero su ojo fotográfico priorizó lo doméstico. Fotografió a algunos integrantes de su familia de origen, a muchos músicos y actores, pero principalmente a los escritores de su camada, esos hermanos de camino, manteniendo con cada uno un diálogo visual cómplice. Gregory Corso, Paul Bowles, Lawrence Ferlinghetti y Peter Orlovsky: sus rostros se repiten en las fotos de Ginsberg con diversos escenarios y edades.
Aunque su romance con la fotografía abarcó toda su vida, recién en 1953 el poeta consiguió una cámara usada, por 13 dólares, y comenzó a retratar a sus amigos. Los fotografió en la intimidad de sus encuentros durante casi una década y en pleno auge de su producción como artistas. Se subía a las terrazas de Manhattan, entraba en el Beat Hotel del Barrio Latino de París, comenzaba a recorrer San Francisco, visitaba Tánger y recorría las playas de Japón mientras seguía el impulso de probar una y otra vez su Kodak Retina, uno de los primeros modelos de esa serie de cámaras 35mm hechas en Alemania.
Luego de un largo viaje a la India, aquella máquina se perdió y Ginsberg dejó de tomar fotos. Pero veinte años después, el poeta se reencontró con sus imágenes en la biblioteca de la Universidad de Columbia. Al verlas en perspectiva, entendió que era buen material y se contactó entonces con un viejo conocido: el legendario fotógrafo Robert Frank, autor de Los americanos, con quien había compartido un curso de la Escuela de Fotografía Camera Obscura en Israel. Después de ese curso se hicieron amigos e incluso filmaron juntos un corto, Pull the Daisy, una suerte de manifiesto audiovisual de la generación beat.
Frank le recomendó ponerse en contacto con Berenice Abbott y tomando ese consejo Ginsberg viajó hasta Maine, donde Abbott vivía, para conocerla.
Abbott le sugirió agregar anotaciones manuscritas sobre las copias originales de aquellas primeras tomas: comentarios y relatos que ponían en contextos aquellos testimonios visuales. La fotógrafa también lo animó a retomar la actividad y él le hizo caso comprando otra cámara de segunda mano, ésta vez una Rolleiflex 2 ¼ pulgadas, para volver al ruedo. Antes, durante y después de ese momento de mayor concentración en la fotografía –los últimos 15 años de su vida, entre 1983 y 1997– usó varios equipos: una Leica M3, una M6 y una Olympus de bolsillo, entre otras.
Al momento, la National Gallery of Art de Washington, la sala Lytleton del National Theatre de Londres y la galería de arte de la Universidad de Nueva York ya expusieron el trabajo de Ginsberg. La Mapplethorpe Foundation colaboró con la itinerancia de la muestra, que hoy recala, hasta septiembre, en el Museo Judío Contemporáneo de San Francisco. En cada curatoría variaron la cantidad de imágenes y se acompañó la puesta con manuscritos originales, poemas tipografiados y primeras ediciones de Ginsberg y otros escritores de su tiempo. Su propia producción alcanzó una cifra difícil de afirmar, pero del material guardado se cuentan casi 75 mil fotos.
Ginsberg creía que cualquier gesto, hecho conscientemente, puede ser una obra de arte. De ese rescate emotivo nacen estas imágenes que él mismo consideraba más aptas para un público celestial que para uno terrenal, lo que –en su opinión– encerraba el verdadero encanto de sus retratos. En su texto Cosmopolitan Greetings, Ginsberg sostiene que el sujeto se conoce por lo que ve y es en sus fotografías que esta observación vívida parece ser un código compartido con aquellos que eran vistos por él, sin pose. Sus fotografías conservan esa reciprocidad: en estas imágenes, Ginsberg también es mirado por aquellos a quienes ve.


 
William S. Burroughs muy serio, ojos de amante triste, luz de la tarde en la ventana, la tapa de la recién publicada Junkie en las sombras sobre su hombro derecho y barrilete japonés sobre el viejo empapelado de su departamento con agua caliente del Lower East Side. Había vuelto de Sudamérica y México para quedarse conmigo y editar el manuscrito de Queer y The Yage Letters. New York, otoño de 1953.


 
Jack Kerouac paseando por la calle 71 Este después de visitar a Burroughs, pasando frente a la estatua del congresista Samuel “Sunset” Cox, en la plaza Tompkins, yendo hacia la esquina de la Avenida A, en el Lower East Side. Está haciendo una cara de loco de Dostoievski, un Om be bop ruso mientras camina por el barrio. Entonces estaba con Los subterráneos, lápices y anotador en el bolsillo de la camisa de lana, otoño de 1953, Manhattan.e


 
Gregory Corso, en su ático de la rue 9 París, ángel de madera colgado en la pared de la derecha, la ventana daba a un patio y del otro lado estaba el Sena, a media cuadra de St. Chapelle. Gasoline está lista en City Lights, en el ático preparó “Marriage”, “Power”, “Army”, “Police”, “Hair” y “Bomb” para el libro Happy Birthday of Death. Henri Michaux visitaba, le gustaba el fraseo de niño loco de Corso. Burroughs vino desde Tánger a vivir en el edificio, un piso más abajo, dándole forma al manuscrito de El almuerzo desnudo. Peter Orlovsky y yo teníamos ventana a la calle dos pisos más abajo, una habitación con una cocina de dos hornallas, comíamos juntos con frecuencia, el alquiler era de treinta dólares por mes. Yo empecé Kaddish y Peter su Frist Poem.

Georg Trakl - Canción del solitario


 A Karl Borromaus Heinrich

Pleno de armonías es el vuelo de las aves. Los verdes bosques.
se han reunido al atardecer en cabañas silenciosas;
las praderas cristalinas del ciervo.
Lo oscuro atenúa el murmullo del arroyo, las húmedas sombras

y las flores del estío, que suenan bellas al viento.
Ya anochece sobre la frente del hombre pensativo.

Y alumbra una lamparilla, lo bueno, en su corazón,
y la paz de la cena; porque benditos son pan y vino
por las manos de Dios, y te contempla desde ojos nocturnos
silencioso el hermano, que pueda descansar del peregrinaje espinoso.
Oh, vivir en el azul animado de la noche.

Amoroso abraza también el silencio en el cuarto las sombras de los antepasados,
los tormentos purpúreos, queja de una magna estirpe,
que piadosamente se extingue ahora en el nieto solitario.
Porque siempre más resplandeciente despierta de los negros minutos de la locura
el paciente en el umbral de piedra;
y lo abrazan poderosamente la frescura azul y el luminoso fin del otoño,

la casa silenciosa y las leyendas del bosque,
medida y norma y las sendas lunares de los solitarios.



Gesang des Abgeschiedenen

Voll Harmonien ist der Flug der Vögel. Es haben die grünen Wälder
Am Abend sich zu stilleren Hütten versammelt;
Die kristallenen Weiden des Rehs.

Dunkles besänftigt das Plätschern des Bachs, die feuchten Schatten
Und die Blumen des Sommers, die schön im Winde läuten.
Schon dämmert die Stirne dem sinnenden Menschen.

Und es leuchtet ein Lämpchen, das Gute, in seinem Herzen
Und der Frieden des Mahls; denn geheiligt ist Brot und Wein
Von Gottes Händen, und es schaut aus nächtigen Augen
Stille dich der Bruder an, daß er ruhe von dorniger Wanderschaft.

O das Wohnen in der beseelten Bläue der Nacht.
Liebend auch umfängt das Schweigen im Zimmer die Schatten der Alten,
Die purpurnen Martern, Klage eines großen Geschlechts,
Das fromm nun hingeht im einsamen Enkel.

Denn strahlender immer erwacht aus schwarzen Minuten des Wahnsinns
Der Duldende an versteinerter Schwelle
Und es umfangt ihn gewaltig die kühle Bläue und die leuchtende Neige des Herbstes,
Das stille Haus und die Sagen des Waldes,
Maß und Gesetz und die mondenen Pfade der Abgeschiedenen.


En Poemas
Traducción de: Rodolfo Modern