martes, 26 de junio de 2012

Entrevista: Claude Chabrol



Entrevista realizada meses antes de su sensible fallecimiento.

Claude Chabrol celebró sus primeros 80 años el viernes 24. Y, a la vez, sus 68 en el cine: a los doce años debutó como proyectorista. Su filmografía también está plagada de fuertes números: dirigió tres cortometrajes y ochenta largos (de los cuales, 23 fueron para televisión) y trabajó en 37 como actor. Tuvo tiempo para escribir otros cuatro guiones, además de colaborar en los de casi todos sus filmes; seis ensayos sobre cine, una novela y dos cuentos.
Pero su vida y sus películas tienen tal relación con su amor por la buena cocina que la editorial Larousse acaba de publicar un libro que incluye un menú de los platos importantes de 25 de sus filmes, con las correspondientes recetas.
Ese Chabrol se met à table (Chabrol se sienta a la mesa) receta el hachís parmentier de Landrú, la tarta de tomates de French Connection y la de manzanas de Madame Bovary, los mejillones a la marinera de La ceremonia.
Faltan los lenguados de la señora Henriette o, últimamente, algún manjar de Catherine Martin, más o menos fija desde Madame Bovary, titulares de dos de sus servicios de catering preferidos, capaces de servir platos de gran restaurante, a medio día, para no menos de setenta personas.
De hecho, es leyenda que Chabrol escoge el escenario de sus filmes según los grandes restaurantes que se encuentran próximos al lugar de rodaje.
“Tras el día de trabajo, un buen restaurante es una bendición”, confirma. Ese detalle (“mis personajes comen porque se trata de algo que todo el mundo hace por lo menos dos veces por día”, comenta), sumado a su sentido del humor y a ese raro equilibrio de su filmografía entre un símbolo de la Nouvelle Vague (como su opera prima, “Le beau Serge”), y la buena taquilla de la mayor parte de su producción, le han convertido en rara avis: un personaje célebre cuya fama no molesta.
Nadie habla mal de Chabrol, quien, sin embargo, tiene la ironía siempre dispuesta. Así, una pregunta sobre los platos que detesta le permite decir que sólo busca razones para lo que le gusta; “lo contrario sería como deber explicar por qué ‘Morte a Venecia’ me parece ridícula”.
O cuando señala por qué cree que le aprecian. “Tras la muerte de Eric Rohmer, sólo Jacques Rivette es mayor que yo entre los cineastas franceses. Hasta la prensa me respeta. Actualmente puedo rodar donde quiera, siempre que no cueste muy caro. Pero si me soportan es porque mi éxito siempre fue moderado”.
Otra característica de su dilatada carrera es que casi toda su filmografía tiene por marco a la burguesía provincial francesa. ¿Por qué? “Soy un burgués; es el mundo que mejor conozco. Además, la burguesía es el único grupo que se jacta de ser una clase y, en Francia, el pensamiento burgués, fundado en las apariencias, ha resistido a todos los cambios sociales y políticos”.
Si Rainer Werner Fassbinder elogió el cine de Chabrol porque “observa a los hombres como a insectos en una probeta”, él matiza: “Me interesa el ser humano, pero también ese instante en el que un hombre, frente a una sociedad que no le corresponde, se transforma en animal”.
Chabrol repite técnicos en varias películas y, lo más visible, con actores como Isabelle Huppert, Michel Bouquet o Stéphane Audran, que fue incluso su esposa, pues estuvo casado con ella desde 1964 hasta 1980 y es la madre de su hijo, Thomas.
“Familia, pero burguesa -corrige el realizador-, en un sentido utilitario. Como el sobrino que aprecia al tío Augusto, pero se preocupa por saber si lo ha incluido en su testamento. A veces repito con actores que nunca serán mis amigos, pero cuyo talento respeto”.
También aprecia los personajes un poco tontos porque “la estupidez es mil veces más fascinante que la inteligencia; la inteligencia tiene límites, mientras que la imbecilidad puede ser infinita”. En fin, Claude Chabrol festejó estos 80 años “con una buena comida y el punto final a un nuevo guión, que firmo con mi hija”.

Por Oscar Caballero

domingo, 17 de junio de 2012

Silvina Ocampo - El mal


Una noche rodearon la cama contigua con biombos. Alguien explicó a Efrén que su vecino estaba agonizando. Ese vecino perverso no sólo le había robado la manzana que estaba sobre la mesa de luz, sino el derecho a gozar de la protección de esos biombos, en cuya otra faz había seguramente pintadas flores y figuras de querubes. Esta circunstancia oscureció la alegría de Efrén.

Asimismo, con sábanas y frazadas para cubrirse, estaba en el paraíso. Veía de soslayo la luz rosada de los ventanales. De vez en cuando le daban de beber; tenía conciencia del alba, de la mañana, del día, de la tarde y de la noche, aunque las persianas estuvieran cerradas y que ningún reloj le anunciara la hora. Cuando estaba sano solía comer con tanta rapidez que todos los alimentos tenían el mismo sabor. Ahora, reconocía la diferencia que hay hasta en los gustos de una naranja y de una mandarina. Apreciaba cada ruido que oía en la calle o en el edificio, las voces y los gritos, el ruido de las cañerías, de los ascensores, de los automóviles, de los coches de caballos que pasaban. Cuando sentía necesidad de orinar tocaba el timbre; mágicamente aparecía una mujer, con blancura de estatua, trayendo un florero de vidrio que era una suerte de reliquia y esa misma mujer, con ojos etruscos y uñas de rubí, le ponía enemas o lo pinchaba con una aguja como si cosiera un género precioso. Una caja de música no era tan musical, el pecho de una santa o de un ángel tan buenos como la almohada donde recostaba la cabeza.

Cosquilleos agradables le corrían por la nuca, bajaban por la columna vertebral a las rodillas. Pensaba: era la primera vez que podía pensar: "Qué precio tiene un cuerpo. Vivimos como si no valiera nada, imponiéndole sacrificios hasta que revienta. La enfermedad es una lección de anatomía." Soñaba: era la primera vez que podía soñar. Juegos de billar, una pipa, el diario leído minuciosamente, viajes breves, mujeres que le sonreían en un cinematógrafo, una corbata roja, lo deleitaban. En sus delirios tenía presencias del futuro; las visitas de los domingos, que se enteraron de su don, acudían al hospital para acercarse a su cama y oír las predicciones.

Advirtió que los biombos no rodeaban la cama del vecino, sino la suya, y quedó complacido.

Los pies ya no le dolían de tanto caminar, ni la cintura de tanto estar agachado, ni el estómago de pasar tanta hambre. Divisaba el patio con palmeras y palomas, en cada ventanal. El tiempo no pasaba porque la felicidad es eterna. Los médicos dijeron que iban a salvarlo. Retiraron los biombos con flores y querubes. A su juicio, los médicos eran bribones. Saben dónde se aloja la enfermedad y la manejan a su gusto. El organismo tal vez oye los diálogos que rodean la cama de un enfermo. Efrén tuvo pesadillas por culpa de esos diálogos.

Soñó que para ir al trabajo tomaba un colectivo y después de sentarse advertía que el colectivo no tenía ruedas, que bajaba del colectivo y tomaba otro que no tenía motor y así sucesivamente hasta que se hacía de noche. Soñó que estaba en la peletería, cosiendo pieles; las pieles se movían, gruñían. Al cabo de un rato, en el cuarto donde trabajaba, varias fieras, con aliento inmundo, le mordían los tobillos y las manos. Al cabo de un rato, las fieras hablaban entre ellas. El no entendía lo que decían porque hablaban en un extraño idioma. Comprendía finalmente que iban a devorarlo.

Soñó que tenía hambre. No había nada que comer; entonces sacaba del bolsillo un trozo de pan tan viejo que no podía morderlo con los dientes; lo remojaba en agua, pero continuaba igual; finalmente, cuando lo mordía, sus dientes quedaban dentro del único pan que había conseguido para alimentarse. El camino hacia la salud, hacia la vida, era ése.

El organismo de Efrén, que era fuerte y astuto, buscó un lugar en sus entrañas para esconder el mal. Ese mal era una fortuna: con subterfugios, encontró manera de conservarlo el mayor tiempo posible. De ese modo Efrén durante unos días, con el sentimiento de culpa que inspira siempre el engaño, volvió a ser feliz. La hermana de caridad le hablaba de sus hijos y de su mujer, inútilmente. Para él, ellos estaban dentro de la libreta del pan o de la carne. Tenían precio. Costaban cada día más.

Sudó, se agachó, sufrió, lloró, caminó leguas y leguas para conseguir la tranquilidad que ahora querían arrebatarle.


En La furia, Buenos Aires, Editorial Sur, 1959
Foto: Pepe Fernández (Bs. As. 1928-2006)

sábado, 16 de junio de 2012

Conversación telefonica entre U2 y Wim Wenders en 1993: cine, la gira Zoo TV, la nueva Europa y la fatiga de los medios.




Interesante entrevista entre U2 y el director de cine alemán Wim Wenders en 1993 (Cinema Sounds Magazine 1994). U2 estaba en plena grabación del álbum Zooropa y en medio de su gira ZOO TV.

Curiosa – espeluznante- la anécdota que cuenta Bono al final de la entrevista… No tiene desperdicio…
El director de cine alemán Wim Wenders y U2 son antiguos colaboradores. Wim lanzó un vídeo para contribuir al álbum benéfico a favor del SIDA Red Hot and Blue, mientras que U2 ha contribuido con canciones en sus dos últimas películas Until The End of the World and Faraway, So Close!. El año pasado, Wim se tomó un descanso editando sus películas y U2 se tomó un descanso de la grabación de Zooropa para hablar por teléfono sobre cine, la gira Zoo TV, la nueva Europa y la fatiga de los medios.

Wim: (en Munich): Estoy sentado en una oficina. Solo, porque he enviado fuera a todo el mundo. Pensé que sería mejor estar solos.
Bono: (en Dublín): Estamos aquí con sólo unas cuantas pizzas.
Wim: Estáis mejor que yo. Sólo tengo algunas avellanas y nada para romperlas excepto mis manos.
Bono: Después de haber trabajado tan duro en tu película, yo habría pensado que lo hicieras con tu cabeza. ¿Cuánto tiempo ha estado trabajando en ello?
Wim: Ha sido un trabajo sin parar durante seis meses y tenemos alrededor de tres semanas por delante para cerrarlo todo.
Bono: ¡Peor que nosotros!
Wim: ¡Lo sé! Pero no estoy seguro: nunca he estado de gira como tu. Eso debe ser peor que la realización de películas.
Bono: No hay algo peor aún, hacer una película sobre una gira.
Wim: ¿Me estás alertando? Es agradable que no me lo preguntaseis de todos modos.
Bono: Eso es natural. Te tenemos de repuesto.
Wim: ¿Cuánto tiempo estaréis de gira?
Edge: Hasta finales de agosto. Y si no va demasiado mal vamos a ir a Australia y Japón a finales de año. Para Europa, no necesitamos más de cuatro meses. Lo qué está haciendo las cosas más difíciles, de hecho, es que hemos decidido grabar un disco antes de salir a la carretera. En seis semanas. Por lo general, nos lleva seis meses. Eso no quiere decir mucho, un montón de temas importantes registrados en seis días. Pero la forma en que trabajamos en el estudio no es la más rápida.

Wim: Así que estás en el estudio en este momento. ¿Es donde yo estoy llamando?
Bono: Si.
Wim: ¿Y os habéis dado a vosotros mismos seis semanas?
Bono: Y estamos avanzando trabajosamente seis días a la semana. Estamos tomando tan sólo un día de descanso para volver al mundo real. Sólo que no estamos seguros de que el mundo real sea el mejor lugar para vivir, y estamos todos muy contentos de estar de vuelta en el estudio en la mañana del lunes.
Wim: Conozco la sensación. Estoy tratando de descansar los domingos también.
Bono: ¿Cuánto tiempo has estado trabajando en Until The End of the World?
Wim: seis años, en total. Pero el rodaje sólo duró seis meses y medio.
Bono: Oye, me encontré con Simon Carmody en Dublín la noche anterior. Es un cantante y escritor. Sin saber que íbamos a llamarnos, me habló de tu película, le encantó, pero pensó que era demasiado corta. Inmediatamente pensé, debo decírselo a Wim. ¿Creo que la has llevado de vuelta a su longitud original?
Wim: Sí, hemos terminado la trilogía: seis horas de pelicula, incluyendo dos intervalos de media hora.
Bono: ¡Wow!
Wim: La película es definitivamente mejor. Y vuestra canción aparece en varios países: en un ghetto en Estados Unidos, en un garaje en Francia. Se parece más a mi idea original, pero ya que tuvo que ser cortada, montones de canciones han sufrido.
Edge: Las restricciones de la longitud y el formato impuesto por las empresas puede ser una verdadera maldición.
Wim: Es lo mismo para un disco, ¿no es cierto?
Edge: Un poco sí. De hecho, estamos en una etapa muy interesante en este proyecto, con un énfasis diferente. Hemos llegado a pensar mucho más en todo el asunto. No sólo la música y las letras, también en lo visual. Hasta el punto en el que te preguntas si sacar el álbum sin el habitual primer single extraído del mismo, y sustituirlo por un vídeo. Tu comprarías el álbum o el vídeo del single.
Wim: Ya veo. Al igual que para el concierto, ¿tenéis un montón de televisores en el escenario?
Bono: La TV para nosotros es una manera de hacernos amigos de tus enemigos. Así es como nos acercamos al Zoo TV Tour: tenemos más de todo de lo que nos da miedo. Antes nos sentíamos cercados por nuestra condición de monstruos del rock que interpretan en esos lugares ridículos llamados estadios. Esta visión de ciencia ficción de una masa de hormigón y acero con patatas fritas y stands de camisetas. Durante mucho tiempo nos comportamos como si todo no existiera y nos concentramos en la música. Ahora hemos decidido integrar todas esas cosas que nos sorprendió en el concierto, y nos sentimos más libres. ¡Hey! Adán acaba de llegar.
Adam: Hey Wim, ¿cómo va?
Wim: Adam, es un placer oírte.
Adam: Me gustó mucho tu nueva película, se ve perfecta y espero que fuéramos capaces de añadir nuestro toque. Te tienen que llegar las cintas mañana.
Wim: No, las tengo ya
Adam: ¿Ya?
Wim: Sí, sólo hace una hora. Las he escuchado una vez. ¿Quieres hablar de ello ahora?
Adam: No necesariamente.
Wim: Cuando oí a Johnny Cash en el primer bit me quedé pasmado. ¿Qué es?
Bono: Es Brian Eno. No estaba seguro si Johnny Cash podría encajar. La producción ha luchado para enviártelo. La canción de la que estamos más seguros es la que hemos llamado “Faraway, So Close!”, como la película.
Wim: la he escuchado una vez o dos veces. Maravillosa. Hay tres versiones en las cintas, un instrumental, una segunda rock llamada “Control Room”, mucho más tierna y dulce, mientras que la tercero tiene más una guitarra omnipresente.
Bono: Eso es. Te hemos enviado la versión instrumental porque pensé que las palabras, incluso si comparten algunos de los temas de la película, eran demasiado específicas.
Wim: Lo qué tu consideras demasiado específico esta de hecho muy cerca de la película, la última estrofa sobre el ángel caído es magnífica.
Bono: Es una canción sobre una relación imposible y alguien que busca lo que está sucediendo. En ese tipo de situaciones, la observación y el deseo de intervenir todo es lo que puede envenenar la situación.
Wim: Sí, lo destruye todo. A mi me gusta la forma en que se articula con uno de los grandes temas de la película.
Bono: Bueno. Hay otra pieza, “The Piano Song”, con acompañamiento. Podría encajar con la apertura también si no estás muy interesado en “Faraway, So Close!”.
Wim: he escuchado eso también. El piano es super. ¿Quién está tocando?
Edge: Yo. Debo pedir disculpas. Todos mis errores dan la impresión de ser profesionales, como si fueran deliberados. De hecho, lo hicimos con ellos, sin tratar de mejorarla.
Wim: OK, vamos a hablar de nuevo cuando realmente haya tenido tiempo para ‘absorberlas’.. Uno de los temas de Until The End of The World es la epidemia de la imagen. Me pregunto si el Zoo TV Tour y todos los televisores en el escenario no hacen referencia a eso.
Bono: Estamos llegando a un momento muy interesante en la música donde parece que el rock clásico basado en la guitarra esta corto de ideas. Durante cinco años hemos escuchado que el rock está muerto. Nunca hemos pensado en nosotros mismos como un grupo de rock, pero uno siente que hay tantas incertidumbres que nada es imposible. Uno de los principales intereses en la música es la combinación de todo lo que se ha convertido en parte del contexto cotidiano como los programas de televisión o el cine. Cualquier cosa puede pasar en la música de hoy y eso es lo que estamos tratando de hacer. Estamos viviendo una especie de transformación, donde los vídeo juegos venden más que los discos, y los formatos audiovisuales pueden prevalecer sobre la música. La mayoría de la gente del mundo del espectáculo están cagados de miedo. Nos resulta estimulante. Con el Zoo TV Tour nos estamos acercando a este punto de transformación, y esta sobrecarga de imágenes a la que te refieres es precisamente el lenguaje de Zoo TV. Richard Kearney, un filósofo irlandés, se ocupa de la muerte de las imágenes en su libro (El despertar de la imaginación). Un tema que ha llegado hasta Until The End of The World. La idea de que las imágenes son manipuladas hasta el punto en que nuestra percepción de la realidad ha dado un vuelco.
Wim: Sí, hay una aniquilación de la percepción. No quiere decir nada en estos días.
Bono: Tanto que cuando la gente ve la espalda de una mujer en una playa, inmediatamente piensan en champú o jeans. Esta asociación de ideas ha contaminado nuestra forma de ver una imagen sin prejuicios. Los puristas prefieren enterrar la cabeza en la arena e ignorar lo que está sucediendo en el nombre de una frescura. Vamos al revés, estamos forjando el futuro con los brazos abiertos, curiosos acerca de lo que va a pasar y confiados. Me gustaría saber lo que piensas ya que, más que nosotros, eres un creador de imágenes.
Wim: te estoy escuchando. Siento que nuestras profesiones son cada vez más parecidas; Te estás acercando a las imágenes y yo al sonido… Yo solía decir que mi profesión consistía en hacer imágenes y era verdad en mis primeras películas. Yo solía filmar, entonces mezclaba y cortaba, entonces yo remezclaba y cortaba y después de dos meses de trabajo la mezcla final de la película se realizaba en tres días. Hoy en día es diferente. Corte las imágenes en dos semanas y estuve pensando en el sonido durante 6 meses. Me estoy convirtiendo más en un hombre de sonido que un hombre de la imagen. Pero eso no responde a tu pregunta.
Bono: No te preocupes. No es un gran tema.
Wim: Pero volviendo a ello, uno tiene la impresión de que las imágenes de estos días están siempre vendiendo algo y es difícil pensar en ellas al tiempo que las liberas de su función comercial.
Bono: Hemos sufrido un poco de eso en los años 80 debido a que U2 se convirtió en una caricatura, en parte por culpa nuestra, debo admitirlo. Pero no teníamos la menor idea del peligro al que podría llevarnos. Es por eso que decidimos cambiar de estrategia para nuestra gira y nuestro próximo disco, de modo que la mayor confusión posible está reinando, por lo que es sinónimo de originalidad y ha borrado las caricaturas que se habían hecho del grupo.
Wim: Sí, lo sé, tan pronto como haces lo que sabes perfectamente caes en la trampa.
Bono: Exactamente.
Wim: No tienes que repetir siempre lo mismo y eso es lo peor para quien desea permanecer alerta.
Edge: Eso es exactamente lo que sentía en el estudio. No te preocupas por tomar prestadas cosas de otros grupos. Por otra parte, tan pronto como nos damos cuenta que estamos de vuelta al sonido de U2, dejamos todo.
Wim: Creo que el estilo y la forma son menos importantes que el espíritu que le guía.
Edge: También es el punto cuando la gente nos dice que no podemos hacer esto o aquello porque estamos en U2, lo que nos hace querer hacerlo aún más. Porque pensamos que el espíritu del grupo es tan fuerte que puede utilizar cualquier estilo y seguir siendo U2. Desde el pasado y es lo qué se está haciendo hoy en día, estamos tratando de construir un futuro. William Burroughs dijo lo que yo pienso, “Cortaste con el pasado para encontrar el futuro”. Estamos exactamente en ese punto en este momento: si mantenemos nuestro interés despierto, nuestra música va a estar viva. Mientras que si estamos demasiados seguros de lo que estamos haciendo, se llega a un callejón sin salida.
Wim: Es lo mismo cuando haces una película. Si quieres controlar todo, estas muerto. En mis películas he trabajado por instinto y eso es lo que lo que mantuvo su alma y espíritu.
Bono: Me estoy haciendo una pregunta: cuando ves anuncios desgastando clichés del cine, ¿debes encontrar un enfoque visual nuevo para filmar cosas y personas, para enmarcar la cara, para captar sus emociones?
Wim: Cuando empecé a hacer películas y la gente me dijo: “Me gusta tu película, porque todas esas imágenes son maravillosas”, yo estaba orgulloso. En estos días me digo a mí mismo, “Mierda, debí meter la pata en alguna parte”. Debido a que cualquier imagen, cualquier belleza es sólo un instrumento para decir algo. El único código moral que un director de cine puede tener de ahora en adelante ya no puede ser el de un esteta. Sería mejor decir algo con una imagen horrible que con una imagen ultra-brillante. Creo cada vez más, que la más hermosa de las imágenes carece de sentido. Nos están rodeando.
Bono: La gente ha perdido toda la confianza en las imágenes. Lo mismo en la música. Pulir demasiado un trabajo en exceso, hace que termine como una superficie lisa y brillante. Es por eso que una gran parte de este álbum es improvisada. Es sólo los cuatro miembros del grupo encerrados en una habitación tocando juntos tomando riesgos durante seis semanas.
Wim: ¿Vais al estudio con las canciones en la cabeza o vienen a medida que avanzáis?
Edge: Hemos tenido piezas que podrían dar a luz a canciones, pero que han perdido interés por la familiaridad: demasiado estructuradas. Musicalmente, tendemos a no ceder a la lógica más. El misterio da el tempo, la emoción y el ambiente.
Wim: Tengo la misma sensación que cuando veo mis propias películas. Todo lo que he hecho mientras me ‘pegaba’ al script ahora parece relativamente poco interesante. Considerando todo lo que he hecho, confiar en al azar tiene mérito.
Bono: Es fácil ser complaciente con uno mismo acerca de esta idea, pero creo que cuando sabes lo que estás haciendo, todo lo demás debe ser eliminado. Es una difícil experiencia, pero seguimos luchando. Quieres mantener tus manos en el volante, no quieres a Dios conduciendo. Sin embargo, todos las mejores canciones de U2 han sido escritas por accidente. Y todo lo peor han sido escrito por nosotros … Brian (Eno) acaba de llegar.
Wim: ¡Hey! Brian, tienes un gran fan en línea.
Brian Eno: Puedo devolver el cumplido. He visto el comienzo de tu película, sólo las primeras escenas …
Wim: … y luego vuelve peor, Brian.
Brian: No, no, Wim, no.
Bono: Quiero decirle a Brian lo que has dicho sobre la forma de ver las películas ahora, Wim las escucha tanto como las ve.
Wim: Sí. Recuerdo que durante el tiempo que mezclabamos The Goalkeeper’s Fear of the Penalty teníamos una película y cuatro pistas de sonido. Hoy en día todavía nos queda una película y cientos de bandas sonoras con un ejército de editores de sonido. La imagen se ha convertido en secundaria en el largo proceso de terminar una película.
Brian: ¿Te sientes más libre en relación con el mundo del sonido como nosotros nos sentimos en relación con el mundo de las imágenes?
Wim: Con el sonido creo que mi trabajo está más cerca de la verdad que con la imagen. Lo único que importa es lo que tienes que decir, y el sonido tiene más pureza que la imagen.
Bono: Las palabras son lo único en lo que hay que desconfiar más que en la imagen. Una de las cosas que estamos aprendiendo es que los sonidos tienen un significado y que hablan de una manera que puede ser más clara que las palabras. Soy el letrista del grupo y tengo esta increíble responsabilidad de poner en palabras lo que los músicos están expresando. A menudo siento que puedo lograr mi propósito menos cuando soy demasiado específico, demasiado preciso, porque no hay palabras adecuadas para lo que quiero decir. ¿Confías en las palabras?
Wim: En cualquier caso, más que en las imágenes. Estoy convencido de que estamos llegando a una edad donde se puede creer en las palabras mucho más que las imágenes.
Brian: ¿No es lo mismo para todos? ¿No es que acabamos perdiendo la confianza en los medios de comunicación en los que trabajamos? Para ti son las imágenes. Para mí es la música. Porque yo sé cómo se hace y se comercializa. Y yo sé cómo puede ser manipulado. Sin embargo, creo en la manipulación y en los efectos especiales, incluso si no tengo argumentos para defenderlos.
Bono: Hemos pasado una época loca de disección de televisión y anuncios para hacer una parodia del caos que causan. Hemos hecho una sátira muy crítica de ellos en ZOO TV. La ironía es que ZOO TV ha sido tomado por el mundo publicitario y hasta el momento hay tres o cuatro campañas internacionales inspiradas por lo que hicimos … Ahora estamos un poco confundidos acerca de la autenticidad. En términos musicales, un coro gospel es auténtico, mientras que el genio alemán de un grupo como Kraftwerk no lo sería. Sería considerado como sintético. Considerando que, para mí, Kraftwerk tiene alma, tanto como las tentaciones. La idea de autenticidad es más difícil de definir. ¿Qué piensas?
Wim: Por supuesto. Creo que “contemporáneo” es más conveniente. Ello indica una relación con las formas. Lengua y estilo del momento. Kraftwerk fueron completamente auténticos en los años 70, ya que ilustra los datos de la época.
Bono: En cualquier caso la “autenticidad” es una palabra que no puedo usar más porque no significa nada para mí.
Wim: Para mí es la “realidad”, que he cruzado en mi vocabulario.
Bono: Yo creo que cuando las palabras presentan un problema, no resuelven el problema y hay que dejar de usarlas, porque si no quieren decir nada más hay que dejar de usarlas.
Wim: De acuerdo, las desechamos.
Bono: Vamos a elaborar una lista de negra: “original” es una palabra que puede desaparecer. ¿Y qué piensas de “héroe de la clase obrera”?
Wim: Después del comunismo la palabra puede volver.
Bono: Hablando de eso, vivimos en una isla pequeña en el borde de Europa, en Irlanda. Tu, en Alemania, a la derecha en el centro. Nos gustaría conocer tus sentimientos acerca de lo que está pasando, justo antes de que rompas otra avellana.
Wim: Correcto, estoy rompiéndolas debajo de la mesa para que no lo oyerais.
Bono: No seas tímido. Wim, ¡lo entendemos!
Wim: Puedes sentir el pulso de Berlín con una nitidez muy características en este momento. Hay una sensación de que una migración enorme empieza a moverse. De repente, un increíble número de rusos, polacos y checos se están convirtiendo en nuestros nuevos vecinos. Eso asusta bastante gente. El racismo reaparece y con ello el fascismo. El temor de ver tu riqueza en propiedad de los demás.
Bono: Eso es, sin duda, porque la situación en Berlín es más fluida que en cualquier otro lugar de Europa. La gente quiere volver a crear normas, sistemas y clases, a fin de separarse el uno del otro. Berlín ha sido siempre un lugar en la línea del frente.
Wim: Es por eso que vivo aquí, hay un olor de verdad en el aire. No hay otra ciudad como igual.
Brian: La verdad es otra de esas palabras, Wim.
Wim: Vale, vale, tirala.
Bono: Yo voy a por la verdad, Brian está en contra. Estaré de acuerdo en una pequeña “t” [NOTA: Truth – ‘Verdad’ en ingles] . Pero acerca de la reaparición del racismo y el fascismo en Berlín, pensamos que la cura está cerca del veneno. En los años 30 los dadaístas fueron uno de los antídotos para el fascismo. Si ellos fueron aplastados y dejaron Alemania, es porque representaban una amenaza para uno de los aspectos menos manifiesto del fascismo: su virilidad, su sexualidad. Se burlaron del diablo fascista, abriendo sus alas y ridiculizando su erección. Eso es lo que me vino a la mente después de una cuantas jarras. El humor, como un arma, es uno de los legados más importantes de los dadaístas. Creo que el humor es la evidencia de la libertad. El hecho de que todos en Europa y Estados Unidos se hayan vuelto completamente histéricos frente a los disturbios raciales en Alemania es muy interesante. No estoy tratando de evitar el problema, pero si nos fijamos en las estadísticas, es probable que haya más ataques racistas y asesinatos en Francia y en Inglaterra que en Alemania. Una vez más, es este problema de percepción lo que destruye la imagen de Alemania, en Europa y dentro de sus fronteras. El lado positivo es que los alemanes han reaccionado de forma masiva. Considerando que en Francia y en Inglaterra los racistas sólo se perciben como uno de los aspectos negativos de la sociedad, y a la gente no le importa un bledo.
Wim: Sí, los alemanes han estado en estado de shock total y eso es lo mejor que ha ocurrido durante estos últimos dos años. Se encuentran frente a todo el mundo por la imagen fija que todos tienen de ellos.
Brian: ¿Nunca has hecho películas violentas?
Wim: No es mi deseo, y, de todos modos, yo no sabría como hacerlo.
Bono: Algo loco que nos pasó con Edge y mi esposa, Ali, en Berlín. Estábamos saliendo de la película de Scorsese “Goodfellas”. Mientras esperábamos a nuestro coche delante del cine, un hombre salió de un callejón con una pequeña pistola y disparó al suelo. La película nos había anestesiado. Creo que Edge dejó caer un “¡Qué hijo de puta!” en el momento. Los miré. Fue Duro. Luego nos montamos en el coche, conduje un poco, compramos una pizza. Entonces, cuando habíamos terminado la mitad, mi mujer me preguntó si el hombre no se había dirigido a nosotros. De pronto se sintió mal. Lo más gracioso fue que no nos mostramos impresionados en el modo que el hombre con su arma estaba avergonzado hasta el punto de volver a su callejón. Ahora puedo evaluar el efecto de las películas violentas: te inmunizan contra la violencia.
Wim: Yo pienso que esas películas son imágenes que nuestro subconsciente no puede controlar. Las obras no pueden acomodar a la violencia sin explotarla. Lo mismo con el sexo. Las películas son incapaces de captar lo que realmente puede ocurrir entre un hombre y una mujer. El problema radica en el hecho de que se reproducen y se transforman en imágenes del acto de amor, que parece estar en contradicción con el acto mismo.
Bono: Lo que me gustaba, sobre todo en Wings of Desire y Faraway, So Close! fue que se atrevieron a abordar el tema del paraíso como un respiro. Ambas películas no tenían miedo de hablar de la posibilidad de otra dimensión, ya sea Dios o alguna otra cosa. Porque es uno de los últimos grandes tabúes. El otro día vi escrito en una pared ” God is dead. So’s Nietzsche.” Eso me divertía. Otro tema bastante interesante son los intentos de la gente en comprender mejor su espiritualidad. Con esto cargas la culpa y tienes ideas extrañas.
Wim: Seis años después de Wings of Desire pensé que era importante retomar la idea de los ángeles en Berlín con Faraway, So Close!. Para tomar el elemento espiritual más en serio porque es muy urgente.
Edge: Bueno, Wim, debemos volver a afilar la piedra. Nos gusta mucho el sentimiento que crea tu película. Con las canciones, se franco, si no funcionan, no las utilices. No nos molesta. Ya estamos contentos de que nos lo pidieras.
Wim: Bueno, debo volver a la mesa de edición también. Tan pronto como haya escuchado las canciones un poco mejor, os devuelvo la llamada. ¿Tienes un título para el álbum?
U2: Sólo un título de trabajo por el momento: Zooropa. Ese país nacido de la imaginación.
Wim: Buena suerte, voy a mantener mis dedos cruzados.
U2: Dios te bendiga, Wim.”

viernes, 15 de junio de 2012

Italo Calvino: La aventura de un poeta





Las orillas del islote eran altas, rocosas. Encima crecía la mancha baja y tupida de la vegetación que resiste la cercanía del mar. En el cielo volaban las gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la costa, desierta, sin cultivar: en media hora se le podía dar la vuelta en barca y hasta en bote de goma, como el de los dos que se acercaban, el hombre que remaba tranquilo, la mujer acostada tomando el sol. Al aproximarse en hombre aguzó la oreja.
—¿Has oído algo? —preguntó ella.
—Silencio —dijo—. Las islas tienen un silencio que se oye.
En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del tranquilo mar circundante porque estaba recorrido por murmullos vegetales, cantos de pájaros o un brusco rumor de alas.
Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un azul intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol. En la escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se acercaban perezosamente a explorarlas.
Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante conocido; élla, Delia H., una mujer muy bella.
Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli, recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo debido.
—Espera —decía Usnelli—. Espera.
—¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía ella.
Él, desconfiado —por naturaleza y por educación literaria—de las emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad era para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía en peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería renunciar a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza circundante alcanzaba —un decantarse del azul del agua, una transformación del verde de la costa en ceniciento, la alerta de un pez que asomaba justo allí donde era más lisa la superficie del mar—, sólo sirviera para preceder otro grado más alto, y así sucesivamente, hasta el punto en que la línea invisible del horizonte se abriera como una ostra revelando de pronto un planeta distinto o una palabra nueva.
Entraron en una gruta. Al principio era espaciosa, casi un lago interior de un verde claro, bajo una alta bóveda rocosa. Más adelante se estrechaba en na oscura galería. Con el remo el hombre hacía girar el bote sobre sí mismo para gozar de los diversos efectos de la luz. La de afuera, que se metía pr la grieta irregular de la entrada, deslumbraba con sus colores avivados por el contraste. Allí el agua irradiaba, y las láminas de luz rebotaban hacia arriba, contrastando con las blandas sombras que se alargaban desde el fondo. Reflejos y manchas de luz comunicaban a la roca de las paredes y de la bóveda la inestabilidad del agua.
—Aquí comprendes a los dioses —dijo la mujer.
—Hum —dijo Usnelli. Estba nervioso. Su mente, habituada a traducir las sensaciones en palabras, ahora nada, no conseguía formular ni una sola.
Se internaron. El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una roca al ras del agua; ahora flotaba entre los escasos fulgores que aparecían y desaparecían a cada golpe de remo: el resto era sombra espesa; las palas tocaban de vez en cuando una pared. Mirando hacia atrás Delia veía el ojo azul del cielo abierto cuyos contornos cambiaban continuamente.
—¡Un cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! —gritó, levantándose.
—"¡...grejo! ¡...iii!" —retumbó el eco.
—¡El eco! —exclamó contenta, y se puso a gritar palabras en las tenebrosas bóvedas: invocaciones, versos—. ¡Tú también! ¡Grita tu nombre! ¡Pide un deseo! —le dijo a Usnelli.
—Ooo.. —hizo Usnelli—. Ehiii... Ecooo...
De vez en cuando la barca se arrastraba por el fondo. La oscuridad era más espesa.
—Tengo miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
—Todavía se puede pasar.
Usnelli se dio cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez de los abismos que huye de las aguas iluminadas.
—Tengo miedo, volvamos —insistió ella.
También a él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era ajeno. Remó hacia atrás. Al volver al lugar donde la gruta se ensanchaba, el mar se volvió de cobalto.
—¿Habrá pulpos? —dijo Delia.
—Se verían. Está límpido.
—Entonces voy a nadar.
Se dejó caer desde el bote, se apartó, nadaba en el lago subterráneo, y su cuerpo parecía unas veces blanco (como si la luz lo despojara de todo color propio), otras del azul de aquella pantalla de agua.
Usnelli había dejado de remar: seguía conteniendo la respiración. Pare él, estar enamorado de Delia había sido siempre así, como en el espejo de esa gruta: haber entrado a un mundo más allá de la palabra. Por lo demás, en todos sus poemas, jamás había escrito un verso de amor; ni uno.
—Acércate —dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado el trapito que le cubría el pecho; lo arrojó por encima de la borda del bote—. Un momento. —Se quitó también el otro pedazo de tela sujeto a las caderas y lo pasó a Usnelli.
Ahora estaba desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las caderas casi no se distinguía, porque todo su cuerpo difundía una claridad azulada, de medusa. Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la cabeza (una expresión fija y casi irónica de estatua) apenas al ras del agua, y a veces la curva de un hombro y la línea suave del brazo extendido. El otro brazo, con movimientos acariciadores, cubría y descubría los pechos altos, tendidos hacia el vértice. Las piernas apenas batían el agua, sosteniendo el vientre liso, marcado por el ombligo como una huella leve en la arena, y la estrella como de un fruto de mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el agua la rozaban, ya vistiéndola, ya desnudándola del todo.
De la natación pasó a un movimiento que parecía de danza; suspendida en el agua a media profundidad, sonriéndole, extendía los brazos en una blanda rotación de los hombros y las muñecas; o bien, con un empujón de la rodilla hacía asomarse un pie arqueado como un pequeño pez.
Usnelli, en el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese momento le ofrecía la vida era algo que no a todos les es dado mirar con los ojos abiertos, como el corazón más deslumbrador del sol. Y en corazón de ese sol había silencio. Todo lo que allí había en ese momento no podía traducirse en ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un recuerdo.
Ahora Delia nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la boca de la gruta. Avanzaba con un ligero movimiento de brazos hacia el mar abierto y debajo el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada vez más clara y luminosa.
—¡Cuidado, cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
Delia ya estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió debajo del agua, extendió el brazo, Usnelli le tendió las exiguas prensas, ella se las sujetó nadando, volvió a subir al bote. Las barcas que llegaban eran de pescadores. Usnelli reconoció a algunos del grupo de gente pobre que pasaban la estación de la pesca en aquella playa, durmiendo al abrigo de unos escollos. Les salió al encuentro. El hombre que remaba era el joven, taciturno en su dolor de muelas, la gorra blanca de marinero encajada sobre los ojos estrechos, remando a tirones como si cada esfuerzo que hacía le sirviera para sentir menos el dolor; padre de cinco hijos; desesperado. El viejo iba en la popa; un sombrero mexicano de paja coronaba con una aureola toda deshilachada la figura flaca, los ojos redondos y muy abiertos, en otro tiempo quizá por soberbia fanfarrona, ahora por comedia de borrachín, la boca abierta bajo los bigotes caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo los mújoles que habían pescado. 
—¿Buena pesca? —gritó Delia.
—Lo poco que hay —contestaron—. Es el año.
A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no ("frente a ellos", decía, "no me siento con la consciencia tranquila", se encogía de hombros y todo terminaba ahí). Ahora el bote se acostaba a la barca, cuyo barniz descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas escamas, y el remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba la madera astillada de la borda, y una pequeña y herrumbada ancla de cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en una de las nasas de mimbre erizadas de algas rojizas, secas quien sabe hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de redes teñidas de tanino y bordeadas de redondas tajadas de corcho, centelleaban en sus filosas envolturas de escamas, ya de un gris mortecino, ya de un turquesa resplandeciente, los peces boqueantes; las branquias todavía palpitaban mostrando, debajo, un rojo triángulo de sangre.
Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la naturaleza: así como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha de palabras se precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada verruga, cada pelo de la flaca cara mal afeitada del pescador viejo, cada plateada escama de mújol.
En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por caballetes, y de la sombra salían las plantas de los pies descalzos de unos hombres dormidos, los que habían estado pescando durante toda la noche; cerca, una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla sobre un fuego de algas, del que subía una larga humareda. La orilla en aquella cala era de guijarros grises; las manchas de colores desteñidos eran los delantales de los niños que jugaban, los más pequeños vigilados por las hermanas mayorcitas y regañonas, y los mayores y más despabilados, con cortos calzones hechos de viejos pantalones de adulto, corrían arriba y abajo entre los escollos y el agua. Más lejos empezaba a extenderse una orilla de arena recta, blanca y desierta, que de un lado se perdía en un cañaveral ralo y en terrenos baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de negro, incluso el sombrero, con el bastón al hombro y un ato colgando, caminaba junto al mar a lo largo de la playa, marcando con los clavos de los zapatos la friable costa de arena: seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del interior que había bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el camino pegado al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba los hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un túnel y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salís nuevamente, como las puntadas de una costura irregular. Por encima de los guardacantones blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos bajos; más arriba las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o solamente de piedras. Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas alturas se alargaba hacia arriba, las casas una sobre otra, separadas por calles en escalera, empedradas, hundidas en el medio para que corriera el arroyuelo de deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas las casas había cantidad de mujeres, viejas o envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila, cantidad de hombres, viejos y jóvenes, todos en camisa blanca, y en medio de las calles en escalera los niños jugando en el suelo y algún muchachito mayor tendido a través con la mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí porque estaba un poco más fresco que dentro de la casa y olía menos, y posadas en todas partes y volando nubes de moscas, y en cada muro y en la orla de papel de periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito punteado de excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin espacio entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas, eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable, desesperado como un grito.
En Los amores difíciles (Relatos reunidos por IC en 1970)
Trad. Aurora Bernárdez
Foto: Italo Calvino en Paris 1981 por Sophie Bassouls Corbis

domingo, 3 de junio de 2012

Gao Xingjian - El templo de la bondad perfecta







Vivíamos ensimismados en la felicidad, absortos en la pasión, la locura, la ternura y el cariño vivíamos el viaje de luna de miel que siguió a nuestro casamiento, indiferentes a la brevedad del medio mes de vacaciones de que disponíamos, los diez días del permiso de boda y una semana más por motivos personales. El matrimonio es un gran acontecimiento en la vida de toda persona, y de hecho para nosotros no existía cosa más importante; ¿cómo no iba a pedir unos días más de vacaciones? Pero el cicatero de mi jefe, tan minucioso en sus cálculos, es especialista en dejar insatisfecho a cualquiera que vaya a pedirle permiso. Las dos semanas de permiso por motivos personales que yo había anotado en mi solicitud fueron reducidas por él a una, incluido el domingo, y no contento con ello me había dicho:

—Espero que volváis con puntualidad a vuestro trabajo.

—Desde luego, desde luego —le respondí—; el sueldo que tenemos no nos da para andar remoloneando por ahí.

Sólo entonces estampó de un plumazo la firma que corroboraba el permiso.

Dejé de ser soltero: tenía una familia. La verdad es que Fangfang y yo habíamos proyectado una y otra vez este viaje. Formábamos una familia, y de allí en
adelante se acabó lo de salir corriendo al restaurante al recibir la paga a principios de mes, o lo de invitar a los amigos o gastar a mi antojo, y también los apuros de finales de mes, el no tener para un paquete de cigarrillos o el andar rascándome los bolsillos y revolviendo los cajones en busca de unas monedas con que salir del paso. Pero no hablemos más de eso. Decía que yo, nosotros éramos felices. Y la felicidad no abunda en esta brevísima vida. Fangfang o yo, cualquiera de nosotros, sabemos lo que es «salir al encuentro de la tempestad y hacer frente al mundo», hemos vivido la época. Nosotros, nuestras familias, hemos sufrido mucho, padecido las desgracias de todos esos años de calamidad nacional, y nuestra generación tiene sobrados motivos para renegar de su suerte. Pero tampoco hablemos de eso. Lo importante es que al fin éramos felices.

Teníamos nuestro buen medio mes de vacaciones, y aunque sólo hubiésemos dispuesto de la mitad de ese tiempo, nuestra luna de miel no podía ser más dulce. De este dulzor tampoco diré más, pues todos sois personas experimentadas, personas que lo habéis vivido, y además es un dulzor que nos pertenece por entero a nosotros mismos. De lo que os quiero hablar es del templo de Yuan'en, el templo de la Bondad Perfecta. El nombre carece de importancia, pues es un templo abandonado, en ruinas, y no un monumento famoso frecuentado por los
turistas. Nadie sabe que existe, excepto las gentes del lugar, y de éstas son pocas las que lo conocen por su nombre. Se trata, por decirlo en dos palabras, de un templo en ruinas del que nadie se ocupa, donde nadie quema incienso ni reza, un templo que descubrimos por casualidad. Tampoco nosotros habríamos sabido que tenía nombre de no habernos esforzado en descifrar los caracteres borrosos de la estela que servía de fondo a la pila contigua a una bomba de agua. Las gentes del lugar lo conocen simplemente por «el templo grande».
Pero no tiene punto de comparación con el templo del Retiro de las Almas de Hangzhou o el de las Nubes Azuladas de Pekín. No es más que un edificio viejo
situado en un cerro de los alrededores de una capital de distrito, una construcción en que sólo destaca el doble tejado de punta curva y el portalón de piedra que aún se mantiene en pie. El muro que rodea el patio ha desaparecido; sus ladrillos y piedras fueron aprovechados quién sabe cuándo por los campesinos de los alrededores para levantar sus casas o el muro de sus porquerizas, y lo único que queda es un cerco de adobe invadido de maleza.

La verdad es que, viéndolo allá en la lejanía desde la calle principal de la ciudad del distrito, con sus tejas amarillas esmaltadas resplandecientes a la luz del sol, el templo del cerro llamaba la atención y no dejaba de tener su encanto. También habíamos ido a parar por pura casualidad a la capital del distrito. El tren seguía estacionado junto al andén pasada ya la hora de su salida, esperando quizá la llegada de algún expreso que venía con retraso. El tráfago de viajeros que subían o bajaban ya había terminado, la plataforma
estaba vacía y los revisores aguardaban charlando junto a la puerta de los vagones. En el valle, más allá del andén, dormitaban los tejados grises de las casas; algo más lejos asomaban en sucesión ininterrumpida los montes cubiertos de fronda. La vieja capital de distrito exhalaba profunda calma y serenidad.

Una idea iluminó mi mente:

—¿Y si vamos a dar una vuelta por la ciudad?

Fangfang me miraba con ternura sentada frente a mí e hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza. Es una persona que habla con los ojos. Nuestros nervios simpáticos vibran a la misma longitud de onda. Sin mediar palabra bajamos a toda prisa las bolsas de la red y corrimos hacia la puerta del vagón; saltamos al andén y rompimos a reír:

—Nos iremos en el siguiente —dije.

—Y si no nos vamos, no importa —dijo Fangfang.

Cierto, estábamos en viaje de bodas y podíamos ir o quedarnos donde se nos antojase. La felicidad de los recién casados nos acompañaba en todo momento y a todas partes. Éramos los más felices del mundo, los más libres. Fangfang me llevaba del brazo, y yo llevaba en el otro las bolsas de mano. Queríamos dar envidia a los revisores que aguardaban en el andén y a los innumerables ojos que nos miraban desde detrás de las ventanillas.

Ya no teníamos necesidad de andar por ahí buscando influencias para ser trasladados a nuestra ciudad, ni de recurrir a fulano o a mengano, ni de vivir
preocupados por la residencia o el trabajo. Y disponíamos además de nuestra propia vivienda, pequeña, es verdad, pero arreglada de tal forma que en ella nos
sentíamos muy a gusto. Teníamos por fin nuestro propio hogar, y yo te tenía a ti, y tú a mí. Sé lo que quieres decir, Fangfang: ¡Bobo! ¿Qué tiene de especial todo esto? Pero queremos haceros partícipes de nuestra felicidad. Bastantes preocupaciones hemos tenido unos y otros, y bastantes molestias os hemos causado, y vosotros os habéis desvivido por nosotros. ¿Cómo podemos agradecéroslo? ¿Sólo con esos pocos caramelos y cigarrillos que os ofrecimos en nuestra boda? Os lo agradecemos con nuestra felicidad. ¿Qué hay de malo en
lo que digo?

Así pues, llegamos a la pequeña capital de distrito, a la antigua y pequeña capital de distrito que dormitaba apaciblemente en medio del valle. En realidad era mucho menos apacible de lo que nos había parecido desde la ventanilla del tren. Bajo aquellos tejados grises, los callejones rebosaban animación y eran un hervidero de gente. Eran justamente las nueve de la mañana y los vendedores de verduras, sandías y melones o manzanas y peras recién cogidas acababan de llegar al mercado. Los carros de mulas y caballos y los camiones se agolpaban
en las calles ya de por sí poco anchas de la ciudad, y el clamor incesante de los látigos y las voces que arreaban el ganado se mezclaba con los bocinazos agudos de los camiones.

Nuestra disposición de ánimo era, en ese momento, muy distinta de la que teníamos al entrar en una ciudad como ésta en los años en que fuimos enviados a trabajar al campo. Éramos visitantes de paso, turistas en la pequeña ciudad, y todos aquellos resquemores y mundos complejos de relaciones pertenecían ya al pasado. Pero todo, el aliento vital de la pequeña ciudad, el polvo que levantaban los camiones a su paso, las lavazas arrojadas al costado de los puestos de verdura, las cáscaras de sandía tiradas por el suelo, las gallinas
de alas batientes que sostenían en la mano los vendedores, el volar de plumas y los cacareos, todo ello nos resultaba familiar. Lo que nosotros experimentábamos suponía, por así decirlo, todo un lujo para gentes como las de aquel lugar. Por eso sucumbíamos, sin poder evitarlo, al complejo de superioridad propio de los habitantes de la gran ciudad que van de visita al campo. Fangfang me cogía con
fuerza del brazo, y yo la apretaba contra mí. Teníamos la impresión de que todo el mundo nos miraba. Pero no éramos gente del lugar, veníamos de otro mundo.
Pasábamos a su lado, pero nadie cuchicheaba a nuestras espaldas, sus murmuraciones sólo iban dirigidas a las personas que les eran cercanas.

De esta manera llegamos al extremo de la calle; no había más puestos de verdura, los peatones eran cada vez más escasos y el barullo y el vocerío del mercado
habían quedado a nuestras espaldas. Miré el reloj: apenas habíamos tardado media hora en recorrer la calle desde que salimos de la estación, y todavía era pronto. Habría sido decepcionante volver a la estación para esperar el próximo tren. ¡Y Fangfang estaba dispuesta a pasar allí la noche!

No decía nada, pero yo la notaba algo desilusionada. De frente se acercaba un hombre con aspecto de cuadro dirigente; los aires que se daba al andar y la manera ostentosa de mover los brazos lo delataban como tal.

Perdone; ¿la hospedería del distrito? —pregunté.

Nos examinó por encima y con gran cordialidad me indicó la dirección, cómo ir de aquí allá, cómo, doblando a la izquierda y marchando hacia el este, veríamos un edificio de tres plantas de ladrillo rojo que era justamente la hospedería del comité del distrito. Me preguntó a quién queríamos ver, con intención quizá de servirnos de guía. Le explicamos la razón de nuestro viaje, nuestra condición de turistas de paso, y le preguntamos qué lugares podíamos ver. Se rascó la cabeza, como si lo hubiésemos puesto en un aprieto, y después de pensarlo un instante dijo:

—Aquí en el distrito no hay nada que ver. Pero allá en el cerro, al oeste, está el templo grande. Hay que escalar y el camino no es bueno.

—Y bien, a escalar hemos venido —dije.

—Es verdad, no nos importa escalar —añadió enseguida Fangfang.

Nos guió hasta una esquina de la calle y nos mostró el viejo templo de tejas amarillas esmaltadas relucientes al sol emplazado en la cumbre del cerro que teníamos enfrente.

—Muy bien, gracias.

Se quedó mirando los zapatos de tacón alto que llevaba Fangfang y dijo:

—Tendréis que meteros en el agua para atravesar el río.

—¿Es profundo? —pregunté.

—No pasa de la rodilla.

Miré a Fangfang.

—No importa, podré cruzar.

Fangfang no quería quitarme la ilusión.

Le dimos las gracias y partimos en la dirección que nos había indicado.

Marchando por el camino polvorientomiré, sin poder evitarlo, los zapatos nuevos de tacón alto y tirillas de cuero entrecruzadas que llevaba Fangfang y me sentí apesadumbrado. Pero ella avanzaba llena de resolución, como siempre.

—Estás loca de remate —le dije.

—Todo con tal de estar a tu lado.

¿Te acuerdas, Fangfang? Lo dijiste apretándote contra mí.

Caminamos hacia la orilla del río. Las cañas rectas de maíz de los campos que nos rodeaban eran más altas que un hombre, y en el sendero que atravesábala cortina verde de los cultivos no había un alma. Abracé a Fangfang y la besé con ternura. ¿Eh, y qué? Bueno, no me deja hablar de esas cosas: volvamos al templo de la Bondad Perfecta. Estaba en lo alto de la vertiente que arrancaba de la orilla opuesta del río. Podíamos ver con claridad los matojos de hierbas que crecían entre las tejas de esmalte amarillo.

El agua del río era cristalina. En una mano llevaba los zapatos de tacón alto de Fangfang y mis sandalias de cuero. Con la otra la guiaba, y ella mantenía la
falda remangada con la que tenía libre. Avanzamos tanteando el fondo con los pies desnudos. Hacía mucho que no caminaba descalzo, y hasta las piedras lisas del lecho del río me lastimaban los pies.

—¿Te duele? —pregunté a Fangfang.

—Me gusta —respondiste a media voz. En nuestra luna de miel, hasta el dolor de pies se nos antojaba sensación de felicidad. Sentíamos que todas las desgracias del mundo huían escurriéndose entre nuestros tobillos. Nos sentíamos devueltos a la infancia, éramos como niños revoltosos que jugaban descalzos en el agua.

Fangfang saltaba de roca en roca y yo la llevaba de la mano y de rato en rato tarareaba una canción. Después de atravesar el río corrimos hacia el cerro riendo y gritando. Fangfang se hizo una herida en el pie y yo me apené mucho, pero ella me tranquilizó, no es nada, se me pasará en cuanto me ponga los zapatos. Dije que era culpa mía y ella dijo que con tal de verme contento
estaba dispuesta a soportar de buen grado cualquier herida en el pie. De acuerdo, no digo más. Pero sois nuestros mejores amigos y habéis padecido tanto por nosotros, que tendríamos que compartir con vosotros nuestra felicidad...

Así pues, al fin subimos hasta lo alto del cerro y llegamos a la puerta de piedra blanca que se alzaba delante del templo. Más allá del muro derruido
discurría un canalillo de agua cristalina procedente del caño de una estación de bombeo. Entre los escombros del que fuera en su día patio del templo crecía un
huerto de hortalizas. Contiguo a él había un silo de estiércol. Volvimos a recordar los años en que nos dedicábamos a vaciar letrinas, la época en que fuimos a trabajar al campo. Aquellos días difíciles habían ido desapareciendo en un lento goteo; de ellos sólo nos quedaban algunos recuerdos tristes y a la vez dulces, y también nuestro amor. Bajo el sol claro y resplandeciente estábamos seguros de que ya nadie podría interponerse en nuestro amor, de que ya nadie
podría hacernos daño.

A las puertas del gran templo, en perenne compañía de las ruinas y guardando su entrada, había un incensario de hierro que, acaso por su enorme peso y grosor, nadie había sido capaz de llevarse o romper. La puerta estaba cerrada con candado. Los listones de madera clavados sobre el enrejado podrido de las ventanas también estaban medio deshechos. En esos momentos el templo debía de hacer las veces de granero del equipo de producción.

No había ningún ser humano en los alrededores y la calma era infinita. Podíamos oír el murmullo de la brisa de montaña en los pocos pinos vetustos que se
alzaban delante del templo. Nadie podía molestarnos, y nos tumbamos a descansar en la hierba rala que crecía a la sombra de los árboles. La brisa de montaña disipaba el calor estival y nos llegaba en ráfagas de frescura.

Fangfang se había recostado en mi pecho y contemplábamos el deshilacharse de una nube blanca en el cielo azul. Era una felicidad inexpresable, y la paz que sentíamos sólo podía ser producto de tal felicidad.

Habríamos continuado extasiados en esa paz de no ser por el sonido de unos pasos pesados, unas pisadas que resonaban en sucesión, una tras otra, sobre las losas
de piedra. Me incorporé y miré en esa dirección, y vi a un hombre que cruzaba la puerta del templo y se dirigía hacia el lugar donde estábamos tumbados. Fangfang
también se sentó. El hombre se acercaba por el camino de losas que había en el centro; era alto, de edad mediana, pelo desgreñado, barba cerrada sin afeitar y
rostro sombrío. Una mirada fría y dura nos escrutaba desde debajo de sus cejas espesas.

Avanzaba paso a paso hacia nosotros. La brisa de montaña murmuraba entre los pinos y teníamos algo de frío. Quizá advirtiera el recelo que traslucían nuestras miradas, pues, alzando apenas la cabeza, paseó la vista por el templo y al punto se entretuvo en contemplar, con ojos entornados, las hierbas silvestres
agitadas por el viento en los intersticios de las tejas vidriadas relucientes que se recortaban contra el cielo azul.

Se detuvo junto al incensario y lo palmeó, arrancando con cada golpe un zumbido. Los dedos que golpeaban eran de hierro colado, dedos armados de articulaciones
gruesas y prominentes. En la otra mano llevaba una bolsa de tela negra vieja y raída. No tenía aspecto de ser un comunero que hubiese venido a vigilar el huerto.

Volvió a escrutarnos con la mirada, deteniéndose en los zapatos de tacón alto que Fangfang había dejado tirados sobre la espesura de la hierba y en las bolsas de viaje. Fangfang se puso enseguida los zapatos. No esperábamos que el hombre nos dijera, a modo de saludo:

—¿De paseo por ahí?

Asentí con la cabeza.

—Hace buen tiempo.

Quería entablar conversación. Los ojos que había bajo las cejas espesas ya no eran tan fríos y duros. Parecía llevar buenas intenciones. Sus zapatos de cuero con suela de goma de neumático estaban descosidos por varios lugares. Llevaba mojados los bajos del pantalón, señal evidente de que había cruzado el río, proveniente de la capital del distrito.

—Aquí hace fresco y el paisaje es bonito —dije, poniéndome de pie.

—Seguid sentados, que yo me voy en un rato.

Había en sus palabras cierta intención de disculpa, que el tono corroboraba. Se sentó en la hierba, junto al camino enlosado, y abrió la bolsa.

—¿Queréis melón? —dijo, sacando uno de la bolsa.

—No, gracias —respondí enseguida. Pero él tiró el melón hacia nosotros. Lo cogí e hice ademán de devolvérselo.

—No es nada; aquí llevo media bolsa—dijo.

Levantó hacia mí la pesada bolsa, como para refrendar sus palabras, y sacó otro melón. Como no era cosa de seguir rechazando el ofrecimiento, yo a mi vez le
tendí, una vez destapado, el pastel envuelto que llevaba en la bolsa:

—Pruebe también nuestro pastel.

Cogió un trozo pequeño y lo colocó sobre su bolsa.

—Con esto me basta. Comed —dijo, presionando entre sus grandes palmas el melón hasta que éste se partió con un chasquido.

—Están limpios, los he lavado en el río.

Con una mano quitó las semillas y gritó en dirección a la puerta del templo:

—¡Descansa un rato; ven a comer melón!

—¡Aquí hay un grillo! —dijo una voz infantil desde más allá de la puerta.

En lo alto de la loma apareció un niño que llevaba en la mano una jaula de grillos de alambre.

—Hay muchos; en un momento los cazo —respondió el hombre.

El niño vino hacia nosotros corriendo y saltando.

—¿Está de vacaciones? —dije, como para retomar la conversación, al tiempo que, imitando al hombre, partía el melón con las manos.

—Hoy es domingo y lo he sacado a dar una vuelta — respondió.

Ensimismados en nuestra particular fiesta, nos habíamos olvidado hasta del día en que vivíamos.

Fangfang me sonrió mientras hincaba el diente al melón que yo había abierto. Quería decirme: es un buen hombre. La gente buena aún predomina en el mundo.

—Come, que es un regalo del tío y la tía —dijo, al ver que el niño miraba el pastel de crema colocado sobre la bolsa.

Saltaba a la vista que el niño, criado en la capital de distrito, nunca había visto un pastel igual. Lo cogió enseguida y se puso a comer.

—¿Es su hijo? —pregunté.

En vez de responder, el hombre dijo al niño:

—Coge el melón y vete a jugar, que en un momento te cazo los grillos.

—¡Quiero que caces cinco! —dijo el niño, sosteniendo el melón.

—Bien, cazaré cinco.

El niño se marchó corriendo con la jaula de alambre en la mano. Profundas patas de gallo surcaban la comisura de ios ojos del hombre que lo veía alejarse. Su aspecto rudo ocultaba el corazón cálido de un padre.

—No es hijo mío —dijo, mientras bajaba la cabeza y sacaba un cigarro. Lo encendió con una cerilla y aspiró una larga bocanada de humo. Luego, advirtiendo nuestra sorpresa, añadió:

—Es hijo de mi primo. Quiero adoptarlo como hijo propio, si es que quiere vivir conmigo.

En un instante comprendimos que en el corazón de aquel hombre rudo bullían en oleadas los sentimientos.

—¿Y su esposa? —preguntó Fangfang, sin poder refrenarse.

Pero el hombre no respondió; siguió aspirando profundas bocanadas, y al cabo se levantó y se alejó.

Sentimos la frescura de la brisa. El viento agitaba las hierbas verdes que habían brotado aquella primavera en la techumbre de tejas amarillas esmaltadas y las viejas hierbas resecas, tan altas unas como las otras. Sobre un extremo del alero curvo flotaba, recortada contra el cielo azul, una nube blanca; mirándola, daba la impresión de que el firmamento estuviese inclinado. En el borde de la techumbre había una teja vidriada que estaba por caer; quizá llevaba así largos años.

De pie sobre el basamento del muro derruido, el hombre llevaba largo rato concentrado en la contemplación del valle que se abría a nuestras espaldas. A lo lejos descollaba una hilera ininterrumpida de cumbres más altas y abruptas que el cerro en que nos hallábamos; a su pie no había terrazas de cultivo ni casas.

—No tendrías que haberle preguntado —dije.

—No hablemos de ello —Fangfang parecía apenada.

—¡Aquí hay un grillo! —dijo el niño desde la ladera con voz que sonaba muy lejana y a la vez muy nítida.

El hombre echó a andar a grandes pasos hacia la ladera. La bolsa de los melones colgaba pesadamente de la mano balanceante que la sujetaba. Bajó por la pendiente. Cogí a Fangfang del brazo y la atraje hacia mí.

—No seas así —dijo, apartándose.

—Tienes una hierba en el pelo —le dije, como explicándome, mientras le quitaba la aguja de pino prendida en su pelo.

—Esa teja se va a caer —dijo Fangfang reparando, ella también, en la teja vidriada rota, la teja amarilla inclinada que estaba por desprenderse—. Más vale que se caiga de una vez, pues puede herir a alguien —añadió en un susurro.

—Quizá aguante aún unos años —dije.

Fuimos hasta el basamento donde antes se había detenido el hombre. El valle estaba moteado de campos de cultivo, densos verdegales de maíz y mijo que
aguardaban la cosecha de otoño. En un rellano de la ladera que se abría a nuestros pies había unas pocas casas de adobe recién blanqueadas con cal nívea hasta media altura; por su mismo costado discurría el camino que bajaba hacia el valle. El hombre caminaba con el niño de la mano por el sendero serpenteante que
atravesaba los cultivos. El niño comenzó de pronto a brincar y a correr como un potro librado del ronzal: corrió un trecho y volvió caminando, y parecía agitar
hacia el hombre la jaula de alambre que llevaba en la mano.

—¿Crees que le cazará los grillos?

¿Te acuerdas, Fangfang? Fue lo que me preguntaste.

—Seguro que sí —te respondí—. Seguro.

—¡Que cace cinco! —dijiste, traviesa. Y bien, esto es lo que quería deciros del templo de la Bondad Perfecta al que fuimos en nuestro viaje de luna
de miel.



sábado, 2 de junio de 2012

Samuel Beckett - Verse


Lugar cerrado. Todo lo que hay que saber para decir sabido. No hay más que lo dicho. Aparte de lo dicho no hay nada. Lo que ocurre en la arena no está dicho. Si fuese preciso saberlo se sabría. No interesa. No imaginarlo. Tiempo valiéndose de la tierra obrar a disgusto. Lugar hecho de una arena y un foso. Entre los dos costeando éste una pista. Lugar cerrado. Más allá del foso no hay nada. Se sabe porque hay que decirlo. Arena negra extendida. Allí pueden caber millones. Errantes e inmóviles. Sin verse ni oírse jamás. Sin tocarse jamás. Es todo lo que se sabe. Profundidad del foso. Ver desde el borde todos los cuerpos colocados al fondo. Los millones que aún permanecen allí. Parecen seis veces más pequeños de lo normal. Fondo dividido en zonas. Zonas negras y zonas claras. Ocupan toda su anchura. Las zonas que permanecen claras son cuadradas. Un cuerpo mediano apenas cabe allí. Extendido en diagonal. Más grande tiene que acurrucarse. Se sabe así la anchura del foso. Se sabría sin eso. Hacer la suma de las zonas negras. De las zonas claras. Las primeras ganan con mucho. El lugar ya es viejo. El foso es viejo. Al principio no había más que claridad. Más que zonas claras. Tocándose casi. Ribeteadas de sombra apenas. El foso parece en línea recta. Luego reaparece un cuerpo ya visto. Se trata pues de una curva cerrada. Claridad muy brillante de las zonas claras. No penetra en las negras. Estas son de un negro no reducible. Tan denso en los bordes como en el centro. En compensación esta claridad sube todo seguido. A una altura por encima del nivel de la arena. Tan alta por arriba como es profundo el foso. Se levantan en el aire oscuro torres de pálida luz. Tantas zonas claras como torres. Como cuerpos visibles en el fondo. La pista sigue al foso en toda su longitud. En todo su contorno. Está sobrealzada con relación a la arena. Lo equivalente a un peldaño. Está hecha de hojas muertas. Evocación de la hermosa naturaleza. Están secas. El aire seco y el calor. Muertas pero no podridas. Darían más bien en polvo. Pista justo bastante ancha para un solo cuerpo. Nunca dos se cruzan en ella.


En Relatos
Traducciones de Félix de Azúa, Ana Maria Moix y Jenaro Talens