lunes, 30 de agosto de 2010

Entrevista a Ernesto Laclau





Aunque hace más de 30 años que vive en Inglaterra, Laclau vuelve todos los años al país y se mete de lleno en la realidad política local. Sin ocultar su aprobación hacia el oficialismo y su fuerte crítica a ciertos sectores de la oposición, traza los posibles escenarios para las presidenciales de 2011 y lo que, a su entender, convergerá en la consolidación del kirchnerismo. En su opinión, Argentina se suma a un panorama regional optimista, en el que los movimientos populistas están muy lejos de su defunción. «En Latinoamérica hay sistemas políticos estables. Son regímenes de un presidencialismo sólido, a diferencia de lo que pasa en Europa, donde el presidencialismo fuerte ocurrió sólo en momentos de ruptura».


Su primera gran obra, Hegemonía y estrategia socialista, que escribió junto con su mujer, Chantal Mouffe, sacó del letargo a la izquierda advirtiendo sobre los encantos del liberalismo y la incapacidad del posmarxismo en generar una alternativa política. La idea de una democracia radical, antagonista y hegemónica dio pie a su principal tesis en torno al populismo. Aquella palabra maldita, que tanto temor y rechazo generó siempre en las derechas, fue retomada por Laclau ante el nuevo escenario que, en su opinión, se viene construyendo en América latina durante los últimos diez años.

–¿Cómo caracterizaría el escenario europeo actual en contraste con el vigente cuando escribió con Chantal Mouffe Hegemonía y estrategia socialista?

–Los sistemas políticos europeos están en una crisis más profunda que los sistemas latinoamericanos. Han desarrollado entre 1970 y el comienzo del siglo una posición tan institucionalista que la gente empieza a no encontrar la construcción de alternativas políticas. En Francia, por ejemplo, entre el Partido Socialista y el régimen actual, el sarkozysmo, no hay grandes diferencias. Hay un pensamiento único con una clase política muy divorciada de la sociedad. Cuando empiezan a producirse protestas, son salvajes, como sucede con el lepenismo.

–¿Y esto a qué se debe?

–Es que en Europa el momento del populismo ha sido tan dominante que el proceso de la construcción de alternativas políticas ha pasado a segundo plano, configurando un sistema político poco sano. Justamente lo que yo planteo, mi tesis básica, es que los momentos del institucionalismo y del populismo son dos conceptos polares que marcan la dinámica de un sistema. Entre ellos, se tiene que encontrar un cierto tipo de equilibrio que va a depender de cómo en cada sociedad estas dos circunstancias se van definiendo.

–¿Cuándo se produjo el quiebre? ¿En qué momento logra triunfar esta visión unipolar?

–Pensemos en los 40 y 50; en Europa había una gran cultura del cambio. En los cordones industriales de Francia fluían los conceptos de cultura proletaria y de un mundo alternativo, el Partido Comunista levantaba un discurso contestatario al sistema. Hoy directamente los cordones no existen más y la gente no tiene ningún discurso alternativo. El único discurso alternativo que aparece es el lepenismo, muchos votantes de la izquierda tradicional hoy están votando a Le Pen. Y en esas condiciones empieza a haber un desencanto general del sistema político. Veamos el ejemplo del ajedrez. El sistema de reglas ha sido tan exitoso que nadie puede patear el tablero. Pero entonces las diferencias entre un jugador y otro empiezan a minimizarse. Es el punto del pensamiento único, con una elite con ligeros matices, como demócratas y liberales, en donde la gente no entiende que tiene opciones.

–¿Tiene responsabilidad la izquierda en la derechización europea?

–De alguna manera, sí. El último momento de una posibilidad de cambio en Europa fue en 1968, cuando se produjo el «Mayo francés», pero terminó siendo uno de esos momentos en donde las peores alternativas de la izquierda se mostraron. Hubo una gran movilización de base, conformada por estudiantes y obreros, pero nadie pudo dar a eso una forma de continuidad política. Pensemos en la consigna de «la imaginación al poder», que es simplemente el postulado de un poder imaginario.

–Poco tiempo después, en la Argentina se producía el Cordobazo…

–Sí, pero acá siguió la movilización, había un objetivo político, el regreso de Perón. El problema fue la incapacidad para traducir eso en un movimiento político alternativo. Perón negociaba cargos con las nuevas agrupaciones de la izquierda peronista y ellos no querían saber nada. Recuerdo en ese entonces una conversación que tuve con Jorge Abelardo Ramos, cuando nos fuimos del partido en 1968. Yo le decía que estábamos entrando en un período donde el avance de una conciencia nacional y popular era imparable, pero el problema era quién iba a ocupar el espacio alrededor del cual se iba a hegemonizar esa conciencia. El proyecto de la breve presidencia de Cámpora se deshizo porque nadie tuvo una idea coherente para articular todas las fuerzas en juego. Claro que jamás imaginé que lo que llegaría después sería una dictadura como la que devino.

–¿Cómo analiza el escenario político en América latina? Recién establecía una distinción con el panorama europeo.

–Es que en Latinoamérica, al contrario de lo que sucede allá, veo que hay un equilibrio mayor entre los dos momentos de la política: el populismo y el institucionalismo. Los sistemas políticos son regímenes de un presidencialismo fuerte. Y, en ese sentido, son mucho más estables.

–Sin embargo, en el caso de Venezuela, ¿el régimen se basa en la relación de las masas con el líder más que en el presidencialismo?

–No estoy convencido de que sea así. En Venezuela hay un tipo de movilización popular muy autónoma. Las comunidades locales están construyendo formas de protesta, de encauzamiento de demandas que no dependen del poder central; ellos negocian todo el tiempo con el chavismo. Por otro lado, creo que sin la presencia de Chávez en el Estado esta movilización hubiera sido imposible. El golpe de 2002 fracasó porque existía este escudo, por un poder local que estaba teniendo una gran capacidad de movilización. Pero sin la presencia de Chávez al frente del Estado, esa movilización se hubiera desgranado. Por eso digo que se trata de dos dimensiones que siempre deben estar presentes.
–Hay autores que sostienen que las instituciones en Latinoamérica son tan débiles que se practica una democracia delegativa…

–Yo tengo una visión un poco distinta a la de, entre otros, mi gran amigo Guillermo O’Donnell. Primero creo que la dimensión delegativa en una democracia es inevitable. En cualquier proceso de ruptura, lo que tenés son demandas que no se canalizan institucionalmente porque no hay instituciones capaces de expresarlas. Por eso se produce la ruptura. Entonces se da un momento de representación con ciertas figuras que encarnan esos procesos de cambio. Creo que ese momento delegativo puede ser negociado, pero no puede ser excluido totalmente. En las sociedades latinoamericanas me parece que ese proceso es mucho más evidente. En el caso de Venezuela creo que tenemos las dos dimensiones, una dimensión delegativa, de identificación global con el líder que ha sido necesaria. Vuelvo a repetir, sin la presencia de Chávez el golpe de 2002 hubiera triunfado.

–El populismo pasa a ser condición necesaria de la política…

–Hay populismo en América latina en todos aquellos casos que hay una fragmentación y desintegración de identidades políticas que requieren los procesos de transformación del sistema político. El ejemplo más claro es el caso de las comunidades aymaras en Bolivia. Allí se da una fuerte organización de la vida comunal, de acuerdo con moldes muy clásicos. Lo que hay que lograr es el reconocimiento de una identidad preconcebida a nivel civil. En otras situaciones, en donde la marginalidad social es muy grande, de lo que se trata es de construir identidades y eso requiere que el sistema político entre en juego a través de sus mecanismos representativos. Es ahí donde interviene el elemento delegativo, y por eso no lo concibo en términos peyorativos. Creo que tiene que estar presente.

–Bolivia es un muy buen ejemplo. Se propone nada más y nada menos que la construcción de un Estado plurinacional partiendo de la diversidad étnica y cultural. ¿Es posible pensar ese sistema político?

–Obviamente tiene sus limitaciones. Cuando uno pasa a Santa Cruz, no tiene unidades autónomas a las que se está reconociendo, sino que se encuentra con las formas más tradicionales de la derecha. Todavía no han conseguido cuajar una fórmula que articule la experiencia de ambos lados del país, racionalmente. Bolivia aún no se constituyó en una democracia radical.

–¿A qué se refiere?

–La democracia radical supone dos cosas. Por un lado, que hay una pluralidad de demandas de grupos que no habían sido tenidos en cuenta y que ahora pasan a ser absorbidas por un proyecto nuevo. La segunda condición es que toda esta cadena de equivalencias se cristalice alrededor de símbolos comunes; cuando las dos cosas se dan, surge la democracia radical. No es un mapa de sociedad ideal, sino que es la lógica de expansión de un régimen democrático.

–¿El antagonismo es necesario para la democracia?

–Sin antagonismo no habría ninguna posibilidad de democracia radical. Para que haya antagonismo tiene que haber un enfrentamiento con un poder que obstaculiza. El antagonismo es central en la constitución de un imaginario de cambio.

–En Argentina, el término «antagonismo» genera distintas lecturas. Algunos lo asocian con la «crispación» que le endilgan al Gobierno…

–Por el contrario, creo que si pensamos en fuerzas disgregatorias, tenemos que pensar en Lilita Carrió o el macrismo en todas sus variantes o, en algunas ocasiones, en Pino Solanas. Ellos plantean una situación rupturista de todo equilibrio institucional. Obviamente hay distintos niveles. En Venezuela, por caso, el momento antagonista es el que predomina. Y creo que acá, igual que allá, hay fuerzas que quieren impedir la estabilización y expandir la lógica del antagonismo puro.

–¿A qué fuerzas se refiere?

–El discurso de muchos sectores enfrentados con el Gobierno Nacional muestran elementos de un fascismo potenciado. Si uno intenta transformar el Congreso es una especie de baluarte que rompe el equilibrio de los tres poderes...
–¿Y por qué cree que ocurre esto?

–No pueden articular un conjunto de demandas en un proyecto acabado y coherente, por lo tanto, terminan siendo una suma de grupos que no tienen ninguna coherencia interna. Fíjese lo que hicieron en el Congreso desde marzo: no lograron absolutamente nada.
–En este contexto, ¿qué desenlace prevé para 2011?

–Para mí la esperanza está en que se consolide una institucionalización del país con dos fuerzas polares, una de centroderecha y otra de centroizquierda. Y que las dos tengan intenciones de garantizar el equilibrio institucional.

–Si tiene que dar nombres, ¿quiénes encabezarían esas corrientes?

–Dentro de esta perspectiva, en la centroderecha ubicaría a Ricardo Alfonsín y a Hermes Binner…

–Pero el radicalismo, sobre todo la experiencia alfonsinista, y el socialismo tuvieron un importante componente institucionalista.

–Sí, el radicalismo fue muy institucionalista, pero tuvo una fuerte dosis antipopulista. Demasiado institucionalista a mi modo de ver. El momento nacional popular de la ruptura estaba muy poco presente en ese tipo de discurso.

–¿Y Carrió? ¿Y Macri?

–El establishment apela a fórmulas muy suaves, no creo que recurra a Carrió.

–¿Y quién representaría la centroizquierda?

–Kirchner.

–¿No ubica ninguna otra fuerza a la izquierda del kirchnerismo?

–Creo que la expresión política de la centroizquierda es el kirchnerismo. Si llegaran a configurarse estas dos fuerzas agónicas, en el sentido de conjugar un mecanismo para estabilizar el sistema institucional, creo que efectivamente el candidato de la centroizquierda tiene que ser Kirchner. No veo otra alternativa. También está el sector que se referencia en Martín Sabbatella, pero él no quiere jugar del todo para el Frente para la Victoria, aunque está planteando un sistema de alianzas con el kirchnerismo. De todos modos, creo que cuando llegue la hora, va apoyar al kirchnerismo.

–Cuando habla de Kirchner, ¿se refiere a Néstor o a Cristina como candidatos?

–Néstor más que Cristina. Lo que hizo el oficialismo fue consolidar la primera etapa del proceso. El momento de la ruptura estuvo muy presente, pero el momento de la cristalización simbólica ha sido mucho más lento. Ahora bien, si ese momento no se logra, todo el proceso de cambio estará amenazado. Creo igualmente que ese momento hoy está más cerca que antes. Cristina ha tomado medidas más radicales que el propio Néstor. Más allá de eso, creo que es importante que haya otras figuras políticas, ya sean del Frente para la Victoria o colaterales en un sistema de alianzas.

–¿Pueden emerger nuevas figuras políticas dentro del esquema kirchnerista?

–Creo que hay un par de candidatos, cuadros interesantes. Mercedes Marcó del Pont podría dar un paso más hacia el centro de la escena política y jugarla muy bien. Es una persona con una trayectoria intelectual muy grande y con un capital político interesante. Por ejemplo, cuando los Kirchner se enfurecieron con Alberto Fernández, ella nunca rompió con él. Otro que podría llegar a tener un papel interesante es Agustín Rossi, aunque ha tenido que jugar como punta de lanza en el Congreso y eso lo debilitó mucho.

–¿Lo ve a Kirchner con posibilidades de triunfo?

–Ahora sí. Durante el conflicto con el campo, en 2008, temía por el Gobierno porque no podía encontrar una lógica expansiva de su capacidad hegemónica. Pero hoy creo que eso le pasa a la oposición.

–¿No cree que el kirchnerismo fracasó en su proyecto de construir una fuerza más grande?, me refiero a la transversalidad.

–Aunque haya fracasado en un sentido material, creo que en un sentido histórico a largo plazo no ha fracasado. Creo que ciertas formas de transversalidad, que ya no van a pasar por un fenómeno partidista, van a tener que emerger.

–Usted criticó a Néstor Kirchner por ocuparse demasiado de la interna del PJ.

–No es que diga que se pueda prescindir del PJ. Si pensara que Kirchner puede intentar la construcción de un partido ideológicamente nuevo, sería de una ingenuidad sin límites. El PJ tiene que ser parte del proceso, pero el problema es que no tiene que serlo solo. Tiene que mostrar cierta potencialidad expansiva. En ese sentido, el kirchnerismo tendría que estar más atento con las organizaciones sociales. Y, como mencionaba antes, hay dirigentes que están intentando otro tipo de construcción. Miremos, por ejemplo, lo que está haciendo Sabattella, configurando una nueva fuerza que no es kirchnerista, pero que en el momento de las definiciones va a apoyar la construcción. Distinto es el caso del sector que encabeza Pino Solanas, que en vez de tratar de articular demandas y al mismo tiempo proponer acuerdos, va oscilando entre la oposición y su discurso. Solanas se está equivocando, como muchos dirigentes de la oposición. En este país el único proyecto desde la izquierda con vocación hegemónica es el kirchnerismo. Y si la oposición no logra articular una alternativa para 2011, la gente va a percibir de su lado la posibilidad de un desorden radical. Es ahí, en ese punto de la política, donde lo ideológico pasa a ser un problema subsidiario. Y, en ese sentido, creo que Kirchner puede reafirmarse como la única opción de poder.

*Ernesto Laclau. Fue Profesor de Teoría Política en la Universidad de Essex, trabajó con el historiador Eric Hobsbawn en Oxford, y actualmente da clases en la Universidad de Chicago.

jueves, 26 de agosto de 2010

THELONIOUS MONK EN JAZZ MAGAZINE 1963






Entre la siguiente entrevista (publicada en el nº 124 de Jazz Magazine, en noviembre de 1965), en la que Jean-Louis Noames intenta proseguir la realizada en 1963 por Jean Clouzet y Michel Delorme, se produjo un acontecimiento mediático bastante infrecuente: la aparición de Thelonious Monk en la portada de la revista Time, que anunciaba un extenso artículo sobre el músico en sus páginas interiores. Al principio, su publicación estaba prevista para noviembre de 1963, pero fue retrasada debido al asesinato del presidente Kennedy y, finalmente, salió en la edición del 28 de febrero de 1964. Damos la palabra a J.-L. Noames y a T.S. Monk en las páginas de Jazz Magazine de 1965.



"Me hubiera gustado tocar el trombón. Pero ya es suficientemente difícil tocar el piano, ¿entiende?"


Jean-Louis Noames (Jazz Magazine): Señor Monk: me gustaría hacerle unas preguntas que completarán la entrevista que concedió a Jazz Magazine hace tres años .... ¿Logrará no dormirse?

Lo intentaré.

Se echa en el sofá, me observa: "¡It’s Monk’s time!"

¿Desde cuándo es usted músico?

Desde siempre. Siempre me ha gustado tocar, desde que era crío.

Si la gente dejase de ir a verle, ¿seguiría tocando?

La gente siempre te escucha. Si eres capaz de tocar, claro.

¿Llega a tocar únicamente para usted mismo?

Cuando toco, siempre hay gente escuchándome, porque le gusta.

¿Piensa alguna vez, "hoy he tocado mejor que ayer"?

Cuando toco en concierto, no. En casa, a veces... Nunca estoy totalmente satisfecho con lo que hago.

¿Y escucha sus discos?

A veces. Pero no hay ninguno que me guste realmente. Tampoco tengo un favorito. No están mal. Aunque...

¿Cuándo toca usted mejor?

Después de haber bebido.

¿Fuma usted mucho?

No, fumo muy poco, y nunca puros. Tampoco fumo pipa.

¿Le gusta ir al teatro?

¡Oh, no! No me gusta salir. Pero si hay una obra de teatro en la televisión, la miro.

¿Va usted al circo?

Hace mucho tiempo que no voy. Me gustaba mucho cuando era niño: me encantaban los payasos. No sé si ahora me divertiría tanto, es siempre la misma gilipollez.

¿Lee usted tebeos?

¿Los cómics? No están mal, pero no los leo realmente.

¿Come en el restaurante o en su casa?/

Las dos cosas.

¿Se come bien en Nueva York?

Si se tiene dinero...

¿Tiene usted un magnetófono?

Sí. Pero aunque lo utilizo a veces para grabar, no me gusta tocarlo.

Si se perdiese en Nueva York, ¿encontraría fácilmente el camino?

No podría perderme en Nueva York. He vivido aquí toda mi vida.

¿Piensa alguna vez en su niñez?

No. Pero si quiero, recuerdo bastantes cosas porque tengo buena memoria.

¿Le gustaban las niñas cuando era crío?

Como a todos los chavales.

¿Le gustaba jugar al béisbol?

¡Sí!

¿Y ahora?

¡No!

Dicen que no le gusta responder a preguntas...

No me gusta hablar. Ni de mí, ni de los demás.

Si alguien quisiese filmarlo durante una hora entera, ¿le dejaría?

Sí, no me molestaría.

¿Y si esta película se proyectase al público?

Tampoco me molestaría.

¿Lee usted la prensa? ¿Está al corriente de la actualidad, en especial, de la política?

Nunca leo periódicos, tampoco libros. Me mantengo al corriente a través de la televisión.

Usted esta siempre entre el sueño y el despertar, entre la inconsciencia y la conciencia, siempre medio dormido, nunca totalmente despierto....

Me gusta dormir. No hay hora para dormir. Uno duerme cuando está cansado, eso es todo. Lo terrible es no conciliar el sueño. Yo me duermo en cualquier momento.

¿Qué prefiere usted: tocar o dormir?

Me gustan ambas cosas. Lo ideal sería tocar y dormir al mismo tiempo, pero es imposible.

¿Conduce usted?

Tengo un coche, pero no lo cojo mucho porque en Nueva York no se puede conducir bien. Pero me gusta conducir.

¿Le gusta pescar?

¡No! Eso es para los perezosos...

¡Pero usted es un perezoso!¡

Sí, es cierto.

¿Existe una frontera entre el jazz tradicional y sus manifestaciones más modernas?

Existe toda clase de música. Cuando empecé a tocar, la gente tenía miedo porque sonaba como un piano viejo. Pero ahora, en Nueva York hay mucha gente que toca así.

Aparte del piano, ¿le habría gustado tocar otro instrumento?

Me hubiera gustado tocar el trombón. Pero ya es suficientemente difícil tocar el piano, ¿entiende? Es un instrumento apasionante: hay mucho que decir todavía con un piano. Así que tengo bastante tiempo por delante antes de verme obligado a estudiar otro instrumento. El piano me mantiene suficientemente ocupado.

¿Tiene importancia el lugar en el que toca?

No tiene que ser demasiado feo y los camerinos de los músicos deben ser decentes.

¿Qué piensa usted de su público?

No viene a verme para criticar mi música. Viene porque le gusta. Viene a disfrutar. ¡Porque a mis admiradores les gusta! Pero no me molestaría que no aplaudiesen: siempre me las arreglo para que les cueste aplaudir, para encontrar un momento propicio para hacerlo.

Así que la costumbre de aplaudir después de un solo no es tan buena...

Todos los músicos tocan para que los aplaudan.

¿Puede el éxito comercial cambiar a un músico?

No lo creo. No veo como alguien puede cambiar. Sólo cambian las condiciones. Hay que tener dinero, si no uno se deja llevar y va cuesta abajo: come mal, no puede pagar el alquiler... En cualquier parte del mundo, es necesario tener dinero. Usted debe saberlo: la vida es horriblemente cara en París. Si uno quiere disfrutar de un lugar, hay que tener dinero.

Pero el hecho de tener ese dinero, ¿acaso no le quita las ganas de luchar?

No, el dinero sólo permite hacer las cosas que uno desea, cómo y cuándo quiere.

¿Hay un lugar en el que le gustaría vivir?

¡Sigo enamorado de Nueva York! Ahí es dónde estudié; ahí me crié. Ningún lugar me ha gustado tanto como Nueva York. Pero, también allí hace falta mucho dinero para vivir. Hay de todo en Nueva York, gente de todos los países, de todas las raíces. Allí las cosas se sienten de un modo diferente. Hay mucha gente que sueña únicamente con viajar; yo no soy así. Allí es dónde me quiero quedar. Siempre.




Entrevista realizada por Jean-Louis Noames

(c) Jazz Magazine 2002

martes, 17 de agosto de 2010

Eleonora de Edgar Allan Poe




Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».

Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en mi existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos que constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del primer período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.

La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos recuerdos, era la única hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas colinas que lo rodeaban con sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No había sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de millones de flores fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del valle, yo, mi prima y su madre.

Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de nuestro circundado dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de Silencio», porque parecía haber una influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su lecho y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en lo hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando gloriosamente para siempre.

Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde las márgenes descendiendo a las profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la superficie entera del valle, desde el río hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos alfombrados por una hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas voces, del amor y la gloria de Dios.

Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graciosamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas, retozando con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su soberano, el Sol.

Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes de que el amor entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el tercer lustro de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras palabras fueron temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías por las cuales también era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en los árboles donde nunca se vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo toda su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica casa-prisión de grandeza y de gloria.

La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e inocente, como la breve vida que había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor que animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se habían producido en los últimos tiempos.

Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe sufrir el hombre, en adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas nuestras conversaciones, así como en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación de la frase.

Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido creada perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices lugares, transfiriendo el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora y juré, ante ella y ante el cielo, que nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé al poderoso amo del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi juramento. Y la maldición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa, implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras, y suspiró como si le hubieran quitado del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero aceptó el juramento (pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de las almas en el Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos vesperales, o colmando el aire que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas palabras en sus labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía.

Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del Tiempo formó la muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi existencia, siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles y no brotaron más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya no desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado en su compañía. Y los peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía, más suave que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco a poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se levantó y, abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones del Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba Irisada.

Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de los incensarios angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas solitarias, cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez -¡ah, pero sólo una vez!- me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre los míos.

Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta derramarse. Al fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del mundo.

Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para borrar del recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza de la mujer extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones de la presencia de Eleonora todavía me llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron estas manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los abrasadores pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella ante cuya belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una lucha, con la más ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi pasión por la jovencita del valle, en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración con que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.

Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir:

«¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos a Eleonora.»

FIN

sábado, 14 de agosto de 2010

JAN SVANKMAJER: EL ALQUIMISTA DEL CELULOIDE







Es el cineasta checo más singular, un genio del cine de animación y fantasía... pero es mucho más. Es uno de los grandes artistas surrealistas modernos, fascinado por el mundo de la alquimia, el hermetismo y la mágica ciudad de Praga. Escultor, pintor, grabador, constructor de objetos... Su cine es un viaje al otro lado, en la tradición esotérica de Arcimboldo, Meyrink o Kubin. Con motivo del homenaje que se le rindió en la pasada 17ª edición de la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, Jan Svankmajer habló para MÁS ALLÁ. Jan Svankmajer tiene un aspecto agradable y cortés. Acompañado de su hija (su esposa Eva Svankmajerová, pintora y gran artista surrealista por derecho propio, murió en 2005) ofrece la singular estampa de un hombre tranquilo y apacible cuya expresión seria pero agradable poco deja sospechar el excéntrico, el grotesco y a veces siniestro universo que late en el interior de su exuberante imaginación. Aunque en los últimos años es cada vez más y más conocido por los amantes del cine fantástico de todo el mundo, a veces sus películas, que han inspirado a directores como Terry Gilliam, Tim Burton o los hermanos Quay, ocultan la inmensa dimensión universal de su obra, que incluye collage, “objetos táctiles”, pintura, etc., y que forma parte ya de muchas importantes colecciones artísticas privadas y de museos...Pero, sin duda, en todas sus obras, sean cortos de animación, esculturas en arcilla o grabados, late un mismo espíritu surrealista y una inclinación natural hacia el mundo de lo oculto.

CINE MÁGICO
Su productora de cine se llama Athanor,como el horno de los alquimistas...
En efecto. Tiene un doble sentido. Por un lado, es ya un guiño para los conocedores, que les indica por dónde van buena parte de mis intenciones. Por otro, creo que es una buena definición del propio cine, que funciona como un “athanor” de imágenes capaces de transformar la realidad.

¿Cómo llegó al mundo del cine?

En la escuela no estaba especialmente interesado por el cine. Mi pasión eran el teatro de máscaras y el de marionetas. No comencé a reflexionar sobre el cine hasta que empecé a trabajar en el Teatro Negro de Praga, donde el cine juega un papel muy importante. Empecé a sentirme fascinado por el proceso de montaje, que es, sin duda, magia en estado puro. No hay otro medio capaz de lograr lo mismo.

Se dedicó especialmente al cine de animación, una gran tradición dentro del cine checo...
No me considero especialmente próximo a la tradición de animadores como Jiri Barta, Trnka o Zeman. Para mí, la palabra animación proviene de “ánima”. No es sólo poner algo en movimiento, sino dotarlo de “alma”, darle verdadera vida espiritual. Y éste es el dominio de la magia. La técnica por sí misma no me interesa. La animación es magia y el animador un chamán.

La mayor parte de su cine reciente mezcla la animación con la imagen real, con un predominio cada vez mayor de esta última. ¿Hay algún motivo?

Las historias que escribo últimamente son más apropiadas para ello. Pero no le doy especial importancia a rodar cortos o largos, utilizar animación o imagen real, hacer un dibujo o un objeto. Mi mundo es el mismo y los medios para abordarlo no tienen importancia.

¿Cuáles son sus influencias como cineasta?
No diré que no me interese el cine de otros, por ejemplo el de Fellini o el de Buñuel. Me encantan las películas mudas de Meliès o las del olvidado Charles Bouers. De los cineastas actuales, David Lynch, los hermanos Quay o Terry Gilliam pescan en las mismas aguas que yo. Sin embargo, mis verdaderas influencias están entre los pintores. Citaría a Max Ernst, René Magritte y Salvador Dalí, pero también a El Bosco y, sobre todo, a Arcimboldo.

IMAGINACIÓN AL PODER
Tanto en sus cortos, como Jabberwocky (1971) o La caída de la casa Usher(1981), como en largometrajes como Alicia (1987), La lección Fausto (1994) o su reciente Sileni (2005) están presentes los grandes autores de la literatura fantástica y perversa: Poe, Lewis Carroll, Sade...
El surrealista Vratislav Effenberger, quien, por cierto, contribuyó mucho a mi entrada en el grupo en la década de 1970, realizó un experimento de morfología mental delque resultó su teoría de lo tectónico y lo atectónico. Según ésta, existen personas tectónicas, apegadas a la tierra, por así decir, y personas atectónicas, apegadas a la imaginación. Yo soy atectónico por definición. Desde siempre me he sentido atrapado por los grandes santos del panteón de la imaginación. Los pilares en mi camino han sido Sade, Poe, Arcimboldo y Lewis Carroll. Alicia es una influencia decisiva, que marca mi interés por el mundo infantil. De hecho, actualmente trabajo en una serie de ilustraciones para una nueva edición de esta obra. Son personajes por los a veces he estado verdaderamente obsesionado, sin que haya logrado explicarme del todo mi obsesión.

Tampoco debía de ser una literatura muy bien vista en el ambiente anterior a la caída del muro...
Las obras de Sade, por ejemplo, estaban prohibidas. Sólo se encontraban ediciones clandestinas en colecciones pornográficas, no había buenas traducciones. Eran ediciones resumidas que expurgaban las partes filosóficas, que eran las que a mí me interesaban.

jueves, 12 de agosto de 2010

CONFERENCIA SOBRE LA OBRA DE XUL SOLAR DICTADA POR JORGE LUIS BORGES






CONFERENCIA SOBRE LA OBRA DE XUL SOLAR DICTADA EN 1980 POR JORGE LUIS BORGES EN LA FUNDACION SAN TELMO EL MIÉRCOLES 3 DE SEPTIEMBRE DE 1980.

Texto procedente de Material de consulta en Museo Xul Solar, ubicado en Láprida 1212 en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina.




Señoras, Señores:

En el curso de una larga vida, -he cumplido 81 años-, conocí a mucha gente famosa. Conocí y olvidé a muchas. Pero algunos persisten, y me acompañan. Pienso en primer término en mi padre. También en personas famosas que conocí, sé que los conocí como sé por ejemplo que estuve en Connecticut y en Valencia; pero hay tres de ellas que querría nombrar, que son el gran poeta judeo-andaluz Rafael Cansinos Assens, Macedonio Fernández y, quizás más que ningún otro, Alejandro Xul Solar. No recuerdo cuándo nos conocimos. Hablamos inventado que nos habíamos conocido en tal o cual lugar, pero no recuerdo ahora cuál es. No sé si ustedes conocieron personalmente a Xul Solar. Algunos lo habrán conocido, otros no. Me parece estar viendo a ese hombre alto, rubio y evidentemente feliz. Creo que uno puede simular muchas cosas, pero nadie puede simular la felicidad. En Xul Solar, se sentía la felicidad: la felicidad del trabajo y, sobre todo, de la continua invención. Era de origen italiano; italiano del norte, su madre se llamaba Salan y su padre Schulz, del Báltico. Es decir que tendría sin duda sangre prusiana, sangre eslava, quizás alguna sangre escandinava y luego, sangre de los italianos del norte, germánica. Me dijo una vez que había nacido en San Fernando y había viajado por todo el mundo. Creo que Xul tendría unos catorce años cuando fue como polizón en un barco que iba a Inglaterra; trabajaba como marinero, y luego leía. Recuerdo que alguien a bordo le preguntó qué estaba haciendo, y él dijo que había cumplido con su trabajo y que estaba leyendo, y el otro le contestó: “Una filosofía muy peligrosa para un joven, eso de estar leyendo y descansando. Recuerdo que Xul me dijo que llegó a Inglaterra, desembarcó y que lo primero que vió fueron dos hindúes; pensó que eso era “a good ornen”, un buen presagio. Hablaba inglés perfectamente y el alemán lo había heredado, y ya que he hablado del inglés y del alemán recuerdo haber pasado tantas tardes en su casa, en la calle Laprida 1214, en esa espléndida biblioteca, quizás una de las mejores bibliotecas que yo he visto en mi vida, con libros en todos los idiomas.Solíamos pasar a tarde leyendo a Swedenborg, leyendo la música de Swedenborg, leyendo a Blake, leyendo no solamente la música de Blake, sino lo místico de Blake, la magia de Blake. Si yo tuviese que comparar a Xul con algún otro -pero Xul era único, quizás cada individuo sea único pero en él se notaba más esa unicidad- lo compararía con William Blake precisamente, ya que William Blake fue un místico como él, fue un visionario y fue un gran poeta (además de grabador). Xul fue poeta, pero lo hizo en los dos idiomas inventados por él. Tenemos, pues, esta primera definición de Xul Solar. Voy a tratar de descubrir otra. Diría que nosotros, o casi todos nosotros, vivimos aceptando el universo, aceptando tradiciones, conformándonos a las cosas. En cambio, Xul vivía recreando el universo. Lo recreaba en cada momento. Creo que los teólogos dicen que el estado del mundo es una perpetua creación. Es decir, si Dios dejara de pensar en nosotros en este momento, desapareceríamos aniquilados por su olvido. Dios nos piensa en cada momento. A Xul esto no le bastaba. Xul recreaba el universo. Hablo de Xul y pienso en una imagen, no sé si es de Conrad o si es mía, total qué importa, las imágenes son las mismas, y es ésta: es la de un navegante que atraviesa el mar y ve una línea que es una realidad en el horizonte. Y entonces piensa: esa realidad es el Africa, o es Asia o América. Y piensa que detrás de esa claridad, esa vaga línea que él apenas descifra en el horizonte, que detrás de esa vaga claridad hay un continente. En ese continente hay religiones, dinastías, ciudades, selvas, desiertos, hay muchas cosas. Pero que a él le toca ver simplemente esa línea. Ahora siento que en este momento soy ese navegante. Tengo que hablar de ese gran continente, de este vasto país con sus imperios, su historia y sus mitologías, su botánica y su zoología, todo eso que fue Xul Solar. No sé si lo he alcanzado; creo que no. Pero he percibido lo bastante para sentir ahora el vértigo; siento el vértigo de todo aquello infinito que vi en Xul, de lo cual me fue dado discernir algo. Muy poco, desde luego, pero lo bastante para saber que yo he estado frente a un hombre de genio. Se ha abusado de la palabra genio, pero en este caso creo que es indudable.Veamos algunas de las innovaciones que él propuso, ya que vivía modificando la realidad. Sé que han quedado muchos manuscritos suyos, -no sé si escritos en la Pan lengua o en lo que él llamaba el Creol -. Creo que la Pan lengua era un idioma universal. Un idioma formado un poco a la manera del Volapük pero sin lo ingrato, lo desagradable del Volapük. Ustedes saben que cada idioma tiene ciertas posibilidades de las que carecen otros. Por ejemplo, usted puede combinar en inglés o en alemán, verbos con preposiciones, es decir, como dice Kipling: “Ride the moon out of the sky, their hoofs dream up the door, think away.. ; eso no puede hacerse en castellano. Xul creó un idioma en el cual eso era posible. Hay formas de verbo que se han perdido: por ejemplo, los gladiadores le decían al César: Morituri te salutat’ (los que van a morir te saludan). Pues, esa forma se ha perdido. O la forma “ando’, que viene de “andus’ que quiere decir “lo que será, o lo que debe ser”. Por ejemplo: Amanda: la que debe ser amada. Esa forma del verbo se ha perdido, y creo que en la Pan-lengua de Xul existían todas las formas posibles. Cada idioma tiene alguna posesión secreta. Por ejemplo en castellano hay una di­ferencia que no se da en otros idiomas, entre ser y estar: una cosa es estar enfermo y otra es ser enfermo; estar triste y ser triste. Hay otros idiomas que no permiten esta diferencia, lo cual es una pobreza. Uno puede decir en castellano, “estaba solita”; eso podría decirse en inglés: “she was all alone”. Pero, ¿cómo decir “estaba sentadita”? Yo creo que no puede decirse en otros idiomas, porque sentadita significa que una persona está sentada y al mismo tiempo se expresa la ternura y el cariño que uno siente por ella: esta es una posibilidad del idioma castellano. Xul imaginó un idioma, la Panlengua, basado en la astrología. Creía sinceramente en la astrología, lo cual quiere decir que creía en la pluralidad de los astros o de los dioses. Xul me dijo: “Qué raro que la gente piense que es mejor creer en un solo Dios. Es un error. Si Dios es bueno, conviene que haya muchos dioses. Cuanto más dioses, mejor”. Y él aceptaba una pluralidad de dioses: por lo pronto, los dioses que corresponden a los planetas, a los días de la semana. El hablaba de Venus y creía que hay una divinidad llamada Venus. A una amiga mía le dijo: “Cuando usted sonríe, cuando usted mira, ¿por qué brillan sus ojos? ¿Por qué su sonrisa nos atrae? Porque es Venus la que sonríe”. Creó otro idioma, en el cual ha dejado buena parte de su obra: el Creol. Era un español enriquecido con las riquezas de otros idiomas. No un idioma absoluto; un idioma con raíces españolas y además con palabras tomadas de otras lenguas. Por ejemplo, decía: “Juguete, ¿qué es un juguete? Es un jugo inmundo. Es una palabra despectiva”. En cambio él prefería la palabra inglesa “toy”, y entonces decía: “se toy-besan, es decir se besan en broma, o “se toy-quieren”. El usaba continuamente palabras de este tipo. Le preocupaba mucho el adverbio. Me hizo notar, esto lo he repetido muchas veces después, que en castellano cuando usamos un adverbio, el acento cae sobre el sufijo mecánico. Por ejemplo, si decimos “rápidamente” o lo contrario, “lentamente”, lo que se oye es la parte mecánica, el “mente”. En cambio si se dice en inglés “quickly, slowly”, la parte mecánica, el gadjet, el artefacto, el ly’ casi no se oye, pero sí se oye, en “swiftly, slowly”, el “swift” y el “slow”. El había propuesto que se usara el “ue” como adverbio. Recuerdo un día en que fui a la casa de Victoria Ocampo y él dijo: “Tengo una gran noticia”; le preguntamos cuál era. La gran noticia era: “ha muerto el adverbio’. El había oído gente que decía: “Que le vaya lindo’, en lugar de: “Que le vaya lindamente’. Entonces él anunció que había muerto el adverbio, que ya podía reemplazarse por un adjetivo usado después de un verbo; y explicó eso largamente, y luego -estamos entre amigos, seamos infidentes, por qué no- después de una larga explicación ,Victoria le dijo: “Pero Xul, ¿qué es el adverbio?”. Claro, Victoria, autodidacta, sabía muchas cosas e ignoraba otras; el adverbio quedaba un poco lejos; Xul tuvo que explicárselo. Recuerdo también una señora, la marquesa de... para qué decir su nombre, digamos XYZ, que hubiera podido ser mecenas para Xul. Le hablamos a esta señora, lo conoció a Xul, Xul fue muy cortés con ella. Xul tenía una extraordinaria cortesía. Recuerdo que a cualquier casa que iba, lo daba la mano a la gente de servicio, se despedía de ellos, cosa que no se usaba entonces; no sé si se usa ahora tampoco, (posiblemente no haya más gente de servicio por lo cual esa cortesía es inútil). Esa señora había resuelto la ayuda a Xul y le preguntó algo. Xul contestó: “No sabo”. Xul era el hombre más capaz de amistad que he conocido. Creo que le debo quizás las mejores horas de mi vida, leyendo y discutiendo, y, sobre todo, dejándome enseñar por él. Recuerdo uno de los primeros sueldos que cobré -un sueldo de trescientos pesos, que significaban algo-. Pensé: Xul tiene tantos amigos ricos, no le han comprado un solo cuadro. Voy a destinar parte de este primer sueldo que gano -después de muchos meses de no ganar nada- y voy a comprar un cuadro de Xul. Le pregunté el precio de un cuadro suyo. Me dijo:“Son cien pesos. Voy a hacerle precio de amigo: le cobro cincuenta”. Me cobró cincuenta y me regaló además otro cuadro mucho más grande. Un rasgo muy lindo en Xul: Xul se negó siempre al comercio. Pensaba que la pintura era una de las artes liberales, y la ejercía con felicidad. Recuerdo también una herejía de Xul: no sé si ahora puede hablarse mal de Picasso. Hacia 1925 o 1930, no se podía. Y Xul dijo alguna vez que él pensaba que Klee era muy superior a Picasso. Eso no le fue perdonado. Tampoco el Creol, aunque fue imitado después por otros escritores. Dije que Xul vivía inventando continuamente. Había inventado un juego, una suerte de ajedrez, más complicado -como el diría más “pli”, porque en lugar de complicado decía “pli”. Un ajedrez más “pli” y quiso explicármelo muchas veces. Pero a medida que lo explicaba, comprendía que su pensamiento ya había dejado atrás lo que explicaba, es decir que al explicar iba enriqueciéndolo y por eso creo que nunca llegué a entenderlo, porque él mismo se daba cuenta de que lo que él decía ya era anticuado y agregaba otra cosa. En cuanto lo había dicho, ya era anticuado y había que enriquecerlo. De modo que no sé en qué quedó esto pan-juego, pero creo que hay gente que lo juega. Posiblemente hay gente que “pan-yo­ga”, como decía él, (que “pan-juega”). Espero que se haya conservado esto: una de sus muchas invenciones.

lunes, 9 de agosto de 2010

Soportar




Videoclip del tema "Soportar" de Florencia Ruiz y Ariel Minimal. Perteneciente a su disco Ese Impulso Superior.
Producido por DIECISIETE PRODUCTORA
Dirigido por Federico Iparraguirre
http://www.myspace.com/17productora

martes, 3 de agosto de 2010

The man who sold the world...





The man who sold the world


We passed upon the stair, we spoke of was and when
Although I wasn't there, he said I was his friend
Which came as some surprise I spoke into his eyes
I thought you died alone, a long long time ago

Oh no, not me
I never lost control
You're face to face
With The Man Who Sold The World

I laughed and shook his hand, and made my way back home
I searched for form and land, for years and years I roamed
I gazed a gazley stare at all the millions here
We must have died along, a long long time ago

Who knows? not me
We never lost control
You're face to face
With the Man who Sold the World

domingo, 1 de agosto de 2010

La zapatera prodigiosa - Federico García Lorca








Federico García Lorca


La zapatera prodigiosa

Farsa violenta en dos actos


Personajes:
ZAPATERA
VECINA ROJA
VECINA MORADA
VECINA NEGRA
VECINA VERDE
VECINA AMARILLA
BEATA PRIMERA
BEATA SEGUNDA
SACRISTANA
EL AUTOR
ZAPATERO
EL NIÑO
ALCALDE
DON MIRLO
MOZO DE LA FAJA
MOZO DEL SOMBRERO
HIJAS DE LA VECINA ROJA
VECINAS, BEATAS, CURAS Y PUEBLO

Prólogo

Cortina gris.
Aparece el Autor. Sale rápidamente. Lleva una carta en la mano.
EL AUTOR. Respetable público... (Pausa.) No, respetable público no, público solamente, y no es que el autor no considere al público respetable, todo lo contrario, sino que detrás de esta palabra hay como un delicado temblor de miedo y una especie de súplica para que el auditorio sea generoso con la mímica de los actores y el artificio del ingenio. El poeta no pide benevolencia, sino atención, una vez que ha saltado hace mucho tiempo la barra espinosa de miedo que los autores tienen a la sala. Por este miedo absurdo y por ser el teatro en muchas ocasiones una finanza, la poesía se retira de la escena en busca de otros ambientes donde la gente no se asuste de que un árbol, por ejemplo, se convierta en una bola de humo o de que tres peces, por amor de una mano y una palabra, se conviertan en tres millones de peces para calmar el hambre de una multitud. El autor ha preferido poner el ejemplo dramático en el vivo ritmo de una zapatería popular. En todos los sitios late y anima la criatura poética que el autor ha vestido de zapatera con aire de refrán o simple romancillo y no se extrañe el público si aparece violenta o toma actitudes agrias porque ella lucha siempre, lucha con la realidad que la cerca y lucha con la fantasía cuando ésta se hace realidad visible. (Se oyen voces de la Zapatera: «¡Quiero salir!».) ¡Ya voy! No tengas tanta impaciencia en salir; no es un traje de larga cola y plumas inverosímiles el que sacas, sino un traje roto, ¿lo oyes?, un traje de zapatera. (Voz de la Zapatera dentro: «¡Quiero salir!».) ¡Silencio! (Se descorre la cortina y aparece el decorado con tenue luz.) También amanece así todos los días sobre las ciudades, y el público olvida su medio mundo de sueño para entrar en los mercados como tú en tu casa, en la escena, zapaterilla prodigiosa. (Va creciendo la luz.) A empezar, tú llegas de la calle. (Se oyen las voces que pelean. Al público.) Buenas noches. (Se quita el sombrero de copa y éste se ilumina por dentro con una luz verde, el Autor lo inclina y sale de él un chorro de agua. El Autor mira un poco cohibido al público y se retira de espaldas lleno de ironía.) Ustedes perdonen. (Sale.)

Acto primero

Casa del Zapatero. Banquillo y herramientas. Habitación completamente blanca. Gran ventana y puerta. El foro es una calle también blanca con algunas puertecitas y ventanas en gris. A derecha a izquierda, puertas. Toda la escena tendrá un aire de optimismo y alegría exaltada en los más pequeños detalles. Una suave luz naranja de media tarde invade la escena.

Al levantarse el telón la Zapatera viene de la calle toda furiosa y se detiene en la puerta.
Viste un traje verde rabioso y lleva el pelo tirante, adornado con dos grandes rosas.
Tiene un aire agreste y dulce al mismo tiempo.

ESCENA PRIMERA

La Zapatera y luego un Niño.

ZAPATERA. Cállate, larga de lengua, penacho de catalineta, que si yo lo he hecho... si yo lo he hecho, ha sido por mi propio gusto... Si no te metes dentro de tu casa lo hubiera arrastrado, viborilla empolvada; y esto lo digo para que me oigan todas las que están detrás de las ventanas. Que más vale estar casada con un viejo, que con un tuerto, como tú estás. Y no quiero más conversación, ni contigo ni con nadie, ni con nadie, ni con nadie. (Entra dando un fuerte portazo.) Ya sabía yo que con esta clase de gente no se podía hablar ni un segundo... pero la culpa la tengo yo, yo y yo... que debí estarme en mi casa con... casi no quiero creerlo, con mi marido. Quién me hubiera dicho a mí, rubia con los ojos negros, que hay que ver el mérito que esto tiene, con este talle y estos colores tan hermosísimos, que me iba a ver casada con... me tiraría del pelo. (Llora. Llaman a la puerta.) ¿Quién es? (No responden y llaman otra vez.) ¿Quién es?
(Enfurecida.)

ESCENA II

La Zapatera y el Niño.

NIÑO. (Temerosamente.) Gente de paz.

ZAPATERA. (Abriendo.) ¿Eres tú? (Melosa y conmovida.)

NIÑO. Sí, señora Zapaterita. ¿Estaba usted llorando?

ZAPATERA. No, es que un mosco de esos que hacen piiiiii, me ha picado en este ojo.

NIÑO. ¿Quiere usted que le sople?

ZAPATERA. No, hijo mío, ya se me ha pasado... (Le acaricia.) ¿Y qué es lo que quieres?

NIÑO. Vengo con estos zapatos de charol, costaron cinco duros, para que los arregle su marido. Son de mi hermana la grande, la que tiene el cutis fino y se pone dos lazos, que tiene dos, un día uno y otro día otro, en la cintura.

ZAPATERA. Déjalos ahí, ya los arreglarán.

NIÑO. Dice mi madre que tenga cuidado de no darles muchos martillazos, que el charol es muy delicado, para que no se estropee el charol.

ZAPATERA. Dile a tu madre que ya sabe mi marido lo que tiene que hacer, y que así supiera ella aliñar con laurel y pimienta un buen guiso como mi marido componer zapatos.

NIÑO. (Haciendo pucheros.) No se disguste usted conmigo, que yo no tengo la culpa y todos los días estudio muy bien la gramática.

ZAPATERA. (Dulce.) ¡Hijo mío! ¡Prenda mía! ¡Si contigo no es nada! (Lo besa.) Toma este muñequito, ¿te gusta? Pues llévatelo.

NIÑO. Me lo llevaré, porque como yo sé que usted no tendrá nunca niños...

ZAPATERA. ¿Quién te dijo eso?

NIÑO. Mi madre lo hablaba el otro día, diciendo: la zapatera no tendrá hijos, y se reían mis hermanas y la comadre Rafaela.

ZAPATERA. (Nerviosísima.) ¿Hijos? Puede que los tenga más hermosos que todas ellas y con más arranque y más honra, porque tu madre... es menester que sepas...

NIÑO. Tome usted el muñequito, ¡no lo quiero!

ZAPATERA. (Reaccionando.) No, no, guárdalo, hijo mío... ¡Si contigo no es nada!

ESCENA III

Aparece por la izquierda el Zapatero. Viste traje de terciopelo con botones de plata, pantalón corto y corbata roja. Se dirige al banquillo.

ZAPATERA. ¡Válgate Dios!

NIÑO. (Asustado.) ¡Ustedes se conserven bien! ¡Hasta la vista! ¡Que sea enhorabuena! ¡Deo gratias! (Sale corriendo por la calle.)

ZAPATERA. Adiós, hijito. Si hubiera reventado antes de nacer, no estaría pasando estos trabajos y estas tribulaciones. ¡Ay dinero, dinero!, sin manos y sin ojos debería haberse quedado el que te inventó.

ZAPATERO. (En el banquillo.) Mujer, ¿qué estás diciendo...?

ZAPATERA. ¡Lo que a ti no te importa!

ZAPATERO. A mí no me importa nada de nada. Ya sé que tengo que aguantarme.

ZAPATERA. También me aguanto yo... piensa que tengo dieciocho años.

ZAPATERO. Y yo... cincuenta y tres. Por eso me callo y no me disgusto contigo... ¡demasiado sé yo!... Trabajo para ti... y sea lo que Dios quiera...

ZAPATERA. (Está de espaldas a su marido y se vuelve y avanza tierna y conmovida.) Eso no, hijo mío... ¡no digas...!

ZAPATERO. Pero, ¡ay, si tuviera cuarenta años o cuarenta y cinco, siquiera...! (Golpea furiosamente un zapato con el martillo.)

ZAPATERA. (Enardecida.) Entonces yo sería tu criada, ¿no es esto? Si una no puede ser buena... ¿Y yo?, ¿es que no valgo nada?

ZAPATERO. Mujer... repórtate.

ZAPATERA. ¿Es que mi frescura y mi cara no valen todos los dineros de este mundo?

ZAPATERO. Mujer... ¡que te van a oír los vecinos!

ZAPATERA. Maldita hora, maldita hora, en que le hice caso a mi compadre Manuel.

ZAPATERO. ¿Quieres que te eche un refresquito de limón?

ZAPATERA. ¡Ay, tonta, tonta, tonta! (Se golpea la frente.) Con tan buenos pretendientes como yo he tenido.

ZAPATERO. (Queriendo suavizar.) Eso dice la gente.

ZAPATERA. ¿La gente? Por todas partes se sabe. Lo mejor de estas vegas. Pero el que más me gustaba a mí de todos era Emiliano... tú lo conociste... Emiliano, que venía montado en una jaca negra, llena de borlas y espejitos, con una varilla de mimbre en su mano y las espuelas de cobre reluciente. ¡Y qué capa traía por el invierno! ¡Qué vueltas de pana azul y qué agremanes de seda!

ZAPATERO. Así tuve yo una también... son unas capas preciosísimas.

ZAPATERA. ¿Tú? ¡Tú qué ibas a tener!... Pero, ¿por qué te haces ilusiones? Un zapatero no se ha puesto en su vida una prenda de esa clase...

ZAPATERO. Pero, mujer, ¿no estás viendo?...

ZAPATERA. (Interrumpiéndole.) También tuve otro pretendiente... (El Zapatero golpea fuertemente el zapato.) Aquél era medio señorito... tendría dieciocho años, ¡se dice muy pronto! ¡Dieciocho años! (El Zapatero se revuelve inquieto.)

ZAPATERO. También los tuve yo.

ZAPATERA. Tú no has tenido en tu vida dieciocho años... Aquél sí que los tenía y me decía unas cosas... Verás...

ZAPATERO. (Golpeando furioso.) ¿Te quieres callar? Eres mi mujer, quieras o no quieras, y yo soy tu esposo. Estabas pereciendo, sin camisa, ni hogar. ¿Por qué me has querido? ¡Fantasiosa, fantasiosa, fantasiosa!

ZAPATERA. (Levantándose.) ¡Cállate! No me hagas hablar más de lo prudente y ponte a tu obligación. ¡Parece mentira! (Dos Vecinas con mantilla cruzan la ventana sonriendo.) ¿Quién me lo iba a decir, viejo pellejo, que me ibas a dar tal pago? ¡Pégame, si te parece, anda, tírame el martillo!

ZAPATERO. Ay, mujer... no me des escándalos, ¡mira que viene la gente! ¡Ay, Dios mío! (Las dos Vecinas vuelven a cruzar.)

ZAPATERA. Yo me he rebajado. ¡Tonta, tonta, tonta! Maldito sea mi compadre Manuel, malditos sean los vecinos, tonta, tonta, tonta. (Sale golpeándose la cabeza.)

ESCENA IV

Zapatero, Vecina Roja y Niño.

ZAPATERO. (Mirándose en un espejo y contándose las arrugas.) Una, dos, tres, cuatro... y mil. (Guarda el espejo.) Pero me está muy bien empleado, sí señor. Porque vamos a ver: ¿por qué me habré casado? Yo debí haber comprendido, después de leer tantas novelas, que las mujeres les gustan a todos los hombres, pero todos los hombres no les gustan a todas las mujeres. ¡Con lo bien que yo estaba! Mi hermana, mi hermana tiene la culpa, mi hermana que se empeñó: ¡«que si te vas a quedar solo», que si qué sé yo! Y esto es mi ruina. ¡Mal rayo parta a mi hermana, que en paz descanse! (Fuera se oyen voces.) ¿Qué será?

VECINA ROJA. (En la ventana y con gran brío. La acompañan sus Hijas vestidas del mismo color.) Buenas tardes.

ZAPATERO. (Rascándose la cabeza.) Buenas tardes.

VECINA. Dile a tu mujer que salga. Niñas, ¿queréis no llorar más? ¡Qué salga, a ver si por delante de mí casca tanto como por detrás!

ZAPATERO. ¡Ay, vecina de mi alma, no me dé usted escándalos, por los clavitos de Nuestro Señor! ¿Qué quiere usted que yo le haga? Pero comprenda mi situación: toda la vida temiendo casarme... porque casarse es una cosa muy seria, y, a última hora, ya lo está usted viendo.

VECINA. ¡Qué lástima de hombre! ¡Cuánto mejor le hubiera ido a usted casado con gente de su clase!... estas niñas, pongo por caso, a otras del pueblo...

ZAPATERO. Y mi casa no es casa. ¡Es un guirigay!

VECINA. ¡Se arranca el alma! Tan buenísima sombra como ha tenido usted toda su vida.

ZAPATERO. (Mira por si viene su Mujer.) Anteayer... despedazó el jamón que teníamos guardado para estas Pascuas y nos lo comimos entero. Ayer estuvimos todo el día con unas sopas de huevo y perejil: bueno, pues porque protesté de esto, me hizo beber tres vasos seguidos de leche sin hervir.

VECINA. ¡Qué fiera!

ZAPATERO. Así es, vecinita de mi corazón, que le agradecería en el alma que se retirase.

VECINA. ¡Ay, si viviera su hermana! Aquélla sí que era...

ZAPATERO. Ya ves... y de camino llévate tus zapatos que están arreglados. (Por la puerta de la izquierda asoma la Zapatera, que detrás de la cortina espía la escena sin ser vista.)

VECINA. (Mimosa.) ¿Cuánto me vas a llevar por ellos?... Los tiempos van cada vez peor.

ZAPATERO. Lo que tú quieras... Ni que tire por allí ni que tire por aquí...

VECINA. (Dando en el codo a sus Hijas.) ¿Están bien en dos pesetas?

ZAPATERO. ¡Tú dirás!

VECINA. Vaya... te daré una...

ZAPATERA. (Saliendo furiosa.) ¡Ladrona! (Las Mujeres chillan y se asustan.) ¿Tienes valor de robar a este hombre de esa manera? (A su Marido.) Y tú, ¿dejarte robar? Vengan los zapatos. Mientras no des por ellos diez pesetas, aquí se quedan.

VECINA. ¡Lagarta, lagarta!

ZAPATERA. ¡Mucho cuidado con lo que estás diciendo!

NIÑAS. ¡Ay, vámonos, vámonos, por Dios!

VECINA. Bien despachado vas de mujer, ¡que te aproveche! (Se van rápidamente. El Zapatero cierra la ventana y la puerta.)

ESCENA V

Zapatero y Zapatera.

ZAPATERO. Escúchame un momento...

ZAPATERA. (Recordando.) Lagarta... lagarta... qué, qué, qué... ¿qué me vas a decir?

ZAPATERO. Mira, hija mía. Toda mi vida ha sido en mí una verdadera preocupación evitar el escándalo. (El Zapatero traga constantemente saliva.)

ZAPATERA. ¿Pero tienes el valor de llamarme escandalosa, cuando he salido a defender tu dinero?

ZAPATERO. Yo no te digo más, que he huido de los escándalos, como las salamanquesas del agua fría.

ZAPATERA. (Rápida.) ¡Salamanquesas! ¡Huy, qué asco!

ZAPATERO. (Armado de paciencia.) Me han provocado, me han, a veces, hasta insultado, y no teniendo ni tanto así de cobarde he quedado con mi alma en mi almario, por el miedo de verme rodeado de gentes y llevado y traído por comadres y desocupados. De modo que ya lo sabes. ¿He hablado bien? Ésta es mi última palabra.

ZAPATERA. Pero vamos a ver: ¿a mí qué me importa todo eso? Me casé contigo, ¿no tienes la casa limpia? ¿No comes? ¿No te pones cuellos y puños que en tu vida te los habías puesto? ¿No llevas tu reloj, tan hermoso, con cadena de plata y venturinas, al que doy cuerda toda las noches? ¿Qué más quieres? Porque, yo, todo; menos esclava. Quiero hacer siempre mi santa voluntad.

ZAPATERO. No me digas... tres meses llevamos casados, yo, queriéndote... y tú, poniéndome verde. ¿No ves que ya no estoy para bromas?

ZAPATERA. (Seria y como soñando.) Queriéndome, queriéndome... Pero (Brusca.) ¿qué es eso de queriéndome? ¿Qué es queriéndome?

ZAPATERO. Tú te creerás que yo no tengo vista y tengo. Sé lo que haces y lo que no haces, y ya estoy colmado, ¡hasta aquí!

ZAPATERA. (Fiera.) Pues lo mismo se me da a mí que estés colmado como que no estés, porque tú me importas tres pitos, ¡ya lo sabes! (Llora.)

ZAPATERO. ¿No puedes hablarme un poquito más bajo?

ZAPATERA. Merecías, por tonto, que colgara la calle a gritos.

ZAPATERO. Afortunadamente creo que esto se acabará pronto; porque yo no sé cómo tengo paciencia.

ZAPATERA. Hoy no comemos... de manera que ya te puedes buscar la comida por otro sitio. (La Zapatera sale rápidamente hecha una furia.)

ZAPATERO. Mañana (Sonriendo.) quizá la tengas que buscar tú también. (Se va al banquillo.)

ESCENA VI

Por la puerta central aparece el Alcalde. Viste de azul oscuro, gran capa y larga vara de mando rematada con cabos de plata. Habla despacio y con gran sorna.

ALCALDE. ¿En el trabajo?

ZAPATERO. En el trabajo, señor Alcalde.

ALCALDE. ¿Mucho dinero?

ZAPATERO. El suficiente. (El Zapatero sigue trabajando. El Alcalde mira curiosamente a todos lados.)

ALCALDE. Tú no estás bueno.

ZAPATERO. (Sin levantar la vista.) No.

ALCALDE. ¿La mujer?

ZAPATERO. (Asintiendo.) ¡La mujer!

ALCALDE. (Sentándose.) Eso tiene casarse a tu edad... A tu edad se debe ya estar viudo... de una, como mínimum... Yo estoy de cuatro: Rosa, Manuela, Visitación y Enriqueta Gómez, que ha sido la última: buenas mozas todas, aficionadas al baile y al agua limpia. Todas, sin excepción, han probado esta vara repetidas veces. En mi casa... en mi casa, coser y cantar.

ZAPATERO. Pues ya está usted viendo qué vida la mía. Mi mujer... no me quiere. Habla por la ventana con todos. Hasta con don Mirlo, y a mí se me está encendiendo la sangre.

ALCALDE. (Riendo.) Es que ella es una chiquilla alegre, eso es natural.

ZAPATERO. ¡Ca! Estoy convencido... yo creo que esto lo hace por atormentarme; porque, estoy seguro..., ella me odia. Al principio creí que la dominaría con mi carácter dulzón y mis regalillos: collares de coral, cintillos, peinetas de concha... ¡hasta unas ligas! Pero ella... ¡es siempre ella!

ALCALDE. Y tú, siempre tú; ¡qué demonio! Vamos, lo estoy viendo y me parece mentira cómo un hombre, lo que se dice un hombre, no puede meter en cintura, no una, sino ochenta hembras. Si tu mujer habla por la ventana con todos, si tu mujer se pone agria contigo, es porque tú quieres, porque tú no tienes arranque. A las mujeres, buenos apretones en la cintura, pisadas fuertes y la voz siempre en alto, y si con esto se atreven a hacer quiquiriquí, la vara, no hay otro remedio. Rosa, Manuela, Visitación y Enriqueta Gómez, que ha sido la última, te lo pueden decir desde la otra vida, si es que por casualidad están allí.

ZAPATERO. Pero si el caso es que no me atrevo a decirle una cosa. (Mira con recelo.)

ALCALDE. (Autoritario.) Dímela.

ZAPATERO. Comprendo que es una barbaridad .... pero yo no estoy enamorado de mi mujer.

ALCALDE. ¡Demonio!

ZAPATERO. Sí, señor, ¡demonio!

ALCALDE. Entonces, grandísimo tunante, ¿por qué te has casado?

ZAPATERO. Ahí lo tiene usted. Yo no me lo explico tampoco. Mi hermana, mi hermana tiene la culpa. Que si te vas a quedar solo, que si qué sé yo, que si qué sé yo cuánto... Yo tenía dinerillos, salud, y dije: ¡allá voy! Pero, benditísima soledad antigua. ¡Mal rayo parta a mi hermana, que en paz descanse!

ALCALDE. ¡Pues te has lucido!

ZAPATERO. Sí, señor, me he lucido... Ahora, que yo no aguanto más. Yo no sabía lo que era una mujer. Digo, ¡usted, cuatro! Yo no tengo edad para resistir este jaleo.

ZAPATERA. (Cantando dentro, fuerte.)
¡Ay, jaleo, jaleo,
ya se acabó el alboroto
y vamos al tiroteo!

ZAPATERO. Ya lo está usted oyendo.

ALCALDE. ¿Y qué piensas hacer?

ZAPATERO. Cuca silvana. (Hace el ademán.)

ALCALDE. ¿Se te ha vuelto el juicio?

ZAPATERO. (Excitado.) El zapatero a tus zapatos se acabó para mí. Yo soy un hombre pacífico. Yo no estoy acostumbrado a estos voceríos y a estar en lenguas de todos.

ALCALDE. (Riéndose.) Recapacita lo que has dicho que vas a hacer; que tú eres capaz de hacerlo, y no seas tonto. Es una lástima que un hombre como tú no tenga el carácter que debías tener. (Por la puerta de la izquierda aparece la Zapatera echándose polvos con una polvera rosa y limpiándose las cejas.)

ESCENA VII

Dichos y Zapatera,

ZAPATERA. Buenas tardes.

ALCALDE. Muy buenas. (Al Zapatero.) ¡Como guapa, es guapísima!

ZAPATERO. ¿Usted cree?

ALCALDE. ¡Qué rosas tan bien puestas lleva usted en el pelo y qué bien huelen!

ZAPATERA. Muchas que tiene usted en los balcones de su casa.

ALCALDE. Efectivamente. ¿Le gustan a usted las flores?

ZAPATERA. ¿A mí...? ¡Ay, me encantan! Hasta en el tejado tendría yo macetas, en la puerta, por las paredes. Pero a éste... a ése... no le gustan. Claro, toda la vida haciendo botas, ¡qué quiere usted! (Se sienta en la ventana.) Y buenas tardes. (Mira a la calle y coquetea.)

ZAPATERO. ¿Lo ve usted?

ALCALDE. Un poco brusca... pero es una mujer guapísima. ¡Qué cintura tan ideal!

ZAPATERO. No la conoce usted.

ALCALDE. ¡Psch! (Saliendo majestuosamente.) ¡Hasta mañana! Y a ver si se despeja esa cabeza. ¡A descansar, niña! ¡Qué lástima de talle! (Vase mirando a la Zapatera.) ¡Porque, vamos! ¡Y hay que ver qué ondas en el pelo! (Sale.)

ESCENA VIII

Zapatero y Zapatera.

ZAPATERA. (Cantando.)

Si tu madre tiene un rey,
la baraja tiene cuatro:
rey de oros, rey de copas,
rey de espadas, rey de bastos.
(La Zapatera coge una silla y sentada en la ventana empieza a darle vueltas.)

ZAPATERO. (Cogiendo otra silla y dándole vueltas en sentido contrario.) Si sabes que tengo esa superstición, y para mí esto es como si me dieras un tiro, ¿por qué lo haces?

ZAPATERA. (Soltando la silla.) ¿Qué he hecho yo? ¿No te digo que no me dejas ni moverme?

ZAPATERO. Ya estoy harto de explicarte... pero es inútil. (Va a hacer mutis, pero la Zapatera empieza otra vez y el Zapatero viene corriendo desde la puerta y da vueltas a su silla.) ¿Por qué no me dejas marchar, mujer?

ZAPATERA. ¡Jesús!, pero si lo que yo estoy deseando es que te vayas.

ZAPATERO. ¡Pues déjame!

ZAPATERA. (Enfurecida.) ¡Pues vete! (Fuera se oye una flauta acompañada de guitarra que toca una polquita antigua con el ritmo cómicamente acusado. La Zapatera empieza a llevar el compás con la cabeza y el Zapatero huye por la izquierda.)

ESCENA IX

Zapatera.

ZAPATERA. (Cantando.) Larán... larán... A mí, es que la flauta me ha gustado siempre mucho... Yo siempre he tenido delirio por ella... Casi se me saltan las lágrimas... ¡Qué primor! Larán, larán... Oye... Me gustaría que él la oyera... (Se levanta y se pone a bailar como si lo hiciera con novios imaginarios.) ¡Ay, Emiliano! Qué cintillos tan preciosos llevas... No, no... me da vergüencilla... Pero, José María, ¿no ves que nos están viendo? Coge un pañuelo, que no quiero que me manches el vestido. A ti te quiero, a ti... ¡Ah, sí!... mañana que traigas la jaca blanca, la que a mí me gusta. (Ríe. Cesa la música.) ¡Qué mala sombra! Esto es dejar a una con la miel en los labios...
Qué...

ESCENA X

Aparece en la ventana don Mirlo. Viste de negro, frac y pantalón corto. Le tiembla la voz y mueve la cabeza como un muñeco de alambre.

MIRLO. ¡Chisssssss!

ZAPATERA. (Sin mirar y vuelta de espalda a la ventana.) Pin, pin, pío, pío, pío.

MIRLO. (Acercándose más.) ¡Chissss! Zapaterita blanca, como el corazón de las almendras, pero amargosilla también. Zapaterita... junco de oro encendido... Zapaterita, bella Otero de mi corazón.

ZAPATERA. Cuánta cosa, don Mirlo; a mí me parecía imposible que los pajarracos hablaran. Pero si anda por ahí revoloteando un mirlo negro, negro y viejo... sepa que yo no puedo oírle cantar hasta más tarde... pin, pío, pío, pío.

MIRLO. Cuando las sombras crepusculares invadan con sus tenues velos el mundo y la vía pública se halle libre de transeúntes, volveré. (Toma rapé y estornuda sobre el cuello de la Zapatera.)

ZAPATERA. (Volviéndose airada y pegando a don Mirlo, que tiembla.) ¡Aaaa! (Con cara de asco:) ¡Y aunque no vuelvas, indecente! Mirlo de alambre, garabato de candil... Corre. corre... ¿Se habrá visto? ¡Mira que estornudar! ¡Vaya mucho con Dios! ¡Qué asco!

ESCENA XI

En la ventana se para el Mozo de la Faja. Tiene el sombrero plano echado a la cara y da pruebas de gran pesadumbre.

MOZO. ¿Se toma el fresco, zapaterita?

ZAPATERA. Exactamente igual que usted.

MOZO. Y siempre sola... ¡Qué lástima!

ZAPATERA. (Agria.) ¿Y por qué, lástima?

MOZO. Una mujer como usted, con ese pelo y esa pechera tan hermosísima...

ZAPATERA. (Más agria.) Pero, ¿por qué lástima?

MOZO. Porque usted es digna de estar pintada en las tarjetas postales y no aquí... este portalillo.

ZAPATERA. ¿Sí?... A mí las tarjetas postales me gustan mucho, sobre todo las de novios que se van de viaje...

MOZO. ¡Ay, zapaterita, qué calentura tengo! (Siguen hablando.)

ZAPATERO. (Entrando y retrocediendo.) ¡Con todo el mundo y a estas horas! ¡Qué dirán los que vengan al rosario de la iglesia! ¡Qué dirán en el casino! ¡Me estarán poniendo!... En cada casa, un traje con ropa interior y todo. (Zapatera ríe.) ¡Ay, Dios mío! ¡Tengo razón para marcharme! Quisiera oír a la mujer del sacristán; pues ¿y los curas? ¿Qué dirán los curas? Eso será lo que habrá que oír. (Entra desesperado.)

MOZO. ¿Cómo quiere que se lo exprese...? Yo la quiero, te quiero como...

ZAPATERA. Verdaderamente eso de «la quiero», «te quiero», suena de un modo que parece que me están haciendo cosquillas con una pluma detrás de las orejas. Te quiero, la quiero...

MOZO. ¿Cuántas semillas tiene el girasol?

ZAPATERA. ¡Yo qué sé!

MOZO. Tantos suspiros doy cada minuto por usted; por ti... (Muy cerca.)

ZAPATERA. (Brusca.) Estáte quieto. Yo puedo oírte hablar porque me gusta y es bonito, pero nada más, ¿lo oyes? ¡Estaría bueno!

MOZO. Pero eso no puede ser. ¿Es que tienes otro compromiso?

ZAPATERA. Mira, vete.

MOZO. No me muevo de este sitio sin el sí. ¡Ay, mi zapaterita, dame tu palabra! (Va a abrazarla.)

ZAPATERA. (Cerrando violentamente la ventana.) ¡Pero qué impertinente, qué loco!... ¡Si te he hecho daño te aguantas!... Como si yo no estuviera aquí más que paraaa, paraaaa... ¿Es que en este pueblo no puede una hablar con nadie? Por lo que veo, en este pueblo no hay más que dos extremos: o monja o trapo de fregar... ¡Era lo que me quedaba que ver! (Haciendo como que huele y echando a correr.) ¡Ay, mi comida que está en la lumbre! ¡Mujer ruin!

ESCENA XII

La luz se va marchando. El Zapatero sale con una gran capa y un bulto de ropa en la mano.

ZAPATERO. ¡O soy otro hombre o no me conozco! ¡Ay, casita mía! ¡Ay, banquillo mío! Cerote, clavos, pieles de becerro... Bueno. (Se dirige hacia la puerta y retrocede, pues se topa con dos Beatas en el mismo quicio.)

BEATA 1ª Descansando, ¿verdad?

BEATA 2ª ¡Hace usted bien en descansar!

ZAPATERO. (Con mal humor.) ¡Buenas noches!

BEATA 1ª A descansar, maestro.

BEATA 2ª ¡A descansar, a descansar! (Se van.)

ZAPATERO. Sí, descansando... ¡Pues no estaban mirando por el ojo de la llave! ¡Brujas, sayonas! ¡Cuidado con el retintín con que me lo han dicho! Claro... si en todo el pueblo no se hablará de otra cosa: ¡que si yo, que si ella, que si los mozos! ¡Ay! ¡Mal rayo parta a mi hermana que en paz descanse! ¡Pero primero solo que señalado por el dedo de los demás! (Sale rápidamente y deja la puerta abierta. Por la izquierda aparece la Zapatera.)

ESCENA XIII

La Zapatera.

ZAPATERA. Ya está la comida... ¿me estás oyendo? (Avanza hacia la puerta de la derecha:) ¿Me estás oyendo? Pero, ¿habrá tenido el valor de marcharse al cafetín, dejando la puerta abierta... y sin haber terminado los borceguíes? Pues cuando vuelva, ¡me oirá! ¡Me tiene que oír! ¡Qué hombres son los hombres, qué abusivos y qué... qué... vaya!... (En un repeluzno.) ¡Ay, qué fresquito hace! (Se pone a encender el candil y de la calle llega el ruido de las esquilas de los rebaños que vuelven al pueblo. La Zapatera se asoma a la ventana.) ¡Qué primor de rebaños! Lo que es a mí, me chalan las ovejitas. Mira, mira... aquella blanca tan chiquita que casi no puede andar. ¡Ay!... Pero aquella grandota y antipática se empeña en pisarla y nada... (A voces.) Pastor, ¡asombrado! ¿No estás viendo que te pisotean la oveja recién nacida? (Pausa.) Pues claro que me importa... ¿No ha de importarme? ¡Brutísimo!... Y mucho... (Se quita de la ventana.) Pero, Señor, ¿adónde habrá ido este hombre desnortado? Pues si tarda siquiera dos minutos más, como yo sola, que me basto y me sobro... ¡Con la comida tan buena que he preparado...! Mi cocido, con sus patatas de la sierra, dos pimientos verdes, pan blanco, un poquito magro de tocino, y arrope con calabaza y cáscara de limón para encima, ¡porque lo que es cuidarlo, lo que es cuidarlo, te estoy cuidando a mano! (Durante todo este monólogo da muestras de gran actividad, moviéndose de un lado para otro, arreglando las sillas, despabilando el velón y quitándose motas del vestido.)

ESCENA XIV

Niña, Zapatera, Alcalde, Sacristana, Vecinos y Vecinas.

NIÑO. (En la puerta.) ¿Estás disgustada, todavía?

ZAPATERA. Primorcito de su vecina, ¿dónde vas?

NIÑO. (En la puerta.) Tú no me regañarás, ¿verdad?, porque a mi madre que algunas veces me pega, la quiero veinte arrobas, pero a ti te quiero treinta y dos y media...

ZAPATERA. ¿Por qué eres tan precioso? (Sienta al Niño en sus rodillas.)

NIÑO. Yo venía a decirte una cosa que nadie quiere decirte. Ve tú, ve tú, ve tú, y nadie quería y entonces, «que vaya el niño», dijeron... porque era un notición que nadie quiere dar.

ZAPATERA. Pero dímelo pronto, ¿qué ha pasado?

NIÑO. No te asustes, que de muertos no es.

ZAPATERA. ¡Anda!

NIÑO. Mira, zapaterita... (Por la ventana entra una mariposa y el Niño bajándose de las rodillas de la Zapatera echa a correr.) Una mariposa, una mariposa... ¿no tienes un sombrero...? Es amarilla, con pintas azules y rojas... y, ¡qué sé yo...!

ZAPATERA. Pero, hijo mío... ¿quieres?...

NIÑO. (Enérgico.) Cállate y habla en voz baja, ¿no ves que se espanta si no? ¡Ay! ¡Dame tu pañuelo!

ZAPATERA. (Intrigada ya en la caza.) Tómalo.

NIÑO. ¡Chis...! No pises fuerte.

ZAPATERA. Lograrás que se escape.

NIÑO. (En voz baja y como encantando a la mariposa, canta.)

Mariposa del aire,
qué hermosa eres,
mariposa del aire
dorada y verde.
Luz de candil,
mariposa del aire,
¡quédate ahí, ahí, ahí!
No te quieres parar,
pararte no quieres.
Mariposa del aire
dorada y verde.
Luz de candil,
mariposa del aire,
¡quédate ahí, ahí, ahí!
¡Quédate ahí!
Mariposa, ¿estás ahí?

ZAPATERA. (En broma.) Síííí.

NIÑO. No, eso no vale. (La mariposa vuela.)

ZAPATERA. ¡Ahora! ¡Ahora!

NIÑO. (Corriendo alegremente con el pañuelo.) ¿No te quieres parar? ¿No quieres dejar de volar?

ZAPATERA. (Corriendo también por otro lado.) ¡Que se escapa, que se escapa! (El Niño sale corriendo por la puerta persiguiendo a la mariposa.)

ZAPATERA. (Enérgica.) ¿Dónde vas?

NIÑO. (Suspenso.) ¡Es verdad! (Rápido.) ¡Pero yo no tengo la culpa!

ZAPATERA. ¡Vamos! ¿Quieres decirme lo que pasa? ¡Pronto!

NIÑO. ¡Ay! Pues, mira... tu marido, el zapatero, se ha ido para no volver más.

ZAPATERA. (Aterrada.) ¿Cómo?

NIÑO. Sí, sí, eso ha dicho en casa antes de montarse en la diligencia, que lo he visto yo... y nos encargó que te lo dijéramos y ya lo sabe todo el pueblo...

ZAPATERA. (Sentándose desplomada.) ¡No es posible, esto no es posible! ¡Yo no lo creo!

NIÑO. ¡Sí que es verdad, no me regañes!

ZAPATERA. (Levantándose hecha una furia y dando fuertes pisotadas en el suelo.) ¿Y me da este pago? ¿Y me da este pago? (El Niño se refugia detrás de la mesa.)

NIÑO. ¡Que se caen las horquillas!

ZAPATERA. ¿Qué va a ser de mí sola en esta vida? ¡Ay, ay, ay!

(El Niño sale corriendo. La ventana y las puertas están llenas de vecinos.) Sí, sí, venid a verme, cascantes, comadricas, por vuestra culpa ha sido...

ALCALDE. Mira, ya te estás callando. Si tu marido te ha dejado ha sido porque no lo querías, porque no podía ser.

ZAPATERA. ¿Pero lo van a saber ustedes mejor que yo? Sí, lo quería, vaya si lo quería, que pretendientes buenos y muy riquísimos he tenido y no les he dado el sí jamás. ¡Ay, pobrecito mío, qué cosas te habrán contado!

SACRISTANA. (Entrando.) Mujer, repórtate.

ZAPATERA. No me resigno. No me resigno. ¡Ay, ay! (Por la puerta empiezan a entrar Vecinas vestidas con colores violentos y que llevan grandes vasos de refrescos. Giran, corren, entran y salen alrededor de la Zapatera que está sentada gritando, con la prontitud y ritmo de baile. Las grandes faldas se abren a las vueltas que dan. Todos adoptan una actitud cómica de pena.)

VECINA AMARILLA. Un refresco.

VECINA ROJA: Un refresquito.

VECINA VERDE. Para la sangre.

VECINA NEGRA. De limón.

VECINA MORADA. De zarzaparrilla.

VECINA ROJA. La menta es mejor.

VECINA MORADA. Vecina.

VECINA VERDE. Vecinita.

VECINA NEGRA. Zapatera.

VECINA ROJA. Zapaterita.

(Las Vecinas arman gran algazara. La Zapatera llora a gritos.)

Telón

Acto segundo

La misma decoración. A la izquierda, el banquillo arrumbado. A la derecha, un mostrador con botellas y un lebrillo con agua donde la Zapatera friega las copas. La Zapatera está detrás del mostrador. Viste un traje rojo encendido, con amplias faldas y los brazos al aire. En la escena, dos mesas. En una de ellas está sentado don Mirlo, que toma un refresco y en la otra el Mozo del Sombrero en la cara.

ESCENA PRIMERA

La Zapatera friega con gran ardor vasos y copas que va colocando en el mostrador.

Aparece en la puerta el Mozo de la Faja y el Sombrero plano del primer acto. Está triste.

Lleva los brazos caídos y mira de manera tierna a la Zapatera. Al actor que exagere lo más mínimo en este tipo, debe el Director de escena darle un bastonazo en la cabeza.

Nadie debe exagerar. La farsa exige siempre naturalidad. El Autor ya se ha encargado de dibujar el tipo y el sastre de vestirlo. Sencillez. El Mozo se detiene en la puerta. Don Mirlo y el otro Mozo vuelven la cabeza y lo miran. Ésta es casi una escena de cine. Las miradas y expresión del conjunto dan su expresión. La Zapatera deja de fregar y mira al Mozo fijamente. Silencio.

ZAPATERA. Pase usted.

MOZO DE LA FAJA. Si usted lo quiere...

ZAPATERA. (Asombrada.) ¿Yo? Me trae absolutamente sin cuidado, pero como te veo en la puerta...

MOZO DE LA FAJA. Lo que usted quiera. (Se apoya en el mostrador.) (Entre dientes.) Éste es otro al que voy a tener que...

ZAPATERA. ¿Qué va a tomar?

MOZO DE LA FAJA. Seguiré sus indicaciones.

ZAPATERA. Pues la puerta.

MOZO DE LA FAJA. ¡Ay, Dios mío, cómo cambian los tiempos!

ZAPATERA. No crea que me voy a echar a llorar. Vamos. Va usted a tomar copa, café, refresco, ¿diga?

MOZO DE LA FAJA. Refresco.

ZAPATERA. No me mire tanto que se me va a derramar el jarabe.

MOZO DE LA FAJA. Es que yo me estoy muriendo. ¡Ay! (Por la ventana pasan dos Majas con inmensos abanicos. Miran, se santiguan escandalizadas, se tapan los ojos con los pericones y a pasos menuditos cruzan.)

ZAPATERA. El refresco.

MOZO DE LA FAJA. (Mirándola.) ¡Ay!

MOZO DEL SOMBRERO. (Mirando al suelo.) ¡Ay!

MIRLO. (Mirando al techo.) ¡Ay! (La Zapatera dirige la cabeza hacia los tres ayes.)

ZAPATERA. ¡Requeteay! Pero esto ¿es una taberna o un hospital? ¡Abusivos! Si no fuera porque tengo que ganarme la vida con estos vinillos y este trapicheo, porque estoy sola desde que se fue por culpa de todos vosotros mi pobrecito marido de mi alma, ¿cómo es posible que yo aguantara esto? ¿Qué me dicen ustedes? Los voy a tener que plantar en lo ancho de la calle.

MIRLO. Muy bien, muy bien dicho.

MOZO DEL SOMBRERO. Has puesto taberna y podemos estar aquí dentro todo el tiempo que queramos.

ZAPATERA. (Fiera.) ¿Cómo? ¿Cómo? (El Mozo de la Faja inicia el mutis y don Mirlo se levanta sonriente y haciendo como que está en el secreto y que volverá.)

MOZO DEL SOMBRERO. Lo que he dicho.

ZAPATERA. Pues si dices tú, más digo yo y puedes enterarte, y todos los del pueblo, que hace cuatro meses que se fue mi marido y no cederé a nadie jamás, porque una mujer casada debe estarse en su sitio como Dios manda. Y que no me asusto de nadie, ¿lo oyes?, que yo tengo la sangre de mi abuelo, que esté en gloria, que fue desbravador de caballos y lo que se dice un hombre. Decente fui y decente lo seré. Me comprometí con mi marido. Pues hasta la muerte. (Don Mirlo sale por la puerta rápidamente y haciendo señas que indican una relación entre él y la Zapatera.)

MOZO DEL SOMBRERO. (Levantándose.) Tengo tanto coraje que agarraría un toro de los cuernos, le haría hincar la cerviz en las arenas y después me comería sus sesos crudos con estos dientes míos, en la seguridad de no hartarme de morder. (Sale rápidamente y don Mirlo huye hacia la izquierda.)

ZAPATERA. (Con las manos en la cabeza.) Jesús, Jesús, Jesús y Jesús. (Se sienta.)

ESCENA II

Zapatera y Niño.

Por la puerta entra el Niño, se dirige a la Zapatera y le tapa los ojos.

NIÑO. ¿Quién soy yo?

ZAPATERA. Mi niño, pastorcillo de Belén.

NIÑO. Ya estoy aquí. (Se besan.)

ZAPATERA. ¿Vienes por la meriendita?

NIÑO. Si tú me la quieres dar...

ZAPATERA. Hoy tengo una onza de chocolate.

NIÑO. ¿Sí? A mí me gusta mucho estar en tu casa.

ZAPATERA. (Dándole la onza.) Porque eres interesadillo...

NIÑO. ¿Interesadillo? ¿Ves este cardenal que tengo en la rodilla?

ZAPATERA. ¿A ver? (Se sienta en una silla baja y toma al Niño en brazos.)

NIÑO. Pues me lo ha hecho el Lunillo porque estaba cantando... las coplas que te han sacado y yo le pegué en la cara, y entonces él me tiró una piedra que, ¡plaff!, mira.

ZAPATERA. ¿Te duele mucho?

NIÑO. Ahora no, pero he llorado.

ZAPATERA. No hagas caso ninguno de lo que dicen.

NIÑO. Es que eran cosas muy indecentes. Cosas indecentes que yo sé decir, ¿sabes? pero que no quiero decir.

ZAPATERA. (Riéndose.) Porque si las dices cojo un pimiento picante y lo pongo la lengua como un ascua. (Ríen.)

NIÑO. Pero, ¿por qué te echarán a ti la culpa de que tu marido se haya marchado?

ZAPATERA. Ellos, ellos son los que la tienen y los que me hacen desgraciada.

NIÑO. (Triste.) No digas, Zapaterita.

ZAPATERA. Yo me miraba en sus ojos. Cuando le veía venir montado en su jaca blanca...

NIÑO. (Interrumpiéndole.) ¡Ja, ja, ja! Me estás engañando. El señor Zapatero no tenía jaca.

ZAPATERA. Niño, sé más respetuoso. Tenía jaca, claro que la tuvo, pero es... es que tú no habías nacido.

NIÑO. (Pasándole la mano por la cara.) ¡Ah! ¡Eso sería!

ZAPATERA. Ya ves tú... cuando lo conocí estaba yo lavando en el arroyo del pueblo. Medio metro de agua y las chinas del fondo se veían reír, reír con el temblorcillo. Él venía con un traje,negro entallado, corbata roja de seda buenísima y cuatro anillos de oro que relumbraban como cuatro soles.

NIÑO. ¡Qué bonito!

ZAPATERA. Me miró y lo miré. Yo me recosté en la hierba. Todavía me parece sentir en la cara aquel aire tan fresquito que venía por los árboles. Él paró su caballo y la cola del caballo era blanca y tan larga que llegaba al agua del arroyo. (La Zapatera está casi llorando. Empieza a oírse un canto lejano.) Me puse tan azarada que se me fueron dos pañuelos preciosos, así de pequeñitos, en la corriente.

NIÑO. ¡Qué risa!

ZAPATERA. Él, entonces, me dijo... (El canto se oye más cerca. Pausa.) ¡Chisss...!

NIÑO. (Se levanta.) ¡Las coplas!

ZAPATERA. ¡Las coplas! (Pausa. Los dos escuchan.) ¿Tú sabes lo que dicen?

NIÑO. (Con la mano.) Medio, medio.

ZAPATERA. Pues cántalas, que quiero enterarme.

NIÑO. ¿Para qué?

ZAPATERA. Para que yo sepa de una vez lo que dicen.

NIÑO. (Cantando y siguiendo el compás.) Verás:

La señora Zapatera,
al marcharse su marido,
ha montado una taberna
donde acude el señorío.

ZAPATERA. ¡Me la pagarán!

NIÑO. (El Niño lleva el compás con la mano en la mesa.)

Quién lo compra, Zapatera,
el paño de tus vestidos
y esas chambras de batista
con encajes de bolillos.
Ya la corteja el Alcalde,
ya la corteja don Mirlo.
¡Zapatera, Zapatera,
Zapatera, te has lucido!

(Las voces se van distinguiendo cerca y claras con su acompañamiento de panderos. La Zapatera coge un mantoncillo de Manila y se lo echa sobre los hombros.)

¿Dónde vas? (Asustado.)

ZAPATERA. ¡Van a dar lugar a que compre un revólver! (El canto se aleja. La Zapatera corre a la puerta. Pero tropieza con el Alcalde que viene majestuoso, dando golpes con la vara en el suelo.)

ALCALDE. ¿Quién despacha?

ZAPATERA. ¡El demonio!

ALCALDE. Pero, ¿qué ocurre?

ZAPATERA. Lo que usted debía saber hace muchos días, lo que usted como alcalde no debía permitir. La gente me canta coplas, los vecinos se ríen en sus puertas y como no tengo marido que vele por mí, salgo yo a defenderme, ya que en este pueblo las autoridades son calabacines, ceros a la izquierda, estafermos.

NIÑO. Muy bien dicho.

ALCALDE. (Enérgico.) Niño, niño, basta de voces... ¿Sabes tú lo que he hecho ahora? Pues meter en la cárcel a dos o tres de los que venían cantando.

ZAPATERA. ¡Quisiera yo ver eso!

VOZ. (Fuera.) ¡Niñoooo!

NIÑO. ¡Mi madre me llama! (Corre a la ventana.) ¡Quéee! Adiós. Si quieres te puedo traer el espadón grande de mi abuelo, el que se fue a la guerra. Yo no puedo con él, ¿sabes?, pero tú, sí.

ZAPATERA. (Sonriendo.) ¡Lo que quieras!

VOZ. (Fuera.) ¡Niñoooo!

NIÑO. (Ya en la calle.) ¿Quéeee?

ESCENA III

Zapatera y Alcalde.

ALCALDE. Por lo que veo, este niño sabio y retorcido es la única persona a quien tratas bien en el pueblo.

ZAPATERA. No pueden ustedes hablar una sola palabra sin ofender... ¿De qué se ríe su ilustrísima?

ALCALDE. ¡De verte tan hermosa y desperdiciada!

ZAPATERA. ¡Antes un perro! (Le sirve un vaso de vino.)

ALCALDE. ¡Qué desengaño de mundo! Muchas mujeres he conocido como amapolas, como rosas de olor... mujeres morenas con los ojos como tinta de fuego, mujeres que les huele el pelo a nardos y siempre tienen las manos con calentura, mujeres cuyo talle se puede abarcar con estos dos dedos, pero como tú, como tú no hay nadie. Anteayer estuve enfermo toda la mañana porque vi tendidas en el prado dos camisas tuyas con lazos celestes, que era como verte a ti, zapatera de mi alma.

ZAPATERA. (Estallando furiosa.) Calle usted, viejísimo, calle usted; con hijas mozuelas y lleno de familia no se debe cortejar de esta manera tan indecente y tan descarada.

ALCALDE. Soy viudo.

ZAPATERA. Y yo casada.

ALCALDE. Pero tu marido te ha dejado y no volverá, estoy seguro.

ZAPATERA. Yo viviré como si lo tuviera.

ALCALDE. Pues a mí me consta, porque me lo dijo, que no te quería ni tanto así.

ZAPATERA. Pues a mí me consta que sus cuatro señoras, mal rayo las parta, le aborrecían a muerte.

ALCALDE. (Dando en el suelo con la vara.) ¡Ya estamos!

ZAPATERA. (Tirando un vaso.) ¡Ya estamos! (Pausa.)

ALCALDE. (Entre dientes.) Si yo te cogiera por mi cuenta, ¡vaya si te domaba!

ZAPATERA. (Guasona.) ¿Qué está usted diciendo?

ALCALDE. Nada, pensaba... que si tú fueras como debías ser, te hubiera enterado que tengo voluntad y valentía para hacer escritura, delante del notario, de una casa muy hermosa.

ZAPATERA. ¿Y qué?

ALCALDE. Con un estrado que costó cinco mil reales, con centros de mesa, con cortinas de brocatel, con espejos de cuerpo entero...

ZAPATERA. ¿Y qué más?

ALCALDE. (Tenoriesco.) Que la casa tiene una cama con coronación de pájaros y azucenas de cobre, un jardín con seis palmeras y una fuente saltadora, pero aguarda, para estar alegre, que una persona que sé yo se quiera aposentar en sus salas donde estaría... (Dirigiéndose a la Zapatera.) Mira, ¡estarías como una reina!

ZAPATERA. (Guasona.) Yo no estoy acostumbrada a esos lujos. Siéntese usted en el estrado, métase usted en la cama, mírese usted en los espejos y póngase con la boca abierta debajo de las palmeras esperando que le caigan los dátiles, que yo de zapatera no me muevo.

ALCALDE. Ni yo de alcalde. Pero que te vayas enterando que no por mucho despreciar amanece más temprano. (Con retintín.)

ZAPATERA. Y que no me gusta usted ni me gusta nadie del pueblo. ¡Que está usted muy viejo!

ALCALDE. (Indignado.) Acabaré metiéndote en la cárcel.

ZAPATERA. ¡Atrévase usted! (Fuera se oye un toque de trompeta floreado y comiquísimo.)

ALCALDE. ¿Qué será eso?

ZAPATERA. (Alegre y ojiabierta.) ¡Títeres! (Se golpea las rodillas. Por la ventana cruzan dos Mujeres.)

VECINA ROJA. ¡Títeres!

VECINA MORADA. ¡Títeres!

NIÑO. (En la ventana.) ¿Traerán monos? ¡Vamos!

ZAPATERA. (Al Alcalde.) ¡Yo voy a cerrar la puerta!

NIÑO. ¡Vienen a tu casa!

ZAPATERA. ¿Sí? (Se acerca a la puerta.)

NIÑO. ¡Míralos!

ESCENA IV

Por la puerta aparece el Zapatero disfrazado. Trae una trompeta y un cartelón enrollado a la espalda, lo rodea la gente. La Zapatera queda en actitud expectante y el Niño salta por la ventana y se coge a sus faldones.

ZAPATERO. Buenas tardes.

ZAPATERA. Buenas tardes tenga usted, señor titiritero.

ZAPATERO. ¿Aquí se puede descansar?

ZAPATERA. Y beber, si usted gusta.

ALCALDE. Pase usted, buen hombre y tome lo que quiera, que yo pago. (A los Vecinos.) Y vosotros, ¿qué hacéis ahí?

VECINA ROJA. Como estamos en lo ancho de la calle no creo que le estorbemos. (El Zapatero mirándolo todo con disimulo deja el rollo sobre la mesa.)

ZAPATERO. Déjelos, señor Alcalde... supongo que es usted, que con ellos me gano la vida.

NIÑO. ¿Dónde he oído yo hablar a este hombre? (En toda la escena el Niño mirará con gran extrañeza al Zapatero.) ¡Haz ya los títeres! (Los Vecinos ríen.)

ZAPATERO. En cuanto tome un vaso de vino.

ZAPATERA. (Alegre.) ¿Pero los va usted a hacer en mi casa?

ZAPATERO. Si tú me lo permites.

VECINA ROJA. Entonces, ¿podemos pasar?

ZAPATERA. (Seria.) Podéis pasar. (Da un vaso al Zapatero.)

VECINA ROJA. (Sentándose.) Disfrutaremos un poquito. (El Alcalde se sienta.)

ALCALDE. ¿Viene usted de muy lejos?

ZAPATERO. De muy lejísimo.

ALCALDE. ¿De Sevilla?

ZAPATERO. Échele usted leguas.

ALCALDE. ¿De Francia?

ZAPATERO. Échele usted leguas.

ALCALDE. ¿De Inglaterra?

ZAPATERO. De las Islas Filipinas. (Las Vecinas hacen rumores de admiración. La Zapatera está extasiada.)

ALCALDE. ¿Habrá usted visto a los insurrectos?

ZAPATERO. Lo mismo que les estoy viendo a ustedes ahora.

NIÑO. ¿Y cómo son?

ZAPATERO. Intratables. Figúrense ustedes que casi todos ellos son zapateros. (Los Vecinos miran a la Zapatera.)

ZAPATERA. (Quemada.) ¿Y no los hay de otros oficios?

ZAPATERO. Absolutamente. En las Islas Filipinas, zapateros.

ZAPATERA. Pues puede que en las Filipinas esos zapateros sean tontos, que aquí en estas tierras los hay listos y muy listos.

VECINA ROJA. (Adulona.) Muy bien hablado.

ZAPATERA. (Brusca.) Nadie le ha preguntado su parecer.

VECINA ROJA. ¡Hija mía!

ZAPATERO. (Enérgico, interrumpiendo.) ¡Qué rico Vino! (Más fuerte.) ¿Qué requeterrico vino! (Silencio.) Vino de uvas negras como el alma de algunas mujeres que yo conozco.

ZAPATERA. ¡De las que la tengan!

ALCALDE. ¡Chis! ¿Y en qué consiste el trabajo de usted?

ZAPATERO. (Apura el vaso, chasca la lengua y mira a la Zapatera.) ¡Ah! Es un trabajo de poca apariencia y de mucha ciencia. Enseño la vida por dentro. Aleluyas son los hechos del zapatero mansurrón y la Fierabrás de Alejandría, vida de don Diego Corrientes, aventuras del guapo Francisco Esteban y, sobre todo, arte de colocar el bocado a las mujeres parlanchinas y respondonas.

ZAPATERA. ¡Todas esas cosas las sabía mi pobrecito esposo!

ZAPATERO. ¡Dios lo haya perdonado!

ZAPATERA. Oiga usted... (Las Vecinas se ríen.)

NIÑO. ¡Cállate!

ALCALDE. (Autoritario.) ¡A callar! Enseñanzas son esas que convienen a todas las criaturas. Cuando usted guste. (El Zapatero desenrolla el cartelón en el que hay pintada una historia de ciego, dividida en pequeños cuadros, pintados con almazarrón y colores violentos. Los Vecinos inician un movimiento de aproximación y la Zapatera se sienta al Niño sobre sus rodillas.)

ZAPATERO. Atención.

NIÑO. ¡Ay, qué precioso! (Abraza a la Zapatera, murmullos.)

ZAPATERA. Que te fijes bien por si acaso no me entero del todo.

NIÑO. Más difícil que la historia sagrada no será.

ZAPATERO. Respetable público: Oigan ustedes el romance verdadero y sustancioso de la mujer rubicunda y el hombrecito de la paciencia, para que sirva de escarmiento y ejemplaridad a todas las gentes de este mundo. (En tono lúgubre.) Aguzad vuestros oídos y entendimiento. (Los Vecinos alargan la cabeza y algunas Mujeres se agarran de las manos.)

NIÑO. ¿No te parece el titiritero, hablando, a tu marido?

ZAPATERA. Él tenía la voz más dulce.

ZAPATERO. ¿Estamos?

ZAPATERA. Me sube así un repeluzno.

NIÑO. ¡Y a mí también!

ZAPATERO. (Señalando con la varilla.)

En un cortijo de Córdoba,
entre jarales y adelfas,
vivía un talabartero
con una talabartera. (Expectación.)
Ella era mujer arisca,
él hombre de gran paciencia,
ella giraba en los veinte
y él pasaba de cincuenta.
¡Santo Dios, cómo reñían!
Miren ustedes la fiera,
burlando al débil marido
con los ojos y la lengua.
(Está pintada en el cartel una mujer que mira
de manera infantil y cómica.)

ZAPATERA. ¡Qué mala mujer! (Murmullos.)

ZAPATERO.

Cabellos de emperadora
tiene la talabartera,
y una carne como el agua
cristalina de Lucena.
Cuando movía las faldas
en tiempos de primavera
olía toda su ropa
a limón y a yerbabuena.
¡Ay, qué limón, limón
de la limonera!
¡Qué apetitosa
talabartera! (Los Vecinos ríen.)
Ved cómo la cortejaban
mocitos de gran presencia
en caballos relucientes
llenos de borlas de seda.
Gente cabal y garbosa
que pasaba por la puerta
haciendo brillar adrede
las onzas de sus cadenas.
La conversación a todos
daba la talabartera,
y ellos caracoleaban
sus jacas sobre las piedras.
Miradla hablando con uno
bien peinada y bien compuesta,
mientras el pobre marido
clava en el cuero la lezna.

(Muy dramático y cruzando las manos.)
Esposo viejo y decente
casado con joven tierna,
qué tunante caballista
roba tu amor en la puerta.

(La Zapatera, que ha estado dando suspiros, rompe a llorar.)

ZAPATERO. (Volviéndose.) ¿Qué os pasa?

ALCALDE. ¡Pero, niña! (Da con la vara.)

VECINA ROJA. ¡Siempre llora quien tiene por qué callar!

VECINA MORADA. ¡Siga usted! (Los Vecinos murmuran y sisean.)

ZAPATERA. Es que me da mucha lástima y no puedo contenerme, ¿lo ve usted?, no puedo contenerme. (Llora queriéndose contener, hipando de manera comiquísima.)

ALCALDE. ¡Chitón!

NIÑO. ¿Lo Ves?

ZAPATERO. ¡Hagan el favor de no interrumpirme! ¡Cómo se conoce que no tienen que decirlo de memoria!

NIÑO. (Suspirando.) ¡Es verdad!

ZAPATERO. (Malhumorado.)

Un lunes por la mañana
a eso de las once y media,
cuando el sol deja sin sombra
los juncos y madreselvas,
cuando alegremente bailan
brisa y tomillo en la sierra
y van cayendo las verdes
hojas de las madroñeras,
regaba sus alhelíes
la arisca talabartera.
Llegó su amigo trotando
una jaca cordobesa
y le dijo entre suspiros:
Niña, si tú lo quisieras,
cenaríamos mañana
los dos solos, en tu mesa.
¿Y qué harás de mi marido?
Tu marido no se entera.
¿Qué piensas hacer? Matarlo.
Es ágil. Quizá no puedas.
¿Tienes revólver? ¡Mejor!,
¡tengo navaja barbera!
¿Corta mucho? Más que el frío.
(La Zapatera se tapa los ojos y aprieta al Niño.
Todos los Vecinos tienen una expectación máxima
que se notará en sus expresiones.)
Y no time ni una mella.
¿No has mentido? Le daré
diez puñaladas certeras
en esta disposición,
que me parece estupenda:
cuatro en la región lumbar,
una en la tetilla izquierda,
otra en semejante sitio
y dos en cada cadera.
¿Lo matarás en seguida?
Esta noche cuando vuelva
con el cuero y con las crines
por la curva de la acequia.

(En este último verso y con toda rapidez se oye fuera del escenario un grito angustiado y fortísimo; los Vecinos se levantan. Otro grito más cerca. Al Zapatero se le cae de las manos el cartelón y la varilla.
Tiemblan todos cómicamente.)

VECINA NEGRA. (En la ventana.) ¡Ya han sacado las navajas!

ZAPATERA. ¡Ay, Dios mío!

VECINA ROJA. ¡Virgen Santísima!

ZAPATERO. ¡Qué escándalo!

VECINA NEGRA. ¡Se están matando! ¡Se están cosiendo a puñaladas por culpa de esa mujer! (Señala a la Zapatera.)

ALCALDE. (Nervioso.) ¡Vamos a ver!

NIÑO. ¡Que me da mucho miedo!

VECINA VERDE. ¡Acudir, acudir! (Van saliendo.)

VOZ. (Fuera.) ¡Por esa mala mujer!

ZAPATERO. Yo no puedo tolerar esto; ¡no lo puedo tolerar! (Con las manos en la cabeza corre la escena. Van saliendo rapidísimamente todos entre ayes y miradas de odio a la Zapatera. Ésta cierra rápidamente la ventana y la puerta.)

ESCENA V

Zapatera y Zapatero.

ZAPATERA. ¿Ha visto usted qué infamia? Yo le juro por la preciosísima sangre de nuestro padre Jesús, que soy inocente. ¡Ay! ¿Qué habrá pasado?... Mire, mire usted como tiemblo. (Le enseña las manos.) Parece que las manos se me quieren escapar ellas solas.

ZAPATERO. Calma, muchacha. ¿Es que su marido está en la calle?

ZAPATERA. (Rompiendo a llorar.) ¿Mi marido? ¡Ay, señor mío!

ZAPATERO. ¿Qué le pasa?

ZAPATERA. Mi marido me dejó por culpa de las gentes y ahora me encuentro sola sin calor de nadie.

ZAPATERO. ¡Pobrecilla!

ZAPATERA. ¡Con lo que yo lo quería! ¡Lo adoraba!

ZAPATERO. (En un arranque.) ¡Eso no es verdad!

ZAPATERA. (Dejando rápidamente de llorar.) ¿Qué está usted diciendo?

ZAPATERO. Digo que es una cosa tan... incomprensible que... parece que no es verdad. (Turbado.)

ZAPATERA. Tiene usted mucha razón, pero yo desde entonces no como, ni duermo, ni vivo; porque él era mi alegría, mi defensa.

ZAPATERO. Y queriéndolo tanto como lo quería, ¿la abandonó? Por lo que veo su marido de usted era un hombre de pocas luces.

ZAPATERA. Haga el favor de guardarse la lengua en el bolsillo. Nadie le ha dado permiso para que dé su opinión.

ZAPATERO. Usted perdone, no he querido...

ZAPATERA. Digo... ¡cuando era más listo!

ZAPATERO. (Con guasa.) ¿Siiii?

ZAPATERA. (Enérgica.) Sí. ¿Ve usted todos esos romances y chupaletrinas que canta y cuenta por los pueblos? Pues todo eso es un ochavo comparado con lo que él sabía... él sabía... ¡el triple!

ZAPATERO. (Serio.) No puede ser.

ZAPATERA. (Enérgica.) Y el cuádruple... Me los decía todos a mí cuando nos acostábamos. Historietas antiguas que usted no habrá oído mentar siquiera... (Gachona.) y a mí me daba un susto... pero él me decía: « ¡Preciosa de mi alma, si esto ocurre de mentirijillas! ».

ZAPATERO. (Indignado.) ¡Mentira!

ZAPATERA. (Extrañadísima.) ¿Eh? ¿Se le ha vuelto el juicio?

ZAPATERO. ¡Mentira!

ZAPATERA. (Indignada.) Pero ¿qué es lo que está usted diciendo, titiritero del demonio?

ZAPATERO. (Fuerte y de pie.) Que tenía mucha razón su marido de usted. Esas historietas son pura mentira, fantasía nada más. (Agrio.)

ZAPATERA. (Agria.) Naturalmente, señor mío. Parece que me toma por tonta de capirote... pero no me negará usted que dichas historietas impresionan.

ZAPATERO. ¡Ah, eso ya es harina de otro costal! Impresionan a las almas impresionables.

ZAPATERA. Todo el mundo tiene sentimientos.

ZAPATERO. Según se mire. He conocido mucha gente sin sentimiento. Y en mi pueblo vivía una mujer... en cierta época, que tenía el suficiente mal corazón para hablar con sus amigos por la ventana mientras el marido hacía botas y zapatos de la mañana a la noche.

ZAPATERA. (Levantándose y cogiendo una silla.) ¿Eso lo dice por mí?

ZAPATERO. ¿Cómo?

ZAPATERA. ¡Que si va con segunda, dígalo! ¡Sea valiente!

ZAPATERO. (Humilde.) Señorita, ¿qué está usted diciendo? ¿Qué sé yo quién es usted? Yo no la he ofendido en nada; ¿por qué me falta de esa manera? ¡Pero es mi sino! (Casi lloroso.)

ZAPATERA. (Enérgica, pero conmovida.) Mire usted, buen hombre. Yo he hablado así porque estoy sobre ascuas; todo el mundo me asedia, todo el mundo me critica; ¿cómo quiere que no esté acechando la ocasión más pequeña para defenderme? Si estoy sola, si soy joven y vivo ya sólo de mis recuerdos. (Llora.)

ZAPATERO. (Lloroso.) Ya comprendo, preciosa joven. Lo comprendo mucho más de lo que pueda imaginarse, porque... ha de saber usted con toda clase de reservas que su situación es... sí, no cabe duda, idéntica a la mía.

ZAPATERA. (Intrigada.) ¿Es posible?

ZAPATERO. (Se deja caer sobre la mesa.) A mí... ¡me abandonó mi esposa!

ZAPATERA. ¡No pagaba con la muerte!

ZAPATERO. Ella soñaba con un mundo que no era el mío, era fantasiosa y dominanta, gustaba demasiado de la conversación y las golosinas que yo no podía costearle, y un día tormentoso de viento huracanado me abandonó para siempre.

ZAPATERA. ¿Y qué hace usted ahora, corriendo mundo?

ZAPATERO. Voy en su busca para perdonarla y vivir con ella lo poco que me queda de vida. A mi edad ya se está malamente por esas posadas de Dios.

ZAPATERA. (Rápida.) Tome un poquito de café caliente que después de toda esta tracamandana le servirá de salud. (Va al mostrador a echar el café y vuelve la espalda al Zapatero.)

ZAPATERO. (Persignándose exageradamente y abriendo los ojos.) Dios te lo premie, clavellinita encarnada.

ZAPATERA. (Le ofrece la taza. Se queda con el plato en las manos y él bebe a sorbos.) ¿Está bueno?

ZAPATERO. (Meloso.) ¡Como hecho por sus manos!

ZAPATERA. (Sonriente.) ¡Muchas gracias!

ZAPATERO. (En el último trago.) ¡Ay, qué envidia me da su marido!

ZAPATERA. ¿Por qué?

ZAPATERO. (Galante.) ¡Porque se pudo casar con la mujer más preciosa de la tierra!

ZAPATERA. (Derretida.) ¡Qué cosas tiene!

ZAPATERO. Y ahora casi me alegro de tenerme que marchar, porque usted sola, yo solo, usted tan guapa y yo con mi lengua en su sitio, me parece que se me escaparía cierta insinuación...

ZAPATERA. (Reaccionando.) Por Dios, ¡quite de ahí! ¿Qué se figura? ¡Yo guardo mi corazón entero para el que está por esos mundos, para quien debo, para mi marido!

ZAPATERO. (Contentísimo y tirando el sombrero al suelo.) ¡Eso está pero que muy bien! Así son las mujeres verdaderas, ¡así!

ZAPATERA. (Un poco guasona y sorprendida.) Me parece a mí que usted está un poco... (Se lleva el dedo a la sien.)

ZAPATERO. Lo que usted quiera. ¡Pero sepa y entienda que yo no estoy enamorado de nadie más que de mi mujer, mi esposa de legítimo matrimonio!

ZAPATERA. Y yo de mi marido y de nadie más que de mi marido. Cuántas veces lo he dicho para que lo oyeran hasta los sordos. (Con las manos cruzadas.) ¡Ay, qué zapaterillo de mi alma!

ZAPATERO. (Aparte.) ¡Ay, qué zapaterilla de mi corazón! (Golpes en la puerta.)

ESCENA VI

Zapatera, Zapatero y Niño.

ZAPATERA. ¡Jesús! Está una en un continuo sobresalto. ¿Quién es?

NIÑO. ¡Abre!

ZAPATERA. ¿Pero es posible? ¿Cómo has venido?

NIÑO. ¡Ay, vengo corriendo para decírtelo!

ZAPATERA. ¿Qué ha pasado?

NIÑO. Se han hecho heridas con las navajas dos o tres mozos y te echan a ti la culpa. Heridas que echan mucha sangre. Todas las mujeres han ido a ver al juez para que te vayas del pueblo, ¡ay! Y los hombres querían que el sacristán tocara las campanas para cantar tus coplas... (El Niño está jadeante y sudoroso.)

ZAPATERA. (Al Zapatero.) ¿Lo está usted viendo?

NIÑO. Toda la plaza está llena de corrillos... parece la feria... ¡y todos contra ti!

ZAPATERO. ¡Canallas! Intenciones me dan de salir a defenderla.

ZAPATERA. ¿Para qué? Lo meterían en la cárcel. Yo soy la que va a tener que hacer algo gordo.

NIÑO. Desde la ventana de tu cuarto puedes ver el jaleo de la plaza.

ZAPATERA. (Rápida.) Vamos, quiero cerciorarme de la maldad de las gentes. (Mutis rápido.)

ESCENA VII

Zapatero.

ZAPATERO. Sí, sí, canallas... pero pronto ajustaré cuentas con todos y me las pagarán... ¡Ay, casilla mía, qué calor más agradable sale por tus puertas y ventanas!; ¡ay, qué terribles paradores, qué malas comidas, qué sábanas de lienzo moreno por esos caminos del mundo! ¡Y qué disparate no sospechar que mi mujer era de oro puro, del mejor oro de la tierra! ¡Casi me dan ganas de llorar!

ESCENA VIII

Zapatero y Vecinas.

VECINA ROJA. (Entrando rápida.) Buen hombre.

VECINA AMARILLA. (Rápida.) Buen hombre.

VECINA ROJA. Salga en seguida de esta casa. Usted es persona decente y no debe estar aquí.

VECINA AMARILLA. Ésta es la casa de una leona, de una hiena.

VECINA ROJA. De una mal nacida, desengaño de los hombres.

VECINA AMARILLA. Pero o se va del pueblo o la echamos. Nos trae locas.

VECINA ROJA. Muerta la quisiera ver.

VECINA AMARILLA. Amortajada, con su ramo en el pecho.

ZAPATERO. (Angustiado.) ¡Basta!

VECINA ROJA. Ha corrido la sangre.

VECINA AMARILLA. No quedan pañuelos blancos.

VECINA ROJA. Dos hombres como dos soles.

VECINA AMARILLA. Con las navajas clavadas.

ZAPATERO. (Fuerte.) ¡Basta ya!

VECINA ROJA. Por culpa de ella.

VECINA AMARILLA. Ella, ella y ella.

VECINA ROJA. Miramos por usted.

VECINA AMARILLA. ¡Le avisamos con tiempo!

ZAPATERO. Grandísimas embusteras, mentirosas, mal nacidas. Os voy a arrastrar del pelo.

VECINA ROJA. (A la otra.) ¡También lo ha conquistado!

VECINA AMARILLA. ¡A fuerza de besos habrá sido!

ZAPATERO. ¡Así os lleve el demonio! ¡Basiliscos, perjuras!

VECINA NEGRA. (En la ventana.) ¡Comadre, corra usted! (Sale corriendo. Las dos Vecinas hacen lo mismo.)

VECINA ROJA. Otro en el garlito.

VECINA AMARILLA. ¡Otro!

ZAPATERO. ¡Sayonas, judías! ¡Os pondré navajillas barberas en los zapatos! Me vais a soñar.

ESCENA IX

Zapatero, Zapatera y Niño.

NIÑO. (Entra rápido.) Ahora entraba un grupo de hombres en casa del Alcalde. Voy a ver lo que dicen. (Sale corriendo.)

ZAPATERA. (Valiente.) Pues aquí estoy, si se atreven a venir. Y con serenidad de familia de caballistas, que he cruzado muchas veces la sierra, sin hamugas, a pelo sobre los caballos.

ZAPATERO. ¿Y no flaqueará algún día su fortaleza?

ZAPATERA. Nunca se rinde la que, como yo, está sostenida por el amor y la honradez. Soy capaz de seguir así hasta que se me vuelva cana toda mi mata de pelo.

ZAPATERO. (Conmovido y avanzando hacia ella.) Ay...

ZAPATERA. ¿Qué le pasa?

ZAPATERO. Me emociono.

ZAPATERA. Mire usted, tengo a todo el pueblo encima, quieren venir a matarme, y sin embargo no tengo ningún miedo. La navaja se contesta con la navaja y el palo con el palo, pero cuando de noche cierro esa puerta y me voy sola a mi cama... me da una pena... ¡qué pena! ¡Y paso unas sofocaciones!... Que cruje la cómoda: ¡un susto! Que suenan con el aguacero los cristales del ventanillo, ¡otro susto! Que yo sola meneo sin querer las perinolas de la cama, ¡susto doble! Y todo esto no es más que el miedo a la soledad donde están los fantasmas, que yo no he visto porque no los he querido ver, pero que vieron mi madre y mi abuela y todas las mujeres de mi familia que han tenido ojos en la cara.

ZAPATERO. ¿Y por qué no cambia de vida?

ZAPATERA. ¿Pero usted está en su juicio? ¿Qué voy a hacer? ¿Dónde voy así? Aquí estoy y Dios dirá. (Fuera y muy lejanos se oyen murmullos y aplausos.)

ZAPATERO. Yo lo siento mucho, pero tengo que emprender mi camino antes que la noche se me eche encima. ¿Cuánto debo? (Coge el cartelón.)

ZAPATERA. Nada.

ZAPATERO. No transijo.

ZAPATERA. Lo comido por lo servido.

ZAPATERO. Muchas gracias. (Triste se carga el cartelón.) Entonces, adiós... para toda la vida, porque a mi edad... (Está conmovido.)

ZAPATERA. (Reaccionando.) Yo no quisiera despedirme así. Yo soy mucho más alegre. (En voz clara.) Buen hombre, Dios quiera que encuentre usted a su mujer, para que vuelva a vivir con el cuidado y la decencia a que estaba acostumbrado. (Está conmovida.)

ZAPATERO. Igualmente le digo de su esposo. Pero usted ya sabe que el mundo es reducido, ¿qué quiere que le diga si por casualidad me lo encuentro en mis caminatas?

ZAPATERA. Dígale usted que lo adoro.

ZAPATERO. (Acercándose.) ¿Y qué más?

ZAPATERA. Que a pesar de sus cincuenta y tantos años, benditísimos cincuenta años, me resulta más juncal y torerillo que todos los hombres del mundo.

ZAPATERO. ¡Niña, qué primor! ¡Le quiere usted tanto como yo a mi mujer!

ZAPATERA. ¡Muchísimo más!

ZAPATERO. No es posible. Yo soy como un perrillo y mi mujer manda en el castillo, ¡pero que mande! Tiene más sentimiento que yo. (Está cerca de ella y como adorándola.)

ZAPATERA. Y no se le olvide decirle que lo espero, que el invierno tiene las noches largas.

ZAPATERO. Entonces, ¿lo recibiría usted bien?

ZAPATERA. Como si fuera el rey y la reina juntos.

ZAPATERO. (Temblando.) ¿Y si por casualidad llegara ahora mismo?

ZAPATERA. ¡Me volvería loca de alegría!

ZAPATERO. ¿Le perdonaría su locura?

ZAPATERA. ¡Cuanto tiempo hace que se la perdoné!

ZAPATERO. ¿Quiere usted que llegue ahora mismo?

ZAPATERA. ¡Ay, si viniera!

ZAPATERO. (Gritando.) ¡Pues aquí está!

ZAPATERA. ¿Qué está usted diciendo?

ZAPATERO. (Quitándose las gafas y el disfraz.) ¡Que ya no puedo más! ¡Zapatera de mi corazón! (La Zapatera está como loca, con los brazos separados del cuerpo. El Zapatero abraza a la Zapatera y ésta lo mira fijamente en medio de su crisis. Fuera se oye claramente un run-run de coplas.)

VOZ. (Dentro.)

La señora zapatera
al marcharse su marido
ha montado una taberna
donde acude el señorío.

ZAPATERA. (Reaccionando.) Pillo, granuja, tunante, canalla! ¿Lo oyes? ¡Por tu culpa!

(Tira las sillas.)

ZAPATERO. (Emocionado dirigiéndose al banquillo.) ¡Mujer de mi corazón!

ZAPATERA. ¡Corremundos! ¡Ay, cómo me alegro de que hayas venido! ¡Qué vida te voy a dar! ¡Ni la Inquisición! ¡Ni los templarios de Roma!

ZAPATERO. (En el banquillo.) ¡Casa de mi felicidad! (Las coplas se oyen cerquísima, los Vecinos aparecen en la ventana.)

VOCES. (Dentro.)

Quién te compra zapatera
el paño de tus vestidos
y esas chambras de batista
con encajes de bolillos.
Ya la corteja el alcalde,
ya la corteja don Mirlo.
Zapatera, zapatera,
¡zapatera te has lucido!

ZAPATERA. ¡Qué desgraciada soy! ¡Con este hombre que Dios me ha dado! (Yendo a la puerta.) ¡Callarse largos de lengua, judíos colorados! Y venid, venid ahora, si queréis. Ya somos dos a defender mi casa, ¡dos! ¡dos! yo y mi marido. (Dirigiéndose al Marido.) ¡Con este pillo, con este granuja! (El ruido de las coplas llena la escena. Una campana rompe a tocar lejana y furiosamente.)

Telón