sábado, 14 de noviembre de 2009

Claude Lévi-Strauss




—Cuando usted estudiaba, el eurocentrismo impregnaba todos los discursos. Hoy el multiculturalismo y el mestizaje cultural son dominantes. ¿Qué impresión le produce esta evolución?

—Lo que llamamos pensamiento europeo, nuestra civilización, es el fruto del contacto entre los distintos pueblos y culturas del continente pero también de nuestros viajes. Europa siempre ha sido un continente mestizo, por emplear el mismo término. La gran diferencia que hemos visto en el siglo XX es la aceleración de la comunicación. Lo que antes necesitaba semanas o meses de barco ahora se recorre en unas pocas horas. El mestizaje, la fusión, necesita tiempo, madurar, pero la extraordinaria aceleración del siglo XX no deja tiempo para asimilar las influencias del otro.

—¿El famoso mestizaje es una ideología que encubre otra forma de colonialismo?


—Lo dice usted, pero no voy a desmentirlo. Su pregunta pone el dedo en una contradicción fundamental. No todo lo que se inscribe, por ejemplo, en el largo inventario del 'patrimonio de la humanidad' se hace por razones puras. La preocupación por los ingresos derivados del flujo turístico juega un gran papel en el comportamiento de los Estados.

—La perspectiva de dictar filosofía, cada año el mismo programa, le incitó hace 70 años a irse a San Pablo...

—De San Pablo se decía entonces que era una ciudad peligrosa porque podían darte cita en una esquina que no existía cuando tú llegabas, pero que ya estaba edificada cuando acudía la persona que te había citado. Era la posibilidad de ver crecer una ciudad ante mis ojos, de asistir en cuestión de pocos años, meses y semanas a ese proceso que en Europa había llevado años. En 1935 había una compañía inglesa de ferrocarril que estaba tendiendo una línea nueva en el estado de Paraná y creaba una ciudad nueva cada 25 o 30 kilómetros. La primera tenía entonces unos 2.000 habitantes y hace poco me invitaron a su cincuentenario y tiene un millón. La segunda ciudad tenía unos pocos centenares de habitantes, la tercera tres decenas y la que entonces era la última del trazado, un solo habitante, un francés aventurero.

—Su primer viaje al interior, su encuentro con los bororos, es el fruto de una expedición en tiempo de vacaciones.


—Sí. Se trataba de una sociedad cuya cultura material estaba intacta, en la que seguía existiendo un arte de la pluma extraordinario, una sociedad con una organización social compleja y rica.

—¿Cuándo sacó conclusiones de las expediciones?

—Lo que de verdad era o podía ser la etnología lo aprendí más tarde, a principios de la década de los cuarenta, en la Biblioteca Pública de Nueva York, después de haber escapado de la Francia de Petain. Ahí, leyendo, completé mi formación de etnólogo. Sin la ocupación alemana mi destino hubiera podido ser otro. Tras el armisticio, yo quería volver a Brasil pero no me dieron visado.

—Usted ha bromeado diciendo que había descubierto el estructuralismo antes de leer...

—Es mi madre la que contaba que me había dado cuenta yendo al boulanger (panadero) y al boucher (carnicero) que las primeras letras debían significar bou puesto que eran las mismas para las dos palabras. Más seriamente, el secreto del estructuralismo creo haberlo intuido mientras estaba en el frente, en la Línea Maginot, como oficial de enlace que esperaba servir de intérprete a las tropas británicas. Allí, mientras esperábamos una batalla que no comenzaba, pude observar con detalle cómo, detrás del aparente azar de la belleza ondeante de un campo lleno de flores, estaba una organización estricta de cada una de ellas. Luego, en Nueva York, el encuentro con Roman Jakobson fue definitivo. Me reveló que era estructuralista sin saberlo. Cuando se estudia una sociedad se comienza por inventariar las diferencias porque los puntos comunes, en un primer momento, pueden ser superficiales. Luego, a un nivel más profundo, aparecen lo que yo llamo invariables...

—El tabú del incesto...

—Sí, pero lo interesante es que esa obligación exogámica, de buscar pareja fuera del círculo familiar más estrecho, puede tener muchas formas distintas. En el Egipto antiguo se aceptaba el matrimonio entre primos; en otras civilizaciones, en caso de muerte de la esposa es obligado a casarse con la hermana; en otras, la regla establece otros grados de parentesco. En la naturaleza existen leyes que pueden ser universales y constantes, y si encontramos en la cultura reglas que puedan tener ese mismo carácter universal que las leyes, entonces podemos comprender mejor el paso de la naturaleza a la cultura. Ese es el interés del tabú del incesto.

—Alguna vez responsabilizó a la revuelta de mayo de 1968 de la pérdida de prestigio universitario del estructuralismo. Hubo muchas acusaciones contra esa corriente...

—Al estructuralismo se le reprochó ser antihumanista y eso es parcialmente cierto. Es imposible para un etnólogo no tomar en consideración la destrucción sistemática y monstruosa que los occidentales hemos hecho de las culturas distintas de la nuestra desde, como mínimo, 1492. No es posible separar o aislar esa condena de la destrucción de la que hoy son víctimas especies animales y vegetales, y todo eso en nombre de un humanismo que situó al hombre como rey y señor del mundo. La definición que el humanismo clásico hace del hombre es muy estrecha, lo presenta como un ser pensante en vez de tratarlo como un ser viviente y el resultado es que la frontera donde se acaba la humanidad está demasiado cerca del propio hombre.

—También se ha declarado más y más afín al escepticismo.


—El escepticismo llega con la edad. El espectáculo que ofrece la ciencia contemporánea invita a ello. Durante el siglo XX esa ciencia ha progresado mucho más que en todos los siglos anteriores, una aceleración enorme en la producción de conocimientos y, al mismo tiempo, ese progreso vertiginoso nos abre abismos insondables, cada descubrimiento nos plantea diez enigmas, de manera que el esfuerzo humano está abocado al fracaso. Pero está bien que sea así.

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