jueves, 28 de marzo de 2013

Albert Camus: Oscuro para sí mismo


Oh, sí, era así, la vida de aquel niño había sido así, la vida había sido así en la isla pobre del barrio, unida por la pura necesidad, en medio de una familia inválida e ignorante, con su sangre joven y fragorosa, un apetito de vida devorador, una inteligencia arisca y ávida, y siempre un delirio jubiloso cortado por las bruscas frenadas que le infligía un mundo desconocido, dejándolo desconcertado pero rápidamente repuesto, tratando de comprender, de saber, de asimilar ese mundo que no conocía, y asimilándolo, sí, porque lo abordaba ávidamente, sin tratar de escurrirse en él, con buena voluntad pero sin bajeza y sin perder jamás una certeza tranquila, una seguridad, sí, puesto que era la seguridad de que conseguiría todo lo que quería y que nada, jamás, de este mundo y sólo de este mundo, le sería imposible, preparándose (y preparado también por la desnudez de su infancia) a encontrar su lugar en todas partes, porque no deseaba ningún lugar, sino sólo la alegría, los seres libres, la fuerza y todo lo que de bueno, de misterioso tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás. Preparándose incluso, a fuerza de pobreza, a ser capaz un día de recibir dinero sin haberlo pedido nunca y sin someterse nunca a él, tal como era Jacques, ahora, a los cuarenta años, reinando sobre tantas cosas y al mismo tiempo seguro de ser menos que el más humilde, y nada, comparado con su madre. Sí, había vivido así entre los juegos del mar, del viento, de la calle, bajo el peso del verano y las lluvias intensas del breve invierno, sin padre, sin tradición transmitida, pero habiendo hallado durante un año, justo en el momento preciso, un padre, y avanzando a través de los seres y las cosas [ ],[177] en el conocimiento que iba adquiriendo para fabricar algo que se parecía a una conducta (suficiente en ese momento, dadas las circunstancias que se le presentaban, insuficiente más tarde frente al cáncer del mundo) y para crearse su propia tradición.
¿Pero era aquello todo, aquellos gestos, aquellos juegos, aquella audacia, aquel ardor, la familia, la lámpara de petróleo y la escalera negra, las palmas al viento, el nacimiento y el bautismo en el mar, y para terminar, esos veranos oscuros y laboriosos? Había eso, oh, sí, era así, pero había también la parte oscura del ser, lo que durante todos esos años se había agitado sordamente en él como esas aguas profundas que debajo de la tierra, en el fondo de los laberintos rocosos, nunca han visto la luz del sol y, sin embargo, reflejan un resplandor sordo que no se sabe de dónde viene, aspirado tal vez por el centro enrojecido de la tierra, a través de capilares pedregosos, hacia el aire negro de esos antros ocultos y de los que unos vegetales pegajosos y [comprimidos] siguen extrayendo su alimento para vivir allí donde toda vida parecía imposible. Y ese movimiento ciego que nunca había cesado, que experimentaba aún ahora, fuego negro enterrado en él como uno de esos fuegos apagados en la superficie pero que en el interior siguen ardiendo, desplazando las fisuras y las torpes agitaciones vegetales, de suerte que la superficie fangosa tiene los mismos movimientos que la turba de los pantanos, y de esas ondulaciones espesas e insensibles seguían naciendo en él, día tras día, los más violentos y terribles de sus deseos, así como sus angustias desérticas, sus nostalgias más fecundas, sus bruscas exigencias de desnudez y sobriedad, su aspiración a no ser nada, sí, ese movimiento oscuro a lo largo de todos estos años estaba de acuerdo con aquel inmenso país que lo rodeaba, cuyo peso, siendo niño, había sentido, con el inmenso mar delante, y detrás ese espacio interminable de montañas, mesetas y desierto que llamaban el interior, y, entre ambos, el peligro permanente del que nadie hablaba porque parecía natural, pero que Jacques percibía cuando, en la pequeña finca de Birmandreis, con sus habitaciones abovedadas y sus paredes encaladas, la tía recorría los cuartos en el momento de acostarse para ver si estaban bien corridos los cerrojos de los postigos de gruesa madera maciza, país donde se sentía como si allí lo hubieran arrojado, como si fuera el primer habitante o el primer conquistador, desembarcando allí donde todavía reinaba la ley de la fuerza y la justicia estaba hecha para castigar implacablemente lo que las costumbres no habían podido evitar, y alrededor aquellos hombres atrayentes e inquietantes, cercanos y alejados, con los que uno se codeaba a lo largo del día, y a veces nacía la amistad o la camaradería, pero al caer la noche se retiraban a sus casas desconocidas, donde no se entraba nunca, parapetados con sus mujeres, a las que jamás se veía, o si se las veía en la calle, no se sabía quiénes eran, con el velo cubriendo la mitad del rostro y los hermosos ojos sensuales y dulces por encima de la tela blanca, y eran tan numerosos en los barrios donde estaban concentrados, tan numerosos, que simplemente por su cantidad, aunque resignados y cansados, hacían planear una amenaza invisible que se husmeaba en el aire de las calles ciertas noches en que estallaba una pelea entre un francés y un árabe, de la misma manera que hubiera estallado entre dos franceses o entre dos árabes, pero no era recibida de la misma manera, y los árabes del barrio, con sus monos de un azul desteñido o sus chilabas miserables, se acercaban lentamente, desde todas partes, con un movimiento continuo, hasta que la masa poco a poco aglutinada expulsaba de su espesor, sin violencia, por el movimiento mismo que lo reunía, a los pocos franceses atraídos por algunos testigos de la pelea, y el francés que luchaba, retrocediendo, se encontraba de pronto frente a su adversario y a una multitud de rostros sombríos y cerrados que le hubieran despojado de todo su coraje si justamente no se hubiese criado en ese país y no supiera que sólo el coraje permitía vivir en él, y entonces hacía frente a esa multitud amenazadora y que, no obstante, no amenazaba a nadie salvo con su presencia, y el movimiento que no podía evitar, y la mayor parte del tiempo eran ellos los que sujetaban al árabe que luchaba con furia y embriaguez, para que se marchase antes de que llegaran los guardias, que se presentaban al poco de llamarlos, y se llevaban sin discusión a los adversarios, que pasaban maltrechos bajo las ventanas de Jacques, rumbo a la comisaría. «Pobres», decía su madre viendo a los dos hombres sólidamente sujetos y empujados por los hombros, y después por la calle rondaban la amenaza, la violencia, el miedo para el niño, secándole la garganta con una angustia desconocida. Aquella noche en él, sí, aquellas raíces oscuras y enmarañadas que lo ataban a esa tierra espléndida y aterradora, a sus días ardientes y a sus noches rápidas que embargaban el alma, y que había sido como una segunda vida, más verdadera quizá bajo las apariencias cotidianas de la primera y cuya historia estaba hecha de una serie de deseos oscuros y de sensaciones poderosas e indescriptibles, el olor de las escuelas, de las caballerizas del barrio, de la lejía en las manos de su madre, de los jazmines y la madreselva en los barrios altos, de las páginas del diccionario y de los libros devorados, y el olor agrio de los retretes de su casa o de la quincallería, el de las grandes aulas frías, donde a veces entraba solo, antes o después de las clases, el calor de sus compañeros preferidos, el olor a lana caliente y a deyecciones que arrastraba Didier, o el del agua de colonia con que la madre de Marconi, el alto, lo rociaba abundantemente y que le daba ganas, en el banco de su clase, de acercarse todavía más a su amigo, el perfume del lápiz de labios que Pierre había robado a una de sus tías y que olían entre ellos, perturbados e inquietos como los perros que entran en una casa donde ha pasado una hembra perseguida, imaginando que la mujer era ese bloque de perfume dulzón de bergamota y crema que, en el mundo brutal de gritos, transpiración y polvo, les traía la revelación de un universo refinado y delicado, con su indecible seducción, del que ni siquiera las groserías que lanzaban a propósito del lápiz de labios llegaba a defenderlos, y el amor de los cuerpos desde su más tierna infancia, de su belleza, que le hacía reír de felicidad en las playas, de su tibieza, que lo atraía constantemente, sin idea precisa, animalmente, no para poseerlos, cosa que no sabía hacer, sino simplemente para entrar en su irradiación, apoyar su hombro contra el hombro del compañero y casi desfallecer cuando la mano de una mujer en un tranvía atestado tocaba durante un momento la suya, el deseo, sí, de vivir, de vivir aún más, de mezclarse a lo que de más cálido tenía la tierra, lo que sin saberlo esperaba de su madre y que no obtenía o tal vez no se atrevía a obtener y que encontraba en el perro Brillant cuando se tendía junto a él al sol y respiraba su fuerte olor a pelos, o en los olores más fuertes o más animales en los que el calor terrible de la vida se conservaba, pese a todo, para él, y del que no podía prescindir.
De esa oscuridad que había en Jacques, nacía ese ardor hambriento, esa locura de vivir que siempre lo había habitado y que aún hoy conservaba su ser intacto, haciendo simplemente más amargo —en medio de su familia recuperada y frente a las imágenes de su infancia— el sentimiento de pronto terrible de que el tiempo de la juventud huía, como aquella mujer a la que había querido, oh sí, la había querido con un gran amor de todo corazón y también del cuerpo, sí, el deseo era imperial con ella, y el mundo, cuando se retiraba de ella con un gran grito mudo, en el momento del goce, recuperaba su orden ardiente, y la había querido a causa de su belleza y su locura de vivir, generosa y desesperada, que le hacía negar, negar que el tiempo pasara, aunque supiese que estaba pasando en ese mismo momento, por no querer que se dijera de ella un día que aún era joven, sino al contrario, seguir siendo joven, y que estalló en sollozos cuando él le dijo riendo que la juventud pasaba y que los días declinaban: «Oh no, no», decía ella bañada en lágrimas, «amo tanto el amor», e inteligente y superior en tantos sentidos, tal vez justamente porque era realmente inteligente y superior, rechazaba el mundo tal como el mundo era. Como aquellos días en que, al volver ella de una breve estancia en el país donde había nacido, y de esas visitas fúnebres a las tías, de quienes le decían: «Es la última vez que las ves», y en efecto, veía sus caras, sus cuerpos, sus ruinas, y quería irse gritando, o a las cenas de familia en torno a un mantel bordado por una bisabuela muerta desde hacía mucho tiempo y en la que nadie pensaba, salvo ella, que pensaba en su bisabuela joven, en sus placeres, en sus ganas de vivir, como ella, maravillosamente bella en el esplendor de su juventud, y todo el mundo le hacía cumplidos en aquella mesa alrededor de la cual se desplegaban en las paredes los retratos de mujeres jóvenes y bellas, las mismas que le hacían cumplidos, ahora decrépitas y cansadas. Entonces, con la sangre inflamada, quería huir, huir a un país donde nadie envejeciera ni muriera, donde la belleza fuese imperecedera, la vida siempre salvaje y resplandeciente, y ese país no existía; al regresar lloraba con amargura en sus brazos y él la amaba desesperadamente.
Y Jacques también, quizá más que ella, porque había nacido en una tierra sin abuelos y sin memoria, donde la aniquilación de los que lo habían precedido era aún más absoluta y la vejez no encontraba ninguno de los auxilios de la melancolía que recibe en los países de civilización [ ],[178] él, como el filo de una navaja solitaria y siempre vibrante, destinada a quebrarse de un golpe y para siempre, la pura pasión de vivir enfrentada con la muerte total, él sentía hoy que la vida, la juventud, los seres se le escapaban, sin poder salvar nada de ellos, abandonado a la única esperanza ciega de que esa fuerza oscura que durante tantos años lo había alzado por encima de los días, alimentado sin medida, igual que las circunstancias más duras, le diese también, y con la misma generosidad infatigable con que le diera sus razones para vivir, razones para envejecer y morir sin rebeldía.

Notas

[177] Una palabra ilegible. 
[178] Una palabra ilegible. 

MC falleció prematuramente en 1960 en un accidente de tránsito, poco después de declarar a un periodista: «Mi obra aún no ha empezado». El primer hombre es una novela póstuma, en la que trabajaba cuando le sorprendió la muerte. El manuscrito fue encontrado en una bolsa entre los restos del vehículo. Permaneció inédito hasta la primavera de 1994.
 
Título original: Le premier homme
Trad. Aurora Bernárdez (1994)
Foto: MC Paris 1956 © Henri Cartier-Bresson/Magnum Photos

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