jueves, 25 de abril de 2013

Ray Bradbury - Tenemos el arte para que la verdad no nos mate



¿Sólo conoces lo Real? Cae muerto.
Eso dijo Nietzsche.
Tenemos el arte para que la verdad no nos mate.
Para nosotros el mundo es demasiado.
Después de cuarenta días el Diluvio sigue.
Las ovejas que pastan allá lejos son chacales.
Ese tictac en tu cabeza es de verdad el Tiempo
y vendrá por la noche a sepultarte.
El tibio niño que ahora duerme partirá en el alba,
y con tu corazón irá hacia mundos que ignoras.
Y por eso
necesitamos que el Arte enseñe a respirar
y haga latir la sangre; tener que aceptar la cercanía
del Diablo
y la edad y la sombra y el coche que atropella,
y al payaso con máscara de Muerte
o la calavera que con corona de Bufón
a medianoche agita cascabeles
de óxido sangriento y matracas gruñonas
que estremecen los huesos del desván.
Tanto, tanto, tanto... ¡Demasiado!
¡Destroza el corazón!
¿Y entonces? Encuentra el Arte.
Toma el pincel. Aviva el paso. Mueve las piernas.
Baila. Prueba el poema. Escribe teatro.
Más hace Milton que Dios, aun borracho,
para justificar los modos del Hombre con el Hombre.
Y el divagante Melville se toma en serio la tarea
de encontrar la máscara bajo la máscara.
Y la homilía de Emily D. señala el basurero
de nuestras anomalías.
Y Shakespeare envenena el dardo de la Muerte
y la herramienta de un arte de enterrador.
Y Poe construye un Arca de huesos
porque ha presentido un diluvio de sangre.
La muerte es una dolorosa muela del juicio;
extrae esa Verdad con las tenazas del Arte
y emploma el abismo en donde estaba
oculta en las sombras con el Tiempo y las Causas.
Aunque el Gusano Rey nos devore el corazón
con la boca de Yorick demos gracias al Arte.


We Have Our Arts So We Don’t Die of Truth

Know only Real? Fall dead.
So Nietzsche said.
We have our Arts so we won’t die of Truth.
The World is too much with us.
The Flood stays on beyond forty days,
The sheep that graze in yonder fields are wolves.
The clock that ticks inside your head is truly Time
And in the night will bury you.
The children warm in bed at dawn will leave
And take your heart and go to worlds you do not know.
All this being so
We need our Arts to teach us how to breathe
And beat out blood; accept the devil’s neighborhood,
And age and dark and cars that run us down,
And clown with Death’s-head in him
Or skull that wears Fool’s crown
And jingles blood-rust bells and rattles groans
To earthquake-settle attic bones late nights.
All this, this, this, all this—too much!
It cracks the heart!
And so? Find Art,
Seize brush. Take stance. Do fancy footwork. Dance.
Run race. Try poem. Write play.
Milton does more than drunk God can
To justify Man’s way toward Man.
And maundered Melville takes as task
To find the mask beneath the mask.
And homily by Emily D. shows dust-bin Man’s anomaly.
And Shakespeare poisons up Death’s dart
And of gravedigging hones an art.
And Poe divining tides of blood
Builds Ark of bone to sail the flood.
Death, then, is painful wisdom tooth;
With Art as forceps, pull that Truth,
And plumb the abyss where it was
Hid deep in dark and Time and Cause.
Though Monarch Worm devours our heart,
With Yorick’s mouth cry, “Thanks!” to Art.

De Zen en el arte de escribir
Trad. Marcelo Cohen

Julio Cortázar - Hay que ser realmente idiota para...



Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.

Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el
tiempo.

Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforescente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso —lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad— yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es más que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epícteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforescente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con lo que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta “L’année dernière à Marienbad”, ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.


En La vuelta al día en ochenta mundos (1967)

jueves, 18 de abril de 2013

Gilles Deleuze – Sobre música



Habíamos hablado, la última vez, de un libro de Dominique Fernández. Él dice cosas sobre música muy importantes para nosotros. Vuelvo hacia atrás. Es muy extraño, pues habitualmente él ha hecho cosas orientadas sobre críticas literarias basado en el psicoanálisis, y al mismo tiempo ama la música, y he aquí que sale de sus fuentes analíticas. Lanza una fórmula que recorre todo ese libro titulado "La Rose des Tudor", Julliard. Todo el tema del libro es este: la música muere hacia 1830. Muere muy particularmente, y trágicamente, como todas las cosas buenas, muere con Bellini y Rossini. Muere trágicamente porque Bellini murió en circunstancias poco claras, o bien de una enfermedad desconocida en su época, o bien de una historia sombría, y Rossini, es la detención brusca. Ese músico de genio, en pleno éxito, decide detenerse. Había tenido siempre dos amores: la música y la cocina, ya solo cocina. Era un gran cocinero, y se vuelve loco. Conozco mucha gente que detiene las cosas en tal momento; es un tipo de enunciado muy común: "para mi, aquí se termina tal época". La filosofía no ha dejado de morir: muere con Descartes, muere con Kant, muere con Hegel, cada uno tiene su opción... En el momento en que esta muerta, bien. Y conozco gente que detiene la música en los cantos gregorianos. Muy bien. 
Fernández lanza un enunciado del tipo: la música se detiene en Bellini y Rossini. ¿Qué hace posible tal enunciado? Esto solo puede querer decir: algo, aún si usted no lo sabe -no pretendo darle la razón pues pienso que no tiene razón-, algo que pertenece esencialmente a la música ya no existirá después de Rossini y Bellini, los dos últimos músicos. ¿Qué entraña, aún indirectamente, la desaparición de Rossini y Bellini, cuál es la nueva música alrededor de 1830? La llegada de Verdi y de Wagner. Eso quiere decir que Verdi y Wagner han vuelto imposible la música, Fernández llega a decir que son fascistas, no es la primera vez que se dice esto de Wagner. ¿Qué es lo que han suprimido, según Fernández, y que era esencial a la música? Nos dice más o menos esto: dice que ha habido algo inseparable de la música. Interrumpo para precisar algo: se pueden considerar como correlativos en una actividad cualquiera, en una producción cualquiera, como dos planos o dos dimensiones del plano; una de esas dimensiones podemos llamarla expresión, y la otra dimensión podemos llamarla contenido. ¿Por qué estos términos: contenido y expresión? Porque expresión, solo como palabra, tiene la ventaja de no confundirse con "forma", y contenido tiene la ventaja de no confundirse con "sujeto, tema u objeto". ¿Por qué expresión no va a ser confundido con forma? Porque hay una forma de expresión, pero también una forma de contenido. El contenido no es informal. Ahora bien, ¿qué es? Podría añadir, a lo dicho precedentemente, que lo que se llama plano de consistencia implica, no dos bloques, sino una dimensión bajo la cual es plano de expresión, y una dimensión bajo la cual es plano de contenido. 
Si considero el plano de consistencia sonoro llamado música, puedo preguntarme cual es la expresión y cual es el contenido propiamente musical, una vez dicho que el contenido no es eso de lo que habla la música, o eso que canta una voz. Ahora bien, Fernández nos dice que, a su modo de ver, la música siempre ha sido atravesada por algo que le era muy íntimo, y que era el desbordamiento o el ir más allá de la diferencia de sexos. Entonces, como él no lo olvida, por su formación analítica, aunque no sea analista, él dice que la música, es siempre y esencialmente una restauración de lo andrógino. Prestar ese contenido a la música implica que yo pueda mostrar que ese contenido es musical, y esencialmente musical, en virtud de la forma de expresión llamada música. Sabemos que la música primero es vocal. Se sabe hasta que punto los instrumentos musicales durante mucho tiempo han sido objeto de una vigilancia, principalmente en la codificación musical y en la acción de la iglesia sobre la codificación musical: el instrumento, por mucho tiempo, es tenido, mantenido fuera; que no desborde la voz. ¿Cuando deviene musical una voz? Yo diría, desde el punto de vista de la expresión, que la voz musical es esencialmente una voz desterritorializada. ¿Qué quiere decir eso? Pienso que hay cosas que aún no son música y que, sin embargo, están muy próximas a la música. Hay tipos de canto que no son todavía música, por ejemplo Guattari le da una enorme importancia a una noción que habría que desarrollar, la de ritornelo. El ritornelo puede ser algo fundamental en el acto de nacimiento de la música. El pequeño ritornelo. Sería retomado, enseguida, en la música. El canto no todavía musical: tra lala. El niño que tiene miedo... Quizá el origen del pequeño ritornelo sea eso que llamábamos, el último año, el agujero negro. El niño en un agujero negro, tra la la, para calmarse. Digo que la voz cantante es una voz territorializada: marca el territorio. Es por eso que si la música, enseguida, retoma el ritornelo -uno de los ejemplos típicos de retomar el ritornelo es Mozart-, Berg utiliza muy frecuentemente este procedimiento. ¿Cuál es el tema más profundamente musical, y por qué es el tema más profundamente musical? Un niño muerto, y no de una muerte trágica, la muerte feliz. Concierto a la memoria de un ángel. Por todas partes el niño y la muerte. ¿Por qué? porque la música esta penetrada por, a la vez, esta proliferación y esta abolición, esta línea que es a la vez una línea de proliferación y de abolición sonora. 
Si el ritornelo es la voz que ya canta, la voz territorializada, lo sería en un agujero negro, la  música, comienza con la desterritorialización de la voz. La voz es maquinada. La notación  musical entra en un agenciamiento maquínico, forma en sí misma un agenciamiento, mientras que en el ritornelo, la voz todavía está territorializada porque se agencia con otra cosa. Pero cuando la voz en estado puro es extraída y produce un agenciamiento propiamente vocal, surge como voz sonora desterritorializada. 
¿Qué implica esta voz desterritorializada? Intento decir con mis palabras, lo que dice Fernández cuando dice que el problema de la voz en música es ir más allá de la diferencia de sexos, con sus sonoridades vocales particulares, lo cual es una territorialización de la voz: ¡Oh! Eso es una voz de mujer, ¡Ah! Esa es una voz de hombre. Desterritorialización de la voz: hay un momento esencial, que vemos con la notación musical. En su origen europeo, la notación musical actúa esencialmente sobre la voz. Algo muy importante, una de las cosas más importantes en ese sentido, es el doble papel que para la notación musical jugaron, los papas para los países latinos, por ejemplo Gregorio, y Enrique VIII, y los Tudor. Enrique VIII reclama que a cada sílaba corresponda una nota. No es simplemente, como se ha dicho, para que el texto cantado sea bien comprendido, es un proceso de desterritorialización de la voz que es formidable, es un procedimiento clave. Si a cada sílaba hacemos corresponder una notación musical, tenemos un procedimiento de desterritorialización de la voz. Pero sentimos que aún no se llega a hacer el vinculo con esa historia en la que digo: desde el punto de vista de la expresión, y como forma de expresión, defino de entrada la música como música vocal, y la música vocal como desterritorialización de la voz, y al mismo tiempo, desde el punto de vista del contenido como forma de contenido; desde el punto de vista de la forma de contenido, defino la música, al menos la música vocal, a la manera de Fernández, no como el retorno a la androginía primitiva, sino como el ir más allá de la diferencia de los sexos. ¿Por qué la voz desterritorializada, desde le punto de vista de la expresión, es la misma cosa que el ir más allá de la diferencia de los sexos desde el punto de vista del contenido? Esta voz desterritorializada, desde el punto de vista de la expresión, entonces agenciada, habiendo encontrado un agenciamiento específico, agenciada sobre sí misma, maquinada sobre sí misma, va a ser la voz del niño. ¿Qué quiere decir eso? ¿O quién? Es verdad que en toda la música, hasta cierto momento, como lo dice Fernández, la música esta atravesada por una especie de subversión de los sexos. Con Monteverdi es evidente. Y ya sea la música latina del tipo italiano-española, o la música inglesa, y ahí tenemos como los dos polos occidentales ¿Cuáles son las voces determinantes de la música vocal? Las voces determinantes de la música vocal son la soprano, el alto y lo que los ingleses llaman en contra-tenor, o contralto. El tenor es el que mantiene la línea, y después hay las líneas superiores alto, soprano. Fuera de esas voces están las voces de los niños, o esas voces son hechas por niños. Entre las páginas mas alegres de Fernández, están las de su indignación al saber que las mujeres han devenido soprano. Entonces, él está furioso, es terrible. Eso solo pudo hacerse cuando la música estuvo muerta, la soprano no natural, pero la soprano del agenciamiento musical es el niño.
Las tres voces más características, la voz del niño: en la música italiana es común a los dos polos. En la música italiana esta el castrato, es decir el cantor castrado, y en la música inglesa en la que, extrañamente, no había castra (el castrato es latino), estaba el contra-tenor. Y el castrato y el contra-tenor, con relación a la soprano infantil, son como dos soluciones diferentes para un mismo problema. 
Todavía hay contra-tenor inglés, mientras que ya no hay castrato, y esto, dice Fernández,se  debe a la civilización, culpa del capitalismo, y él no está nada contento. Con Verdi y con Wagner, el capitalismo se apropia la música. Con el contra-tenor inglés ¿cuál voz es desterritorializada? Se trata de cantar por encima de su voz. La voz del contra-tenor frecuentemente es llamada una voz mental. Se trata de cantar más allá de su voz, y esta es realmente una operación de desterritorialización, y Delaire dice que es la única manera de cantar en voz alta. Es una voz que no pasa por los pulmones. Es un bello caso de desterritorialización de la voz, porque la territorialidad de la voz es el sexo, voz de hombre, voz de mujer; pero puedo decir también que es el sitio desde el que hablas, el pequeño ritornelo; puedo también decir que es desde donde es emitida, el sistema diafragma-pulmón. Ahora bien la voz del contra-tenor se define por que es como si partiera de la cabeza, Delaire insiste sobre el hecho de que es necesario que pase por los senos, es una voz de los senos; la historia de Delaire es muy bella; a los seis años, como en todos los coros, se le dice que se calme, que deje reposar su voz durante dos años, y resulta un puro contra-tenor. Es curioso, para quienes han escuchado a Delaire, la impresión que da de ser a la vez artificial y trabajada, y al mismo tiempo de ser una especie de materia bruta musical, de ser el resultado de este artificio a la vez más artificial y más natural. Entonces la voz parte de la cabeza, atraviesa los senos, sin tomar nunca apoyo sobre el diafragma. Así reconocemos a un contra-tenor. Reconocemos, aunque a él no le guste esta expresión, esta voz mental. La voz del castrato es muy diferente: es una voz completamente desterritorializada, es una voz de la base de los pulmones, y al límite, del vientre. Fernández la define muy bien. Purcel, el gran músico niño también tiene una historia esplendida: siendo niño, tenía voz de soprano, después, deviene a la vez con posibilidades de bajo y de contra-tenor. Cuando Purcel cantaba era una maravilla. 
Por dos veces, en su libro, Fernández intenta precisar la diferencia entre la solución castrato y la solución contra-tenor, la solución inglesa: "sería el lugar para analizar la diferencia fundamental que opone el arte de cantar en Inglaterra y el arte de cantar en España. Los contraltos tienen la voz situada en la cabeza, de ahí esta impresión de pureza celeste casi irreal, no desprovista de sensualidad -pero de una sensualidad que arde en la medida de las ansias que enciende. Las sopranos y altos tienen la voz situada mucho más abajo en el pecho, se creería que casi en el vientre, en todo caso cerca del sexo. Se supone que los castratos obtenían un efecto tan irresistible sobre sus auditores no solo porque su voz fuera una de las más bellas, sino porque al mismo tiempo estaban cargadas de un intenso poder erótico. Toda la savia que no tenía otra salida en su cuerpo, impregnaba el aire que expulsaban de sus bocas, con el resultado de trasformar esta cosa, habitualmente aérea e impalpable, en una materia pulposa, mullida. Mientras que los contra-tenores ingleses ignoraban que tenían sexo, o que podrían tener uno, los castratos italianos hacen de su canto un acto carnal y completo de expulsión, simbólico del acto sexual del que su voz traiciona la dolorosa y voluptuosa impaciencia. Los sonidos que salen de su garganta poseen una consistencia -relleno relleno- esos muchachos hacen el amor por medio de su voz". 
Tenemos que retener esos dos procedimientos de desterritorialización de la voz, la voz de la cabeza del contra-tenor, cabeza-senos-boca, sin apoyarse sobre el diafragma, y la voz de la base de los pulmones y del vientre del castrato, ¿de qué nos sirve? Vemos en qué el  agenciamiento musical de la voz, el proceso musical de desterritorialización de la voz hace uno, en efecto, con una especie de sobrepasamiento de la diferencia de los sexos. En nuestro lenguaje, nosotros diríamos que la música es inseparable de un devenir-mujer y de un devenir-niño. El devenir mujer fundamental en la música, que no es del todo... ¿Por qué la música se ocupa tan completamente del niño? Mi respuesta sería que más allá de esos temas, de esos motivos, de esos sujetos, de esas referencias, la música esta penetrada en su contenido -y lo que define el contenido propiamente musical es un devenir mujer, un devenir niño, un devenir molecular, etc., etc. 
¿Qué es ese devenir niño? Para la música no se trata de cantar o hacer cantar la voz como canta un niño; si es preciso el niño es completamente artificializado. Habría que distinguir el niño molar que canta, no musicalmente, el niño del pequeño ritornelo, y el niño molecular, agenciado por la música, igualmente cuando es un niño que canta en un coro inglés, es necesaria una operación artificial musical, por la cual el niño molar deja de ser molar para devenir molecular, niño molecular; entonces, el niño tiene un devenir musicalmente niño. Lo que significa que el niño que la música deviene, o que la música hace devenir, es el mismo un niño desterritorializado como contenido, así como la voz como expresión es una voz desterritorializada. No se trata de imitar al niño que canta, sino de producir un niño sonoro, es decir desterritorializar al niño al mismo tiempo que se desterritorializa la voz. De esta manera se hace la unión entre la forma de contenido musical devenir mujer, devenir niño, devenir molecular, y la forma de expresión musical desterritorializada de la voz, entre otras por la noción musical, por el juego de la melodía y la armonía, por el juego de la polifonía, y en el límite por el acompañamiento instrumental. Pero a ese nivel, la música sigue siendo esencialmente vocal, puesto que como forma de expresión, se define por la desterritorialización de la voz, con relación a la cual los instrumentos solo juegan un papel de ayuda, como de acompañamiento, de concomitancia, y paralelamente, se hace ese devenir niño, ese devenir mujer; y como decíamos la última vez, el niño mismo ha de devenir niño. No basta con ser niño para devenir niño, hay que pasar por el coro del colegio o de la catedral inglesa, o peor aún, para devenir niño, hay que pasar por la operación italiana del castrato.
Bellini y Rossini son los últimos en agenciar musicalmente la voz bajo la forma de esos devenires. El devenir niño y el devenir mujer. A inicios del siglo XIX desaparece la costumbre de los castratos, de una parte, -expresamente no digo castración, si dijera castración, todo el psicoanálisis volvería a toda marcha-, el castrato es un agenciamiento maquínico al que no le falta nada. El castrato esta en un devenir mujer que no tiene ninguna mujer, esta en un devenir niño que no tiene ningún niño. Igualmente, esta en un proceso de desterritorialización. Devenir niño es, necesariamente, no devenir un niño tal como es el niño, sino devenir un niño como niño desterritorializado, y eso se hace por un medio de expresión que, necesariamente, es el mismo una expresión desterritorializada: la desterritorialización de la voz.  Fernández hace un elogio mesurado, pero notable de Bowie. Dice que es una voz de falsete. pero no es por azar que la música pop la han hecho los ingleses. Para los Beatles: deberían tener una voz que no se alejara, no la de un contra-tenor, pero debía tener un registro que se aproximara al contra-tenor. Es curioso que los franceses se hayan rehusado al castrato. Para los ingleses, se comprende, son puritanos.  
Cuando Gluck hace interpretar no se cual opera, en Francia, debe reescribir enteramente el papel principal para hacerlo cantar por un tenor. Eso es dramático. Nosotros hemos estado siempre del lado del ritornelo. Entonces, Fernández hace esta especie de cumplido a la música pop. Pero vemos a lo que quiere llegar cuando dice que la música termina con Bellini y con Rossini, lo que quiere decir, una vez más es: muerte a Wagner, muerte a Verdi. Hay, las cosas ya no están bien. Lo que quisiera retener del libro de Fernández es: si, la música es inseparable de un devenir niño, de un devenir mujer, de un devenir molecular, esa es su forma de contenido, al mismo tiempo que su forma de expresión es la desterritorialización de la voz, y la desterritorialización de la voz pasa por los dos extremos de la voz desterritorializada del castrato y la voz desterritorializada del contra-tenor. Eso forma un pequeño bloque.
... Se trata de maquinar la voz, máquina sonora vocal, que implica una desterritorialización de la voz, desde el punto de vista de la expresión, teniendo por correlato, desde el punto de vista del contenido, el devenir niño y el devenir mujer, etc., en efecto, a primera vista, con Verdi y Wagner, volvemos a una especie de gran reterritorialización molar en nuestra lengua, a saber: cualquiera que sea el carácter sublime de su voz, el cantante wagneriano será hombre con una voz de hombre, la cantante wagneriana será mujer con una voz de mujer. Es el retorno a la diferencia de los sexos. Matando el devenir de la música. Veamos porque Fernández pone eso sobre las espaldas del capitalismo, él dice que el capitalismo no puede soportar la no diferencia de los sexos, tenemos la división del trabajo, en otros términos la voz en vez de estar maquinada en el agenciamiento musical, desterritorialización de la voz-devenir niño, pasa por esta especie de molinillo: la máquina binaria, la voz de la mujer que responde a la voz del hombre, y la voz del hombre que responde a la voz de la mujer. Tristán e Isolda. En la vieja opera, como ustedes saben, personajes como Cesar eran cantados por castratos
El castrato no era utilizado para los melindrosos o por ejercicios de estilo; el potente, Cesar, Alejandro está llamado a sobrepasar la diferencia de sexos al punto que hay un devenir mujer del guerrero. Aquiles era cantado por un castrato. En efecto, hay un devenir mujer de Aquiles.  Deberíamos prohibirnos hablar de lo que no nos gusta. Debería haber una prohibición absoluta. Se escribe para, con relación a lo que se ama. Una literatura que no es una literatura de amor, es verdaderamente la mierda. Fernández es muy discreto, habla poco de Verdi y de Wagner, pero creo que sucede algo más: la música deviene sinfónica. No es que deje de ser vocal, pero también es verdad que se vuelve sinfónica. 
Una de las malas páginas de Fernández, es cuando dice que el desarrollo instrumental forzó a las voces a volver a ser voz de hombre y voz de mujer, a volver a pasar por esta especie de máquina binaria; en efecto, en un conjunto sinfónico, el contra-tenor era ridículo. Sin dársele nada dice que la música instrumental o sinfónica hace demasiado ruido, demasiado ruido para que esos sutiles devenires sean perceptibles. Podemos imaginar que de hecho es otra cosa. ¿Qué pasa en esta especie de destitución de la voz? ¿Qué pasa cuando la máquina musical deja de ser primordialmente vocal -cuando los instrumentos dejan de ser un acompañamiento de la voz-, para devenir instrumental y sinfónica? Creo que verdaderamente cambia la máquina musical, o el agenciamiento. Ya no se trata de agenciar la voz, sino de tratarla -me parece que es una gran revolución musical-, se trata de tratar la voz como un elemento entre otros, teniendo su especificidad, un elemento entre otros en la máquina instrumental. Ya no la flauta o el violín que están hay para hacer posible o para acompañar los procesos de desterritorialización de la voz, sino que la voz misma deviene un instrumento, ni más ni menos que un violín. La voz es puesta en igualdad de condiciones que el instrumento, ella ya no tiene el secreto del agenciamiento musical. Todo el agenciamiento gira. Yo diría que es una verdadera mutación. No se trata de encontrar o de inventar una máquina de la voz, sino de elevar la voz al estado de elemento de una máquina sinfónica. Es completamente diferente. No es sorprendente que Fernández tenga razón, desde un punto de vista muy limitado: con Verdi y Wagner, se hace una reterritorialización de la voz y eso durará con Berg (Lulú). Pero es forzado, porque es mas bien como voz que la voz es elemento musical. Si bien, si se la considera como voz, ella vuelve a caer a su estado de determinación pseudo-natural, voz de hombre o voz de mujer, ella vuelve a caer en la máquina binaria puesto que ya solo es como voz que es un elemento de la máquina musical. Desde entonces, como voz, cae efectivamente en la diferencia de sexos, pero no es por eso que es musical. 
La formidable ganancia de esta música instrumental sinfónica, es que, en lugar de proceder por una simple maquinación sonora de la voz, procede a una maquinación sonora generalizada que trata la voz como un instrumento igual a los otros. 
Si bien, una vez más, cuando consideramos esas voces como voz, caen en la determinación natural o territorial hombre-mujer, pero al mismo tiempo, no es por eso que son musicales, son musicales desde otro punto de vista: en su relación con el instrumento del que son su igual, en el conjunto de la maquinación, donde, en el límite, no habría ninguna diferencia de naturaleza entre el sonido de la flauta y el timbre de la voz. Hemos pasado a un nuevo tipo de agenciamiento. Yo diría que la forma de expresión musical ha cambiado: en lugar de maquinación de la voz, tenemos maquinación sinfónica, maquinación instrumental de la que la voz es solo un elemento igual a los otros. Pero la forma de contenido también cambia, y vamos a tener un cambio en los devenires. La forma de contenido sigue siendo el devenir, pero vamos a tener como una imposibilidad de atraparlos en estado puro lo cual era esencial en la música vocal, a saber el devenir mujer y el devenir niño, vamos a tener una apertura sobre otros devenires. Los devenires de la música precedente se detenían en el devenir mujer y el devenir niño, eran principalmente los devenires que se detenían en una frontera que era el  devenir animal, y ante todo, el devenir pájaro. El tema del devenir aparecerá constantemente, para producir musicalmente un pájaro desterritorializado. La desterritorialización del pájaro, literalmente, es cuando es arrancado de su medio; la música no reproduce el canto del pájaro, produce un canto de pájaro desterritorializado, como el pájaro de Mozart el cual yo tomo todo el tiempo como ejemplo. 
Ahora bien, la nueva música instrumental o sinfónica, quizá ya no tiene el coro de los devenires niño y los devenires mujer, ya no es como antes. Pero se abre sobre otros devenires, como si hubiese una especie de desencadenamiento de devenires animales, devenires animales propiamente sonoros, propiamente musicales. Los devenires potencias elementales, los devenires elementales. Wagner. El tema mismo de la melodía continua que es como la forma de expresión a la cual corresponde como forma de contenido una especie de desencadenamiento de los elementos; de las especies de devenires sonoros elementales. En fin, una apertura sobre algo que, a mi modo de ver, no existe del todo en la música vocal, pero que puede ser retomado en esta nueva música por la voz, en el nuevo agenciamiento: los devenires moleculares, los devenires moleculares inauditos. Pienso en los cantantes en Schoenberg, y ya con Debussy, y en toda la música moderna. Berio. En "Rostros", se ve bien que se trata del rostro deshaciéndose. Y está todo el dominio de la música electrónica donde tenemos esta apertura hacia los devenires moleculares que solo son permitidos por la revolución de Verdi, de Wagner. Entonces, yo diría que la forma musical de expresión cambia y que, de golpe, la forma de contenido se abre sobre devenires de otro tipo, de otro género, lo que no impide que nosotros podamos preservarlos, al nivel de una definición muy general de la máquina musical o del plano de consistencia sonoro -¿qué sería el plano de consistencia sonoro? Yo diría que, desde el punto de vista de la expresión, tenemos siempre una forma de expresión que consiste en una maquinación, maquinación que actúa directamente sobre la voz, o maquinación sinfónica integrando la voz al instrumento, y del lado del contenido, sobre ese mismo plano de consistencia sonoro, tenemos los devenires propiamente musicales que no consisten en imitación, en reproducción, y que son todos los devenires que hemos visto, con sus cambios, y tenemos el tema como forma de expresión y como forma de contenido: las dos están cogidas en un movimiento de desterritorialización.  
¿Me pregunto si para el cine, no se trata de la misma cosa? Alguien había trabajado sobre eso el año pasado. Sobre el cine sonoro: también hay ahí un problema de voz. No podríamos decir que desde el inicio del cine sonoro la voz esta totalmente individualizada. El sonoro no sirve totalmente de factor de individuación. Ejemplo: la comedia americana. Es como si los caracteres individuales de la voz fuesen superados. El sonoro toma la voz para superar los caracteres individuales de la voz. Finalmente cuando nace el sonoro, se forma una individuación por el rostro o por el tipo, y la voz como factor determinante del cine llamado sonoro, supera las determinaciones particulares o aún específicas. También será tardíamente que se reconocerá a la estrella en la voz, Dietrich y Greta Garbo. Ahora bien, en la comedia americana, no hay voz y sin embargo hay un uso de lo sonoro que es fantástico, pero la voz no está distribuida según las máquinas binarias o según las máquinas de individuación. ¿Qué hay de bueno en la voz de Bogart? Su voz no esta del todo individuada, es una voz completamente lineal. Lo que hace de la voz de Bogart un suceso es que se trata de una voz blanca: es el contra-tenor del cine. Es una voz blanca muy bien ritmada, pero que, estrictamente, no pasa por los pulmones. Es una voz lineal que sale por la boca. 
Cuando la música es vocal, no se sirve de la voz como voz individuada o como voz sexuada, hombre-mujer, se sirve da la voz como forma de expresión de un devenir, devenir mujer, devenir niño. De la misma manera, el cine sonoro ha comenzado a servirse de la voz como forma de expresión de un devenir. Habría, también, que definir el plano fijo: al igual que hay un plano de composición sonoro que hace uno con la máquina musical y todos los devenires de esta máquina, y los devenires de la máquina musical recorren el plano de consistencia sonoro, de la misma manera la máquina musical debe ser llamada un plano sonoro fijo -pero fijo quiere decir tanto la velocidad absoluta como la lentitud o el reposo absoluto, eso quiere decir lo absoluto del movimiento o del reposo-, y los devenires que se inscriben sobre ese plano son del movimiento relativo, velocidades y lentitudes relativas, de la misma manera el plano fijo cinematográfico puede ser llamado tanto movimiento absoluto como reposo absoluto: sobre él se inscriben las formas de expresión cinematográfica y el rol de la voz del cine sonoro, y los devenires correspondientes según las mutaciones de formas de expresión con nuevas formas de contenido.



En Anti-Edipo y Mil mesetas
Traducción Ernesto Hernández R.

Gaspar Noé: “Algunos salen emocionados del cine, otros salen mareados”

Martes, 13 de marzo de 2012
El director de Solo contra todos e Irreversible define su nueva película como “alucinógena”. Aunque es ateo, el cineasta argentino radicado en Francia sostiene que se vio tentado a imaginar “una experiencia post mortem vista de manera subjetiva”.


 Por Oscar Ranzani
Radicado en Francia desde 1976, el director argentino Gaspar Noé logró al menos dos cosas: consolidar un nombre propio dentro del terreno cinematográfico y que dejaran de mencionarlo sólo como el hijo del prestigioso artista plástico Luis Felipe “Yuyo” Noé. En Francia, Gaspar Noé elaboró toda su filmografía, incluyendo Enter the Void, que se estrenará este jueves en la cartelera porteña. Si bien el film es de 2009, luego de circular por diversas muestras –entre ellas el Festival de Cannes, donde integró la Sección Competitiva Oficial–, Noé tenía en mente esta película desde los 19 años. Hoy tiene 48, pero diversas experiencias lo conectaron con el germen de este largometraje. De aquella época de juventud recuerda una película “alucinógena” (tal como la define) de Ken Russell sobre un científico que viajaba a México a probar peyote y vivía una serie de experiencias extrañas. Por aquella época, Noé también leía libros sobre las historias de vida después de la muerte física. Aunque se define como ateo, de aquel entonces recuerda el Libro Tibetano de los Muertos. Todas estas vivencias potenciaron la idea de realizar Enter the Void. Y finalmente la concretó después de ver Lady in the Lake, una película de Robert Montgomery, filmada desde un punto de vista subjetivo: “Me hizo un click en la cabeza y pensé: ‘qué bueno sería hacer una película “alucinógena” en la cual todo esté visto desde el punto de vista del personaje principal, por sus ojos o por su mente cuando cierre los párpados’”, relata Noé.
¿Y Enter the void es una película “alucinógena”? Sí. Con una estética muy psicodélica, el film de dos horas y cuarenta minutos de duración presenta la historia de Oscar (Nathaniel Brown) y su hermana Linda (Paz de la Huerta), dos jóvenes que viven separados desde su infancia, después de que sus padres mueren en un accidente automovilístico. La trama comienza con Oscar viviendo en Tokio y pasando la vida como dealer y, a la vez, como adicto. Hasta que le propone a su hermana que vaya a vivir allí. Linda, entonces, comienza a trabajar como stripper en un local nocturno. Un amigo le menciona a Oscar el Libro Tibetano de los Muertos, que relata experiencias del alma cuando se separa del cuerpo. Pronto, en un bar nocturno, donde se trafica y se consume droga, Oscar encuentra la muerte cuando la policía le dispara. Desde ese momento, Enter the Void se transforma en una experiencia alucinada: el alma de Oscar ve todo lo que sucede en el mundo de los vivos y comienza a “recorrerlo” en busca de su hermana, con quien Oscar había convenido que nunca se distanciarían. La forma que encontró Noé de mostrar el recorrido del alma de Oscar es a través de una cámara subjetiva que siempre está enfocando desde arriba cualquier situación, simulando que el que está mirando es precisamente el espíritu del protagonista. Esa metodología de filmación complementada con efectos visuales hace de Enter the Void una película que prácticamente simula también una experiencia “lisérgica”.
Noé –que vino a Buenos Aires a presentar el film– relata a Página/12 que pensó en Tokio para filmar la historia porque la considera una ciudad “muy alucinógena y rara. La gente casi no habla inglés y si ponía un personaje a vender drogas en Japón era mucho más inquietante, porque la lucha contra las drogas en Japón es muy fuerte”. Para elaborar la historia de Enter the Void, Noé leyó varios libros sobre situaciones post mortem y también vio películas. “Hay muchas teorías sobre la experiencia cercana a la muerte; yo no creo que haya ningún tipo de vida tras la muerte, pero es muy probable que haya una fase alucinógena en el momento de la muerte”, admite. No solo leyó y vio films sino que también se basó en experiencias personales vividas cuando viajó a Perú con un amigo a conocer a unos chamanes. “Fui y estuve tomando ayahuasca en la selva y eso me sirvió como documentación para hacer las secuencias alucinógenas”. Noé explica: “Vi un montón de cosas, tuve alucinaciones, aunque no puedo decir que haya vivido algo que se parezca a una experiencia cercana a la muerte”, confiesa.

–El humano es el único ser vivo que no tolera su límite biológico. Por eso es posible entender la existencia de las religiones que proponen “un más allá”, algo que va a aligerar la idea de la muerte. Por otro lado, las drogas también ofrecen “un más allá”. ¿Cómo observa esto teniendo en cuenta que tanto “el más allá” como las drogas aparecen en su película?

 

–Hay gente que ha probado ketamina para tener una experiencia de acorporación. Yo nunca la probé. Es un remedio que sirve para anestesiar a los caballos cuando se rompen una pata. Hay gente que dice que se parece a una proyección astral que sentís desde afuera porque te anestesia tanto que hasta se anestesia tu sentido del equilibrio. Y si cerrás los ojos parece que estás flotando por encima del suelo. Uno de los fondos de comercio de las religiones es hacer creer que en el más allá vas a ser retribuido o castigado por tus actos. Yo no tengo ningún tipo de religión ni la quiero tener, pero al mismo tiempo es fascinante ese mito que vendieron de manera masiva a todo el mundo. Hay gente que cree en los platos voladores y otra que no. Hay gente que cree que el alma puede separarse de la carne. Yo no creo en eso. Pero igual me divertía al ilustrarlo para la película.

–¿Y cuál es su opinión sobre la muerte?

 

–Que nos va a tocar a todos (risas).

–Pero le pregunto porque no se imagina algo similar a la historia de Enter the void.

 

–No, pero hay estados psicóticos en los cuales uno se siente morir. Yo me desmayé dos o tres veces en mi vida. Y en esa situación sentís como que te vas de tu cuerpo y te parece que te estás muriendo.

–Teniendo en cuenta que el protagonista muere y su fantasma deambula, ¿la historia está anclada también en recuerdos de infancia, una época en que uno suele fantasear con los fantasmas?

 

–El guión lo empecé a concebir a los veinte años y creo que uno tiene mucho más miedo a la muerte a los veinte que a los cuarenta. Y se nota que las obsesiones de la película son postadolescentes porque se habla mucho de droga, sexo y de vida tras la muerte. Uno después cumple o no cumple con el destino que deseaba, pero creo que el miedo a la muerte va desapareciendo poco a poco. A veces, hay gente que a los setenta ya está enferma, uno trata de convencerla de que quizá haya algo detrás de esta puerta mágica y te dice: “No, por favor, yo quiero dormirme y no despertarme nunca”. El verso ese de que otra vida nos espera es un verso que funciona con la gente joven y no con la gente vieja.

–¿Y a qué lo atribuye?

 

–A que la gente no quiere irse sin cumplir sus deseos sociales y biológicos. Entonces, es como un tranquilizante.

–Un aspecto particular en el tema de la división entre alma y cuerpo es que el alma de Oscar tiene recuerdos. ¿Cómo funciona eso y cómo se le ocurrió?

 

–Algunos libros sobre el tema, como el Libro Tibetano de los Muertos, cuentan cómo antes de pasar a otra dimensión uno ve un espejo de toda su vida, donde todos los momentos se confunden. Es como un resumen general de la vida de uno y de sus últimos días. Así que eso lo integré en el guión para explicar de dónde viene y a dónde va su mente. Quizás esa parte de la película debería haber sido menos cronológica. Pero me costó tanto conseguir el dinero para la película que si encima estructuraba toda esa parte de manera más mental, me habría resultado difícil financiarla.

–¿La definiría como una película psicodélica o que propone un viaje de ese estilo?

 

–Sí. Cuando los productores buscaban dinero, la vendían como “un melodrama psicodélico”. Es cierto que el guión era más sentimental que el resultado final, que es un poco más inquietante. La parte visual tomó el poder de la parte sentimental de la película. Hay personas que salen emocionadas, pero hay otras que salen mareadas, porque la cámara se mueve demasiado.

–A pesar de reflejar desde el aspecto visual situaciones alucinatorias, el film no parece mostrarse ni a favor ni en contra de las drogas. ¿Lo planteó así?

 

–Yo no estoy ni a favor ni en contra. De adolescente probé muchas cosas y no me arrepiento, pero tampoco se lo aconsejo a nadie. Te podés encontrar en situaciones tan complicadas y tan siniestras por el efecto o la adicción a las drogas... Cuando yo probaba drogas psicodélicas desde los veinte y tenía el guión de esta película en mi mente, siempre pensaba que lo hacía también de manera utilitaria. No era que lo hacía tan sólo de manera recreativa. Las veces que tomé hongos o ácidos hacía anotaciones para la película futura.

–¿El juego que usted propone es invitar al espectador a que experimente la muerte de Oscar como si fuera la suya propia?

 

–Sí. Habría sido mejor si la hubiese hecho en 3D, pero cuando la filmamos, Avatar todavía no había salido en salas, así que era inconcebible (risas). Es una experiencia post mortem vista de manera subjetiva. Hay personas que ya han tomado muchas sustancias alucinógenas o cosas así y que al ver la película, me dijeron: “Uh, es exactamente así lo que yo veía cuando tomaba”. Y hubo gente que nunca probó la más mínima droga en su vida que me dijo: “¡Ay! Qué suerte que vi tu película porque ahora yo sé lo que es tomar drogas y sé que nunca tomaré”. Mi película es como La batalla de Argelia, que les servía tanto a los fachos como a los revolucionarios. Hay películas que tienen esa ambigüedad, que hace que campos adversos se reconozcan en ellas.

–¿Por qué decidió filmar el largometraje en primera persona, es decir, desde el punto de vista del protagonista?

 

–Porque si quería ver lo que transcurre dentro de su mente, me parecía lógico hacer toda la película en percepción subjetiva. Quizá también porque el día que vi Lady in the Lake, la película que le mencioné de Robert Montgomery, que es en versión subjetiva, pensé que sería muy bueno filmar así para mostrar lo que es un estado de conciencia paralela y alterada.

–¿Cómo concibió la relación entre forma y contenido a la hora de construir esta ficción?

 

–No sé si la forma prevalece sobre el contenido, pero la determiné anteriormente al contenido. Pensé en la forma como en un envase y después pensé cómo meter las cosas dentro de ese envase. No sé si eso dañó la parte emocional de la narración o no. Desde el vamos, era una película muy conceptual y poética. Y cuando entrás en una zona donde estás describiendo la vida post mortem de un espíritu que vuela sobre los vivos, una alucinación de ese orden, podés entrar en lugares donde la forma es más importante que el contenido.

–¿Por qué trabaja con actores no profesionales, como en este caso con Nathaniel Brown, el protagonista del film?

 

–Porque a veces son más simples los no profesionales que los profesionales. Y trabajé en Irreversible con caras conocidas como Monica Bellucci, Vincent Cassel y Albert Dupontel. Pero para esta película pensé que la gente se identificaría más con los personajes si las caras eran desconocidas. Creo que hay gente que tiene carisma y otra que no. Y, a veces, te podés dar cuenta de que alguien tiene suficiente carisma para no sentirse intimidado por la cámara. La vez pasada estaba en Los Angeles y conocí al actor Joaquín Phoenix. Y me dijo: “Qué bueno el actor francés, quiero conocerlo”. Y le dije: “Pero no es actor, trabajó sólo en mi película”. Y es cierto que son dos personas que a nivel de carisma se parecen mucho. Y estoy seguro de que si se conocen se van a llevar recontra bien. Y a Paz, que está perfecta en la película, la gente le reprocha, a veces, que es medio desaforada y exhibicionista, pero todo eso era bueno justamente para el personaje de la película. Hay otras actrices que son más mansas, pero yo prefería tener a alguien como Paz porque es lo que precisaba para la pantalla.

Henri Michaux - Lenguas



Para entenderse sólo entre unos cuantos se hicieron las lenguas. Y una infinidad de dialectos. Lenguas de clan, lenguas-contra, lenguas de oposición. Jerga contra lengua. Conseguir que la lengua sea menos bella, más "compinche", más a ras de tierra.


***
Las lenguas se hacen, se desgajan. Las lenguas demasiado bonitas corren peligro. Los hombres también necesitan lo insignificante, lo familiar, lo fácil.
Mejor adaptadas a lo real vulgar, jergas por doquier, para aumentar lo barroco, lo pintoresco, lo rústico.
Lenta y sorda
la guerra de las lenguas. Hoy en día se libra de otro modo.


***


Se sabe de muchos grupos humanos pobres; pero no se sabe de lenguas pobres. Todas tienen miles de palabras. Todas rebosan de sutilezas inesperadas. Enorme haber cuando ese mismo pueblo apenas tiene ropa, sus casas son miserables y a veces no tiene más que unos cuantos escasos y mediocres utensilios y no busca otros.


En
Puntos de referencia
En
Frente a los cerrojos seguido de Puntos de referencia
Trad. Julia Escobar
Valencia, Editorial Pretextos, 2000

sábado, 13 de abril de 2013

Henry Miller: Reflexiones sobre la muerte de Mishima



No tiene excusa que escriba yo este artículo para los lectores japoneses. No soy erudito sobre Japón ni lo he visitado jamás —aunque a punto estuve, varias veces. Es verdad que mi esposa es japonesa y que he recibido a muchos japoneses en mi casa. Amigos de mi mujer han residido con nosotros durante cierto tiempo. Cuando me encuentro con un japonés, sea hombre o mujer, lo bombardeo con preguntas sobre Japón, su pueblo, sus usos, sus problemas. Añádase que soy un devoto de la cinematografía japonesa, cuyas mejores películas están muy por encima de las de cualquier otro país.
Actualmente Japón es el país que más me interesa, aparte la China. Y debo afirmar con toda humildad que el Zen me interesa más que cualquier otra visión del mundo o modo de vida.
Estoy relacionado con japoneses de todos los sectores sociales —escritores, actores, cineastas, ingenieros, arquitectos, pintores, cantantes, animadores, hombres de negocios, editores, coleccionistas de arte, etc. Todos tienen opiniones y comportamientos diferentes, como cualquier sector de europeos o americanos.
Sin embargo, como pueblo tanto como individualmente, los rodea siempre un aura de misterio, de impenetrabilidad. Hasta cierto punto los comprendo y simpatizo con ellos —con las mujeres más que con los hombres —y luego... me pierdo. Nunca estoy seguro de cuándo ocurrirá lo inesperado, lo impredecible. No por ello me siento incómodo: me intrigan, eso sí. Siempre me ha encantado lo foráneo. Me gusta que me estimulen, me sacudan, me asombren.
Por eso cuando leí acerca de la dramática desaparición de Mishima me invadieron sentimientos opuestos. Pensé inmediatamente en sus contradicciones y, al mismo tiempo, me dije: ¡Qué japonés es todo esto! Quizá me haya familiarizado —sin jamás perder la sorpresa, el choque y el encanto —con la mezcla japonesa de crueldad y ternura, de violencia y sosiego, de belleza y fealdad, por las películas japonesas. Los japoneses no son los únicos en ser así. Pero, a mi modo de ver, en ellos la ambigüedad es mucho más abrupta y acerba. Hasta cierto punto eso explica su consumado oficio en todas las artes, la poesía, el teatro, la pintura. Lo estético siempre está perfectamente ensamblado con lo emotivo. Lo horroroso puede ser también bello: lo monstruoso y lo bello no están en conflicto, se complementan como colores primarios hábilmente yuxtapuestos. Una mujer con el corazón destrozado, me refiero a una japonesa, una mujer en la desesperación de la derrota total, es capaz de mostrar la sonrisa de un ángel misericordioso. En las películas de antiguos Samurai hay personajes, generalmente Señores, que se han dedicado por entero a la espada; sin embargo son capaces de demostrar la absoluta futilidad de la violencia.
La juventud, la belleza, la muerte —son los temas que impregnan la obra de Mishima. Sus obsesiones, podríamos decir. Típicas, se diría, de los poetas occidentales, al menos de los románticos. Por esta trinidad Mishima se crucifica a sí mismo, no menos mártir que los cristianos primitivos.
¡Era un fanático! Es la primera acusación, y la más fácil, que le hace un occidental. Pero hay fanáticos y fanáticos. En opinión del mundo indudablemente Hitler lo era. Pero también lo fue san Pablo. Estoy convencido de tener yo mismo una fibra fanática: me daría miedo asumir los poderes de un dictador. A veces, fingiendo disponer de poderes totales, fingiéndome Dios, me digo a mí mismo: “¿Qué harías para cambiar el mundo a tu guisa?” Y me paralizo. Instantáneamente me doy cuenta de que no haría nada, de que un trabajo de reparación no tiene la mínima relación con un acto de creación.
No, no estoy explicando el suicidio de Mishima como resultado de su fanatismo. Si realmente tenía esa determinación, o esa obsesión, ¿a qué dedicó o en qué empleó su vida? ¿En cultivar un hermoso cuerpo, en su arte, en la restauración del espíritu de los Samurai? En todo ello, pero en primer lugar y por encima de todo, en su país, Japón. Fue un patriota en el más estricto sentido de la palabra. No sólo amó a su país: estaba listo para a sacrificarlo todo por salvarlo.
Se dice que preparó su muerte sensacional con meses de antelación. Había por cierto vivido años pensando en la muerte, la muerte por su propia mano. Se dice también que quería morir en la flor de la edad, en el apogeo de su belleza, de su fuerza física y de su carrera. No quería una muerte de perro, como muchos compatriotas suyos. ¿Y por qué no elegir el momento y la manera de su propia muerte? ¿Acaso los antiguos no recurrían al suicidio, ahítos de los placeres y tristezas de la vida? (Sin embargo, ¡qué diferente, la manera romana de abrirse las venas en un baño caliente! Nada había de dramático, de sensacional en ese espectáculo. Era como si sencillamente se facilitaran salir de este mundo.)
Afortunadamente para Mishima, fue capaz de amalgamar sus ideas sobre cómo quitarse la vida con la de, con ello, ser útil a su país. El artista que llevaba dentro fue sin duda quien decidió cómo hacer el mejor uso de la muerte. Por muy horrible que nos parezca su muerte, tanto a nosotros como a sus compatriotas, no se puede negar que tuvo un toque de nobleza. Nadie dirá que fue obra de un loco, ni siquiera de un momento de locura. Por espantosa que haya sido, no nos afectó como el suicidio de Hemingway, por ejemplo —que se puso una escopeta en la boca y se hizo saltar los sesos.
Y a propósito de Hemingway, qué curioso que Mishima, deliberadamente tan sumergido en la cultura occidental y el pensamiento occidental, haya sin embargo muerto no sólo según el estilo japonés tradicional sino para preservar las tradiciones peculiares del Japón. No lo veo meramente preocupado por restaurar la monarquía, ni siquiera por reconstruir un ejército japonés, sino más bien por despertar al pueblo japonés a la belleza y eficacia de su propio modo de vida tradicional. ¿Quién, mejor que él en Japón, para presentir los peligros que amenazan a un Japón que sigue las pautas de nuestras ideas occidentales? Todos, fascistas, comunistas o demócratas, conocemos el veneno que contienen nuestras raquíticas ideas de progreso, eficiencia, seguridad, etc. El precio de estos supuestos progresos cacareados por Occidente es demasiado alto: la muerte, no las pequeñas muertes sino la muerte al por mayor. La muerte del individuo, la muerte del colectivo, la muerte del planeta entero —eso esconden las halagüeñas palabras de los paladines del progreso.
La tradición, para los americanos, es palabra de poco peso. No tenemos más tradición que la de los pioneros. Ya no hay fronteras; nuestro mundo se empequeñece día a día. Sólo hay lugar para quien tiene mente de pionero —no me refiero a los astronautas. Los verdaderos pioneros son iconoclastas; ellos conservan la tradición, no quienes luchan por conservarla y nos asfixian. La tradición sólo se expresa por el espíritu de coraje y desafío, no por la observancia y preservación superficial de las costumbres. Es en este sentido que Mishima intentó restaurar los usos de sus ancestros. Quiso restaurar la dignidad, el respeto de sí, la verdadera fraternidad, la autoconfianza, el amor por la naturaleza —y no la eficiencia—, el amor por el país —y no el chauvinismo—, el Emperador como guía en contraposición al rebaño que sigue, obediente, ideologías cambiantes cuyo valor lo deciden los teóricos de la política.
Sé que parezco querer blanquear a Mishima (conozco todo de lo que se lo acusa). Pero mi intención no es blanquearlo ni condenarlo. No soy su juez. Su muerte, en su forma y fondo, me incitó a cuestionar algunos de mis propios valores, a hacer un examen de conciencia. Cuando pongo en duda las ideas de Mishima, sus motivos, su modo de vivir o lo que sea, pongo en duda también los míos. Siento que es hora de que el mundo cuestione los valores, las creencias, las verdades que sostiene. Más que nunca necesitamos preguntamos —todos, santos y pecadores, pordioseros, legisladores, militares—¿a dónde vamos? ¿Podemos parar? ¿Podemos dar media vuelta? ¿Podemos creer en nosotros mismos? ¿O ya es demasiado tarde?
Uno de mis primeros héroes fue Aguinaldo, el rebelde filipino que hizo frente durante años a las fuerzas americanas después de la rendición de España. Como Ho Chi Minh, Aguinaldo era un verdadero líder de su pueblo. Otro héroe fue para mí John Brown, conocido por haberse apoderado con su banda de rebeldes, en 1859, del arsenal de Harper's Ferry, en Virginia. Después fue capturado, juzgado y ahorcado. Brown se jactaba de que con sólo cien hombres como él habría derrotado al ejército americano, y me inclino a creerle. No diría que Aguinaldo haya sido un fanático, pero John Brown lo fue, sin duda. Logró maravillas con sus hazañas, temerarias, fantásticas, para liberar a los esclavos. Tanto Aguinaldo como John Brown habían dedicado sus vidas a una gran causa, y aunque su triunfo nunca fue obvio, moral o espiritualmente sí lo fue. Tengo entendido que el pequeño ejército de Mishima ya se ha desbandado, pero el gesto dramático de Mishima, su desafío a los poderes fácticos, puede todavía damos sorpresas. "El final no ha llegado.”
Mishima era demasiado inteligente, demasiado intelectual, demasiado sensible, demasiado estético, demasiado narcisista, demasiado artista para organizar no más que un simulacro de ejército, un ejército simbólico. No lo concibo retirado a las plazas fuertes de la montaña para embarcarse en una larga guerra de guerrillas contra las fuerzas armadas de su país. Su preocupación no era la de una pronta victoria sobre las fuerzas contrarias sino la de despertar a sus compatriotas a los peligros en acecho. Mishima era un extraordinario individualista pero también un hombre de razón, de discernimiento, con una idea clara de las limitaciones humanas. Conocía el poder y la magia de la palabra, como conocía el poder dramático y simbólico del acto. Creía en sí mismo, en sus propios poderes, pero no al punto de intentar lo imposible.
El aspecto más flojo de su intento de recomponer el ejército japonés fue, a mi juicio, el no haber comprendido que el poder corrompe, que Japón, exento de poderío militar, logró lo que muy pocos países han logrado aun con ese poderío. Como Alemania, Japón ha prosperado en la derrota. Parece raro, casi increíble, y sin embargo es muy simple. La derrota militar no sólo devolvió la razón al pueblo japonés sino que, mediante una paz impuesta, le permitió conseguir lo que sus conquistadores no consiguieron. Hablaré sólo de América. ¡Mirad esta nación supuestamente poderosa! ¿No os da la impresión de estar enferma, sumida en el caos y la locura? Libra una guerra insensata contra una pequeña nación a miles de millas de distancia —¿para qué? ¿Para preservar la independencia de una parte de esa nación, un pueblo con el que no tiene vínculos ni parentesco? ¿Para proteger “nuestros intereses” en Asia? ¿Para no perder la cara? ¿Para salvaguardar el mundo para la democracia? Mientras tanto, independientemente del motivo, nuestro propio país se desmorona: ciudades y estados están al borde de la quiebra, cunde el disenso, faltan fondos para la educación, millones viven al borde del hambre, el racismo está desatado, el alcohol y las drogas minan las vidas de jóvenes y viejos, el crimen va en aumento, disminuye el respeto de las leyes y el orden, la polución de nuestros recursos naturales raya niveles de miedo y no se ve un líder en el horizonte... Se podría seguir enumerando los males que nos aquejan. Y sin embargo vamos por el mundo jactándonos de que nuestro modo de vida es el mejor, nuestra democracia un regalo para el mundo, etc. ¡Qué estúpido, qué absurdo, qué arrogante!
No, por mucho que los japoneses tengan derecho a su propio ejército, a su marina, a sus armas nucleares, a sus propias bombas, al entero arsenal de la destrucción, como cualquier otra nación, mi ferviente deseo es que no sucumban a esta tentación. No quiera Dios que los militares se hagan cargo, que otra vez lleven al pueblo japonés al matadero. Si tiene que haber un ejército, ¿por qué no un ejército de emisarios de paz, un ejército de hombres y mujeres fuertes y determinados que rechacen la guerra, que no teman vivir sin defensa, abiertos y vulnerables? ¿Por qué no un ejército que crea en el poderío de la vida, no de la muerte? ¿No podría haber otro tipo de héroe en lugar de estos mártires obedientes que matan y mueren por la nación, por el honor, por esta o aquella ideología o por ninguna razón? El Japón está en una encrucijada. Pronto será la segunda o tercera potencia mundial. ¿Podrá seguir creciendo, dominando los mercados mundiales, superando la producción de sus competidores sin el respaldo de un formidable ejército? ¿Puede conquistar el mundo por vías pacíficas? Es lo que pregunto. No hay precedentes. Pero es posible.
En alguna parte he leído la frase acerca de Mishima: “una explosión pirotécnica: la muerte En contraste con esto, existe otra clase de explosión: Satori. Entre ambas la diferencia es de la noche al día, como entre la ignorancia y la lucidez, entre el dormir y el estar despierto. Pese a lo que Mishima sostenía de la muerte, pese a que desde los dieciocho años cultivó el anhelo romántico de la autoeliminación, Mishima también creía en el estar vivo y despierto en cada uno de sus poros y de sus células. Ser perfectamente consciente, despertar del sueño profundo en el que estamos sumidos, ése era el propósito de los antiguos gnósticos —y de los maestros Zen. “Faites mourir la mort".
Hoy se acepta como si tal cosa que el matar —individualmente o en masa —esté al orden del día. El horror ante la guerra parece haberse disipado; se la da como inevitable. La expresión "guerra fría” lo resume. ¿Qué pretende la gente que piensa así? ¿La victoria? ¿Qué victoria? Si el matar está al orden del día, ¿quiénes son los matarifes más excelsos: los que matan menos (y vencen) o los que matan más? ¿Hay que aniquilar al enemigo, derrotarlo y humillarlo, o sencillamente ponerlo fuera de combate? ¿Y cómo debemos considerar al líder que da la orden de apretar el botón de una bomba que no perdona a viejos ni a jóvenes, a tullidos ni a locos, a los animales ni a las cosechas ni a la tierra misma? ¿Será un héroe, un salvador, un monstruo, un demente o un idiota? ¿Hace falta, con todo nuestro progreso tecnológico, matar a inocentes y culpables? Y si el enemigo de hoy ha de ser el aliado de mañana, ¿qué sentido tiene barrer con él? O, si solamente es derrotado, puesto de rodillas, ¿por qué el vencedor lo vuelve a poner en pie a expensas de sí mismo? Todos conocemos la respuesta a este acertijo. Tenemos que mantener vivos a los demás para mantener vivos a los nuestros. Negocios. Éste es el emblema heráldico del mundo moderno. No tiene la menor lógica. Es una forma de demencia, la demencia de la civilización.
Mirándolo de otra manera, ¿no es el guerrero cosa del pasado, tan inútil y ridículo como el pájaro dodo? Cuando Mishima, en Sol y acero, dice que "el objetivo de mi vida fue conseguir todos los atributos del guerrero”, ¿hablaba de "decoración”? Sabemos que admiraba el espíritu del Samurai y el culto de la espada pero, ¿de qué sirven espadas y espíritus de caballería cuando existe un arma como la bomba? Ya no estamos en la era en que Ricardo Corazón de León, admirador de su adversario, invitaba a Saladino a hacerse miembro de su propia Orden. Además, ya que hablamos de las escuelas de espada del tiempo de los Samurai, ¿qué hay de la Escuela Sin Espada? ¿La ignoraba Mishima? El mismo Samurai, entrenado para matar, viviendo sólo para matar, había comprendido que la mejor demostración de su habilidad estaba en vivir evitando tener que defenderse con la espada. Veo en esta actitud la manifestación del uso inteligente de la fuerza y de la habilidad, en contraposición al uso heroico de vencer por la muerte. ¿Quién quiere vencer, en definitiva? Sólo la gente estúpida, artera, malvada. Lo que realmente queremos todos es mantenemos vivos lo más posible, conservando toda nuestra lucidez y nuestro apetito por la vida. No nos han creado héroes, poetas, legisladores, militares, eruditos ni jueces; nos hemos inventado nosotros estas divisiones con nuestro modo de mirar las cosas, nuestra complicada manera de vivir. El hombre primitivo, que vivió miles de veces más que nosotros, no tenía necesidad de estas diversificaciones. Como tampoco la tienen los más sabios de nosotros. Son gente ejemplar pero jamás asumen el liderazgo de un pueblo. No intentan cambiar el mundo: cambian mundos, como san Francisco, que instaba en ese sentido a sus discípulos demasiado fervorosos. Es decir, cambian su perspectiva y con ello aceptan el mundo, lo que significa comprenderlo, apiadarse del prójimo, convertirse en su hermano y no en su rival ni su competidor —y menos que nada en su juez.
Me pregunto si Mishima realmente pensaba cambiar el comportamiento de sus compatriotas. ¿Llegó a contemplar seriamente un cambio fundamental, una genuina emancipación? No cuestiono la sabiduría o la futilidad de su dramática llamada a la daga y la espada. Con su notable inteligencia, ¿cómo no se percató de la imposibilidad de cambiar la mentalidad de las masas? Nadie lo ha logrado. Ni Alejandro Magno, ni Napoleón, ni Buda, ni Jesús, ni Sócrates, ni Marción, ni ningún otro, que yo sepa. La gran masa de la humanidad dormita, ha dormitado a lo largo de la historia y probablemente seguirá dormitando cuando la bomba atómica se cobre su última víctima. (¿Hace falta esperar final tan dramático? ¿No nos estaremos matando rápidamente de mil maneras, perfectamente conscientes del ya visible final?) No, uno puede mover a las masas como troncos, como piezas de ajedrez, fustigarlos hasta el frenesí, ordenarles matar sin cuartel —especialmente en nombre de la justicia. Pero no hay modo de despertarlas, incitarlas a vivir inteligente, pacífica, bellamente. Siempre hay y habrá "los vivos y los muertos”. Y ya Jesús dijo: "Dejad que los muertos entierren a los muertos".
Lo que se interpuso en el camino de Mishima, creo, fue su total falta de humor. Esta seriedad radical es un rasgo muy japonés. Sólo hallo un auténtico sentido del humor en los maestros Zen. Es un tipo de humor ajeno al humor occidental. Si lo entendiéramos, si verdaderamente lo apreciáramos, nuestro mundo se derrumbaría. Lo importante es que esta falta de humor lleva a la rigidez. Aun en el cultivo de su propio cuerpo, cosa que hacía a las mil maravillas, Mishima fue tan sumamente serio que lo convirtió en un fin en sí mismo. También en América tenemos culturistas, hombres-músculo. Se contonean en las playas como pavos reales. Cultivan sus cuerpos para lograr hazañas extraordinarias. A veces parecen capaces de mover montañas. Pero, ¿las mueven? ¿Cuál es la finalidad de tanta musculatura, de esta fuerza hercúlea, esta perfección divina? ¿Mirarse en el espejo satisfechos y orgullosos? ¿No hay algo afeminado, algo ridículo en este culto del cuerpo? Recuerdo de chico haber leído acerca del puñado de espartanos que defendieron hasta el último hombre el paso de las Termópilas. Mi libro de historia traía ilustraciones de los espartanos peinándose y trenzándose los largos cabellos antes de la batalla. Eran bellos y afeminados, por muy héroes que fueran. El libro hablaba del sentimiento de hermandad que los vinculaba. Yo ignoraba el significado de la palabra hermandad. Era una hermandad de otro tipo, no obstante, que el de la homosexualidad del atleta moderno y su entorno. Era una forma mucho más amplia y profunda del amor entre hombre y hombre; se practicaba abierta y comunitariamente, como muchísimo más tarde fue el caso frecuente de los grupos religiosos hermana / hermano, que florecieron en Europa y América. Eran sin dudas así los antiguos Samurai. La sodomía en los ejércitos modernos, no hace falta decirlo, es completamente distinta. Aquí no quedan rastros del "esplendor melancólico”.
Si algo hubo de heroico entre los Samurai, los espartanos y hasta los kamikazes, hoy se lo han arrogado hombres de otros órdenes, no del militar. El mundo tiene cada vez menos interés en misiones de vida o muerte. La conquista de la luna, por ejemplo, fue una misión que pidió la inteligencia y la cooperación de cientos de individuos, aparte de quienes realmente alunizaron. Antes que nada fue una hazaña de la ingeniería, un triunfo de la tecnología. No lo digo en menoscabo del valor de los astronautas, pero, como se ha dicho repetidamente, éstos fueron gente extremadamente "normal. No eran del tipo heroico. Siguieron instrucciones, hazaña de por sí difícil en este caso. No se les pidió morir en las barricadas, ni cargar como la Brigada Ligera, ni cometer suicidio voluntario como los pilotos kamikaze. La probabilidad de éxito era casi del cien por ciento. Y sus logros, el tiempo lo confirmará, tal vez resulten más importantes para la humanidad que los heroicos sacrificios de todos los héroes y mártires que murieron en aras a sus creencias.
Pero volvamos al sentido del humor. O a su ausencia. Ya lo dije, no he leído todo Mishima, lejos de ello. Pero en lo que he leído no he detectado el mínimo sentido del humor. Por alguna extraña razón soy incapaz de comparar a Mishima con Charles Dickens, tan admirado por Dostoievski, que era su polo opuesto. ¡Qué revelación leer el libro de Chesterton sobre Dickens, hace pocos años, y descubrir la enorme dosis de humor y sentimientos que hay en su obra! Ningún escritor mejor que Chesterton para apreciar el humor de Dickens. He aquí un pasaje del final del primer capítulo de esa obra:
El feroz poeta de la Edad Media escribió: “Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis", sobre el portal del infierno. Los poetas emancipados de hoy lo han escrito sobre los portales de este mundo. Pero para comprender la historia que sigue debemos borrar esa línea apocalíptica, aunque sea por una hora. Debemos recrear la fe de nuestros padres, aunque sólo sea como telón de fondo. Si sois pesimistas, pues, apartad por un momento, para leer esta historia, los placeres del pesimismo. Soñad, por un breve instante de locura, con que la hierba es verde. Olvidad la enseñanza que tan clara os parece, negad esos conocimientos letales que creéis poseer. Deponed la flor misma de vuestra cultura; abandonad la joya misma de vuestro orgullo; abandonad la desesperanza, quienes aquí entráis.
¡Qué estilo tan Zen tiene esta llamada de Chesterton! En unas pocas líneas demuele los puntales de nuestra paupérrima visión del mundo. Regresemos a la humanidad. A la humanidad rasa. Descartemos nuestras gafas, microscopios y telescopios, nuestras diferencias nacionales y religiosas, nuestra sed de poder, nuestras ambiciones insensatas. A gatas ¡y a enseñar el alfabeto a las hormigas! —si somos capaces. Cuestionemos todo, pero no perdamos el sentido del humor. La vida no es un asunto sumamente serio, es una tragicomedia. Somos a la vez el actor y la obra. Somos todo lo que hay. Ni más ni menos. Es lo que leo yo en sus palabras.
Si lo que se quiere es alterar o mover el mundo, qué mejor manera que alzar el espejo para que nos veamos como somos, que nos riamos de nosotros y de nuestros problemas. Más eficaz que la espada del Samurai o la corta daga del seppu —ku es el humor de Swift, que no paraba ante nada para lograr su objetivo. El hombre capaz de hacer reír a Hitler podría haber salvado millones de vidas. Lo afirmo. Los que quieren hacer el bien, sean santos o monstruos, crean más mal que bien. Louis Armstrong es un rey, Billy Graham sólo un predicador más.
Sé lo difícil que es conservar el sentido del humor en un mundo que fabrica bombas atómicas como verduras. Pero si tuviéramos un sentido del humor más sólido quizá no habría que recurrir a ese doloroso experimento de autodefensa por mutua extinción. Cuando, dice la leyenda, Alejandro Magno ordenó comparecer ante él a cierto sabio indio so pena de muerte, el sabio largó la carcajada. "¿Matarme a mí?", exclamó. “Yo soy indestructible." ¡Que maravilloso sentido del humor! Un despliegue, más que de coraje, de certidumbre. Y una confianza serena, suprema, en el poder de la vida sobre la muerte.
¿Habrá sido su extremada seriedad lo que llevó a Mishima a sentir que había agotado su poderío, a los cuarenta y cinco años, una edad a la que muchos escritores comienzan apenas a caminar? ¡Qué desgracia agotar las propias energías antes de haber empezado de veras! Un famoso escritor, Duhamel, una vez escribió acerca de América: “Pourri avant d’être mûri". Un fruto que se pudre antes de madurar. Pensad en Hokusai, en cambio, en Ticiano, en Miguel Ángel, en Picasso y en ese aparentemente indestructible Pablo Casals. En los últimos años numerosos escritores japoneses me dieron la desagradable impresión de oficiar de esclavos para ganarse la vida o para mantener su reputación. Cualquier sentido lúdico que hayan tenido en el pasado, hoy parece perdido, abandonado. Tengo además la impresión de que los miembros de la entera clase obrera japonesa trabajan como hormigas, se matan en esta loca carrera que se llama ganarse la vida. Como los alemanes, su contrapartida, parecen vivir para trabajar. Y de vivir como esclavos a morir como moscas en el campo de batalla sólo hay un paso, desde luego inevitable. Es cosa de preguntarse: si un día los trabajadores del mundo se unieran, ¿cuál sería el resultado? ¿La Utopía o el suicidio en masa? El mundo deportivo, campo en el que los japoneses descuellan, no es una expresión del instinto lúdico sino, como el mundo industrial, la expresión de la competencia, del récord, del lenocinio de la chusma, del lucro. Los viejos sabios chinos que se divertían remontando cometas lo tenían claro, vivían más, se reían más fuerte y más a menudo. Quizá no tuvieran músculos para matar una mosca, pero no terminaban mutilados ni chalados, ni les importaba que se los recordase por sus hazañas después de muertos.
El sacudón que experimenté al enterarme del fin dramático y truculento de Mishima estuvo acentuado por el recuerdo de un extraño episodio que viví en París hace treinta y cinco años. Lo recordé haciendo antesala en la consulta de mi médico, cuando cogí un número de Life (creo) en donde mostraban las cabezas decapitadas de Mishima y su amigo, en el suelo. Dos cosas me impresionaron de inmediato: uno, que las cabezas no yacían de lado sino "de pie"; dos, que una de las cabezas exhibía un inquietante parecido con la mía propia, que una vez vi en el suelo hecha pedazos. Real o imaginario, el parecido daba miedo.
Siempre imaginé que si se cortaba una cabeza ésta rebotaría y rodaría por el suelo —pero nunca terminaría "en pie". Hace años había leído el libro Tres geishas en donde se narraba una historia, supuestamente verdadera, titulada “Tsumakichi, la belleza sin brazos". Es una historia que conocen todos los japoneses. En ella, el patrón de la escuela de geishas vuelve una noche del teatro fuera de sí y, cogiendo una enorme espada, cercena las cabezas de las bellas durmientes. Tsumakichi, que duerme en la planta baja, se despierta por el ruido de las cabezas que ruedan como bolas de bowling. Abre los ojos y aterrorizada ve a su jefe de pie junto a ella, blandiendo la espada destellante. Antes de lograr moverse, éste le corta ambos brazos y le desfigura la cara. Sobrevive por milagro y llega a ser una de las geishas más famosas de la historia.
***
En cuanto al parecido entre las dos cabezas... Alrededor de 1936, en el estudio de un amigo en Villa Seurat, en París, una joven yugoslava, Radmila Djoukic, quiso hacer una escultura de mi cabeza. El día en que acabó —la arcilla todavía estaba húmeda—, un joven estudiante chino estaba discutiendo de literatura inglesa conmigo. Él había mencionado el nombre de Shakespeare una o dos veces, lo que me llevó a preguntarle si había leído Hamlet. Repitió este título con cierta duda y luego exclamó: "Ah sí, ya recuerdo... quiere usted decir la novela de Jack London". Mi sorpresa fue tan grande que lancé los brazos al aire y sin querer le di a la cabeza de arcilla, que estaba sobre el taburete de la artista. Para mi desmayo se hizo añicos —y ni todos los caballos del rey ni todos los hombres del rey lograron reparar al pobre Humpty Dumpty... Por suerte el día anterior la cabeza había sido fotografiada. Esta foto sirvió para la sobrecubierta de mi libro Un domingo después de la guerra. Desde entonces la cabeza, que me parecía un muy buen retrato mío, me obsesiona. Podéis imaginar mi horrorizada sorpresa cuando la vi "de pie” en el suelo en compañía de la de un desconocido.
Fue una impresión fugaz que nunca me abandonó. Desde el aquel reconocimiento hasta mi encuentro con Mishima en el más allá, mediaba un paso. Es aquí donde interrumpo mi narración para comenzar un diálogo con Mishima en el limbo. Habiendo mi muerte seguido de cerca a la de Mishima, es como si nuestros cuerpos todavía estuviesen calientes, vivos en todo sentido. Me sucede a veces que, durmiendo, continúe mi diálogo con Mishima y que abordemos temas que habríamos discutido si nos hubiéramos encontrado en vida.
Algunos de estos temas post-mortem los trató él en su libro Confesiones de una máscara. "¿Puede existir un amor”, se pregunta, "que no tenga nada que ver con el deseo sexual? ¿No sería un absurdo claro y obvio?” Antes de contestar quiero citar otras palabras del mismo libro. “Para mí, Sonoko [la joven de quien estaba enamorado] parecía ser la encamación de mi amor por la normalidad misma, mi amor por las cosas del espíritu, de las cosas eternas.” Espero no olvidar nunca estas palabras cuando piense en Mishima y su destino cruel.
Entonces, ¿es posible el amor exento de deseo sexual? Permitidme agregar otra pregunta frecuentemente discutida: ¿es posible seguir amando a alguien cuando ya no hay respuesta? Estas dos preguntas se ensamblan. Piden la misma solución aparentemente imposible. Sólo los monstruos o los seres sobrenaturales serían capaces de contestar semejantes acertijos. Llamo monstruos específicamente a los religiosos devotos que no sólo son capaces de vivir, por así decir, como los dioses sino que precisamente con este tipo de problemas fortalecen su espíritu, su valentía, su fe.
En el territorio del amor todo es posible. Para el amante devoto nada es imposible. Para él o para ella lo importante es... amar. Gentes así no se enamoran, simplemente aman. No piden poseer sino ser poseídos, poseídos por el amor. Cuando, como sucede a veces, este amor se torna universal y engloba al hombre, el animal, la piedra, incluso los gusanos, uno se pregunta si el amor no será algo que nosotros, los mortales, conocemos apenas.
El amor de Mishima por la juventud, la belleza, la muerte, también parece entrar en una categoría particular. No tiene relación con el amor que acabo de describir. Exagerado, como en su caso, es extremadamente raro. Y está teñido de narcisismo. Basta abrir uno cualquiera de sus libros para conocer inmediatamente las pautas de su vida y de su inevitable destino. Como un músico, repite una y otra vez el triple tema: la juventud, la belleza, la muerte. Da la impresión de ser un exiliado en la tierra. Obsesionado por el amor de lo espiritual, por las cosas eternas, ¿cómo no iba a ser un exiliado entre nosotros?
¿Quién puede aliviar al exiliado solitario? Sólo el gran “Consolador” —interpretadlo como queráis. Pero en la vida de Mishima aparentemente nunca hubo un gran "Consolador”. No era un hombre de fe sino un hombre de principios. Era un estoico en la edad no del hedonismo sino del materialismo crudo. Le repugnaba la manera con que sus compatriotas parecían revolcarse en su recién conseguida libertad. Como los occidentales a quienes emulaban, su modo de ver la vida se había rebajado al nivel de los sapos. Las visiones apolínea y dionisíaca de la vida: cosas idas. El dinero, la comodidad, la seguridad: he aquí los nuevos objetivos. ¿Era extirpable el cáncer de la vida moderna? Él pensaba que sí. ¿Lo pensó realmente? ¿Cómo injertar el antiguo espíritu, las virtudes salvadoras de nuestros ancestros, en el patrimonio genético desgastado y degenerado del hombre moderno? Este supuesto hombre moderno evidentemente todavía no ha nacido. El hombre de hoy no es sino la sombra del hombre moderno por venir. No puede avanzar ni retroceder; está atascado en el pantano creado por su propia visión miope de la vida. No se siente en casa consigo mismo ni en el mundo que intenta dominar. Tiene el instinto social atrofiado, vive aislado, fragmentado, atomizado, desolado.
Por encima de todo, para el hombre de hoy la vida no parece tener sentido. Se dice a menudo que el fenómeno primigenio, el estado de ánimo primero, es el de la maravilla. También esto, evidentemente, lo ha perdido. Tratamos de explicar el universo con teorías científicas, pero somos incapaces de explicar los fenómenos más sencillos. Pasamos por alto el hecho de que el significado nace sólo cuando descubrimos que la creación no tiene propósito. Confundimos el orden y la taxonomía con la explicación. No toleramos la idea de desorden o caos, y sin embargo admitirlo sería esencial. Y también que el sinsentido total es necesario. Sólo el genio parece capaz de comprender y apreciar la alegría del total sinsentido. El sinsentido es el antídoto para la monotonía y el vacío creado por nuestra incesante búsqueda del orden, nuestro orden, el antídoto para nuestros esfuerzos compulsivos por hallar significado y propósito donde no los hay.
Muchas veces me pregunto, cuando me cruzo con los nombres de los famosos de la historia europea citados por Mishima, quiénes eran sus héroes. (Recuerdo que de niño adoró a Juana de Arco, hasta que descubrió que era una mujer. También menciona a Gilíes de Rais, el esplendoroso y tan enigmático monstruo de los días de la caballería cuyo comportamiento sigue intrigándonos hasta hoy.)
Una noche, hace poco, en la cama pasé lista a los nombres de las personas que tuvieron este tipo de influencia en nuestra vida cultural. Y mientras los iba anotando los iba pareando, con el fin de plantear la pregunta siguiente (a quien le interese): debiendo escoger, ¿con cuál de los dos se quedaría? Aun como simple juego, las respuestas, me parece, pueden revelar cosas interesantes. En cualquier caso, a quien tenía en mente haciendo mi lista era a Mishima. ¿A quién habría seleccionado él, si se le hubiera obligado a responder?:
Laotsé o san Francisco de Asís
Leonardo o Pico della Mirandola
Sócrates o Montaigne
Hitler o Tamerlán
Alejandro Magno o Napoleón
Lenin o Thomas Jefferson
Voltaire o Emerson
Juana de Arco o Mary Baker Eddy
Keats o Bashó
Rimbaud o Walt Whitman
Sigmund Freud o Paracelso
Moctezuma o Hernán Cortés
Pendes o Carlomagno
Karl Marx o Gurdieff
Hokusai o Rembrandt
Ricardo Corazón de León o Saladino
Changtsú o Rabelais
Mi ignorancia, por desgracia, me ha hecho excluir muchos nombres de japoneses famosos que Mishima habría puesto en lugar de algunos de los que yo doy.
Hay muchas cosas que me habría gustado discutir con Mishima en nuestro encuentro imaginario en el Devachan. Para empezar me habría disculpado por mi grosería cuando lo conocí vivo, en Alemania, en la época en que todavía él era desconocido. (Me habría olvidado completamente de ello a no ser por la prensa alemana y japonesa que recordaron el hecho.) Habría pedido champagne y puros —champagne de sueño y puros de sueño, es claro, pero ni él ni yo nos habríamos percatado de la diferencia. Me habría esforzado por que se sintiera cómodo y bajara la guardia, por hacerlo reír, de ser posible. Hacerlo reír a carcajadas. Lograrlo habría significado, creo yo, que nuestro encuentro habría valido la pena. (¿Pero cómo lograr que riera? Eso me atormentaba.) Sí, lo habría embarcado en una conversación fantástica, sobre los ángeles —budistas o no—, sobre las finuras del lenguaje, sobre los absurdos de la metafísica, sobre el Zen en la literatura europea, sobre el amor en Occidente y el amor en Oriente, sobre la fisiología del amor —es decir, el amor entre insectos, entre gérmenes y bacilos, entre átomos y moléculas—, sobre el amor celestial, el amor pervertido, el amor satánico, el amor estéril, el amor por los no nacidos, el amor eterno, y así ad infinitum. Le habría explicado que ahora, esperando renacer, tendría tiempo de leer todos sus libros y tal vez discutirlos con él, si le parecía bien. Nos habríamos metido con todo, salvo con sus problemas personales. Habríamos tenido tiempo de discutir acerca de Freud, Hegel, Marx, Blavatsky, Ouspensky, Proust, Rimbaud, Nietzsche, acerca de quien se quisiera, como se quisiera. Habríamos podido hasta afrontar el enigma del universo, tanto desde el punto de vista de Haeckel como del nuestro. Habríamos invocado las huríes y las hadas, las diosas y los superhombres, los extraterrestres y los astros, los héroes y los monstruos. "Os prometí llevaros hasta el fin del mundo”, dijo Alejandro Magno a sus soldados hastiados de la guerra. Es lo que yo habría querido brindarle. Un trip, un auténtico trip. Un trip provocado por las ideas, no por las drogas. Un trip del brazo por la Vía Láctea, escoltados por ángeles. Un viaje por la realidad, no por principios e ideas.
¡Qué divertido! Nada más que el tiempo, o la ausencia de tiempo, como equipaje. Aplazar nuestro renacimiento tanto como quisiéramos, hasta decidir el momento y el lugar de nuestra próxima reencarnación. Elegir meticulosamente nuestros padres, y también nuestras nuevas identidades. Otra vez la elección. ¿Quién le gustaría ser en la próxima encamación, un líder o un pescador? ¿Un héroe o un nadie? Por mi parte ya lo habría pensado antes de morir: sería un nadie, uno cualquiera. Hombre o mujer, indiferentemente. Una vida de los sentidos, no del intelecto. Un hombre común, no famoso. Alguien que pasa desapercibido en la multitud.
¿Somos árbitros de nuestro destino? ¡Cuánto me habría gustado conocer la elección de Mishima! Habría sido demasiado discreto como para presionarlo en esto. Tal como jamás se me ocurriría preguntarle sobre su matrimonio, o si había esperado hallar la felicidad en el amor, ya sea con un hombre, una mujer, un chimpancé o una palmera. Más que nada habría querido saber si todavía consideraba importante cambiar el mundo —este mundo o el próximo, o el mundo entre los mundos. Eso y otra cosa: ¿qué sabor tenía la muerte? ¿Era realmente la culminación de todo o dejaba espacio para la imaginación?
En El pabellón del templo dorado, mi querido Mishima, para describir un aspecto de su belleza usaste una frase que nunca olvidaré. Hablaste de "adumbraciones de la nada". Cómo suena esto en japonés nunca lo sabré, pero en inglés tenía magia. Y en otra parte, en Sol y acero creo, dijiste que estabas planeando una unión entre el arte y la vida. Me quedé pensando con qué seriedad, con qué profundidad habías sopesado esta idea. Me pregunté si nunca habías sentido la contradicción implícita en una idea tan noble. Siempre ibas empalándote en los cuernos de alguna contradicción, ¿no es cierto? Toda tu vida fue un dilema cuya única solución era la muerte. Ataste tu propio nudo gordiano y resolviste el problema cortándolo con la espada. Quizás fuera en ese mismo libro donde afirmabas que tu mente siempre estuvo acosada por el aburrimiento. Impensable. ¿No había nada que realmente pudiera satisfacerte? ¿Estás satisfecho, ahora que cumpliste, o no cumpliste, tu cometido? ¿Te has puesto cara a cara con el Absoluto? ¿Crees que puede haber “un héroe de la iluminación"? ¿O crees que la iluminación es un mito inventado por algún monje?
Sí, mi querido Mishima, hay mil preguntas que me habría gustado plantearte, no por creer que pudieras responderlas hoy, cuando es demasiado tarde, sino porque me intriga cómo funciona tu mente. Trabajaste tanto, tan duramente, toda tu vida, ¿para qué? ¿No podrías darnos otro libro, desde el más allá, acerca de la futilidad del trabajo? Tus compatriotas lo necesitan —trabajan como abejas o como hormigas. Pero, ¿están gozando de los frutos de su labor, como era la intención del Creador? ¿Miran su trabajo y lo hallan bueno? Quisiste implantar en ellos las virtudes de sus antecesores, imagino que con la intención de conferir calidad y substancia a sus vidas. ¿Pero cómo fueron las vidas de sus antecesores, o de los míos si es por eso? ¿Estudiaste alguna vez las vidas privadas de los millones de nadies que hacen el trabajo del mundo? ¿Crees que un hombre tiene una vida más llena, más rica, por el hecho de ser noble y virtuoso? ¿Quién es juez en estos asuntos? Sócrates tenía una respuesta, Jesús otra. Y antes de ellos hubo Gautama el Buda. ¿Tenía él la respuesta? ¿O su respuesta fue el silencio?
Estoy seguro de que el silencio fue la cosa que tú supiste finalmente apreciar. Afanosamente quisiste decirlo todo, y luego hacerlo todo. Fuiste prodigioso en tus proteicas hazañas. Lo único que omitiste en tu carrera turbulenta fue el ser payaso. Escribiste sobre los ángeles pero pasaste por alto su contrapartida, el payaso. Son de la misma semilla, sólo que uno es celestial y el otro terrenal. De aquí a cien mil años, cuando hayamos conquistado el espacio —¿qué significará esto?—probablemente estaremos en contacto con los ángeles. Es decir, aquellos entre nosotros que ya no den tanta importancia al cuerpo físico, los que hayan aprendido a usar su cuerpo astral. En otras palabras, los hombres que hayan descubierto que todo es Mente, que somos lo que pensamos y que lo que tenemos es lo que realmente queremos. Aun en un día tan lejano quizás existan dos mundos —el infierno que siempre ha sido el mundo y el mundo de los espíritus libres que saben que el mundo es su propia obra. En su oración Sobre la dignidad humana, Pico della Mirándola escribió:
En medio del mundo el Creador dijo a Adán, te he colocado aquí para que puedas mirar en derredor más fácilmente y ver todo lo que hay. Te creé como un ser ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal solamente, para que puedas ser tu propio libre plasmador y domador; puedes degenerar hacia el animal, o por ti mismo renacer a una existencia divina... Sólo tú tienes el poder de desarrollarte y crecer según tu propio albedrío; en una palabra, ¡llevas las semillas de la vida omni incluyente en ti mismo!
Nuestros ancestros hicieron muchos experimentos, entre los cuales el tuyo debe parecerte también a ti insignificante. Hasta en tiempos remotos hubo gente que estuvo cinco o diez mil años por delante de sus tiempos. Y si pudiéramos remontamos lo suficiente descubriríamos sin dudas que una vez también las mujeres gobernaron el mundo, soñaron con poner fin a las desgracias y las miserias terrenales. (Es irónico que sólo el hombre primitivo haya conseguido adaptarse a su entorno y proseguir con su antiquísimo modo de vivir sin mayor dificultad.) Hay nombres y hechos, en la oscura niebla del pasado, que nosotros, que pensamos que los problemas del mundo son nuevos y agobiantes, hemos olvidado. El Tiempo lo barre todo, lo bueno tanto como lo malo. La vida continúa como un torrente sin fin, y acumula más y más escombros que, fatuos, llamamos historia. ¿Qué es la historia sino una ficción que nos arrulla y duerme o aguza nuestros temores? ¿Somos parte de la historia o la historia es parte nuestra? Dentro de cinco o diez mil años tal vez ya no haya Japón. Podría morir de inanición o sucumbir en un glorioso encuentro armado. ¿Quién sabe cuál será su fin? No podemos prever nada, ni nuestra perdición ni nuestra salvación.
Probablemente de aquí a un siglo el pequeño ejército que te creaste, por así decir tu cuerpo de élite, ya ni se recuerde. Tu nombre podrá sobrevivir, no como el de otro presunto salvador de su país sino como el de un animador, un hilador de palabras. Se te podrá recordar como un amante de la belleza cuyas palabras provocaron una leve oleada de agitación. Las palabras y los hechos viven vidas separadas. Las palabras pueden tocar el espíritu, pero sólo el espíritu responde al espíritu. En cuanto a los hechos, son sólo polvo. A nuestro alrededor yacen las ruinas de antiguos esplendores; no nos inspiran cometidos más nobles ni grandiosos.
Soy tan culpable como tú, mi querido Mishima, de intentar hacer del mundo un lugar mejor. Al menos así empecé. De alguna curiosa manera la práctica de la escritura me enseñó la futilidad de esta pretensión. Aun antes de leer las palabras sabias de san Francisco había tomado la decisión de mirar el mundo con otros ojos, aceptarlo como es y contentarme con hacer mi propio mundo. Este cambio radical no me cegó a los males que existen, ni me hizo indiferente al sufrimiento y a las desgracias que soportan los hombres. Tampoco me hizo menos crítico de las leyes, las instituciones, los códigos de comportamiento bajo los cuales seguimos viviendo. Me resulta francamente difícil imaginar un mundo más absurdo, más irreal que el que tenemos. Me parece —como decían los gnósticos —más bien un “error cósmico”, la obra de un falso Creador. Para que el mundo sea vivible tendría que ocurrir lo que Nietzsche llamó "una transvaluación de valores". Poniéndolo en términos suaves, es un mundo demente en el que, ay, los dementes andan sueltos. En una palabra, así parece cuando uno pretende salirse con la suya. Japón no es más demente ni más cuerdo que el resto del mundo. Tiene sus zombies exactamente como los tiene Haití; tiene sus señores de la guerra exactamente como los tiene Alemania; tiene sus inescrupulosos magnates industriales exactamente como los tiene América. También tiene sus genios, ni mayores ni menores que los de otras naciones. Sus problemas no son únicos, ni tampoco sus soluciones. Fue tu mundo, tu condicionador, tal como América es el mío.
Quizá me engañe, pero siento que he encontrado mi propio manicomio. También yo puedo estar loco, pero de manera diferente de la de mis compatriotas. Ya no me importa ver cómo mis compatriotas marchan hacia su propia destrucción, si es eso lo que quieren. Es su funeral, no el mío. He aprendido a vivir con los obstáculos que me ponen en el camino, pero a medida que pasa el tiempo son cada vez menos espantosos, cada vez menos inhibitorios. Uno aprende a jugar el juego —no respetando las reglas sino evitándolas. No hay más escuela que la vida misma donde se aprende este arte. Y sólo se logra una aparente maestría. Al final nos darán a todos por culo, a todos y cada uno de nosotros, también a quienes pelearon por su país y a quienes no pelearon.
Con el tiempo los cementerios dan lugar a granjas y habitaciones para los vivos. Si los muertos sólo pudieran hablar —¡no sobre el más allá sino sobre el más acá! ¡Si sólo aprendiéramos de la experiencia de los demás! Pero no aprendemos así, si es que aprendemos algo durante nuestra breve estancia aquí abajo. Todo lo que podemos aspirar a aprender es cómo vivir, pero para eso no hay profesores. Cada uno debe aprender por sí mismo o, como dicen algunos, hallar su propio Sendero y encamarse en él. La ironía del asunto está en que los errores que cometemos son tan importantes, y tal vez más importantes, que los aciertos. A la verdad por el error, a la verdad por el error —hasta que uno deja de intentarlo, lo cual es simplemente otra manera de decir que uno deja de darse la cabeza contra la pared.
Desde el instante mismo en que un soldado se va a la guerra su obsesión permanente es la paz. Quizás los generales y los almirantes sueñen con la victoria, pero no así los hombres que pelean. A juzgar por lo que leí de ti, mi querido Mishima, el tema de la paz no parece ocupar una parte apreciable de tu obra. Lo pensé cuando leí acerca de tu pequeña pandilla de soldados bien vestidos —y perdóname el toque burlón. Cada vez que veo un ejército bien entrenado que marcha a la guerra pienso en el aspecto que tendrán esos impecables uniformes, esas botas bruñidas y esos bruñidos botones después de la primera batalla. Pienso en que esos millones de brillantes uniformes están destinados, no más que como harapos mugrientos y andrajosos, a cubrir cuerpos muertos o mutilados. Es extraña esta importancia que se le da al uniforme. Como si uno hubiera alquilado su cuerpo por el tiempo que dura el uniforme. Me pregunto si cuando formaste tu pequeño ejército pensaste en el final de esos uniformes en los que tanto tiempo, esfuerzo y dinero pusiste.
Puede parecerte una afirmación sin sentido, a la vista de tus altos propósitos, pero el hombre de acción cuyo papel presumiste asumir se debe de haber dado cuenta de que cosas como el barro, la sangre, la mierda y los gusanos forman parte del juego de la guerra. Para hablar únicamente del primero y el último de los objetos mencionados, ambos tienen una importancia fundamental en toda guerra. Pero quizás el esteta y el dandy que llevabas dentro te vedaban consideraciones de esta índole.
Hoy todo el mundo “civilizado" no es sino un campo armado en donde las víctimas gritan silenciosamente: “¡Paz, paz, dadnos paz!” Y tú, mi querido Mishima, pareces haber estado curiosamente al pairo. ¿Dabas por sentado que no bien hubieras hecho tu jueguecito todo procedería sin baches? ¿O te importaban un bledo las consecuencias del rearme? ¿Te bastaba confesar el fracaso y expiarlo mediante el honroso seppuku? No puedo creer que estuvieras tan inmunizado, que fueras tan solipsista. Éste es un asunto del que, por supuesto, me habría encantado discutir contigo en el limbo. Sólo nos queda ahora la conjetura. Algunos se darán por satisfechos llamándote necio, otros fanático, otros héroe.
Hayas sido lo que sea, tu ausencia es una pérdida para el mundo. Así solemos decir cuando se nos muere un hombre genial. En realidad no hay nadie, nada, que se ajuste a ese lugar común, “una gran pérdida para el mundo". Piensa en los millones y millones asesinados sólo en las guerras, para no hablar de los terremotos, los maremotos, la peste y demás. Cuando se anuncian las bajas, suele proclamarse la pérdida de unos pocos individuos de clase. Los generales que mueren en combate reciben menciones exageradas. Pero son ellos quienes constituyen la gran pérdida para la sociedad. Ellos son los supuestos héroes cuyo deber es arriesgar la vida en el campo de batalla. No, lo que lloramos es la muerte de los artistas y de los pensadores. Es posible hacer generales y almirantes en cualquier momento, en cualquier parte, pero no individuos creadores. Habitualmente, cuando reciben atención las palabras y los hechos de los creadores es demasiado tarde; lo arreglamos agregando sus nombres a los de los muertos ilustres ya embalsamados que ocupan los panteones del mundo.
Pero, ¿qué hay de los innumerables millones que murieron o fueron mutilados o perdieron la razón? ¿No había entre ellos algunos destinados a ser más grandes aun que los ya enaltecidos? ¿No habrá habido entre ellos algunos pensadores e inventores, algunos hombres de visión fuera de lo común que, de haber vivido, habrían podido transformar el mundo? Piensa en los tremendos cambios debidos a hombres como Edison, Marconi, Einstein, para mencionar sólo a éstos. Seguro que no todos los desconocidos y olvidados que murieron en combate eran mastuerzos e idiotas. ¿Los echa de menos el mundo, los llora? El mundo no tiene tiempo para estas especulaciones. Avanti! Avanti!, grita. ¡Adelante! aunque adelante pueda significar hacia atrás. ¡Adelante! aunque signifique la destrucción universal. La vida, dicen, lo pide. Pero ya sea la vida o la muerte lo que nos empuje, el mundo se las arregla para sobrevivir. Tal vez no mi mundo ni el tuyo, sino "el mundo". Uno se pregunta a veces lo que esta extraña palabra “mundo” quiere decir.
Ahora que ya no formas parte de él, ¡descansa en paz!

Traductor: Mario Muchnik
©1971, Del Taller de Mario Muchnik
Barcelona, 1999

Publicado en japonés en The Weekly Post de Tokio, en 1971, después de la muerte de Yukio Mishima