viernes, 30 de noviembre de 2012

Dylan Thomas - Después de la feria



Ya estaba cerrada la feria, habían apagado las luces de los tenderetes de coco y los caballitos de madera, inmóviles en la obscuridad, aguardaban las músicas y el zumbido de maquinaria que volviera de nuevo a hacerlos trotar. En las casetas, las lamparillas de nafta se habían ido difuminando una a una y sobre cada uno de los tableros de juegos habían ido echando las fundas de lona. Todo el gentío había vuelto a sus casas y ya sólo quedaban lucecitas en los ventanucos de los carromatos.

Nadie había reparado en aquella niña. A un lado del tiovivo, vestida de negro, escuchaba el último hilillo de pasos ya lejanos que se marcaban en el serrín mientras agonizaba un ligero murmullo de silenciosas despedidas. Y entonces, sola ella en medio de aquel desierto de perfiles de caballitos y humildes barquitos fantásticos, se puso a buscar un lugar donde dormir. Aquí y allí, levantando las lonas que parecían mortajas cubriendo los tenderetes, se abría paso entre la obscuridad. Le asustaban los ratones que correteaban por los tablamentos repletos de desperdicios y el mismo latir de las lonas que el aire hacía bambolearse como un velamen. Ahora se había escondido junto a los tiovivos. Se coló en uno de ellos y con el crujido de los pasos repiquetearon las campanitas que los caballos llevaban colgadas al cuello. No se atrevió a respirar hasta que no se reanudó el tranquilo silencio y la obscuridad no se hubo olvidado del ruido. En todas las góndolas, en todos los puestos buscaba con los ojos un lecho. Pero no había un solo lugar en toda la feria donde pudiera echarse a dormir. Un sitio porque era demasiado silencioso, otro porque los ratones andaban allí. En el puesto del astrólogo había un montoncito de paja, se arrodilló a su costado y al extender la mano sintió que tocaba una mano de niño.

No, no había un solo lugar. Se dirigió lentamente hacia los carromatos que se habían estacionado más lejos del centro de la feria y descubrió que sólo en dos de ellos había luces. Agarró con fuerza su bolsa vacía y se quedó a la espera mientras elegía uno en que molestar. Por fin se decidió a llamar a la ventana de uno pequeño y decrépito que tenía al lado. Empinada de puntillas, ojeó su interior. Delante de una cocinilla, tostando una rebanada de pan, estaba sentado el hombre más gordo que ella había visto nunca. Dio tres golpecitos con los nudillos en el cristal y luego se escondió en las sombras. Oyó que el hombre salía hasta los escalones y preguntaba: «¿quién?, ¿quién?», pero no se atrevió a responder. «¿Quién? ¿Quién?», repitió.

La voz de aquel hombre, tan fina como grueso su cuerpo, le hizo reír. 
Y él, al descubrir la risa, se volvió hacia donde la obscuridad la ocultaba. «Primero llamas –dijo–, luego te escondes y después te ríes, ¿eh?»
La niña apareció entonces en un círculo de luz sabiendo que ya no hacía falta seguir escondida.
–Una niña –dijo–. Anda, entra y sacúdete los pies.
Ni siquiera la esperó; ya se había vuelto a retirar al carromato y ella no tuvo otro remedio que seguirle, subir los escalones y meterse en aquel desordenado cuartucho. El hombre había vuelto a sentarse y seguía tostándose la misma rebanada de pan.
–¿Estás ahí? –preguntó, porque ahora le daba la espalda.
–¿Cierro la puerta? –preguntó la niña.
Y la cerró sin esperar respuesta.
Se sentó en un camastro y le observó tostar el pan.
–Yo sé tostar el pan mejor que tú –dijo la niña.
–No lo dudo –dijo el Gordo.
Vio cómo colocaba en un plato un trozo carbonizado y cómo, en seguida, ponía otro frente al fuego, que se quemó inmediatamente.
–Déjame tostártelo –dijo ella.
Y él le alargó con torpeza el tenedor y la barra entera.
–Córtalo –dijo–, tuéstalo y cómetelo.
Ella se sentó en la silla.
–Mira cómo me has hundido la cama –dijo el Gordo–, ¿quién eres tú para hundirme la cama?
–Me llamo Annie –le dijo.
En seguida todo el pan estuvo tostado y untado de mantequilla, y la niña lo dispuso en dos platos y acercó dos sillas a la mesa.
–Yo me voy a comer lo mío en la cama –dijo el Gordo–. Tú tómatelo aquí.
Cuando acabaron de cenar, él apartó su silla y se puso a contemplarla desde el otro extremo de la mesa.
–Yo soy el Gordo –dijo–. Soy de Treorchy. El adivinador de al lado es de Aberdare.
–Yo no soy de la feria –dijo la niña–, vengo de Cardiff.
–Esa es una ciudad grande –asintió el Gordo.
Y le preguntó que por qué andaba por allí.
–Por dinero –dijo Annie.
Y luego él le contó cosas de la feria, los sitios por donde había andado y la gente que había conocido. Le dijo los años que tenía, lo que pensaba, cómo se llamaban sus hermanos y cómo le gustaría ponerle a su hijo. Le enseñó una postal del puerto de Boston y un retrato de su madre que era levantadora de pesos. Y le contó cómo era el verano en Irlanda.
–Yo he sido siempre gordo –dijo–– y ahora ya soy el Gordo. Como soy tan gordo nadie me quiere tocar.
Y le contó que en Sicilia y por el Mediterráneo había una ola de calor. Ella le habló del niño que había en el puesto del Astrólogo.
–Eso son las estrellas otra vez –dijo él.
–Ese niño se va a morir –dijo Annie.
El abrió la puerta y salió a la obscuridad. Ella no se movió, se quedó mirando a su alrededor pensando que a lo mejor él se había ido a buscar un policía. Sería una fatalidad volver a ser cogida por la policía. Al otro lado de la puerta abierta, la noche se veía inhóspita y ella acercó la silla a la cocina.
–Mejor que me cojan caliente –dijo.
Por el ruido supo que el Gordo se acercaba y se puso a temblar. Subió los escalones como una montaña andarina y ella apretó las manos por debajo de su delgado pecho. Pudo ver, aun en la obscuridad, que el Gordo sonreía.
–Mira lo que han hecho las estrellas –dijo, y traía en los brazos al niño del Astrólogo.
Ella lo acunó y el niño lloriqueaba en su regazo mientras la niña contaba el miedo que había pasado después que se hubo ido.
–¿Y qué iba a hacer yo con un policía?
Ella le contó que un policía la estaba buscando.
–¿Y qué has hecho tú para que te ande buscando la policía?
Ella no contestó y tan sólo se llevó al niño al pecho estéril. Y él vio lo delgadita que estaba.
–Tienes que comer, Cardiff –dijo.
Y entonces se echó a llorar el niño. De un gemidito pasó el llanto a convertirse en una tormenta de desesperación. La niña lo movía pero nada lograba aliviarlo.
–¡Para, para! –dijo el Gordo, pero el llanto se hizo mayor.
Annie lo sofocaba con besitos, pero el aullido persistía.
–Tenemos que hacer algo –dijo ella.
–Cántale una canción de cuna.
Así lo hizo, pero al niño no le gustaba.
–Sólo podemos hacer una cosa –dijo–, tenemos que llevarl hasta el tiovivo.
Y con el niño abrazado al cuello, bajó precipitadamente las escaleras del carromato y corrió por entre la feria desierta con el Gordo jadeante a sus talones.
Entre los tenderetes y puestos llegaron hasta el centro de la feria donde se alzaban los caballitos del tiovivo y se subió a una de las monturas.
–Pónlo en marcha –dijo ella.

Desde lejos podía oírse al Gordo dando vueltas al manubrio con que se echaba a andar aquel mecanismo que hacía galopar a los caballos el día entero. Y ella oía bien el salmodiante respiro de las máquinas. Al pie de los caballitos, las tablas se estremecían en un crujido. La niña vio que el Gordo apalancaba una manivela y que venía a sentarse en la montura del más pequeño de todos los caballos. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, despacito al principio y ganando velocidad después, y el niño que llevaba al pecho la pequeña ahora ya no lloraba y batía las palmas. El airecillo nocturno le mesaba el cabello, la música le vibraba en los oídos. Los caballitos seguían dando vueltas y vueltas, y el trepidar de sus pezuñas acallaba los lamentos del viento nocturno.

Y así fue como empezaron a salir de sus carromatos las gentes y así los encontraron al Gordo y a la niña de negro que llevaba en los brazos un pequeño. En sus corceles mecánicos giraban al compás de una incesante música de órgano.




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