viernes, 28 de septiembre de 2012

Lecciones de cine: Lars von Trier (1956, Copenhague, Dinamarca)



La expresión «término medio» no significa mucho para Lars Von Trier. Es un hombre de extremos y, por añadidura, un excéntrico. Aunque Rompiendo las olas participó en la sección oficial del Festival de Carmes en 1996, él no asistió por miedo a coger un avión. La actriz protagonista, Emily Watson. tuvo que telefonearle en directo desde la proyección para dejarle oír la reacción del público. Cuando las dos películas siguientes del director Los idiotas y Bailar en la oscuridad, volvieron a ser seleccionadas para Cannes, Von Trier se decidió a hacer el largo viaje y atravesó Europa desde Dinamarca hasta el sur de Francia... en una autocaravana.

En lo que respecta a sus películas, a Von Trier también le gusta ir de un extremo al otro. Si se observa la evolución que ha experimentado como director desde El elemento del crimen hasta Bailar en la oscuridad, la única lógica que hay, realmente, es un claro deseo de reinventar el cine. En 1995, Lars Von Trier convenció a un grupo de colegas, también directores de cine daneses, para firmar el manifiesto Dogma 95, un conjunto de reglas y normas particularmente estricto que él y algunos colegas prometieron aplicar a sus películas (véase la página 199). Unos cuantos directores de otros países han seguido su ejemplo, sobre todo después del éxito conseguido por Celebración (Festen,1998), de Thomas Vinterberg. El manifiesto ha suscitado el más absoluto desconcierto de la mayoría.

Confieso que esperaba encontrar a un individuo bastante didáctico y distante. Aunque tampoco diría que Lars Von Trier es de trato fácil o especialmente cálido, me sorprendió que alguien que sin duda pasa tanto tiempo pensando en los elementos técnicos del cine, tuviera tanto que decir sobre las películas como experiencia puramente emocional.

Clase magistral con Lars Von Trier
El motivo por el que empecé a hacer películas, al principio, fue que veía imágenes mentalmente. Tenía esas visiones y me sentí obligado a traducirlas mediante una cámara. Y supongo que es una razón tan buena como cualquier otra para empezar a hacer películas. Sin embargo, hoy en día, es completamente diferente: ya no tengo imágenes mentales y, de hecho, hacer películas se ha convertido para mí en una forma de crear esas imágenes. Lo que ha cambiado no es el motivo que tengo para hacer películas, sino mi planteamiento al hacerlas. Sigo viendo imágenes, pero son imágenes abstractas, al contrario que antes, cuando eran muy concretas. No sé cómo sucedió; creo que es, simplemente, una consecuencia de hacerse mayor, de madurar. Supongo que cuando eres más joven, la cinematografía consiste en ideas e ideales, pero, luego, a medida que te vas haciendo mayor, empiezas a pensar más en la vida y te planteas tu trabajo de una forma distinta, y eso provoca el cambio.
A pesar de esto, y lo digo por mí, el cine siempre ha consistido en emociones. Lo que percibo en los grandes directores que admiro es que, si me pones cinco minutos de una de sus películas, sé que son suyas. Y aunque la mayoría de mis filmes son muy distintos, creo que puedo reivindicar lo mismo, y creo que es la emoción lo que liga todo.
En cualquier caso, nunca me propongo hacer una película para expresar una idea en particular. Entiendo que alguien lo vea así en mis primeras películas, porque pueden parecer un poco frías y matemáticas, pero, incluso entonces, en el fondo, siempre se ha tratado de emociones. La razón por la que las películas que hago actualmente puedan parecer más fuertes, hablando desde el punto de vista emocional, creo que, simplemente, es que, como persona, he conseguido transmitir mejor las emociones.

¿El público? ¿Qué público?
Escribo mis propios guiones. No tengo un punto de vista particular con respecto a la teoría del autor, aunque el único filme que he adaptado de un guión escrito por otra persona es una película que ya no me gusta. De manera que supongo que existe diferencia entre escribir tu propio material y adaptar el de otros. Sin embargo, como director, tienes que ser capaz de tomar el trabajo de un escritor y hacerlo completamente tuyo. Y, en el otro extremo, se podría afirmar que, incluso cuando escribes algo tú, siempre está basado en algo que has oído o has visto, así que, de todas formas, no es tuyo. Para mí, es todo un poco arbitrario.
No obstante, lo que sí me parece muy importante es que tienes que hacer la película para ti y no para el público. Si empiezas a pensar en un público, creo que te vas a perder e, irremediablemente, fracasarás. Por supuesto, debes sentir un cierto deseo de comunicarte con los demás, pero basar toda la película en esto nunca va a funcionar. Tienes que hacer una película porque quieres hacerla, no porque creas que el público la quiere. Es una trampa y es una trampa donde veo caer a muchos directores. Veo una película y sé que el director la hizo por las razones equivocadas, que no la hizo porque lo deseara con convicción.
Eso no quiere decir que no puedas hacer películas comerciales; sólo significa que la película tiene que gustarte a ti antes que al público. Un director como Steven Spielberg hace películas muy comerciales, pero estoy seguro de que todos los filmes que hace son filmes que, antes de nada, quiere ver él. Y por eso funcionan.

Cada película crea su propio lenguaje
No existe una gramática del cine. Cada filme crea su propio lenguaje. En las primeras películas que dirigí, todo estaba previsto con detalle en el storyboard. Me parece que en Europa, por ejemplo, no había ni un plano que no estuviera en el storyboard, porque era el apogeo de mi período como «maniático del control». Estaba haciendo películas muy técnicas y quería controlarlo todo, cosa que convertía el proceso de rodaje en algo muy doloroso. Y los resultados no eran forzosamente mejores; de hecho, quizás sea Europa la película que menos me gusta actualmente.
El problema que tiene querer controlarlo todo es que cuando has hecho el storyboard de todo y lo has planificado todo, rodarlo sólo se convierte en una obligación. Y lo terrible de ello es que acabas consiguiendo únicamente el setenta por ciento —con suerte— de lo que soñabas; por eso la manera que tengo ahora de hacer las películas es mucho mejor. Por ejemplo, en un filme como Los idiotas, no pensé ni un segundo en cómo iba a rodarlo hasta que me puse a hacerlo. No planeé nada. Simplemente, estuve ahí y filmé lo que estaba viendo. Cuando haces eso. empiezas, realmente, desde cero y cualquier cosa que suceda es un regalo. Así que no hay lugar para la frustración. Por supuesto, todo se debía a que estaba rodando yo mismo y con una cámara de vídeo pequeña. Así que, en realidad, ya no se trataba de una cámara; era mi ojo, era yo observando. Si un actor decía algo a mi derecha, simplemente me volvía hacia él y, luego, me volvía hacia el otro actor cuando contestaba y, después, igual me giraba a la izquierda si oía que pasaba algo en ese lado. Por supuesto, hay cosas que te pierdes con esta técnica, pero hay que elegir. Una de las grandes ventajas de rodar con vídeo es que el tiempo deja de ser un factor. Algunas de las escenas que acabaron con una duración de un minuto en la película duraban una hora cuando las rodé, cosa que supone una estupenda manera de trabajar.[1] Así que, por ahora, sigo con el vídeo. Sencillamente, es fantástico poder filmar y filmar sin parar. Hace que los ensayos no tengan sentido. Empleo los momentos previos al rodaje para comentar los personajes y, luego, los actores saben cuál es la acción por el guión y empezamos a filmar. Y tal vez lo filmemos veinte veces; y no tienes que preocuparte de si tiene sentido, visualmente hablando, hasta que estás en la sala de montaje.

Todo el mundo tiene reglas
Parece que mucha gente piensa que las reglas del Dogma 95 (véase el recuadro de la página 199) se crearon como reacción a cómo estaban haciendo películas otras personas, como si tratara de poner distancia entre ellos y yo, para demostrar que yo era distinto. No fue así. De hecho, no podría haber sido así, porque, sinceramente, no tengo ni idea de la manera que tienen otros de hacer películas. Nunca voy a ver películas; desconozco por completo lo que se está haciendo en otros sitios. Así que estas reglas, en realidad, surgieron más como reacción a mi propio trabajo. Fue una manera de provocarme para hacer cosas que supusieran un reto mayor. Puede que suene muy pretencioso, pero es como si fueras un malabarista de circo que hubiera empezado con tres naranjas y, después de estar haciendo lo mismo un par de años, empezaras a pensar: «Ummm, no estaría mal si me colocara en una cuerda floja al mismo tiempo...». Así que fue un poco ese tipo de situación. Me imaginé que, al establecer esas reglas, surgirían nuevas experiencias, y eso fue precisamente lo que ocurrió.
A decir verdad, siempre he sido muy estricto a propósito de lo que sentía que podía o no podía hacer. Y, en realidad, las reglas del Dogma no son nada comparado con las reglas no escritas que me creé, digamos, en una película como El elemento del crimen. Me había prohibido a mí mismo hacer eso. Sólo utilicé planos con dolly y con grúa, y sólo separados, nunca mezclados. Había muchas reglas no escritas como ésas, que, no sé, surgían de una mente enferma; ¡lo siento! Bueno, hablando más en serio, sé que suena muy mecánico, pero creo que establecer reglas constituye un planteamiento necesario en cualquier película, porque el proceso artístico es un proceso de limitación. Y limitación significa establecer reglas para ti mismo y para tu película.
La diferencia con el Dogma 95 es que decidimos plasmar en papel esas reglas y quizás por eso se sorprendió tanta gente. Pero creo que la mayoría de directores, conscientes de ello o no, tienen sus reglas no escritas. Y, en cierto modo, creo que plasmarlas en papel crea una cierta honestidad, porque, personalmente —y supongo que esto va en contra del punto de vista de muchos directores—, me gusta ver cómo se hace una película. Como espectador, me gusta sentir, de algún modo, como si estuviera observando el proceso creativo por el que ha pasado la película. Y la razón que explica por qué utilicé travellings y grúas en El elemento del crimen, en lugar de panorámicas y planos inclinados es que no quería esconder nada. Un travelling es un movimiento aparatoso y obvio, aunque en muchas películas norteamericanas los directores intenten ocultarlo. Para ellos, simplemente es una manera cómoda de moverse de un punto a otro, así que debe ser invisible. Pero yo intento no esconder cómo se hacen las cosas; me parecería un engaño si lo hiciera. Y, a este respecto, fue un gran paso cuando dejé de usar la cámara fija y pasé a la cámara al hombro. En ese momento, fue realmente una decisión artística. Mi montador había visto la serie de televisión Homicide, donde se utilizaban cámaras al hombro, y los dos convinimos que sería bueno para mi próxima película, que era Rompiendo los olas. Así que, al principio, fue una consideración estilística, pero ahora he ido más lejos y lo que me gusta es el aspecto liberador de la cámara al hombro.

El Dogma 95 es un conjunto de reglas estrictas concebido en la primavera de 1995 por un grupo de directores daneses (entre los que se encontraban Lars Von Trier y Thomas Vinterberg, director de Celebración. «Juraron» respetar esas reglas en sus películas posteriores.

  1. El filme debe desarrollarse en exteriores de verdad y no puede montarse ningún plató, [es decir, incluir decorados artificiales]. Hay que utilizar lo que haya en los exteriores cuando se encuentre.
  2. Debe emplearse únicamente sonido directo. Y sólo puede utilizarse la música si el reproductor de CD, el radiocasete o los intérpretes en vivo aparecen en la escena.
  3. La cámara debe sostenerse siempre al hombro, incluso en las tomas fijas.
  4. La película debe ser en color y está prohibido el uso efectista de la iluminación.
  5. No se permiten efectos especiales de ningún tipo.
  6. No pueden introducirse acciones artificiales (asesinato, una pistola. etcétera).
  7. No está permitida la manipulación del espacio y del tiempo.
  8. No se permiten las películas de género.
  9. El director no debe aparecer en los créditos.

Quiere a los actores hasta los celos
Hace unos años, todo el mundo te habría dicho que era el peor director de actores de toda la industria del cine. Y todos hubieran tenido razón; aunque, en mi defensa, diré que se debía al tipo de películas que hacía. Por ejemplo, en una película como El elemento del crimen, era necesario que los actores, simplemente, se quedaran de pie y no dijeran nada, o que su comportamiento pareciera un poco mecánico. En películas como ésa, el marco era más importante que los actores, realmente. Pero ahora he cambiado la manera de plantearlo. Trato de introducir más vida en mis películas y supongo, también, que ha mejorado un poco la técnica como director. Me doy cuenta de que la mejor manera de conseguir algo de los actores es darles libertad. Darles libertad y animarles, es todo lo que puedo decir. Es como todo en la vida: si quieres que algo se haga bien, tienes que mostrar una actitud sumamente positiva sobre ello y sobre la capacidad de la gente para conseguirlo.
Al principio de mi carrera, vi un documental sobre cómo dirigía Ingmar Bergman a sus actores. Después de cada toma, se acercaba al reparto y decía: «¡Oh, ha estado genial! ¡Precioso! ¡Fantástico! Quizás podríais mejorarlo un poco, pero, bueno... ¡maravilloso!». Y recuerdo que me entraron ganas de vomitar. Lo encontraba todo tan excesivo y exagerado, y bueno..., le parecía falso al joven cineasta cínico que era yo. Sin embargo, hoy me he dado cuenta de que tenía razón, que era el planteamiento correcto. Tienes que animar a los actores, tienes que apoyarles. Y que no nos dé miedo el tópico: tienes que quererles, de verdad. Sé que, por ejemplo, en una película como Los idiotas, llegué a querer tanto a mis actores que me volví sumamente celoso, porque habían desarrollado una relación tan estrecha entre ellos, habían creado una especie de comunidad de la que me sentía excluido. No podría haber durado mucho más, porque, al final, me afectaba tanto que ya no quería trabajar. Hacía pucheros como un niño, porque estaba celoso. Me sentía como si todos se estuvieran divirtiendo y yo tuviera que trabajar, como si todos fueran niños y yo tuviera que ser el profesor.

Evolucionar, no mejorar
Es importante que un director evolucione, pero mucha gente confunde evolución y mejora, y son dos cosas diferentes. Yo he evolucionado en mi trabajo, porque siempre he avanzado hacia cosas distintas. Pero no siento que haya mejorado; y no estoy tratando de parecer modesto al decir esto. De hecho, es lo contrario, porque —y esto puede resultar insoportable de oír— el único talento que tengo como director es que siempre estoy totalmente seguro de lo que estoy haciendo. Estaba seguro de mí mismo cuando estuve en la escuela de cine, estaba seguro de mí mismo cuando hice mi primera película... Nunca he dudado cuando se trata de mi trabajo. Por supuesto, puede que haya dudado de cómo iba a reaccionar la gente, pero nunca he dudado de lo que quería hacer. Nunca he querido mejorar, y no creo que lo haya hecho. Y nunca me ha dado miedo lo que estaba haciendo. Cuando veo cómo trabajan muchos directores, puede decirse que hay cierta dosis de miedo en relación con su trabajo. Pero ésa es una limitación que yo no podría aceptar. Tengo muchos miedos en mi vida privada, muchos; pero no en mi trabajo. Si sucediera eso, dejaría de trabajar de inmediato.



En Laurent Tirard, Lecciones de cine
Título original: Leçons de Cinéma
Laurent Tirard, 2003
Traducción: Antonio Francisco Rodríguez
Filmografía: IMDb

Vladimir Nabokov - Un problema de ajedrez


A lo largo de mis veinte años de exilio dediqué una prodigiosa cantidad de tiempo a la composición de problemas de ajedrez. Se fija en el tablero cierta disposición, y el problema a resolver consiste en averiguar cómo hacerles mate a las negras en un número determinado de movimientos, por lo general dos o tres. Es un arte bello, complejo y estéril que sólo está relacionado con la forma corriente de este juego en la misma medida en que, por ejemplo, tanto el malabarista que inventa un nuevo número como el tenista que gana un torneo sacan provecho de las propiedades de las esferas. La mayor parte de los jugadores de ajedrez, de hecho, tanto maestros como aficionados, sólo sienten un leve interés por estos acertijos especializadísimos, fantásticos y elegantes, y aun en el caso de que apreciasen algún problema difícil se quedarían perplejos si alguien les invitara a que ellos mismos compusieran otro.

La invención de estas composiciones ajedrecísticas requiere una inspiración de tipo casi musical, casi poética, o, para ser absolutamente exacto, poético-matemática. Con frecuencia, en la amistosa mitad del día, en los márgenes de alguna ocupación trivial, en la ociosa estela de un pensamiento pasajero, sentía, sin previo aviso, una punzada de placer mental al notar que se abría en mi cerebro con un estallido la yema de un problema de ajedrez, prometiéndome así una noche de trabajo y felicidad. A veces era una manera de combinar un raro dispositivo estratégico con una rara línea defensiva; otras, la vislumbre de la configuración definitiva de las piezas que traduciría, con humor y gracia, un tema difícil que hasta entonces había desesperado de ser capaz de expresar; o podía ser un simple ademán hecho en medio de mi mente por las diversas unidades de fuerza representadas por los trebejos, algo así como una veloz pantomima, que me sugería nuevas armonías y nuevos enfrentamientos; fuera lo que fuese, pertenecía a un orden especialmente estimulante de sensaciones, y lo único que tengo en contra de todo eso hoy en día es que la maníaca manipulación de figuras esculpidas, o de sus equivalentes mentales, durante mis años más entusiastas y prolíficos, engulló una importante parte del tiempo que hubiese podido dedicar a las aventuras verbales.

Los expertos distinguen varias escuelas en el arte de los problemas de ajedrez: la anglo-americana, que conjuga unas construcciones precisas con deslumbrantes patrones temáticos, y se niega a dejarse sujetar por ningún tipo de reglas convencionales; la escuela teutónica, de escabroso esplendor; los productos muy acabados pero desagradablemente hábiles e insípidos del estilo checo, con su estricto cumplimiento de ciertas condiciones artificiales; los viejos estudios rusos sobre finales, que alcanzan las centelleantes cumbres del arte, y el mecánico problema soviético del tipo llamado de «entrenamiento», en el que la estrategia artística se ve reemplazada por la fatigosa elaboración de los temas hasta el máximo de sus posibilidades. En ajedrez, habría que explicar, los temas son dispositivos tales como el de la emboscada, la retirada, la inmovilización, etc.; pero sólo cuando se combinan de una forma determinada llega a resultar satisfactorio un problema. El engaño, hasta sus extremos más diabólicos, y la originalidad, llevada a lo grotesco, eran las bases de mi estrategia; y aunque en asuntos relativos a la construcción trataba de seguir, siempre que fuera posible, las reglas clásicas, tales como la economía de fuerzas, la unidad, el escardamiento de los finales sueltos, siempre estaba dispuesto a sacrificar la pureza de la forma a las exigencias de contenidos fantásticos, lo cual hacía que la forma pandeara y estallara como una bolsa de baño que contuviera un pequeño diablo furioso. Una cosa es concebir la jugada central de una composición, y otra muy diferente construirla. La tensión intelectual es formidable; el elemento del tiempo desaparece completamente de la conciencia: la mano constructora tantea en busca de un peón de la caja, lo toma, mientras la mente sigue meditando en torno a la necesidad de utilizar alguna añagaza o recurso provisional, y cuando se abre el puño una hora entera, quizá, ha transcurrido, se ha quemado hasta quedar reducida a cenizas en la incandescente cerebración del urdidor de la intriga. El tablero de ajedrez que tiene ante sí es un campo magnético, un sistema de marcas y abismos, un firmamento estrellado. Los alfiles se desplazan por él como proyectores. Este o aquel caballo es una palanca ajustada y ensayada, y reajustada y ensayada otra vez, hasta que el problema queda afinado porque ya alcanza los niveles necesarios de belleza y sorpresa. ¡Cuán a menudo he pugnado por contener la terrible fuerza de la reina de las blancas a fin de evitar que haya más de una solución! Debería quedar claro que en los problemas de ajedrez la batalla no se libra entre blancas y negras sino entre el compositor y el hipotético solucionista (del mismo modo que en la narrativa de primera categoría el verdadero duelo no es el que libran entre sí los personajes sino el que enfrenta al autor con el mundo), de modo que gran parte de la valía del problema radica en el número de «probaturas»: aperturas engañosas, pistas falsas, especiosas posibilidades de juego, astuta y cariñosamente preparadas para despistar a quien intente resolverlo. Pero, por mucho que intente explicar este asunto de la composición de problemas, me parece que no seré capaz de transmitir de forma asaz cabal el extático núcleo del proceso y sus puntos de contacto con otros tipos, más abiertos y fructíferos, de operaciones de la mente creadora, desde el trazado de los mapas de mares peligrosos hasta la redacción de una de esas increíbles novelas en las que el autor, en un ataque de locura lúcida, se ha fijado a sí mismo una serie de reglas únicas que tiene que observar, ciertos obstáculos de pesadilla que tiene que superar, con el entusiasmo de una deidad que estuviera construyendo un mundo vivo a partir de los ingredientes más inverosímiles: rocas, y carbón, y ciegas palpitaciones. En el caso de la composición de problemas, el proceso viene acompañado de una dulce satisfacción física, sobre todo cuando los trebejos comienzan a representar de forma adecuada, en un ensayo casi definitivo, el sueño del compositor. Te sientes cómodo y calentito (una sensación que se remonta a la infancia, a esos momentos en los que te dedicas a proyectar juegos en la cama, cuando los ángulos de los juguetes van encajando en las esquinas de tu cerebro); observas el precioso modo que una pieza tiene de emboscarse detrás de otra, a la manera confortable y resguardada de una plaza retirada; y el perfecto funcionamiento de una máquina limpia y bien engrasada que trabaja con suavidad en cuanto un par de dedos alzan delicadamente una pieza para luego depositarla con la misma delicadeza.
Recuerdo un problema en particular que llevaba meses tratando de componer. Hubo una noche en la que por fin conseguí expresar aquel tema. Estaba pensado para el deleite del solucionista muy experto. Quien careciese de sutileza podía no enterarse en absoluto de la finalidad del problema, y descubrir su relativamente simple solución «tética» sin haber experimentado los deliciosos tormentos preparados para los más sutiles. Estos últimos empezarían cayendo en la trampa de un patrón ilusorio de juego basado en un tema vanguardista que entonces estaba de moda (exponer al jaque el rey de las blancas), que el compositor se había esforzado al máximo por tenderle (y que sólo podía ser malogrado por un oscuro movimiento de un peón casi invisible). Después de pasar por este infierno «antitético», el a estas alturas ultrasutil solucionista pensaría en el sencillo movimiento clave (alfil a C2) con la misma facilidad con que alguien que estuviera cazando gansos silvestres podría ir de Albany a Nueva York pasando por Vancouver, Eurasia y las Azores. La agradable experiencia del rodeo (extraños paisajes, gongs, tigres, costumbres exóticas, el tres veces repetido giro de la pareja recién casada en torno al fuego sagrado de un hogareño brasero) le compensaría sobradamente la desdicha del fraude, y después, su llegada al sencillo movimiento clave le proporcionaría una síntesis de penetrante placer artístico.
Recuerdo haber emergido lentamente de un desvanecimiento de concentrado pensamiento ajedrecístico, y allí, en un gran tablero inglés de cuero dorado y púrpura, la perfecta disposición quedó por fin equilibrada como una constelación. Funcionaba. Vivía. Mis trebejos Staunton (un juego con veinte años de antigüedad que me regaló Konstantin, el britanizado hermano de mi padre), unas piezas espléndidamente enormes, de madera leonada o negra, de hasta doce centímetros de alto, desplegaban sus brillantes colores como conscientes del papel que estaban desempeñando. Por desgracia, si se los examinaba de cerca, algunos de los trebejos estaban desportillados (después de haber viajado en la caja por los cincuenta o sesenta alojamientos por los que pasé durante esos años); pero la parte superior de la torre y la frente del caballo aún tenían pintada una diminuta corona carmesí que recordaba la marca redonda de la frente de un hindú feliz.
Arroyuelo de tiempo en comparación con el helado lago del damero, mi reloj marcaba las tres y media. Estábamos en mayo, mediados de mayo de 1940. El día anterior, después de meses de imploraciones y maldiciones, le había sido administrado el emético de un soborno a la rata clave de la oficina clave, y esto había dado como resultado un visa de sortie que, a su vez, condicionaba la autorización para cruzar el Atlántico. De repente sentí que, con la culminación de mi problema de ajedrez, todo un período de mi vida había llegado a su satisfactorio final. Todo a mi alrededor estaba en completo silencio; hasta se le formaban, por así decirlo, hoyuelos al mundo, gracias al tono de mi alivio. Durmiendo en la habitación contigua os encontrabais tú y nuestro hijo. La lámpara de mi mesa estaba tocada con una hoja de papel azul pan de azúcar (una divertida precaución militar) y la luz resultante prestaba un tinte lunar al envolutado aire en el que flotaba el humo de tabaco. Unas cortinas opacas me separaban del París en tinieblas. El titular de un periódico que estaba a punto de caerse de una silla hablaba del ataque de Hitler contra los Países Bajos. Tengo ante mí la hoja de papel en la que, aquella noche en París, dibujé el diagrama de la posición del problema. Blancas: Rey en a7 (que significa primera fila, séptima hilera), Dama en b6, Torres en f4 y h5, Alfiles en e4 y h8, Caballos en d8 y e6, Peones en b7 y g3; Negras: Rey en e5, Torre en g7, Alfil en h6, Caballos en e2 y g5, Peones en c3, c6 y d7. Juegan blancas y hacen mate en dos movimientos. La pista falsa, la «probatura» irresistible es: Peón a b8, donde se convierte en caballo, y a continuación tres bellos mates en respuesta a los jaques declarados por las Negras. Pero las Negras pueden frustrar toda esta brillante operación renunciando a hacer jaque a las blancas y llevando a cabo en su lugar un modesto movimiento dilatorio en otra zona del tablero. En una punta de la hoja del diagrama, observo cierta marca sellada que también adorna otros papeles y libros que me llevé de Francia a los Estados Unidos en 1940. Es una huella circular, en el último tono del espectro: violet de bureau. Hay en su centro dos letras mayúsculas de un cicero, R.F., que significan naturalmente République Française. Otras letras en un tipo más pequeño, dispuestas periféricamente, deletrean Controle des Informations. Sin embargo, sólo ahora, muchos años después, la información oculta en mis símbolos ajedrecísticos, que ese control permitió que pasaran, puede ser, y es, divulgada.

En Habla, memoria
Traducción: Enrique Murillo
Imagen: Sophie Bassouls

sábado, 22 de septiembre de 2012

Henry Miller a Lawrence Durrell


Querido Durrell:
[...]

Mi querido Durrell, ¡no siga el camino de la esquizofrenia! Si hay sólo media docena de personas en el mundo que, como yo, creen en usted, esto debería valer más que toas las consideraciones. El peligro es para la psique, créalo o no. Fraenkel es el ejemplo perfecto de desdoblamiento de espíritu. ¡Qué confusión tan terrible! Usted es joven, feliz en su matrimonio, todo el mundo le alienta, le pone por las nubes; está sano, no pasa hambre, no está en la miseria, está rodeado de gente que le ampara, que le llena de halagos y de todo, y por añadidura, un barco, ¡Dios mío!, los cielos jónicos, aislamiento (daría hasta la camisa por tener un poco), y qué se yo. Entonces, mi querido, mi buen Durrell, ¡no me pida que llore con usted porque está solo! Debería sentirse orgulloso por eso, porque le favorece. No se puede estar solo y a la vez estar con la multitud. No se puede escribir buenos libros y malos libros. No durante mucho tiempo. (Déme ejemplos, si conoce alguno) El precio que se paga es la "desintegración". Debe mantenerse o caer, sea como Charles Norden* o como Lawrence Durrell. Yo elegiría Lawrence Durrell, si fuera usted. Y ¿cuál es la pena, después de todo? ¿Qué pueden hacerle a usted ellos? Nada, en realidad. Muy pronto les tendrá bien atados. El hombre que se mantiene al pie del cañón tiene el mundo a sus pies. Es por eso que prefiero mil veces a Mussolini, por más que aborrezco su programa, que a todo el Imperio Británico. La política de Mussolini es auténtica política. Y eso es algo en un mundo de hijos de puta cobardes, de indecisos, de asquerosos hipócritas. Para mí es muy sencillo. Esta gentuza no me va en absoluto. Tao, amigo mío, más y más Tao. Estoy sumergido en él. Es exactamente mi filosofía, milímetro a milímetro, incluso las contradicciones, precisamente las contradicciones. Lo llevo en la sangre, y estoy haciendo indagaciones en mi genealogía para descubrir si realmente no hay en mí un poco de sangre tibetana o mongólica.


Si, como dice, no puede escribir libros auténticos todo el tiempo, entonces, no escriba. No escriba nada, quiero decir. Pásese un tiempo en barbecho. Reténgalo. Deje que se acumule. Espere a que estalle en su interior. Puedo entender la expresión: incluso Homero se duerme a veces. Pero que Homero use un seudónimo es muy distinto, ¿no? Un hombre puede caer, rebajarse, volverse loco. Pero nunca debe encarnar deliberadamente a un ser inferior, a un fantasma, a un sustituto. Todo es cuestión de responsabilidad, de estar dispuesto a aceptar el propio destino, el propio castigo y también la recompensa. Creo que sencillamente es demasiado claro, dolorosamente claro, si lo piensa un poco. Usted quiere que Charles Norden sea el cabeza de turco, pero a la larga será L.D. quien se verá obligado a matar a Charles Norden. Éste es el tema del "doble". (Por cierto, lea El doble de Dostoievsky, si es que no lo ha leído. Incluso Aaron's Rod es un buen libro, dentro de la misma línea. También Lawrence sufría de este mal, y lo sabía. Era un problema un poco diferente, pero en esencia, era lo mismo. No aceptarse a uno mismo totalmente. No integrarse.)

Y ¿por qué no va a poder escribir todos los libros que quiera como L.D.? ¿Por qué no puede ser L.D. el autor de libros de viajes, etc.? ¿Qué se lo impide? Y no es cierto que se esté amputando. Al contrario, está introduciéndose por la fuerza. De la otra manera es como va a amputarse. No tardarán en encontrarle y el olor no es nada agradable. La parte podrida apestará hasta el cielo, créame. Es mejor dejar que la parte podrida, si está podrida, muera de muerte natural. Es mejor que sea consciente de su debilidad. No puede poner la perfección en un platillo de la balanza y la imperfección en el otro de esa manera. Somos absolutamente imperfectos, gracias a Dios. Odio los libros perfectos y los seres perfectos. ¿Dónde están, d'ailleurs? Las cartas de Brown y Strauss deberían convencerle de lo odiosa que es esa onda. Muy pronto les cortará la cabeza. Se volverá rencoroso, vengativo, irritable, caprichoso, informal, etc. Ya lo verá. Le expulsarán de prisa, muy de prisa, tan pronto como muestre las garras. No, todo reside en el Tao. Nítido como una campana, así es. Cuando se ve la verdad, no se puede hacer otra cosa que obrar de acuerdo con ella. No hay dos caminos. Siempre es la senda estrecha y directa, y qué endiabladamente divertida es esta senda cuando se da plenamente con ella. Nunca he comprendido por qué la gente se detiene. Todo va como una seda cuando uno se lanza en serio. Es realmente alegre. La otra es triste, sombría, miserable. (¡Piense en Fraenkel otra vez!) Piense en la mierda que hay a su alrededor. Piense en el pobre y solitario Aldous Huxley. Piense en Charlie Chaplin, otro fracasado.



Observe también cómo me escribe a mí y cómo les escribe a ellos. Con ellos es fuerte; conmigo, débil. Pues bien, lleve la quilla a un lugar un poco más profundo. Una quilla equilibrada. ¡Y sin catamaranes! ¡Sin salvavidas! No es que opte por la cruz, creo que es una tontería, todo eso de la cruz (no es más que autocompasión y debilidad). Pero si tiene que ser la cruz, pues bien, ¡que sea la cruz! Mierda, es una salida honrosa. Y proporciona un cierto consuelo, además de hiel y vinagre. Pero en realidad la cruz es un mito. Si usted desarrolla sus poderes, descubrirá que ésta es, cuando todo está dicho y hecho, una vida alegre. Creo que usted es un tipo alegre, a pesar de todos los desvaríos, a pesar de El libro negro. Que por lo demás es un libro sumamente alegre, El libro negro. Siempre lo he dicho, y todo el mundo está de acuerdo conmigo. Arrójelo sobre el contrario y no se ande con rodeos. Haga lo que le dé la real gana y acepte lo que se le presenta.

Bien, basta de todo eso. Piénselo. Y recuerde que estoy con usted hasta el último cartucho...

 



* Charles Norden era el seudónimo utilizado por Lawrence Durrell para firmar algunos de sus escritos.

En Cartas Durrell-Miller (1935-1980) 
Traducción de María Faidella Martí para Edhasa

domingo, 9 de septiembre de 2012

Dylan Thomas - El mapa del amor



Aquí habitan las bestias bifrontes, dijo Sam Rib. Señaló su mapa del amor, una cuadrícula de mares y de islas y de continentes abigarrados, con una selva tenebrosa en cada extremo. La isla bifronte, sobre la línea del Ecuador, se contraía al tacto como si fuera una piel afectada por el lupus, y el mar de sangre, en derredor, encontraba nuevo movimiento en sus aguas. La simiente, con la marea alta, rompía contra las costas escarpadas; se multiplicaban los granos de arena; se sucedían las estaciones; el verano, con ardor paterno, daba paso al otoño y a los primeros empellones del invierno, y así conformaba la isla sus recodos con los cuatro vientos encontrados.

Aquí habitan las primeras bestias del amor, dijo Sam Rib, y clavó los dedos en los promontorios de un islote. Y también la progenie de los primeros amores, entreverada, bien lo sabía él, con las matas que engrasaban sus verdes elevaciones, con su propio viento y con la savia que nutría el primer desperezarse de un amor que jamás, al menos mientras no llegase la primavera, encontraría la respuesta de los nervios en las hojas semejantes.

Beth Rib y Reuben señalaron el verde mar que circundaba la isla. Atravesaba las grietas de la tierra como un niño por sus primeras grutas. Marcaron los canales bajo el mar, bosquejados en mero esqueleto, que engarzaban la isla de las primeras bestias con las tierras pantanosas. Avergonzados por las plantas semilíquidas que brotaban del pantano, por los venenos trazados a pluma que bullían en las matas y por la copulación en la segunda costra de barro, los niños se ruborizaron.

Aquí hay dos climas que se mueven, dijo Sam Rib. Con la yema del dedo recorrió los triángulos finamente dibujados de dos vientos y la boca de dos querubines en los rincones. Los dos climas se desplazaban en una misma dirección. Se arrastraban gozosos, uno a uno, por las abominaciones del antaño, y avanzaban a la sombra de sus propias lluvias y nevadas, del ruido de sus propios suspiros y los placeres de sus propios dolores verdes. Los dos climas, niño y niña, se deslizaban en medio de un mundo revuelto; tronaba la tempestad en el mar bajo ellos dos, divididas las nubes en un sinfín de anhelos de movimiento, mientras ellos contemplaban el descarnado muro de viento.

Volved, pródigos sintéticos, al laboratorio de vuestro padre, declamó Sam Rib, y al becerro cebado en el tubo de ensayo. Apuntó los cambios de posición, las líneas a pluma de los climas ya separados, que sobrevolaban la profundidad del mar y la segunda fisura entre los mundos de los dos amantes. Los querubines soplaron con fuerza redoblada; los vendavales de los dos climas revueltos y las espumas del mar aunadas no cejaron en su empuje; los temporales se detuvieron frente a la costa única de dos países emparejados. Dos torres desnudas sobre los dos amores reunidos en un solo grano, de los millones de granos de arena que en el mundo son, los combinaban en un solo ímpetu, según informaban las flechas del mapa. Sin embargo, las flechas de tinta los hacían retroceder; dos torres debilitadas, mojadas de pasión, temblaban de terror a la vista de su primer emparejamiento, y dos sombras pálidas soplaron sobre la tierra.

Beth Rib y Reuben escalaron la colina que proyectaba un ojo de piedra sobre el valle desguarnecido; de la mano, corrieron cuesta abajo sin dejar de cantar, y se quitaron el calzado al llegar a la hierba fresca del primero de los veinte campos. Reinaba en el valle un espíritu que no tardaría en echar a rodar, cuando todas las colinas y los árboles, todas las rocas y los arroyos, quedasen enterrados bajo la muerte de occidente. Allí estaba el primer campo, donde el loco Jarvis, cien años atrás, había derramado su simiente en las entrañas de una muchacha calva que llegó errante desde su país lejano y yació con él en los dolores del amor.

Allí estaba el cuarto campo, lugar de maravillas, donde los muertos pueden derribar y sujetar por las piernas a todos los borrachos desde sus tumbas resecas, y donde los ángeles caídos guerrean por las aguas de los ríos. Plantado en el valle, a una profundidad mayor de la que podrían alcanzar las raíces ciegas en pos de sus compañeras, el espíritu del cuarto campo emergía de las tinieblas arrancando profundidad y tinieblas de los corazones de todos los que hollaban el valle a una treintena de kilómetros, o más, de las lindes de la provincia montañosa.

En el campo décimo, el central, Beth Rib y Reuben llamaron a la puerta de las casas para preguntar por el enclave de la primera isla rodeada de colinas amorosas. Llamaron a la puerta de atrás y les recibieron con un reproche fantasmal.

Descalzos, cogidos de la mano, corrieron por los diez campos restantes hasta la ribera del Idris, donde despedía el viento un aroma de algas marinas, y donde el espíritu del valle estaba mojado por la lluvia del mar. Sin embargo, llegó la noche con la mano sobre el muslo, y las formas de los sucesivos trechos del río, entonces nublado, dibujaron a su lado una forma nueva. Una forma isleña, amurallada de oscuridad, río arriba. Furtivamente, Beth Rib y Reuben siguieron de puntillas hasta el agua borboteante. Vieron que la forma crecía, desenlazaron sus dedos, se quitaron las ropas estivales y, desnudos, se precipitaron al río.

Río arriba, río arriba, susurró ella.

Río arriba, dijo él.

Flotaron río abajo cuando la corriente los arrastró con fuerza tirando de sus piernas, pero salvaron el impedimento y nadaron hacia la isla, que todavía seguía creciendo. Brotó el barro del lecho del río y atenazó los pies de Beth.

Río abajo, río abajo, dijo ella, y se debatió con el barro.

Reuben, sujeto por las algas, luchó con las cabezas grises que pugnaban contra sus manos y la siguió hasta la orilla del valle que se alejaba hacia el mar.

Sin embargo, mientras Beth seguía nadando, el agua le hizo cosquillas; el agua le presionaba en el costado.

Amor mío, exclamó Reuben, excitado por el cosquilleo de las aguas y las manos de las algas.

Y al detenerse desnudos en el vigésimo campo, ella susurró: amor mío.

Al principio, el miedo les llevó a retroceder. Empapados como estaban, tiraron de las ropas hacia sí.

Más allá de los campos, dijo ella.

Más allá de los campos, hacia las colinas y la morada de Sam Rib, en lo alto de la montaña, los niños corrieron como torres debilitadas, ya desunidos, aturdidos por el barro y sonrojados por el primer cosquilleo del agua de la isla neblinosa.

Aquí habitan las primeras bestias del amor, dijo Sam Rib. A la fresca de la mañana siguiente, los niños atendían demasiado asustados para rozarse las manos siquiera. Volvió a señalar la colina combada sobre la isla, e indicó el curso de los canales bosquejados en mero esqueleto, que ligaban el barro con el barro, el verde mar con un verde más profundo, y todas las montañas del amor y las islas todas en un solo territorio. Aquí se empareja la hierba, aquí se empareja el verde, los granos, dijo Sam Rib, y aquí las aguas divisorias que emparejan y se emparejan. Se emparejan el sol con la hierba y la lozanía, la arena con el agua y el agua con la hierba perenne, y se emparejan para gestación y fomento del planeta. Sam Rib se había emparejado con una mujer verde, al igual que el tío abuelo Jarvis lo había hecho con su muchacha calva; se había casado con una acuosidad femenina para gestación y fomento de los niños que se ruborizaban junto a él. Señaló que las tierras pantanosas estaban muy cerca de la primera bestia bifronte que doblara el espinazo, la ronda de las bestias bifrontes bajo una colina tan alta como la colina del tío abuelo que la noche anterior había fruncido el ceño y se había envuelto en las piedras. La colina del tío abuelo había herido los pies de los niños, pues el calzado lo perdieron para siempre entre las matas del primer campo.

Al pensar en la colina, Beth Rib y Reuben se quedaron quietos. Oyeron decir a Sam que la colina de la primera isla era de descenso tan suave como la lana, tan lisa como el hielo para deslizarse. Recordaron el dócil descenso de la noche anterior.

Colina ardua, dijo Sam Rib, de subida trabajosa. Lindando con el cerro de los adolescentes discurría una blanca carretera de piedra y hielo señalada por los pies deslizantes o el trineo de los niños que bajaran; otra ruta, al pie, ascendía formando un reguero de sangre y piedras rojas, señalado por las huellas vacilantes de los niños que subieran. El descenso era suave como la lana. Un simple fallo en la primera isla y la colina de ascenso quedaría rodeada por una masa de pedruscos punzantes.

Beth Rib y Reuben, que nunca olvidarían los peñascos encorvados y los pedregales entre la hierba, se miraron por primera vez en aquel día. Sam Rib, la había hecho a ella y lo moldearía a él, haría y moldearía al muchacho y a la joven conjuntamente hasta conformar un escalador dual que suspirase por la isla y se fundiera allí en un esfuerzo singular. Volvió a hablarles del barro, pero no quiso que se asustaran. Dijo que las grises cabezas de las algas estaban rotas, y que nunca volverían a hincharse en las manos del nadador. El día del ascenso había pasado ya; restaba el primer descenso, una colina en el mapa del amor, dos ramas de hueso y olivo en las manos de los niños.

Los pródigos sintéticos regresaron aquella noche a la estancia de la colina, a través de las grutas y las cámaras que avanzaban comunicándose hasta el techo, discerniendo la techumbre de las estrellas, con la felicidad en sus puños cerrados. Ante ellos se abría el valle roturado y el pasto de los veinte campos que nutría al ganado; el ganado de la noche se rebullía junto a las cercas o saltaba a las cálidas aguas del Idris. Beth Rib y Reuben bajaron la colina corriendo, aún bajo sus pies la ternura de las piedras; acelerando la marcha, descendieron por el flanco de Jarvis, el viento entretejido en el cabello, azotando sus aletas palpitantes los aromas marinos que soplaban del norte y del sur, donde no había mar ninguno; reduciendo la velocidad, llegaron al primer campo y a la linde del valle para encontrar su calzado en un lugar hollado por alguna pezuña, entre la hierba.

Se calzaron y corrieron por entre las hojas que caían. He aquí el primer campo, dijo Beth Rib a Reuben.

Los niños se detuvieron. La noche iluminada por la luna seguía su curso, y una voz surgió al filo de la oscuridad.

Dijo la voz:

Vosotros sois los niños del amor.

Y tú, ¿dónde estás?

Yo soy Jarvis.

¿Y quién eres?

Aquí, queridos míos, aquí en la cerca, con una mujer sabia.

Pero los niños se alejaron corriendo de la voz que surgía del cercado.

Aquí, en el segundo campo.

Hicieron un alto para recobrar el aliento, y una comadreja ruidosa pasó corriendo por encima de sus pies.

Cógete más fuerte.

Yo te cogeré más fuerte.

Dijo una voz:

Sujetaos más fuerte, niños del amor.

¿Dónde estás?

Yo soy Jarvis.

¿Quién eres?

Estoy aquí, aquí, acostado con una virgen de Dolgelley.

En el tercer campo, el hombre de Jarvis amaba a una muchacha verde y, mientras les llamaba niños del amor, yacía amorosamente unido al espectro de la joven y al aroma de mantequilla que despedía su aliento. Amaba a una tullida en el cuarto campo, pues la torsión de los miembros femeninos prolongaba la duración del amor, y maldijo a los niños indiscretos que le habían sorprendido con una amante de miembros tiesos en quinto campo, delimitando las divisiones.

Una muchacha de la bahía del Tigre sujetaba con fuerza a Jarvis, y sus labios formaban sobre el cuello del hombre un corazón rojo y partido; allí estaba el sexto campo, erizado por los temporales, donde apartándose del peso de las manos femeninas, vio el hombre la inocencia de ambos, dos flores que sacudían la oreja de un cerdo. Rosa mía, dijo Jarvis, pero el séptimo amor perfumaba sus manos, esas manos anhelosas que sostenían el cancro de Glamorgan bajo la octava cerca. Llegada del Convento del Corazón de Bethel, una mujer santa le sirvió por novena vez.

Y los niños, en el campo central, gritaron al subir diez voces al unísono como si bajaran de los diez espacios de la medianoche y el mundo cercado.

Era noche cerrada cuando respondieron, cuando los gritos de una voz respondieron compasivamente a la pregunta a dos voces que trinó en las rayas del aire que subía, subía y bajaba.

Nosotros, dijeron, somos Jarvis, Jarvis bajo la cerca, en los brazos de una mujer, una mujer verde, una mujer calva como tejón, sobre el muslo de una monja.

Contaron el número de sus amores ante los oídos de los niños. Beth Rib y Reuben oyeron los diez oráculos y se rindieron con timidez. Más allá de los campos restantes, entre los susurros de las diez últimas amantes, ante la voz del avejentado Jarvis, grisáceo su pelo en las últimas sombras, se precipitaron a las aguas del Idris. La isla relucía, el agua parloteaba, había un ademán de miembros en cada caricia del viento que mellaba el río sereno. Él se quitó las ropas estivales y ella dispuso los brazos como un cisne. El muchacho desnudo estaba a sus espaldas, y ella se volvió a tiempo de verlo zambullirse en los escarceos de su aguja. Tras ellos, morían las voces de sus padres.

Río arriba, exclamó Beth, río arriba.

Río arriba, replicó él.

Solo las aguas cálidas y cartografiadas corrieron aquella noche sobre las playas de la isla de las primeras bestias, blanca bajo la luna nueva.



Traducción de Miguel Martínez-Lage

Matsuo Basho - Sendas de Oku


Los meses y los días son viajeros de la eternidad. El año que se va y el que viene también son viajeros. Para aquellos que dejan flotar sus vidas a bordo de los barcos o envejecen conduciendo caballos, todos los días son viaje y su casa misma es viaje. Entre los antiguos, muchos murieron en plena ruta. A mí mismo, desde hace mucho, como girón de nube arrastrado por el viento, me turbaban pensamientos de vagabundeo. Después de haber recorrido la costa durante el otoño pasado, volví a mi choza a orillas del río y barrí sus telarañas. Allí me sorprendió el término del año; entonces me nacieron las ganas de cruzar el paso Shirakawa y llegar a Oku cuando la niebla cubre cielo y campos. Todo lo que veía me invitaba al viaje; tan poseído estaba por los dioses que no podía dominar mis pensamientos; los espíritus del camino me hacían señas y no podía fijar mi mente ni ocuparme en nada. Remendé mis pantalones rotos, cambié las cintas a mi sombrero de paja y unté moka quemada en mis piernas, para fortalecerlas. La idea de la luna en la isla de Matsushima llenaba todas mis horas. Cedí mi cabaña y me fui a la casa de Sampu,[1] para esperar ahí el día de la salida. En uno de los pilares de mi choza colgué un poema de ocho estrofas.[2] La primera decía así:

Otros ahora
en mi choza - mañana
casa de muñecas.[3]




[1] Sugiyama Sampu (1648-1733). Comerciante acomodado de Edo (Tokio), protector de Basho y discípulo suyo. Fue poeta de cierta distinción.
[2] Más exactamente: una serie de ocho poemas (renga haikai). Basho cita solamente el poema inicial (hokku). Era costumbre colgar en un pilar de la casa el renga.
[3] Las familias con niñas celebran la Fiesta de las Muñecas el día tercero del tercer Mes de cada año. En esa fecha se colocan las muñecas tradicionales, que se conservan de generación en generación, en el salón principal de la casa, adornado con flores. Basho piensa en la metamorfosis de su choza, hasta entonces habitada por un poeta que hacía vida de ermitaño.


Sendas de Oku

Traducción de: Octavio Paz y Eikichi Hayashiya
Seix Barral