miércoles, 14 de diciembre de 2011

Henry Miller - Maniaco megalopolitano




La ciudad es más encantadora cuando empieza el dulce alboroto de la muerte. Su propia vida vivida en desafío a la naturaleza, su electricidad, sus frigo­ríficos, sus paredes a prueba de ruidos. En una caja dentro de otra, cría paredes secas, el destello de uñas laqueadas y las plumas que flamean a través del cielo acanalado. Aquí, en las profundidades del ataúd, crecen las eternas flores enviadas por telégrafo. En las bóvedas, por debajo del lecho del río, están los lin­gotes de oro. Es un desierto rutilante de mica, con el teléfono sonando con fuerza.

En el atardecer, cuando la muerte sacude 1a espina dorsal, la multitud se mueve compacta, codo con co­do, cada miembro del gran rebaño arreado por la soledad; pecho contra pecho hacia el muro del pro­pio ser, frustrados, aislados, sardina sobre sardina, todos en busca del abrelatas universal. Al atardecer, cuando la multitud está salpicada de electricidad, toda la ciudad se pone de pie sobre sus patas traseras y tira las puertas abajo violentamente. En la espan­tada, el hombre abstracto se disgrega, gris consigo mismo, girando en el reguero de su profunda soledad.

Un nombre profundamente marcado a1 rojo vivo. Una identidad. Todos fingen no saber, no recordar, pero el nombre está profundamente marcado, tan profundamente adentro, como la más lejana estrella está afuera. Llenando todo el tiempo y el espacio, creando una soledad infinita, este nombre se expande y se convierte en lo que siempre fue y en lo que siem­pre será: Dios. En medio del rebaño, moviéndose con silenciosas patas en la estampida, más salvaje que el más grande pánico, está Dios. Dios, que arde como una estrella en el firmamento de la conciencia huma­na: el Dios de los búfalos, el Dios de los renos, el Dios de los hombres. Dios.

Nunca hay más Dios que entre la atea multitud. Nunca hay más Dios que en la estampida del atarde­cer, cuando la espina dorsal da sacudidas mortales y telegrafía la canción de amor a través de todas las neuronas, y desde todas las tiendas de Broadway, la radio contesta con megáfonos y transmisores, con amplificadores y conexiones. Nunca hay más soledad que entre la apiñada multitud; el hombre solitario de la ciudad está rodeado por sus invenciones, el buscador perdido se ahoga en la común identidad. Con la desesperada y solitaria falta de amor se construye la última fortaleza, la entretejida ciudadela de Dios, que ha sido formada después del laberinto. De este último refugio no hay salida, salvo para el cielo. Desde aquí, volamos a casa, registrando los extraños cana­les del éter.

Acabada su vida subterránea, el gusano echa alas. Privado de la vista, del oído, del olor, del sabor, se zambulle directamente en lo desconocido. ¡Afuera! ¡Afuera! ¡A cualquier parte fuera del mundo! A Sa­turno, Neptuno, Vega – ¡no importa dónde o hacia dónde, pero afuera, fuera de la tierra! Allí, en el cie­lo azul, con petardos estallándole en el culo, el gusano ángel se vuelve chiflado. Come y bebe cabeza abajo; duerme cabeza abajo; jode cabeza abajo. A la máxima vitesse, su cuerpo es más liviano que el aire; al máximo tempo, no existe más que la espontánea combustión del sueño. Sigue volando hacia Dios, soli­tario en el azul, con ronroneantes dínamos. ¡El último vuelo! El último sueño del nacimiento antes de que pinchen la bolsa.

¿Dónde está ahora aquel que se abrió paso hacia la luz desde las interminables pesadillas? ¿Quién está sobre la superficie de la tierra con los pulmones en colapso, con un cuchillo entre los dientes y los ojos estallando? Vulcanizado por el dolor y la agonía, per­manece aterrorizado en medio del rápido y corrupto flujo del mundo superior. ¡Qué glorioso es contemplar el mundo con los ojos ensangrentados! ¡Qué brillante y sangriento es el imperio del hombre! ¡EL HOMBRE! Míralo, allí está moviéndose en el cajoncito con rue­das, con las piernas amputadas y los ojos estallados. ¿No les oyes tocar? Toca la Canción de Amor, mientras rueda en su cajón. En el café, está sentado otro hom­bre, un hombre enfermo de amor, sólo con sus sue­ños y con un revólver bajo el corazón. Todos los clien­tes se han ido, salvo un esqueleto que lleva sombrero. El hombre está solo con su soledad. El revólver está silencioso. A su lado hay un perro y un hueso, pero al perro no le importa el hueso. El perro también está solo. El sol entra a raudales por la ventana; resplandece con espantoso brillo sobre el cráneo verde del abandonado. El sol se pudre con un espantoso brillo.

¡Qué hermoso es el otoño de la vida con el sol pudriéndose y los ángeles volando hacia el cielo con petardos bien metidos en los culos! Suave y medi­tativamente marchamos por las calles. Los gimnasios están abiertos y uno puede ver a los hombres nuevos, hechos de tubos de chimenea y cilindros, guiándose por una carta de navegar y un diagrama. Los hombres nuevos que nunca se gastan, porque las partes pueden ser recambiadas. Hombres nuevos sin ojos, sin nariz, sin oídos ni boca, hombres con cojinetes de bolas en las articulaciones y patines en los pies. Hombres inmunes a las revueltas y a las revoluciones. ¡Qué alegres y atestadas están las calles! En la puerta de un sótano está Jack el destripador blandiendo un hacha; el cura sube al cadalso y una erección le estalla la bragueta: los notarios pasan con sus abultados por­tafolios; las bocinas suenan a toda marcha. Los hom­bres deliran en su nueva libertad encontrada. Una perpetua sesión espiritista con megáfonos y cintas de télex, hombres sin brazos dictando a cilindros de cera; fábricas trabajando día y noche, produciendo más embutidos, más roscas de pan, más botones, más ba­yonetas, más carbón de coc, más láudano, más hachas afiladas, más pistolas automáticas.

No puedo pensar en otro día más hermoso que éste, con el siglo XX en plena flor, con el sol pu­driéndose y un hombre en un cajoncito con ruedas, tocando la Canción de Amor en su flautín. Este día resplandece en mi corazón con un brillo tan espan­toso, que aunque yo fuera el hombre más triste del mundo, no me gustaría dejar la tierra.

¡Qué magnífica eyaculación este último vuelo hacia el cielo desde la sagrada ciudadela! Mirando hacia abajo, la tierra vuelve a aparecer dulce y encantadora. La tierra desnuda de hombres. Esta tierra sin hombres es inenarrablemente dulce y encantadora. La madre de todo lo viviente vuelve a girar de nuevo con gracia y dignidad, liberada de los cazadores de Dios, liberada de su putesca progenie. La tierra no re­conoce ningún Dios, ninguna caridad, ningún amor. La tierra es el útero que crea y destruye. Y el hombre no es de la tierra, sino de Dios. Dejémosle entonces que vaya hacia Dios, desnudo, destrozado, corrom­pido, dividido, más solo que el más profundo abismo.

Todavía hoy, algo de Progreso e Invención me acompañan mientras marcho hacia la cumbre de la montaña. Mañana caerán todas las ciudades del mun­do. Mañana, todos los seres civilizados de la tierra mo­rirán por culpa del veneno y el acero. Pero hoy toda­vía puedes bañarme con las maravillosas líricas amo­rosas de Dios. Todavía oyes música de cámara, sueño, alucinación. ¡Los últimos cinco minutos! Un sueño, una fuga sin coda. Cada nota se pudre como la carne muerta colgada de los ganchos. Una gangrena en la que se ahoga la melodía, por su propio hedor supurante. Cuando el organismo siente la muerte cercana, se estremece con arrobamiento. Una aceleración que culmina en una agonía triunfal –la agonía del último estertor, donde la comida y el sexo se unen–. ¡El remolino! ¡Y que se lleve consigo todo lo que arras­tra! El ignorante y bárbaro salvaje que empezó en la circunferencia persiguiendo su cola, se acerca cada vez más hacia el centro en grandes espirales laberín­ticas, llegando ahora al mismo centro, donde gira en el pivote de sí mismo con una incandescencia que lan­za un enceguecedor torrente de luz, a través de todas las alcantarillas del alma: el profanador y ladrón de almas, gira allí loco e insaciable, en una lujuriosa furia centrífuga, hasta que sale chisporroteando por el agujero que tiene en el centro; desciende como una bolsa de gas –bóveda, sótano, costillas, piel, sangre, tejidos, mente, y corazón todo consumido, devorado, borrado en la aniquilación final.

Esta es la ciudad y ésta es la música. De las negras cajitas surge un interminable río de romance donde lloran los cocodrilos. Todos caminan hacia la cumbre de la montaña. Todos van al paso. Desde la estación eléctrica de arriba, Dios inunda la calle de música. Es Dios quien pone la música todas las tar­des, justo cuando salimos del trabajo. A algunos nos da una corteza de pan, a otros un Rolls Royce. Todos vamos hacia las Salidas y el pan duro está encerrado en los cubos de basura. ¿Qué es lo que mantiene nuestros pies al unísono, mientras vamos hacia la brillante cumbre de la montaña? Es la Canción de Amor que oyeron en el pesebre los tres reyes magos de Oriente. Un hombre sin piernas y con los ojos volados la tocaba en su flautín, mientras iba por la calle de la ciudad sagrada en su cajón con ruedas. Es esta Canción de Amor la que ahora se derrama desde millones de cajitas negras en el momento cro­nológico preciso, para que hasta nuestros hermanos morenos de las Filipinas puedan oírla. Es esta hermosa Canción de Amor la que nos da fuerza para construir los más altos edificios, para botar al agua los más grandes buques de guerra, para construir puentes sobre los ríos más anchos. Esta es la Canción que nos da coraje para matar a millones de hombres a la vez, con apretar sólo un botón. Es esta Canción la que nos proporciona energía para saquear la tierra y dejar todo diezmado.

Caminando hacia la cumbre de la montaña, estu­dio los rígidos contornos de vuestros edificios, que mañana se desplomarán y se desmenuzarán como humo. Estudio vuestros programas de paz, que termi­narán mañana en una lluvia de balas. Estudio vuestros brillantes escaparates abarrotados de inventos que mañana serán inútiles; estudio vuestras caras gastadas por el trabajo. Vuestras plantas de los pies rotas. Vues­tros estómagos caídos. Os estudio individualmente, y en el enjambre. ¡Y cómo apestáis todos! Apestáis como Dios y todo su misericordioso amor y sabidu­ría. ¡Dios, el devorador de hombres! ¡Dios, el tiburón que nada con sus parásitos!

No olvidemos que es Dios quien pone la radio to­das las noches. Es Dios quien inunda nuestros ojos con la brillante y desbordante luz. Pronto estaremos con El, apretados en su seno, recogidos en dicha y eternidad, al mismo nivel que la Palabra, iguales ante la Ley. Esto llegará por medio del amor, un amor tan grande que, a su lado, la dínamo más poderosa es sólo como un zumbador mosquito.

Y ahora os dejo a vosotros y a vuestra sagrada ciudadela. Voy a sentarme en la cumbre de la monta­ña, a esperar otros diez mil años, mientras lucháis por alcanzar la luz. Pero deseo, sólo por esta noche, que apaguéis un poco las luces, que bajéis los alta­voces. Esta noche quisiera meditar un poco en paz y silencio. Quisiera olvidar por un rato que estáis revoloteando en vuestro baratísimo pana1 de miel.

Mañana quizás procuréis la destrucción de vues­tro mundo. Mañana quizás cantaréis en el Paraíso sobre las humeantes ruinas de vuestras ciudades del mundo. Pero esta noche yo quisiera pensar en un hombre, un solo individuo, un hombre sin nombre ni país, un hombre a quien respeto porque no tiene absolutamente nada en común con vosotros: YO MIS­MO. Esta noche meditaré sobre lo que yo soy.



Louveciennes-Clichy-Villa Seurat
1934-35

En Primavera negra

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