sábado, 19 de mayo de 2012

Macedonio Fernández - Versión genérica en palabras de la verbalización correspondiente al estado de "espera en la esquina" de lo que no llegó



 

Cuando el Diablo estaba haciéndoles lados del revés a las cosas; desconcertando la concordancia entre los ojales de la camisa y los del puño a colocar; enseñándoles a los techos a lloverse y al llavero a quedarse en el pantalón que uno se cambió; dando uñas a las suegras sin yerno; creando la permanente gota de lluvia del baño qué cae en nuestro cuello cuando nos inclinamos sobre la bañadera para lavar las manos; haciendo que los trompos no quieran bailar sino delante de nosotros de modo que cuando al lanzarlos se enreda el hilo en la púa del trompo nos da en la frente; haciendo enredos incontables con el hilo desovillado para el barrilete, con el cordón de la línea de pescar y la lana de tejer; poniendo el sol bajo y de frente a los que se dedican a la pesca; editando esos diarios de ochenta páginas esgrimiendo los cuales con gran bulla, enarbolándole las hojas, no encontramos dos que se sigan y detrás de ellos la familia no nos encuentra para llamarnos a almorzar; inventando los guantes y los laderos de la cama que no sirven más que para su lado; ese grillo que se entra en la pieza y cuyo gotero de canto nos olvidamos cerrar al acostarnos, y esa canilla que quedó abierta y parece que el agua no cesará de extenderse en toda la casa; esa cabeza de fósforo que estalló entre nuestra uña y nuestra yema; la corbata que no corre dentro del cuello doblado mientras nuestra novia ha llegado y está sola con nuestro primo en el vestíbulo; esa algazara de gatos en el techo que no nos deja oír una trifulca de perros en la vereda; la llave que se quedó entrampada en la cerradura; el chico ahijado que viene a visitarnos cuando no había quedado en la casa más que la joven mucama; los dos sobres listos con dirección puesta para las cartas que metemos en el sobre que no es.
Cuando el Diablo hizo llegar al otro lado los agujeros de mantel...
Cuando el Diablo...


En Continuación de la nada

Milan Kundera: Kitsch y vulgaridad





La palabra «kitsch» nació en Munich a mediados del siglo XIX y designa los desechos almibarados del gran siglo romántico. Pero tal vez Hermann Broch, que veía la relación del romanticismo y del kitsch en proporciones cuantitativamente inversas, se acercara más a la verdad: según él, el estilo dominante del siglo XIX (en Alemania y en Europa central) era el kitsch, por encima del cual destacaban, como fenómenos excepcionales, algunas grandes obras románticas. Los que conocieron la tiranía secular del kitsch (la tiranía de los tenores de ópera) sienten una irritación muy particular contra el velo rosado arrojado sobre lo real, contra la exhibición impúdica del corazón incesantemente emocionado, contra el «pan sobre el que habrían vertido perfume» (Musil); desde hace tiempo, el kitsch se ha convertido en un concepto muy preciso en Europa central, donde representa el mal estético supremo.
No sospecho que los franceses modernos hayan cedido a la tentación del sentimentalismo y de la pompa, pero, faltos de una larga experiencia del kitsch, la aversión hipersensible contra él no tuvo ocasión entre ellos de nacer y desarrollarse. Hasta 1960, cien años después de su aparición en Alemania, no se empleó esta palabra en Francia por primera vez; en 1966, el traductor francés de los ensayos de Broch y luego, en 1974, el de los textos de Hannah Arendt se ven obligados a traducir la palabra «kitsch» por «arte de pacotilla», lo cual hace incomprensible la reflexión de sus autores.
Releo Lucien Leuwen, de Stendhal, las conversaciones mundanas en los salones; me detengo en las palabras clave que captan distintas actitudes de los participantes: vanidad; vulgaridad; esprit («ese ácido vitriólico que lo corroe todo»); ridículo; cortesía («cortesía infinita y sentimiento nulo»); bien-pensante. Y me pregunto: ¿cuál es la palabra que expresa al máximo esa reprobación estética que la noción de kitsch expresa para mí? Al fin la encuentro; es la palabra «vulgar», «vulgaridad». «Monsieur Du Poirier era de la más extrema vulgaridad y parecía orgulloso de sus modales barriobajeros y familiares; así es como se enfanga el cerdo, con una especie de voluptuosidad insolente para el espectador...»
El desprecio por lo vulgar habitaba los salones de antaño al igual que los de hoy. Recordemos la etimología: vulgar viene de vulgus, pueblo; es vulgar lo que gusta al pueblo; un demócrata, un hombre de izquierdas, un luchador por los derechos del hombre está obligado a amar al pueblo; pero es libre de despreciarlo altivamente en todo aquello que le parece vulgar.
Albert Camus se sentía muy incómodo entre los intelectuales parisienses tras el anatema político que Sartre arrojó contra él, y tras el Premio Nobel, que le acarreó celos y odio. Me cuentan que lo que más le hería eran los comentarios que le atribuían vulgaridad: los orígenes pobres; la madre iletrada; la condición de pied-noir simpatizante de otros pieds-noirs, gentes de «modales tan familiares» (tan «barriobajeros»); el diletantismo filosófico de sus ensayos; y así en adelante. Al leer los artículos en los que tuvo lugar este linchamiento, me detengo en estas palabras: Camus es «un campesino endomingado, (...) un hombre de pueblo que, enguantado y sin quitarse el sombrero, entra por primera vez en un salón. Los demás invitados se vuelven, saben de quién se trata». La metáfora es elocuente: no sólo no sabía lo que había que pensar (hablaba mal del progreso y simpatizaba con los franceses de Argelia), sino que, aún más grave, se portaba mal en los salones (en el sentido propio y figurado); era vulgar.
No hay en Francia una reprobación estética más severa. Es una reprobación a veces justificada, pero que atañe también a los mejores: a Rabelais. Y a Flaubert. «El carácter principal de La educación sentimental», escribe Barbey d'Aurevilly, «es ante todo la vulgaridad. A nuestro juicio, en el mundo hay ya demasiadas almas vulgares, espíritus vulgares, cosas vulgares, para que se incremente aún más la aplastante proliferación de esas asquerosas vulgaridades.»
Recuerdo las primeras semanas de mi emigración. Una vez condenado unánimemente el estalinismo, todo el mundo estaba preparado para comprender la tragedia que representaba para mi país la ocupación rusa, y me veía rodeado del aura de una respetable tristeza. Recuerdo estar sentado en un bar frente a un intelectual parisiense que me había apoyado y ayudado mucho. Era nuestro primer encuentro en París y, en el aire por encima de nosotros, planearon grandes palabras: persecución, gulag, libertad, destierro del país natal, coraje, resistencia, totalitarismo, terror policial. Queriendo ahuyentar el kitsch de esos espectros solemnes, empecé a explicar que el hecho de estar perseguido, de tener micrófonos de la policía en casa, nos había enseñado el delicioso arte de la mistificación. Uno de mis amigos y yo habíamos intercambiado nuestros nombres y nuestros apartamentos; él, un gran mujeriego, soberanamente indiferente a los micrófonos, había realizado sus mayores hazañas en mi estudio. Teniendo en cuenta que el momento más difícil de cualquier historia amorosa es la separación, mi emigración le vino a él a pedir de boca. Un día, las señoritas y damas se encontraron cerrado el apartamento, sin mi nombre, mientras yo enviaba desde París, con mi firma, postales de despedida a siete mujeres a las que nunca había visto.
Quería divertir a aquel hombre, que me caía bien, pero su rostro se fue ensombreciendo hasta que me dijo, y fue como la cuchilla de una guillotina: «Esto no me hace ninguna gracia».
Seguimos siendo amigos sin jamás querernos. El recuerdo de nuestro primer encuentro me sirve de clave para comprender nuestro largo e inconfesado malentendido: lo que nos separaba era el choque de dos actitudes estéticas: el hombre alérgico al kitsch topaba con el hombre alérgico a la vulgaridad.


En El telón, Segunda parte "Die Weltliteratur"
Trad. Betariz de Moura
Barcelona, Tusquets, 2005