jueves, 28 de marzo de 2013

Albert Camus: Oscuro para sí mismo


Oh, sí, era así, la vida de aquel niño había sido así, la vida había sido así en la isla pobre del barrio, unida por la pura necesidad, en medio de una familia inválida e ignorante, con su sangre joven y fragorosa, un apetito de vida devorador, una inteligencia arisca y ávida, y siempre un delirio jubiloso cortado por las bruscas frenadas que le infligía un mundo desconocido, dejándolo desconcertado pero rápidamente repuesto, tratando de comprender, de saber, de asimilar ese mundo que no conocía, y asimilándolo, sí, porque lo abordaba ávidamente, sin tratar de escurrirse en él, con buena voluntad pero sin bajeza y sin perder jamás una certeza tranquila, una seguridad, sí, puesto que era la seguridad de que conseguiría todo lo que quería y que nada, jamás, de este mundo y sólo de este mundo, le sería imposible, preparándose (y preparado también por la desnudez de su infancia) a encontrar su lugar en todas partes, porque no deseaba ningún lugar, sino sólo la alegría, los seres libres, la fuerza y todo lo que de bueno, de misterioso tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás. Preparándose incluso, a fuerza de pobreza, a ser capaz un día de recibir dinero sin haberlo pedido nunca y sin someterse nunca a él, tal como era Jacques, ahora, a los cuarenta años, reinando sobre tantas cosas y al mismo tiempo seguro de ser menos que el más humilde, y nada, comparado con su madre. Sí, había vivido así entre los juegos del mar, del viento, de la calle, bajo el peso del verano y las lluvias intensas del breve invierno, sin padre, sin tradición transmitida, pero habiendo hallado durante un año, justo en el momento preciso, un padre, y avanzando a través de los seres y las cosas [ ],[177] en el conocimiento que iba adquiriendo para fabricar algo que se parecía a una conducta (suficiente en ese momento, dadas las circunstancias que se le presentaban, insuficiente más tarde frente al cáncer del mundo) y para crearse su propia tradición.
¿Pero era aquello todo, aquellos gestos, aquellos juegos, aquella audacia, aquel ardor, la familia, la lámpara de petróleo y la escalera negra, las palmas al viento, el nacimiento y el bautismo en el mar, y para terminar, esos veranos oscuros y laboriosos? Había eso, oh, sí, era así, pero había también la parte oscura del ser, lo que durante todos esos años se había agitado sordamente en él como esas aguas profundas que debajo de la tierra, en el fondo de los laberintos rocosos, nunca han visto la luz del sol y, sin embargo, reflejan un resplandor sordo que no se sabe de dónde viene, aspirado tal vez por el centro enrojecido de la tierra, a través de capilares pedregosos, hacia el aire negro de esos antros ocultos y de los que unos vegetales pegajosos y [comprimidos] siguen extrayendo su alimento para vivir allí donde toda vida parecía imposible. Y ese movimiento ciego que nunca había cesado, que experimentaba aún ahora, fuego negro enterrado en él como uno de esos fuegos apagados en la superficie pero que en el interior siguen ardiendo, desplazando las fisuras y las torpes agitaciones vegetales, de suerte que la superficie fangosa tiene los mismos movimientos que la turba de los pantanos, y de esas ondulaciones espesas e insensibles seguían naciendo en él, día tras día, los más violentos y terribles de sus deseos, así como sus angustias desérticas, sus nostalgias más fecundas, sus bruscas exigencias de desnudez y sobriedad, su aspiración a no ser nada, sí, ese movimiento oscuro a lo largo de todos estos años estaba de acuerdo con aquel inmenso país que lo rodeaba, cuyo peso, siendo niño, había sentido, con el inmenso mar delante, y detrás ese espacio interminable de montañas, mesetas y desierto que llamaban el interior, y, entre ambos, el peligro permanente del que nadie hablaba porque parecía natural, pero que Jacques percibía cuando, en la pequeña finca de Birmandreis, con sus habitaciones abovedadas y sus paredes encaladas, la tía recorría los cuartos en el momento de acostarse para ver si estaban bien corridos los cerrojos de los postigos de gruesa madera maciza, país donde se sentía como si allí lo hubieran arrojado, como si fuera el primer habitante o el primer conquistador, desembarcando allí donde todavía reinaba la ley de la fuerza y la justicia estaba hecha para castigar implacablemente lo que las costumbres no habían podido evitar, y alrededor aquellos hombres atrayentes e inquietantes, cercanos y alejados, con los que uno se codeaba a lo largo del día, y a veces nacía la amistad o la camaradería, pero al caer la noche se retiraban a sus casas desconocidas, donde no se entraba nunca, parapetados con sus mujeres, a las que jamás se veía, o si se las veía en la calle, no se sabía quiénes eran, con el velo cubriendo la mitad del rostro y los hermosos ojos sensuales y dulces por encima de la tela blanca, y eran tan numerosos en los barrios donde estaban concentrados, tan numerosos, que simplemente por su cantidad, aunque resignados y cansados, hacían planear una amenaza invisible que se husmeaba en el aire de las calles ciertas noches en que estallaba una pelea entre un francés y un árabe, de la misma manera que hubiera estallado entre dos franceses o entre dos árabes, pero no era recibida de la misma manera, y los árabes del barrio, con sus monos de un azul desteñido o sus chilabas miserables, se acercaban lentamente, desde todas partes, con un movimiento continuo, hasta que la masa poco a poco aglutinada expulsaba de su espesor, sin violencia, por el movimiento mismo que lo reunía, a los pocos franceses atraídos por algunos testigos de la pelea, y el francés que luchaba, retrocediendo, se encontraba de pronto frente a su adversario y a una multitud de rostros sombríos y cerrados que le hubieran despojado de todo su coraje si justamente no se hubiese criado en ese país y no supiera que sólo el coraje permitía vivir en él, y entonces hacía frente a esa multitud amenazadora y que, no obstante, no amenazaba a nadie salvo con su presencia, y el movimiento que no podía evitar, y la mayor parte del tiempo eran ellos los que sujetaban al árabe que luchaba con furia y embriaguez, para que se marchase antes de que llegaran los guardias, que se presentaban al poco de llamarlos, y se llevaban sin discusión a los adversarios, que pasaban maltrechos bajo las ventanas de Jacques, rumbo a la comisaría. «Pobres», decía su madre viendo a los dos hombres sólidamente sujetos y empujados por los hombros, y después por la calle rondaban la amenaza, la violencia, el miedo para el niño, secándole la garganta con una angustia desconocida. Aquella noche en él, sí, aquellas raíces oscuras y enmarañadas que lo ataban a esa tierra espléndida y aterradora, a sus días ardientes y a sus noches rápidas que embargaban el alma, y que había sido como una segunda vida, más verdadera quizá bajo las apariencias cotidianas de la primera y cuya historia estaba hecha de una serie de deseos oscuros y de sensaciones poderosas e indescriptibles, el olor de las escuelas, de las caballerizas del barrio, de la lejía en las manos de su madre, de los jazmines y la madreselva en los barrios altos, de las páginas del diccionario y de los libros devorados, y el olor agrio de los retretes de su casa o de la quincallería, el de las grandes aulas frías, donde a veces entraba solo, antes o después de las clases, el calor de sus compañeros preferidos, el olor a lana caliente y a deyecciones que arrastraba Didier, o el del agua de colonia con que la madre de Marconi, el alto, lo rociaba abundantemente y que le daba ganas, en el banco de su clase, de acercarse todavía más a su amigo, el perfume del lápiz de labios que Pierre había robado a una de sus tías y que olían entre ellos, perturbados e inquietos como los perros que entran en una casa donde ha pasado una hembra perseguida, imaginando que la mujer era ese bloque de perfume dulzón de bergamota y crema que, en el mundo brutal de gritos, transpiración y polvo, les traía la revelación de un universo refinado y delicado, con su indecible seducción, del que ni siquiera las groserías que lanzaban a propósito del lápiz de labios llegaba a defenderlos, y el amor de los cuerpos desde su más tierna infancia, de su belleza, que le hacía reír de felicidad en las playas, de su tibieza, que lo atraía constantemente, sin idea precisa, animalmente, no para poseerlos, cosa que no sabía hacer, sino simplemente para entrar en su irradiación, apoyar su hombro contra el hombro del compañero y casi desfallecer cuando la mano de una mujer en un tranvía atestado tocaba durante un momento la suya, el deseo, sí, de vivir, de vivir aún más, de mezclarse a lo que de más cálido tenía la tierra, lo que sin saberlo esperaba de su madre y que no obtenía o tal vez no se atrevía a obtener y que encontraba en el perro Brillant cuando se tendía junto a él al sol y respiraba su fuerte olor a pelos, o en los olores más fuertes o más animales en los que el calor terrible de la vida se conservaba, pese a todo, para él, y del que no podía prescindir.
De esa oscuridad que había en Jacques, nacía ese ardor hambriento, esa locura de vivir que siempre lo había habitado y que aún hoy conservaba su ser intacto, haciendo simplemente más amargo —en medio de su familia recuperada y frente a las imágenes de su infancia— el sentimiento de pronto terrible de que el tiempo de la juventud huía, como aquella mujer a la que había querido, oh sí, la había querido con un gran amor de todo corazón y también del cuerpo, sí, el deseo era imperial con ella, y el mundo, cuando se retiraba de ella con un gran grito mudo, en el momento del goce, recuperaba su orden ardiente, y la había querido a causa de su belleza y su locura de vivir, generosa y desesperada, que le hacía negar, negar que el tiempo pasara, aunque supiese que estaba pasando en ese mismo momento, por no querer que se dijera de ella un día que aún era joven, sino al contrario, seguir siendo joven, y que estalló en sollozos cuando él le dijo riendo que la juventud pasaba y que los días declinaban: «Oh no, no», decía ella bañada en lágrimas, «amo tanto el amor», e inteligente y superior en tantos sentidos, tal vez justamente porque era realmente inteligente y superior, rechazaba el mundo tal como el mundo era. Como aquellos días en que, al volver ella de una breve estancia en el país donde había nacido, y de esas visitas fúnebres a las tías, de quienes le decían: «Es la última vez que las ves», y en efecto, veía sus caras, sus cuerpos, sus ruinas, y quería irse gritando, o a las cenas de familia en torno a un mantel bordado por una bisabuela muerta desde hacía mucho tiempo y en la que nadie pensaba, salvo ella, que pensaba en su bisabuela joven, en sus placeres, en sus ganas de vivir, como ella, maravillosamente bella en el esplendor de su juventud, y todo el mundo le hacía cumplidos en aquella mesa alrededor de la cual se desplegaban en las paredes los retratos de mujeres jóvenes y bellas, las mismas que le hacían cumplidos, ahora decrépitas y cansadas. Entonces, con la sangre inflamada, quería huir, huir a un país donde nadie envejeciera ni muriera, donde la belleza fuese imperecedera, la vida siempre salvaje y resplandeciente, y ese país no existía; al regresar lloraba con amargura en sus brazos y él la amaba desesperadamente.
Y Jacques también, quizá más que ella, porque había nacido en una tierra sin abuelos y sin memoria, donde la aniquilación de los que lo habían precedido era aún más absoluta y la vejez no encontraba ninguno de los auxilios de la melancolía que recibe en los países de civilización [ ],[178] él, como el filo de una navaja solitaria y siempre vibrante, destinada a quebrarse de un golpe y para siempre, la pura pasión de vivir enfrentada con la muerte total, él sentía hoy que la vida, la juventud, los seres se le escapaban, sin poder salvar nada de ellos, abandonado a la única esperanza ciega de que esa fuerza oscura que durante tantos años lo había alzado por encima de los días, alimentado sin medida, igual que las circunstancias más duras, le diese también, y con la misma generosidad infatigable con que le diera sus razones para vivir, razones para envejecer y morir sin rebeldía.

Notas

[177] Una palabra ilegible. 
[178] Una palabra ilegible. 

MC falleció prematuramente en 1960 en un accidente de tránsito, poco después de declarar a un periodista: «Mi obra aún no ha empezado». El primer hombre es una novela póstuma, en la que trabajaba cuando le sorprendió la muerte. El manuscrito fue encontrado en una bolsa entre los restos del vehículo. Permaneció inédito hasta la primavera de 1994.
 
Título original: Le premier homme
Trad. Aurora Bernárdez (1994)
Foto: MC Paris 1956 © Henri Cartier-Bresson/Magnum Photos

Gabriel García Márquez - Rosas artificiales


Moviéndose a tientas en la penumbra del amanecer, Mina se puso el vestido sin mangas que la noche anterior había colgado junto a la cama, y revolvió el baúl en busca de las mangas postizas. Las buscó después en los clavos de las paredes y detrás de las puertas, procurando no hacer ruido para no despertar a la abuela ciega que dormía en el mismo cuarto. Pero cuando se acostumbró a la oscuridad, se dio cuenta de que la abuela se había levantado y fue a la cocina a preguntarle por las mangas.

- Están en el baño -dijo la ciega-. Las lavé ayer tarde.
Allí estaban, colgadas de un alambre con dos prendedores de madera. Todavía estaban húmedas. Mina volvió a la cocina y extendió las mangas sobre las piedras de la hornilla. Frente a ella, la ciega revolvía el café, fijas las pupilas muertas en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una hilera de tiestos con hierbas medicinales.
- No vuelvas a coger mis cosas -dijo Mina-. En estos días no se puede contar con el sol.
La ciega movió el rostro hacia la voz.
- Se me había olvidado que era el primer viernes -dijo.
Después de comprobar con una aspiración profunda que ya estaba el café, retiró la olla del fogón.
- Pon un papel debajo, porque esas piedras están sucias -dijo.
Mina restregó el índice contra las piedras de la hornilla. Estaban sucias, pero de una costra de hollín apelmazado que no ensuciaría las mangas si no se frotaban contra las piedras.
- Si se ensucian tú eres la responsable -dijo.
La ciega se había servido una taza de café.
- Tienes rabia -dijo, rodando un asiento hacia el corredor-. Es sacrilegio comulgar cuando se tiene rabia. -Se sentó a tomar el café frente a las rosas del patio. Cuando sonó el tercer toque para misa, Mina retiró las mangas de la hornilla, y todavía estaban húmedas. Pero se las puso. El padre Ángel no le daría la comunión con un vestido de hombros descubiertos. No se lavó la cara. Se quitó con una toalla los restos del colorete, recogió en el cuarto el libro de oraciones y la mantilla, y salió a la calle. Un cuarto de hora después estaba de regreso.
- Vas a llegar después del Evangelio -dijo la ciega, sentada frente a las rosas del patio.
Mina pasó directamente hacia el excusado.
- No puedo ir a misa -dijo-. Las mangas están mojadas y toda mi ropa sin planchar. -Se sintió perseguida por una mirada clarividente.
- Primer viernes y no vas a misa -dijo la ciega.
De vuelta del excusado, Mina se sirvió una taza de café y se sentó contra el quicio de cal, junto a la ciega. Pero no pudo tomar el café.
- Tú tienes la culpa -murmuró, con un rencor sordo, sintiendo que se ahogaba en lágrimas.
- Estás llorando -exclamó la ciega.
Puso el tarro de regar junto a las macetas de orégano y salió al patio, repitiendo:
- Estás llorando.
Mina puso la taza en el suelo antes de incorporarse.
- Lloro de rabia -dijo. Y agregó al pasar junto a la abuela-: Tienes que confesarte, porque me hiciste perder la comunión del primer viernes.
La ciega permaneció inmóvil esperando que Mina cerrara la puerta del dormitorio. Luego caminó hasta el extremo del corredor. Se inclinó, tanteando, hasta encontrar en el suelo la taza intacta. Mientras vertía el café en la olla de barro, siguió diciendo:
- Dios sabe que tengo la conciencia tranquila.
La madre de Mina salió del dormitorio.
- ¿Con quién hablas? -preguntó.
- Con nadie -dijo la ciega-. Ya te he dicho que me estoy volviendo loca.
Encerrada en su cuarto, Mina se desabotonó el corpiño y sacó tres llavecitas que llevaba prendidas con un alfiler de nodriza. Con una de las llaves abrió la gaveta inferior del armario y extrajo un baúl de madera en miniatura. Lo abrió con la otra llave. Adentro había un paquete de cartas en papeles de color, atadas con una cinta elástica. Se las guardó en el corpiño, puso el baulito en su puesto y volvió a cerrar la gaveta con llave. Después fue al excusado y echó las cartas en el fondo.
- Te hacía en misa -le dijo la madre.
- No pudo ir -intervino la ciega-. Se me olvidó que era primer viernes y lavé las mangas ayer tarde.
- Todavía están húmedas -murmuró Mina.
- Ha tenido que trabajar mucho en estos días -dijo la ciega.
- Son ciento cincuenta docenas de rosas que tengo que entregar en la Pascua -dijo Mina.
El sol calentó temprano. Antes de las siete, Mina instaló en la sala su taller de rosas artificiales: una cesta llena de pétalos y alambres, un cajón de papel elástico, dos pares de tijeras, un rollo de hilo y un frasco de goma. Un momento después llegó Trinidad con su caja de cartón bajo el brazo, a preguntarle por qué no había ido a misa.
- No tenía mangas -dijo Mina.
- Cualquiera hubiera podido prestártelas -dijo Trinidad.
Rodó una silla para sentarse junto al canasto de pétalos.
- Se me hizo tarde -dijo Mina.
Terminó una rosa. Después acercó el canasto para rizar pétalos con las tijeras. Trinidad puso la caja de cartón en el suelo e intervino en la labor.
Mina observó la caja.
- ¿Compraste zapatos? -preguntó.
- Son ratones muertos -dijo Trinidad.
Como Trinidad era experta en el rizado de pétalos, Mina se dedicó a fabricar tallos de alambre forrados en papel verde. Trabajaron en silencio sin advertir el sol que avanzaba en la sala decorada con cuadros idílicos y fotografías familiares. Cuando terminó los tallos, Mina volvió hacia Trinidad un rostro que parecía acabado en algo inmaterial. Trinidad rizaba con admirable pulcritud, moviendo apenas la punta de los dedos, las piernas muy juntas. Mina observó sus zapatos masculinos. Trinidad eludió la mirada, sin levantar la cabeza, apenas arrastrando los pies hacia atrás, e interrumpió el trabajo.
- ¿Qué pasó? -dijo.
Mina se inclinó hacia ella.
- Que se fue -dijo.
Trinidad soltó las tijeras en el regazo.
- No.
- Se fue -repitió Mina.
Trinidad la miró sin parpadear. Una arruga vertical dividió sus cejas encontradas.
- ¿Y ahora? -preguntó.
Mina respondió sin temblor en la voz.
- Ahora, nada.
Trinidad se despidió antes de las diez.
Liberada del peso de su intimidad, Mina la retuvo un momento, para echar los ratones muertos en el excusado. La ciega estaba podando el rosal.
- A que no sabes qué llevo en esta caja -le dijo Mina al pasar.
Hizo sonar los ratones.
La ciega puso atención.
- Muévela otra vez -dijo.
Mina repitió el movimiento, pero la ciega no pudo identificar los objetos, después de escuchar por tercera vez con el índice apoyado en el lóbulo de la oreja.
- Son los ratones que cayeron anoche en la trampa de la iglesia -dijo Mina.
Al regreso pasó junto a la ciega sin hablar. Pero la ciega la siguió. Cuando llegó a la sala, Mina estaba sola junto a la ventana cerrada, terminando las rosas artificiales.
- Mina -dijo la ciega-. Si quieres ser feliz, no te confieses con extraños.
Mina la miró sin hablar. La ciega ocupó la silla frente a ella e intentó intervenir en el trabajo. Pero Mina se lo impidió.
- Estás nerviosa -dijo la ciega.
- Por tu culpa -dijo Mina.
- ¿Por qué no fuiste a misa?
- Tú lo sabes mejor que nadie.
- Si hubiera sido por las mangas no te hubieras tomado el trabajo de salir de la casa -dijo la ciega-. En el camino te esperaba alguien que te ocasionó una contrariedad.
Mina pasó las manos frente a los ojos de la abuela, como limpiando un cristal invisible.
- Eres adivina -dijo.
- Has ido al excusado dos veces esta mañana -dijo la ciega-. Nunca vas más de una vez.
Mina siguió haciendo rosas.
- ¿Serías capaz de mostrarme lo que guardas en la gaveta del armario? -preguntó la ciega.
Sin apresurarse Mina clavó la rosa en el marco de la ventana, se sacó las tres llavecitas del corpiño y se las puso a la ciega en la mano. Ella misma le cerró los dedos.
- Anda a verlo con tus propios ojos -dijo.
La ciega examinó las llavecitas con las puntas de los dedos.
- Mis ojos no pueden ver en el fondo del excusado.
Mina levantó la cabeza y entonces experimentó una sensación diferente: sintió que la ciega sabía que la estaba mirando.
- Tírate al fondo del excusado si te interesan tanto mis cosas -dijo.
La ciega evadió la interrupción.
- Siempre escribes en la cama hasta la madrugada -dijo.
- Tú misma apagas la luz -dijo Mina.
- Y en seguida tú enciendes la linterna de mano -dijo la ciega-. Por tu respiración podría decirte entonces lo que estás escribiendo.
Mina hizo un esfuerzo para no alterarse.
- Bueno -dijo sin levantar la cabeza-. Y suponiendo que así sea: ¿qué tiene eso de particular?
- Nada -respondió la ciega-. Sólo que te hizo perder la comunión del primer viernes.
Mina recogió con las dos manos el rollo de hilo, las tijeras, y un puñado de tallos y rosas sin terminar. Puso todo dentro de la canasta y encaró a la ciega.
- ¿Quieres entonces que te diga qué fui a hacer al excusado? -preguntó. Las dos permanecieron en suspenso, hasta cuando Mina respondió a su propia pregunta-: Fui a cagar.
La abuela tiró en el canasto las tres llavecitas.
- Sería una buena excusa -murmuró, dirigiéndose a la cocina-. Me habrías convencido si no fuera la primera vez en tu vida que te oigo decir una vulgaridad.
La madre de Mina venía por el corredor en sentido contrario, cargada de ramos espinosos.
- ¿Qué es lo que pasa? -preguntó.
- Que estoy loca -dijo la ciega-. Pero por lo visto no piensan mandarme para el manicomio mientras no empiece a tirar piedras.


En Todos los cuentos

Gao Xingjian - El yo



No sé si has reflexionado sobre esta cosa extraña que es el yo. Cambia a medida que se lo observa, como cuando fijas la mirada en las nubes del cielo, tumbado en la hierba. Al principio se asemejan a un camello, luego a una mujer, y por último se transforman en un anciano de luenga barba. Nada sin embargo es fijo, puesto que en un abrir y cerrar de ojos vuelven a cambiar de forma.

Es como cuando vas al retrete de una casa vieja y observas las paredes con manchones. Vas allí todos los días, pero las manchas, por más que sean antiguas, cambian en cada ocasión. La primera vez, distingues un rostro humano, luego un perro muerto, desventrado. La vez siguiente se transforman en un árbol bajo el cual una chiquilla monta un jamelgo enjuto. Diez o quince días más tarde, tal vez varios meses después, una mañana, estás estreñido y descubres de repente que las manchas de agua han vuelto a tomar la forma de un rostro humano.
Echado en la cama, miras al techo. La sombra de la lámpara transforma también el blanco techo. Si concentras tu atención en tu yo, te das cuenta de que se aleja paulatinamente de la imagen que te es familiar, que se multiplica y reviste rostros que te asombran. Es por ello por lo que me sentiría presa de un terror irreprimible si tuviera que expresar la naturaleza esencial de mi yo. No sé cuál de mis múltiples rostros me representa mejor y, cuanto más los observo, más evidentes me parecen sus transformaciones. Finalmente, sólo queda la sorpresa.
También puedes esperar, esperar que las manchas de agua en la pared retornen a su forma original, se vuelvan de nuevo un rostro humano, puedes también desear que un día tu imagen adquiera tal o cual forma. Pero por experiencia sé que cuanto más tiempo pasa, menos evoluciona esta imagen según tus deseos y que, a menudo, por el contrario, se vuelve monstruosa. No puedes ya aceptarla, pero, como se trata de tu yo, al final no te queda más remedio que hacerlo.
Un día vi la foto pegada en mi carnet de autobús que había dejado sobre la mesa. En un primer momento, encontré mi sonrisita más bien agradable, pero acto seguido me pareció más exactamente burlona, un tanto altanera y fría, delatando cierto amor propio mezclado con no poca autosatisfacción, indicaba que me tomaba por un personaje superior. En realidad, percibí en ella una especie de afectación acompañada de una expresión de gran soledad y de vago terror; no era en absoluto el rostro de un triunfador. Podía leerse amargura en ella. Por supuesto que no podía haber en ella la vaga sonrisa habitual que nace de la felicidad involuntaria, sino que era más bien una expresión de duda ante la felicidad. Eso se volvía un poco aterrador e incluso inútil. La sensación de caer sin que pueda encontrarse ningún asidero seguro. Nunca más he querido volver a ver esa foto.
A continuación, me puse a observar a los demás, pero al hacerlo, descubría que ese yo detestable y omnipresente también se entrometía, sin poder dejar de intervenir en la percepción del rostro ajeno. Era algo lamentable: cuando observaba a otra persona, continuaba observándome yo mismo. Buscaba rostros que me gustaran, o una expresión que me resultase aceptable. Si un rostro no conseguía emocionarme, si no conseguía encontrar gentes con las que identificarme entre los que pasaban por delante de mí, los observaba, pues, sin verles. En una sala de espera, en un vagón de tren, en la cubierta de una embarcación, en una fonda o en un parque, o incluso dando un paseo por la calle, no elegía más que los rostros o las siluetas próximas a aquellos que me resultaban familiares y en los que buscaba algún indicio que pudiera hacer resurgir un recuerdo enterrado. Cuando observo a los otros, los considero como espejos que me devuelven mi propia imagen y esta observación depende enteramente de mi estado de ánimo del momento. Incluso cuando miro a una muchacha, trato de aprehenderla con mis propios sentidos, la imagino con mi propia experiencia antes de formular un juicio. Mi comprensión del prójimo, incluidas las mujeres, es de hecho superficial y arbitraria. A través de mi mirada, las mujeres no son nada más que meras ilusiones que me he creado yo mismo y que utilizo para mistificarme. Esto me entristece. Por eso mis relaciones con las mujeres conducen siempre, en última instancia, al fracaso. Y a la inversa, si fuera yo una mujer, no por ello me costaría menos el contacto con los hombres. El problema radica en la toma de conciencia interior de mi yo, ese monstruo que me atormenta sin cesar. El amor propio, la autodestrucción, la reserva, la arrogancia, la satisfacción y la tristeza, los celos y el odio, provienen de él, el yo es de hecho la fuente de la desdicha de la humanidad. ¿Acaso la solución a esta desdicha tiene que pasar por el ahogo del yo consciente?
He aquí porqué Buda enseñó la iluminación: todas las imágenes son mentiras, la ausencia de imagen también lo es.


En La montaña del alma
Traducción de Liao Yanping y José Ramón Monreal

sábado, 9 de marzo de 2013

Luis Buñuel: Teorema (1925)



Si por un punto fuera de una recta trazamos una paralela a ella obtendremos una soleada tarde de otoño.
En efecto:
El cielo todo ojos azules refleja el sueño sin peces de los estanques y estos a su vez bañan tibiamente la pereza de la tarde.
Los árboles ciegos pasan en lenta procesión y en sus más altas ramas pía oro alguna hoja rezagada.
Las calles en masa quieren salirse a pasear al campo pero tan lentamente que pronto los viandantes se las dejan atrás todas estremecidas al sol.
Campos amarillentos trepan por colinas y alcores y allí se tienden, con las piernas abiertas, en espera de la noche. Solo unos chopos siempre inquietos, telegrafían un "Morse" de hojas.
Acompasado respirar de la tarde y todas las cosas batiendo a su ritmo. Yo, traigo en la palma de la mano mi bastón sin hojas. Un seno duerme runruneando al sol.
Todas las ventanas tienen pestañas como mujeres.
La torre de la iglesia, como un índice, señala la última nubecilla blanca.
Después de un bordoneo un silencio y luego pasa Cristo vendiendo voces.
Las golondrinas besan el pico de las siete.
Una descarga cerrada de veletas por el aire.
Los orejas de aquel mulo -él no se apercibe— reabsorben la tarde. Se extingue la luz en mis solapas.
Es la hora en que comienza el solitario parto de las farolas.
Alguien da media vuelta al interruptor de las estrellas.
Que es lo que no nos habíamos propuesto demostrar.




Nota de la edición

Inédito. Escrito en 1925.
Texto en el que la greguería está considerablemente corregida por el tono ultraísta. La gama postmodernista -juanramoniana, si se quiere- de la paleta empleada queda corregida por lo irónico de la demostración matemática que enmarca la viñeta y lo depurado de la técnica metafórica, muy cercana al creacionismo. Vagamente lorquiano suena ese "sueño sin peces de los estanques".

En puridad, Buñuel, con su habitual, sutil y socarrona franqueza no ha hecho sino tomar un atajo, observando al pie de la letra y con todas sus consecuencias el concepto de metáfora preciado por Guillermo de Torre, que la consideraba "un teorema en el que se salta, sin intermediario, desde la hipóstesis a la conclusión"("La imagen y la metáfora en la novísima lírica", Alfar, n. 45, dic. 1924, p. 21), lo que resulta muy ultraísta, porque, como recordaba el propio De Torre en Literaturas europeas de vanguardia (Madrid, 1925, p. 127), métafora significaba 'llevar más allá", crear ultra objetos. Y citaba a Jean Epstein, tan relacionado con Buñuel, quien proponía el empleo de una metáfora activa, que no describiera una correspondencia estática entre dos objetos inmóviles, sino en movimeinto. Que es lo que, con un irónico exceso, lleva a cabo Buñuel al ampliar hasta la hipertrofia el plano intermedio de la imagen Epstein había expuesto estas opiniones en La poésie d'aujourd'hui, París, 1921 en su etapa literaria. Que Buñuel ya conocía tales propuestas no sólo es lícito deducirlo de sus contactos con los ultraístas, sino que puede documentarse perfectamente. Al explicar cómo había entrado en relación con Epstein, se ha referido a la lectura de sus escritos en España: "Entonces Jean Epstein escribía en una revista que se llamaba L'Esprit Nouveau, que en España recibían los ultraístas" 252.(Entrevista con J. De la Colina y T. Pérez Turrent, Contracampo, n 16, oct.-nov. 1980, p. 32).

Buñuel volvería a emplear este procedimiento en otros momentos, por ejemplo en el acto IV de Hamlet: "Niño =Niña, luego os digo que Hombre es lo que queríamos demostrar". Al fondo de todo hay una vaga referencia a las matemáticas no euclidianas en jerga futurista: "Para acentuar ciertos movimientos e indicar sus direcciones se emplearán signos matemáticos ", decía el Manifiesto técnico de la literatura futurista en su punto 6.



En Luis Buñuel, Obra literaria
Introducción y notas Agustín Sánchez Vidal
Zaragoza, 1982

Anton Chejov - Los extraviados



Es un lugar de veraneo. La oscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche. Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.
—¡Gracias a Dios que hemos llegado! —dice Cosiaokin—; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido..., y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.
—¡Amigo Pedro! No puedo más...; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero...
—¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido...; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo... Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia... ¡Una gloria! ¡Una delicia!
—Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!...
—Nada; ya hemos llegado; henos en casa.
Los amigos se acercan a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.
—Es una casita bonita —dice Cosiaokin—; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están oscuras... Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, se hallará inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.
Se quita el abrigo y lo echa dentro de la estancia, hace lo propio con su carpeta.
—¡Qué calor! Vamos a entonar una canción; la haremos reír. (Canta.) ¡Canta, Aliocha! Verotchka, ¿quieres oír la serenata de Schubert? (Canta, pero hace un gallo y tose.) ¡Verotchka, dile a María que abra la puerta! (Pausa.) Verotchka, no seas perezosa; levántate. (Sube por encima de una piedra y se asoma por la ventana.) Verotchka, rosita mía, angelito, mujercita mía incomparable. ¡Anda, levántate! ¡Dile a María que abra! ¡Bien sé que no duermes, gatita mía! No podemos soportar más bromas; estamos tan cansados que ya no tenemos fuerzas. Hemos llegado a pie desde la estación; ¿pero me oyes, o no?... (Intenta escalar la ventana, pero cae.) ¡Qué demonio! Ves; nuestro huésped está molesto. Noto que todavía eres una niña que no piensa más que en jugar...
—Escucha; tal vez tu esposa duerme de veras —dice Lapkin.
—¡No duerme; quiere que arme ruido; que despierte el vecindario! ¡Oye, Verotchka, me voy a enfadar! ¡Verás! ¡Qué diablo! Ayúdame, Aliocha, para que pueda subirme... Verotchka, no eres más que una chiquilla malcriada, una traviesa... ¡Amigo mío, empújame!...
Lapkin, jadeante, empuja a Cosiaokin; al fin éste alcanza la ventana, franquéala y desaparece en las tinieblas.
—¡Vera! —se oye al cabo de un rato—. ¿Dónde estás? ¡Demonio! Me he ensuciado la mano con algo. ¡Qué asco!
Estalla un bullicio, un aleteo y el cacareo desesperado de una gallina.
—¡Caramba! Escucha, Laef. ¿De dónde nos vienen estas gallinas? Pero, qué demonio; si hay una infinidad de ellas... ¡Y un cesto con una pava!... ¡Me ha picado la maldita!
Por la ventana salen volando las gallinas, y prorrumpiendo en chillidos agudos se precipitan a la calle.
—¡Aliocha, nos hemos equivocado!... —grita Cosiaokin con voz llorosa—. Aquí no hay más que gallinas. Por lo visto nos hemos extraviado... Pero malditas, ¿por qué no se están quietas?
—¡Sal pronto! ¿Qué haces? ¿No sabes tú que estoy muerto de sed?...
—Ahora mismo... Deja que encuentre el abrigo y la carpeta...
—¿Por qué no enciendes un fósforo?
—Es que están en el abrigo... ¡Quién demonio me habrá traído aquí!... Todas estas casas son iguales. Ni el diablo mismo las distinguiría en la oscuridad. ¡Oh! ¡La pava me dio un picotazo en la mejilla! ¡Maldita!
—¡Pero sal pronto, si no van a creer que estamos robando gallinas!
—Ahora mismo me es imposible dar con el abrigo. Hay tanto trapajo por el suelo que no puedo orientarme. Lánzame tus fósforos...
—Es que no los tengo.
—¡Estamos frescos! ¡No hay que decir!... ¡Valiente situación!... ¿Qué hago?... Yo no puedo, sin embargo, abandonar el abrigo y la carpeta. Necesito buscarlos.
—¡No concibo cómo es posible no reconocer su propia casa! —replica Laef, indignado—. ¡Cosa de borracho!... ¡En mala hora vine contigo!... De ir solo, me hallaría ya en casa. Dormiría... en lugar de padecer aquí... ¡Estoy rendido!... ¡No puedo más!... ¡Siento vértigos!
—En seguida, en seguida; no te apures; no te morirás por esto.
Por encima de la cabeza de Laef pasa un gran gallo. Lapkin suspira desconsoladamente y se sienta en una piedra. Sus entrañas arden de sed, sus ojos se cierran, su cabeza tambalea... Pasan cinco minutos, diez, veinte... Cosiaokin está siempre enredado con las gallinas.
—¡Pedro! ¿Cuándo vienes?
—Ahora mismo. ¡Ya encontré la carpeta; pero volví a extraviarla!...
Lapkin apoya su cabeza en sus puños y cierra los ojos... Los cacareos aumentan... Las moradoras de la extraña vivienda salen volando y le parece que dan vueltas alrededor de su cabeza, como lechuzas... Le zumban los oídos y el terror se apodera de su alma... «¡Qué bestia! —piensa—. Me convidó, me prometió obsequiarme con vino y leche, y en vez de esto me obliga a venir aquí a pie y escuchar estas gallinas...» Lapkin está indignado; hunde la barba en el cuello, coloca la cabeza sobre su carpeta y se tranquiliza poco a poco... Vencido por el cansancio, empieza a dormirse.
—¡He encontrado la carpeta! —oye la exclamación de Cosiaokin triunfante—. No me falta sino encontrar el abrigo, y ¡a casa!
Pero en este momento se oyen ladridos de un perro, y de otro, y de un tercero... El ladrar de los perros acompañado del cacareo de gallinas forman una música salvaje. Un desconocido se acerca a Lapkin y le pregunta algo...; le parece que alguien pasa sobre él para saltar por la ventana...; gritan, pegan porrazos...; una mujer con delantal encarnado y un farol en la mano lo interroga...
—¡No tiene usted derecho a insultarme! —dice desde dentro Cosiaokin—. ¡Soy funcionario de la Audiencia! Aquí tiene usted mi tarjeta.
—¿Para qué quiero yo su tarjeta? —respondió una voz ronca—. Usted me ha dispersado las gallinas, pisoteado los huevos...; admiro su obra...; los pavitos tenían que salir del cascarón un día de estos, y usted los ha aplastado...; ¡qué me importa a mí su tarjeta!
—¿Usted se atreve a detenerme? ¡Eso yo no lo admitiré jamás!
«¡Qué sed tengo!...», piensa Lapkin esforzándose por abrir los ojos y sintiendo que otra vez alguien pasa por encima de él y sale por la ventana...
—¡Soy Cosiaokin; mi casa está al lado! ¡Todo el mundo me conoce!...
—¡No conocemos a ningún Cosiaokin!
—¿Qué me cuenta usted? ¡Que llamen al alcalde; él me conoce!
—¡No se acalore usted! Ahora mismo vendrá la policía; conocemos a todos los veraneantes del lugar; a usted no lo hemos visto nunca.
—Todos me conocen; cinco años ha, sin interrupción, que veraneo en los Grili-Viselki.
—¡Caramba!; pero esto no son los Grili-Viselki; esto, es Hilovo...; los Viselki están a la derecha, detrás de la fábrica de fósforos, a cuatro kilómetros de aquí.
—¡Que el demonio me lleve!... ¡Entonces he tomado otro camino!...
Los gritos humanos, el cacareo y los ladridos se confunden en una zarabanda por entre la cual de vez en cuando se oyen las exclamaciones de Cosiaokin: «¡Usted no tiene derecho...» «Me las pagará...» «Ya sabrá usted con quién trata!...» Por fin las vociferaciones se apaciguan, y Lapkin siente que le sacuden el hombro para despertarlo...

En Selección de cuentos
Traducción: Víctor Gallego

Leonardo Da Vinci - El sauce y la calabaza


El mísero sauce, encontrándose con que no podía gozar del placer de ver sus flexibles ramas tornarse tan gruesas como deseaba, o erguirse en alto, por impedírselo la vecindad de una vid o de alguna otra planta, por cuya culpa crecía sin ramas, estropeado y maltrecho, concentró en sí mismo todas las fuerzas de su espíritu y con ellas, abriendo de par en par las puertas de la imaginación, empezó en medio de continuas reflexiones, a buscar entre todas las plantas existentes, con cuál podría aliarse, que no necesitara de la ayuda de sus ramas. Y tras un rato de nutrida imaginación (notrida imaginazione), la idea de la calabaza asaltó súbitamente su pensamiento y le hizo sacudir con alegría todas sus ramas, por parecerle que había encontrado la compañía más conveniente a su propósito; ya que, en efecto, la calabaza es más apta a enlazar otras plantas que a ser por ellas enlazada. Y, tomada ya su decisión, extendió al cielo sus ramas, a la espera de algún pájaro amigo que le sirviera de intermediario para la realización de su deseo. Y como viera allí cerca una urraca, dirigiole estas palabras: -¡Oh, gentil pájaro, yo te ruego, en retribución del socorro que cierta mañana, pocos días ha, te prestaron mis ramas cuando un hambriento halcón, cruel y rapaz, iba a devorarte, y por los momentos de reposo que sobre mí encontraste muchas veces, cuando tus alas lo pedían, y por tantos placeres como has gozado a mi abrigo mientras jugueteabas enamorado junto con tus compañeras: por todo eso te ruego que vayas adonde está la calabaza y le pidas unas pocas semillas, diciéndole que, una vez germinadas, yo las trataré tal como si de mi propio cuerpo las hubiese generado; y emplea así todas aquellas palabras que la persuadan de cuál es mi intención, aunque a ti, maestra en el arte de hablar, no hay necesidad de aleccionarte. Y si haces esto, recibiré tu nido sobre el codo de mis ramas, en compañía de tu familia, sin que me pagues alquiler. La urraca, después de convenidas con el sauce y ratificadas las capitulaciones, entre las cuales figuraba en primer término el compromiso de no aceptar como inquilinos ni serpientes ni garduñas, levantó la cola, bajó la cabeza y confió a sus alas el peso de su cuerpo. Y agitándolas por el aire fugitivo y dirigiendo curiosamente su vuelo aquí y allá con ayuda del timón de su cola, se acercó a una calabaza, la saludó amablemente con algunas buenas palabras, le pidió las deseadas semillas, las cuales entregó al sauce -que las recibió con alegre semblante-, y las plantó en la tierra en torno del tronco, previamente removida con su pico. Las semillas brotaron al poco tiempo, y se desarrollaron formando un ramaje que cubrió el sauce y le quitó, con sus grandes hojas, la belleza del sol y del cielo. Y como si no bastara con tanto perjuicio, las calabazas que nacieron luego, empezaron a doblar con su excesivo peso las delgadas ramas de sus extremos, causándoles grandes incomodidades y dolores. El sauce agitábase y se sacudía inútilmente para arrojar lejos de sí las calabazas; pero los días pasaban en vanos y engañosos esfuerzos, pues la trama sólida y resistente, malograba sus intentos. Sintiendo pasar el viento, le pidió que soplara con violencia y el viento accedió a su deseo. Se abrió entonces hasta la raíz el viejo y hueco tronco en dos partes, las cuales se derrumbaron, con gran dolor del sauce, que hubo de reconocer que su destino lo condenaba a no ser feliz jamás.


En Aforismos
Traducción: E. García de Zúñiga

jueves, 7 de marzo de 2013

Macedonio Fernández - Brindis a Leopoldo Marechal



El principio del discurso es su parte más difícil y desconfío de los que empiezan por él.
El presente es trémulo porque es viejo; fracasan los que en él hagan cualquier cosa; en cambio, dejado para otro día, fue el método de celebridad y poder de todos los expectantes y silenciosos. Nada empecemos hoy, que el porvenir está lleno de cosas hechas, tan preferibles, y debe estar muy cerca ahora, después de tanto Pasado.
Explicaré mi arrepentimiento de cuanta cosa empecé antes del porvenir: tres o cuatro brindis marrados -que yo calculaba me dieran más aplausos en unos minutos que todos los aplausos de llamar al mozo que ha oído un mozo de bar en treinta años de atencioso servicio, aunque se le añadan (esto es propina) los aplausos de matar polillas mientras vuelan y los aplausos para ahuyentar gallinas de un jardín- me hicieron abusar del pensamiento, hasta descubrir que esos cuatro discursos no sólo comenzaban sino que presentaban el principio de la mala ubicación, delante de todo, antes que el público se acostumbrara. (Brindis a los que se reconoció, sin embargo, el mérito de un estilo tan continuado, o personal, mío, digamos, que podían oírse de espaldas por los que se iban retirando, y continuarse indefinidamente mientras alguien no encontrara su sombrero.)
Corrigiendo estas contrariedades, en ocasiones posteriores, rogué al público continuar atendiendo hasta oír el principio de mi discurso, lo que lo ilusionó alegremente. En fin, en un reciente ensayo lo suprimí del todo y en la emoción de ensayar me olvidé de todo lo demás y me senté. La concurrencia, enamorada de la intención que me supuso de inaugurar la nueva era del concluir de comer sin dificultades, aparentó no haber oído que yo no había dicho nada y declarando que nada confuso tenía mi brindis, ni preocupante o flojo o desigual o que no se entendiera del todo, aplaudió como para dar ocupación a todos los mozos de bar no llamados en un mundo de bares abstemios y vegetarianos. No soy tan impresionable como el habitante que se resbaló del mundo, cual si le hubieran hablado de cáscaras de bananas, cuando le dijeron de golpe que la tierra era redonda; mas me siento triunfante por haber concluido no sólo con mi carrera de orador que no para, sino con la de orador confuso, en la que entreveía un porvenir claro y sin trabajo ninguno, porque me era innata la facultad. He nacido con las "líneas ligadas", en casa de una telefonista, frente al abonado "equivocado", e inventé el brindis "que no funciona", ovacionado final de mi carrera de inventor, que me compensa de haber llegado tarde a este mundo y con el candor de creer que vendería millones de mis aparatos para postergar rifas, cuando ya nacen hoy con dos delanteras de aplazamiento y la de cuarta postergación está adelantadísima ya en taller de Alemania, haciéndose en el mismo molde donde se moldeó la intención que tiene Alemania de pagar la indemnización de guerra de 1914.
Querido gran poeta Leopoldo Marechal: lamento haber contado cosas tan malas del presente y de que hay que apagarlo, con ventaja segura, cuando nada declara más a un poeta, y es en vos un signo constante, que la certeza e interlocución con el Hoy, único modo místico y estético del tiempo. El hoy ha sido lleno para todos y es por una degradación de espíritu, cuyo manantial no logro descubrir, que por una parte la inclinación histórica y por otra la ideología banal del Progreso, dos perversidades de difícil explicación, nos hacen suponer más plenitud del Hoy de los que nacerán ulteriormente, y una pobreza del Hoy que poseyeron los hombres del pasado.
Vuestra poesía, entre nuestras numerosas empresas estéticas de hoy, palpitación de una busca ardiente y penetrante de Arte que me exalta, me pone más que ninguna ante la evidencia del goce espiritual y la oscuridad, en mí, de su teoría. Aunque cada vez se me paraliza más la interrogante estética, creo que en vos se decide, aunque no se colme todavía, la inquietud profunda y el operar continuo de las almas artistas de Buenos Aires.
Perdonadme, Marechal, la pobreza imperdonable de estas vaguedades en mi posición mental ante la belleza que realizáis, que no excluyen, aunque no decoran, la certeza del placer que generasteis para nosotros*.
*En "Museo de la Novela de la Eterna" aparece una carta del Presidente de la novela al poeta Ricardo Nardal, es decir Leopoldo Marechal


En Papeles de Recienvenido

martes, 5 de marzo de 2013

Entrevista con Cassavetes



Entrevista con Cassavetes, por Al Ruban
“Nunca nada es tan claro como se ve en el cine. La mayor parte del tiempo la gente no sabe lo que hace -y me incluyo-. No saben lo que quieren o lo que sienten. Solamente en las películas se sabe bien cuáles son los problemas y cómo resolverlos (…) El cine es una investigación sobre nuestras vidas. Sobre lo que somos. Sobre nuestras responsabilidades -si las hay-. Sobre lo que estamos buscando. ¿Por qué querría yo hacer una película sobre algo que ya conozco y entiendo?” (John Cassavetes)




Dentro del marco de la segunda edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, la retrospectiva completa de la obra de John Cassavetes fue un festival aparte. Pionero emblemático del cine independiente, Cassavetes capturó con su cámara audaz e inquisitiva en forma única e irrepetible el frágil universo del deseo y el amor, cambiándole la cara al cine norteamericano para siempre.
Entre los invitados al festival, Al Ruban, productor y director de fotografía de varias películas del realizador, presentó, junto al actor Seymour Cassel, cada uno de esos 11 filmes que dejaron huellas indelebles en la historia del cine. También, con muy buena disposición, habló incansablemente de la obra de Cassavetes, con tanta pasión como la que emana de las películas mismas.
-¿Cómo comenzaba el proceso creativo de una película de John Cassavetes?

-John trabajaba del mismo modo en todas sus películas. Escribía el guión de un modo muy personal: pensaba en la historia durante meses y la escribía en la cabeza, nunca comenzaba escribiendo directamente. Por ejemplo, supongamos que él no te conocía, entonces, te decía: ¿Quieres escuchar una historia? Y empezaba a contarte la historia, hasta donde la tenía pensada. Supongamos que un repartidor llegaba a su casa, entonces le preguntaba: ¿Tienes unos minutos? Te quiero contar algo…
-Le encantaba hablar…

-Con todo el mundo. Porque quería oírse a sí mismo decir las palabras de su historia. Hablaba y escuchaba, prestando atención a la reacción de la gente. Adoraba contar la historia, que iba cambiando mientras la contaba, por lo que cada persona terminaba escuchando una historia distinta. Cuando se sentaba a escribirla, lo hacía bastante rápido, en 3 semanas terminaba el guión, porque ya tenía todo escrito en la cabeza. Desde el punto de vista de la narrativa clásica, sus películas no tenían ni principios ni finales; podría decirse que filmaba “pedazos de vidas”.
-¿Cuál era el paso siguiente?

-Con el guión en mano, comenzábamos el casting. Le proponíamos un par de buenos actores, y él respondía: “Quiero usar a Fulano”, y Fulano era… ¡su electricista! O alguien que vio en la calle que, según él, era la persona perfecta para el papel. O su propia madre, o la esposa de su padre, o el hermano de su esposa, o sus hijos. Siempre le pedía que sólo me dijera a quién quería tener en la película, y que se reservara todas las explicaciones de por qué tal o cual persona eran indispensables, puesto que John tenía la habilidad de poder justificarlo todo. Me cansaba de escuchar sus largas explicaciones, ya que, al final, siempre quedaban las personas que él siempre quiso desde el principio. En Torrentes de amor, después de resolver el casting, comenzamos con los ensayos.
-Muchos creen que Cassavetes improvisaba todo el tiempo, sin guión…

-La gente dice eso porque no sabe. Generalmente, John invitaba a los actores a su casa, todos se sentaban y leían el guión, unas tres o cuatro veces. Sin actuar, sólo lo leían en voz alta. En el proceso, el elenco podía o no cambiar. Cuando ya quedaba fijo, John convocaba a los actores y comenzaba el ensayo del texto completo, actuando las escenas, sin cámara, a lo largo de 3 ó 4 semanas.
-¿Aceptaba cambios en el texto?

-Sí, y muy abiertamente, pero básicamente si venían de los actores. Si alguien tenía problemas con una línea de diálogo, o si no entendía muy bien el texto, John le decía: “Bueno, muéstrame cómo lo harías tú”, ellos le mostraban, y él aceptaba las modificaciones, lo que también le abría la mente a otras posibilidades. Se re-escribía lo que fuera necesario, y al día siguiente teníamos una nueva página, o dos, o cinco, incorporando el texto nuevo. La re-escritura continuaba a lo largo de todo el período de ensayos. Al final, los actores ya eran los personajes, porque los habían construido fusionando el texto original con las modificaciones que ellos introdujeron. Se habían convertido en los personajes o, dicho de otro modo, los personajes eran los actores mismos.
-Entonces, en parte, de ahí surge la naturalidad de las actuaciones.

-Sí, seguro. En Noche de estreno, teníamos a Joan Blondell, una actriz maravillosa. Un día se acercó y me dijo: “Al, no sé cuándo están actuando y cuándo no”. Esto era algo muy inusual para ella, ya que llegaba al set, se metía en el personaje, y cuando decían “Corte”, salía del personaje, contaba chistes y demás. Por eso, me dijo: “No me doy cuenta si están actuando o si están siendo ellos mismos. Acá todo es lo mismo”. ¡Esa era la idea! Nunca conocí a un solo actor que haya estado en nuestras películas y que no haya querido volver a actuar con nosotros. A pesar de que nunca le pagamos a nadie más del salario mínimo impuesto por el sindicato. Teníamos actores que, en otras películas, ganaban miles de dólares por semana, pero cuando trabajaban con nosotros gustosamente aceptaban unos 500 dólares semanales. Y lo hacían por la experiencia, por la posibilidad de crecer. En la mayoría de las películas, los actores sólo hacen aquello para lo que fueron contratados, ni más ni menos. No desarrollan su potencial. Ese es el pacto que uno asume trabajando en el modelo industrial de Hollywood.
-La constante preocupación de Cassavetes por los rostros de las personas y de sus personajes es notoria.

-Porque a él realmente le interesaban las personas, y el descubrimiento lo era todo. Por supuesto, él escribía los guiones, conducía los ensayos, se encargaba de la post-producción, pero lo que más disfrutaba, lo que amaba, era la etapa del rodaje. Si ocurría algo no planeado, alguna emoción espontánea, John inmediatamente quería explorarla, ir a lo más profundo, porque verdaderamente quería conocer a fondo a esa persona. Y cuándo él quería saber, se convertía en un espectador. Realmente le interesaban las personas y, sobre todo, el tema del amor. El amor hace que las personas hagan lo que hacen en la vida, ya fuere intentar conseguirlo o alejarse de él. Es el motor más fuerte en la vida de la gente y él quería explorar todas sus variaciones.
-Eso ya está presente en su ópera prima Shadows, que narra historias de anhelos frustrados, de un amor trunco por la ignorancia y los prejuicios raciales. La crítica la recibió con elogios, pero no funcionó en los Estados Unidos.

-Sí, Shadows tuvo una buena repercusión, pero no en Norteamérica. Una compañía inglesa la compró para su distribución en Europa, estrenándola en Londres, donde fue muy valorada. Y si bien nació a partir de improvisaciones de actores no profesionales en el propio taller de teatro experimental de John, luego se convirtió en una película. Pero, jamás fue pensada para ser exhibida en cine. Originalmente, fue filmada para que los actores pudieran analizar su trabajo. Cuando John fue invitado a un programa radial para promocionar Edge Of The City, de Martin Ritt, en la que él tenía un papel protagónico, dijo que la película no era tan buena, y que él mismo podía hacer una mejor , siempre y cuando cada oyente le enviara uno o dos dólares para hacer una película auténtica, sobre la gente. Y así junto casi U$S 2.000. Ahora estaba obligado a hacer la película -que terminó costando casi U$S 40.000-, pero la hizo y estaba muy contento. Si la gente no le hubiera enviado el dinero, quizá nunca habríamos oído hablar de John Cassavetes.
-Es muy inusual que en vez de hablar de la película de Martin Ritt, eligiera hablar de su deseo de ponerse detrás de las cámaras.

-Sí, pero también estaba promoviendo su carrera como actor, era muy popular en televisión, uno de los nombres más importantes de New York, en ese entonces. Después de una larga lucha, lo buscaban para todo tipo de papeles, y él amaba actuar. De hecho, cuando era director seguía siendo un actor, porque era un director de actores. Les daba total libertad para que pudieran ir más allá de sus ideas preconcebidas sobre su propio potencial. Les daba confianza: nunca los traicionaría poniendo en la película momentos de la actuación que a los actores no les gustaban. Pero tampoco quería actores que mostraran siempre los mismos gestos, las mismas pausas en el discurso, el mismo tono, todos los recursos que el público ya conocía. Claro que jamás les decía esto de forma verbal, como tampoco les decía explícitamente qué tenían qué hacer. En cambio, rodaba hasta 50 tomas o más, hasta conseguir lo que buscaba. Tarde o temprano, hasta el actor más tonto se daba cuenta que a John no le gustaba su actuación.