jueves, 28 de noviembre de 2013

Franz Kafka - Desdicha



Cuando ya se volvía insoportable —en un atardecer de noviembre—, cansado de ir y venir por la estrecha alfombra de mi habitación, como en una pista de carreras, y de eludir la imagen de la calle iluminada, me volví hacia el fondo del cuarto, y en la profundidad del espejo encontré una nueva meta, y grité, solamente para oír mi propio grito, que no halló respuesta ni nada que disminuyera su vigor, de modo que ascendió sin resistencia, sin cesar ni siquiera cuando ya no fue audible; frente a mí se abrió en ese momento la puerta, rápidamente, porque hacía falta rapidez, y hasta los caballos de los coches piafaban en la calle enloquecidos como en una batalla, ofreciendo sus gargantas.


Como un pequeño fantasma, penetró una niña desde el oscuro corredor, donde la lámpara no había sido encendida aún, y permaneció allí, de puntillas, sobre una tabla del piso que se estremecía levemente. De inmediato deslumbrada por el crepúsculo de mi habitación, intentó cubrirse la cara con las manos, pero se contentó inesperadamente con echar una mirada hacia la ventana, frente a cuya cruz el vapor ascendente de la luz callejera se había al fin acurrucado en la oscuridad. Con el codo derecho se apoyó en la pared, ante la puerta abierta, permitiendo que la corriente que entraba le acariciara los tobillos, y también el pelo y las sienes.

La miré un instante, luego le dije: "Buenas tardes", y tomé mi chaqueta, que estaba sobre la pantalla frente a la estufa, porque no quería que me viera así, a medio vestir. Permanecí un momento con la boca abierta, para que la agitación se me escapara por la boca. Sentía un mal gusto en la boca, las pestañas me temblaban, en fin, esta visita tan esperada no me causaba ningún placer.

La niña seguía junto a la pared, en el mismo lugar; había colocado la mano derecha contra la pared, y con las mejillas ruborizadas acababa de descubrir con asombro que el muro encalado era áspero y le lastimaba la punta de los dedos. Le dije:

—¿Me busca realmente a mí? ¿No habrá un error? Nada más fácil que cometer un error en esta casa tan grande. Me llamo Tal-y-tal, vivo en el tercer piso, ¿Soy acaso la persona que usted busca?

—Calle, calle —dijo la criatura volviendo la cabeza—, no hay ningún error.

—Entonces, entre del todo en la habitación, quisiera cerrar la puerta.

—Acabo de cerrarla yo. No se moleste. Sobre todo, cálmese.

—No es ninguna molestia. Pero en este corredor vive mucha gente, y naturalmente todos son conocidos míos; la mayoría vuelve ahora de su trabajo; cuando oyen hablar en un cuarto se consideran con derecho a abrir la puerta y mirar qué ocurre. Siempre lo hacen. Esa gente ha trabajado el día entero, y nadie podría amargarles su provisional libertad nocturna. Además, usted lo sabe tan bien como yo. Permítame cerrar la puerta.

—¿Cómo, qué le ocurre? ¿Qué pasa? Por mí, puede venir toda la casa. Y le repito una vez más: ya he cerrado la puerta; ¿se cree que usted es el único que sabe cerrar la puerta? Hasta la he cerrado con llave.

—Muy bien, entonces. No pido más. No hacía falta que cerrara con llave. Y ahora que está usted aquí, le ruego que se considere como en su casa. Es mi invitada. Confíe totalmente en mí. Póngase cómoda, sin temor. No insistiré para que se quede, ni para que se vaya. ¿Necesito decírselo? ¿Tan mal me conoce usted?

—No. Realmente, no hacía falta que lo dijera. Aún más, no ha debido decírmelo. Soy una criatura; ¿por qué entonces tantas ceremonias conmigo?

—Exagera. Naturalmente, es una criatura. Pero no tan pequeña. Ha crecido bastante. Si fuera una muchacha no se atrevería a encerrarse con llave en una habitación, a solas con un hombre.

—No tenemos que preocuparnos por eso. Sólo quería decirle que el hecho de conocerlo tan bien no me protege mucho, y sólo le evita a usted el trabajo de mantener conmigo las apariencias. Y sin embargo, quiere hacer cumplimientos. ¡Déjese de tonterías, se lo ruego, déjese de tonterías! Debo decirle que no lo reconozco en todas partes y todo el tiempo, y menos en esta penumbra. Sería mejor que encendiera la luz. No, mejor que no. En todo caso, no olvidaré que acaba de amenazarme.

—¿Cómo? ¿Que yo la he amenazado? Pero escúcheme. Estoy muy contento de que por fin haya venido. Digo "al fin" porque es tarde. No puedo comprender por qué ha venido tan tarde. Es posible que la alegría me haya hecho hablar desordenadamente, y que usted haya entendido mal mis palabras. Admito todas las veces que usted quiera que tiene razón, que todo ha sido una amenaza, lo que usted prefiera. Pero nada de peleas, por Dios. ¿Cómo puede usted creer semejante cosa? ¿Cómo puede herirme de ese modo? ¿Por qué desea con tanta intensidad estropear este breve instante de su presencia? Un desconocido sería más condescendiente.

—No lo dudo; no es un gran descubrimiento. Yo estoy más cerca de usted, por mi propia naturaleza, que el desconocido más condescendiente. También usted lo sabe; entonces, ¿por qué toda esta tragedia? Si quiere representar conmigo una comedia, me voy de inmediato.

—¿Ah, sí? ¿Se atreve también a decirme eso? Es casi demasiado atrevida. Después de todo, está en mi habitación. Frotando los dedos como una loca sobre la pared del cuarto.
¡Mi cuarto, mi pared! Y además, lo que usted dice no sólo es insolente, sino también ridículo. Dice que su naturaleza la impulsa a hablar conmigo de ese modo. ¿Realmente? ¿Su naturaleza le impulsa? Su naturaleza es muy amable. Su naturaleza es la mía, y cuando yo por naturaleza me siento amable hacia usted, usted no puede entonces sentirse sino amable hacia mí.

—¿Le parece eso amable?

—Hablo de antes.

 
—¿Sabe usted cómo seré después?

—No sé nada.

Y me dirigí hacia la mesita de noche, y encendí la bujía. En aquella época no tenía gas ni luz eléctrica en mi habitación. Luego me quedé un rato sentado junto a la mesa, hasta que me cansé, me puse el abrigo, cogí el sombrero sobre el sofá, y apagué la vela. Al salir tropecé con la pata de una silla.







En Obras Completas
Traducción: Joan Bosch Estrada

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Pat Martino, el genio del jazz que olvidó cómo se tocaba la guitarra



Siéntense y alucine con esta historia de tanto como lo hice yo cuando la escuché por primera vez. Su protagonista, Pat Martino, que era considerado ya como uno de los guitarristas más grandes de la historia del jazz cuando, a los 36 años, comenzó a sentir fuertes dolores de cabeza que apenas le dejaban moverse.
Tras las pruebas pertinentes, en 1980, los médicos le diagnosticaron un aneurisma cerebral severo que, si no operaban de inmediato, podría acabar con su vida. La intervención era complicada, pero no había alternativa. Al acabar la operación, los especialistas le comunicaron a su esposa dos noticias: una buena y otra mala. La buena era que Martino había sobrevivido y se encontraba bien. La mala, que no recordaba absolutamente nada de su vida anterior.
Aquel percance había borrado de un plumazo todos los recuerdos de su intensa vida. Un total de 36 años llenos de experiencias musicales al alcance de unos pocos privilegiados. Tras salir del quirófano no recordaba que había nacido en Filadelfia en 1944, el mismo día que las tropas Aliadas liberaban París. Tampoco se acordaba del inicio de su carrera como guitarrista profesional, con solo 15 años y gracias a un talento desbordante. Ni su incursión en las formaciones lideradas por saxofonistas como Willis Jackson, Red Holloway o Red Holloway, u organistas como Jimmy McGriff, Don Patterson, Jimmy Smith, Jack McDuff o Richard Groove Holmes. Ni que había girado con el gran John Handy, en 1966, con 22 años. Tampoco que a esa misma edad había comenzado a liderar sus propios grupos en sesiones para Prestige, Muse y Warner Bros. Ni había rastro en su cabecita del interés que había mostrado por la vanguardia jazzística, el rock, el pop y las músicas del mundo, las cuales había incorporado a su estilo hard bop, convirtiéndole en uno de los más grandes.

 

Toda esta vida desapareció entera de un golpe en tan solo unas horas de intervención quirúrgica. Apenas reconocía a sus padres, ni a él mismo, ni su carrera como músico. Y por encima de todo, había olvidado como se tocaba cada uno de los acordes que había aprendido, perdiendo por completo sus habilidades como guitarrista. No sabía ni lo que era un do. «No reconocía a mis padres, no tenía memoria ni de mi guitarra ni de mi carrera musical. Me encontraba vacío, desnudo, muerto», contaba años después.
Al principio sus padres le enseñaban las carátulas de sus discos y no reconocía ninguna. Después se puso a escuchar los discos que había grabado ese tipo al que no conocía de nada, contrariado y triste. Sin embargo, no se vino abajo y luchó contra su memoria perdida, tomando una decisión que le devolvería a la vida, a su anterior vida: convertirse otra vez en sí mismo, en su mejor imitador, en una especie de él reencarnado.
Pat Martino nos trae a la memoria a Django Reinhardt, que reaprendió a tocar la guitarra con los dos únicos dedos que le quedaron cuando se quemó el carromato en el que vivía cuando tenía 18 años. Para ello, Martino utilizó otro camino, el de sus propios discos, que se ponía una y otra vez tratando de sacar los acordes poco a poco, aprendiéndolos de nuevo como si fuera aquel niño al que sus padres le habían regalado una guitarra. Y así fue desenterrando su genio, que ya no era tan precoz.
Aquella batalla le llevó unos cuantos años. En 1984, comenzó a realizar con mayor intensidad largas e intensas sesiones de estudio escuchando aquellas históricas grabaciones y volvió a aprender a tocar su instrumento. Sus viejos discos se convirtieron en «viejos amigos que le ayudaron a recuperar la belleza y la honestidad de su música», dijo.
En 1987, tras años alejado de los estudios de grabación, sacó «The Return» (El Regreso). El nombre lo dice todo. Martino consiguió recuperar la forma, grabando de nuevo para Muse, Evidence y, finalmente, para el mítico sello Blue Note. Y volvió a ser uno de los mejores.



por

sábado, 16 de noviembre de 2013

Simon Leys: A propósito de Sartre



Hace doscientos cincuenta años, Samuel Johnson dijo con acierto: «A medida que el uso del tabaco disminuye, aumenta la insania». Los celosos funcionarios que han censurado, en los carteles de una exposición parisiense consagrada a Sartre, el tabaquismo de este último eliminando su perpetuo cigarrillo, lo único que han conseguido ha sido provocar la hilaridad de todo el planeta. Hasta la prensa de las antípodas se ha hecho eco de esta proeza, ya destacada en Londres por el TLS. Frívolo pretexto para hablar aquí de un gran escritor, pero mi propósito no es muy serio.


Los pieles rojas del Lejano Oeste consideraban a los locos y a los idiotas criaturas inspiradas por Dios, y, como tales, les reservaban un lugar de honor en sus tribus. Parece que los franceses hacen lo propio con sus escritores ilustres: les toman por guías, les consultan sobre todos los problemas y, cuando estos oráculos se equivocan —cosa que les ocurre a menudo—, se les concede esa inmunidad de la que normalmente sólo gozan los niños pequeños y los pobres de espíritu.

Somerset Maugham, que conocía bien Francia y la amaba, aprobaba esta actitud y reprochaba a los ingleses que se la tomaran a risa: sólo un filisteo puede encontrar cómico tomarse el arte en serio.

En la biografía de los grandes hombres, una sola anécdota es a veces más reveladora que una montaña de información. En su edad madura, Sartre, por haber olvidado durante mucho tiempo pagar sus impuestos, recibió un día una reclamación colosal del Fisco. Consternado, se fue corriendo a casa de su madre, que pagó en su nombre aquella cuenta espantosa. ¿Hubo hipocresía en ello por parte de ese perdonavidas de las hipocresías burguesas? En absoluto. Sólo dio muestras de esa espléndida irresponsabilidad que a menudo es la marca y el atributo de las inteligencias inspiradas. «El Cielo me ha dado mi genio —escribía el inmenso poeta Li Po, cuando tiraba su fortuna por la ventana—, ¡tiene que servir para algo!».

La irresponsabilidad —que es otro nombre de la felicidad— constituye un privilegio denegado a la gente trabajadora y concienzuda, pobres diablos sobre cuyos hombros descansa la marcha más o menos positiva de este bajo mundo. En el fondo, la vida de Sartre fue una permanente comedia fantástica: no hay posición más divertida, más seductora, más original —y, en definitiva, mejor recompensada— que la del disidente en el seno de una sociedad tolerante, estable y próspera. No obstante, por placentero que sea, este lujo es efímero. En una carta a Virginia Woolf, John Maynard Keynes profetizaba la muerte de Occidente: las nuevas generaciones quieren disfrutar de todas las ventajas que les ha proporcionado el mundo de sus padres, pero sin pagar ningún precio, como sería cultivar los valores en que se fundamentaba este mundo. Esta situación no puede durar; salta a la vista.

Pero estas cuestiones me sobrepasan. Si he vuelto a la lectura de Sartre es por una razón estrambótica: mientras rehacía mi tercer tomo de La Mer dans la littérature française 9 lo releí desde un punto de vista marino. Esta perspectiva es evidentemente absurda (lo que no le quita nada de su encanto): a Sartre le horrorizaba la Naturaleza, rasgo que comparte, por otra parte, con Baudelaire (para quien sólo contaban la Ciudad y el Artificio; y tres inmortales poemas marinos no deben llamarnos a engaño al respecto); ahora bien, el mar es la naturaleza llevada al paroxismo. No es de extrañar que mi pesca no haya reportado gran cosa. He aquí el modesto botín:

1. Algunos paisajes marinos en La náusea: observaciones raras y breves, pero cuya fuerza de evocación hace pensar en esos fragmentos de paisaje que forman el fondo de algunas telas de Degas. A éste tampoco le gustaba la Naturaleza, y sin embargo le debemos algunas de las sensaciones paisajísticas más agudas de todo el impresionismo.

2. Natación en el Mediterráneo: de vacaciones en la Costa Azul, Sartre describe en una carta cómo, cuando nada, enseguida le domina una insoportable angustia ante la idea de que los cangrejos vengan a comerle el vientre, y ha de regresar cada vez a la orilla presa del pánico.

3. En Saint-Malo, el hecho de orinarse sobre la tumba de Chateaubriand: Simone de Beauvoir ha contado este antiperegrinaje al Grand-Bé, y Mauriac comentó de forma memorable esta «micción sartriana», y el giro que supone para la historia de la sensibilidad literaria. Pero ¿de veras estaba Sartre deshonrando a Chateaubriand? Lo dicho al final de su vida hace dudar de ello: «Ser escritor es alcanzar la esencia del arte de escribir, me refiero a los verdaderos escritores, Chateaubriand, por ejemplo, o Proust». El genio de escribir comporta el riesgo espléndido que se toma uno con las palabras: «Hay frases de Chateaubriand para las que hace falta realmente valor».10
La verdad raras veces es pura, decía Oscar Wilde, y nunca simple.




Notas

9 Simon Leys, T. 2, París, Plon, 2003.

10 Simone de Beauvoir; «Entrevistas con Jean-Paul Sartre, agosto-septiembre de 1979», en La ceremonia de los adioses, París, Gallimard, 1981.


En La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas
Título original: Le bonheur des petits poisons
Traductor: Monreal Salvador, José Ramón
©2008, Simon Leys

jueves, 7 de noviembre de 2013

Octavio Paz: Pasado en claro





A Roman Jakobson


Oídos con el alma,
pasos mentales más que sombras,
sombras del pensamiento más que pasos,
por el camino de ecos
que la memoria inventa y borra:
sin caminar caminan
sobre este ahora, puente
tendido entre una letra y otra.
Como llovizna sobre brasas
dentro de mí los pasos pasan
hacia lugares que se vuelven aire.
Nombres: en una pausa
desaparecen, entre dos palabras.
El sol camina sobre los escombros
de lo que digo, el sol arrasa los parajes
confusamente apenas
amaneciendo en esta página,
el sol abre mi frente,
balcón al voladero
dentro de mí.

Me alejo de mí mismo,
sigo los titubeos de esta frase,
senda de piedras y de cabras.
Relumbran las palabras en la sombra.
Y la negra marea de las sílabas
cubre el papel y entierra
sus raíces de tinta
en el subsuelo del lenguaje.
Desde mi frente salgo a un mediodía
del tamaño del tiempo.
El asalto de siglos del baniano
contra la vertical paciencia de la tapia
es menos largo que esta momentánea
bifurcación del pensamiento
entre lo presentido y lo sentido.
Ni allá ni aquí: por esa linde
de duda, transitada
sólo por espejeos y vislumbres,
donde el lenguaje se desdice,
voy al encuentro de mí mismo.
La hora es bola de cristal.
Entro en un patio abandonado:
aparición de un fresno.
Verdes exclamaciones
del viento entre las ramas.
Del otro lado está el vacío.
Patio inconcluso, amenazado
por la escritura y sus incertidumbres.
Ando entre las imágenes de un ojo
desmemoriado. Soy una de sus imágenes.
El fresno, sinuosa llama líquida,
es un rumor que se levanta
hasta volverse torre hablante.
Jardín ya matorral: su fiebre inventa bichos
que luego copian las mitologías.
Adobes, cal y tiempo:
entre ser y no ser los pardos muros.
Infinitesimales prodigios en sus grietas:
el hongo duende, vegetal Mitrídates,
la lagartija y sus exhalaciones.
Estoy dentro del ojo: el pozo
donde desde el principio un niño
está cayendo, el pozo donde cuento
lo que tardo en caer desde el principio,
el pozo de la cuenta de mi cuento
por donde sube el agua y baja
mi sombra.

El patio, el muro, el fresno, el pozo
en una claridad en forma de laguna
se desvanecen. Crece en sus orillas
una vegetación de transparencias.
Rima feliz de montes y edificios,
se desdobla el paisaje en el abstracto
espejo de la arquitectura.
Apenas dibujada,
suerte de coma horizontal (-)
entre el cielo y la tierra,
una piragua solitaria.
Las olas hablan nahua.
Cruza un signo volante las alturas.
Tal vez es una fecha, conjunción de destinos:
el haz de cañas, prefiguración del brasero.
El pedernal, la cruz, esas llaves de sangre
¿alguna vez abrieron las puertas de la muerte?
La luz poniente se demora,
alza sobre la alfombra simétricos incendios,
vuelve llama quimérica
este volumen lacre que hojeo
(estampas: los volcanes, los cúes y, tendido,
manto de plumas sobre el agua,
Tenochtitlán todo empapado en sangre).
Los libros del estante son ya brasas
que el sol atiza con sus manos rojas.
Se rebela el lápiz a seguir el dictado.
En la escritura que la nombra
se eclipsa la laguna.
Doblo la hoja. Cuchicheos:
me espían entre los follajes
de las letras.

Un charco es mi memoria.
Lodoso espejo: ¿dónde estuve?
Sin piedad y sin cólera mis ojos
me miran a los ojos
desde las aguas turbias de ese charco
que convocan ahora mis palabras.
No veo con los ojos: las palabras
son mis ojos. vivimos entre nombres;
lo que no tiene nombre todavía
no existe: Adán de lodo,
No un muñeco de barro, una metáfora.
Ver al mundo es deletrearlo.
Espejo de palabras: ¿dónde estuve?
Mis palabras me miran desde el charco
de mi memoria. Brillan,
entre enramadas de reflejos,
nubes varadas y burbujas,
sobre un fondo del ocre al brasilado,
las sílabas de agua.
Ondulación de sombras, visos, ecos,
no escritura de signos: de rumores.
Mis ojos tienen sed. El charco es senequista:
el agua, aunque potable, no se bebe: se lee.
Al sol del altiplano se evaporan los charcos.
Queda un polvo desleal
y unos cuantos vestigios intestados.
¿Dónde estuve?

Yo estoy en donde estuve:
entre los muros indecisos
del mismo patio de palabras.
Abderramán, Pompeyo, Xicoténcatl,
batallas en el Oxus o en la barda
con Ernesto y Guillermo. La mil hojas,
verdinegra escultura del murmullo,
jaula del sol y la centella
breve del chupamirto: la higuera primordial,
capilla vegetal de rituales
polimorfos, diversos y perversos.
Revelaciones y abominaciones:
el cuerpo y sus lenguajes
entretejidos, nudo de fantasmas
palpados por el pensamiento
y por el tacto disipados,
argolla de la sangre, idea fija
en mi frente clavada.
El deseo es señor de espectros,
somos enredaderas de aire
en árboles de viento,
manto de llamas inventado
y devorado por la llama.
La hendedura del tronco:
sexo, sello, pasaje serpentino
cerrado al sol y a mis miradas,
abierto a las hormigas.

La hendedura fue pórtico
del más allá de lo mirado y lo pensado:
allá dentro son verdes las mareas,
la sangre es verde, el fuego verde,
entre las yerbas negras arden estrellas verdes:
es la música verde de los élitros
en la prístina noche de la higuera;
-allá dentro son ojos las yemas de los dedos,
el tacto mira, palpan las miradas,
los ojos oyen los olores;
-allá dentro es afuera,
es todas partes y ninguna parte,
las cosas son las mismas y son otras,
encarcelado en un icosaedro
hay un insecto tejedor de música
y hay otro insecto que desteje
los silogismos que la araña teje
colgada de los hilos de la luna;
-allá dentro el espacio
en una mano abierta y una frente
que no piensa ideas sino formas
que respiran, caminan, hablan, cambian
y silenciosamente se evaporan;
-allá dentro, país de entretejidos ecos,
se despeña la luz, lenta cascada,
entre los labios de las grietas:
la luz es agua, el agua tiempo diáfano
donde los ojos lavan sus imágenes;
-allá dentro los cables del deseo
fingen eternidades de un segundo
que la mental corriente eléctrica
enciende, apaga, enciende,
resurrecciones llameantes
del alfabeto calcinado;
-no hay escuela allá dentro,
siempre es el mismo día, la misma noche siempre,
no han inventado el tiempo todavía,
no ha envejecido el sol,
esta nieve es idéntica a la yerba,
siempre y nunca es lo mismo,
nunca ha llovido y llueve siempre,
todo está siendo y nunca ha sido,
pueblo sin nombre de las sensaciones,
nombres que buscan cuerpo,
impías transparencias,
jaulas de claridad donde se anulan
la identidad entre sus semejanzas,
la diferencia en sus contradicciones.
La higuera, sus falacias y su sabiduría:
prodigios de la tierra
-fidedignos, puntuales, redundantes-
y la conversación con los espectros.
Aprendizajes con la higuera:
hablar con vivos y con muertos.
También conmigo mismo.

La procesión del año:
cambios que son repeticiones.
El paso de las horas y su peso.
La madrugada: más que luz, un vaho
de claridad cambiada en gotas grávidas
sobre los vidrios y las hojas:
el mundo se atenúa
en esas oscilantes geometrías
hasta volverse el filo de un reflejo.
Brota el día, prorrumpe entre las hojas
gira sobre sí mismo
y de la vacuidad en que se precipita
surge, otra vez corpóreo.
El tiempo es luz filtrada.
Revienta el fruto negro
en encarnada florescencia,
la rota rama escurre savia lechosa y acre.
Metamorfosis de la higuera:
si el otoño la quema, su luz la transfigura.
Por los espacios diáfanos
se eleva descarnada virgen negra.
El cielo es giratorio lapizlázuli:
viran au ralenti, sus continentes,
insubstanciales geografías.
Llamas entre las nieves de las nubes.
La tarde más y más es miel quemada.
Derrumbe silencioso de horizontes:
la luz se precipita de las cumbres,
la sombra se derrama por el llano.

A la luz de la lámpara –la noche
ya dueña de la casa y el fantasma
de mi abuelo ya dueño de la noche-
yo penetraba en el silencio,
cuerpo sin cuerpo, tiempo
sin horas. Cada noche,
máquinas transparentes del delirio,
dentro de mí los libros levantaban
arquitecturas sobre una sima edificadas.
Las alza un soplo del espíritu,
un parpadeo las deshace.
Yo junté leña con los otros
y lloré con el humo de la pira
del domador de potros;
vagué por la arboleda navegante
que arrastra el Tajo turbiamente verde:
la líquida espesura se encrespaba
tras de la fugitiva Galatea;
vi en racimos las sombras agolpadas
para beber la sangre de la zanja:
mejor quebrar terrones
por la ración de perro del labrador avaro
que regir las naciones pálidas de los muertos;
tuve sed, vi demonios en el Gobi;
en la gruta nadé con la sirena
(y después, en el sueño purgativo,
fendendo i drappi, e mostravami’l ventre,
quel mí svegliò col puzzo che n’nuscia);
grabé sobre mi tumba imaginaria:
no muevas esta lápida,
soy rico sólo en huesos;
aquellas memorables
pecosas peras encontradas
en la cesta verbal de Villaurrutia;
Carlos Garrote, eterno medio hermano,
Dios te salve, me dijo al derribarme
y era, por los espejos del insomnio
repetido, yo mismo el que me hería;
Isis y el asno Lucio; el pulpo y Nemo;
y los libros marcados por las armas de Príapo,
leídos en las tardes diluviales
el cuerpo tenso, la mirada intensa.
Nombres anclados en el golfo
de mi frente: yo escribo porque el druida,
bajo el rumor de sílabas del himno,
encina bien plantada en una página,
me dio el gajo de muérdago, el conjuro
que hace brotar palabras de la peña.
Los nombres acumulan sus imágenes.
Las imágenes acumulan sus gaseosas,
conjeturales confederaciones.
Nubes y nubes, fantasmal galope
de las nubes sobre las crestas
de mi memoria. Adolescencia,
país de nubes.

Casa grande,
encallada en un tiempo
azolvado. La plaza, los árboles enormes
donde anidaba el sol, la iglesia enana
-su torre les llegaba a las rodillas
pero su doble lengua de metal
a los difuntos despertaba.
Bajo la arcada, en garbas militares,
las cañas, lanzas verdes,
carabinas de azúcar;
en el portal, el tendejón magenta:
frescor de agua en penumbra,
ancestrales petates, luz trenzada,
y sobre el zinc del mostrador,
diminutos planetas desprendidos
del árbol meridiano,
los tejocotes y las mandarinas,
amarillos montones de dulzura.
Giran los años en la plaza,
rueda de Santa Catalina,
y no se mueven.

Mis palabras,
al hablar de la casa, se agrietan.
Cuartos y cuartos, habitados
sólo por sus fantasmas,
sólo por el rencor de los mayores
habitados. Familias,
criaderos de alacranes:
como a los perros dan con la pitanza
vidrio molido, nos alimentan con sus odios
y la ambición dudosa de ser alguien.
También me dieron pan, me dieron tiempo,
claros en los recodos de los días,
remansos para estar solo conmigo.
Niño entre adultos taciturnos
y sus terribles niñerías,
niño por los pasillos de altas puertas,
habitaciones con retratos,
crepusculares cofradías de los ausentes,
niño sobreviviente
de los espejos sin memoria
y su pueblo de viento:
el tiempo y sus encarnaciones
resuelto en simulacros de reflejos.
En mi casa los muertos eran más que los vivos.
Mi madre, niña de mil años,
madre del mundo, huérfana de mí,
abnegada, feroz, obtusa, providente,
jilguera, perra, hormiga, jabalina,
carta de amor con faltas de lenguaje,
mi madre: pan que yo cortaba
con su propio cuchillo cada día.
Los fresnos me enseñaron,
bajo la lluvia, la paciencia,
a cantar cara al viento vehemente.
Virgen somnílocua, una tía
me enseñó a ver con los ojos cerrados,
ver hacia dentro y a través del muro.
Mi abuelo a sonreír en la caída
y a repetir en los desastres: al hecho, pecho.
(Esto que digo es tierra
sobre tu nombre derramada: blanda te sea.)
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablamos siempre de otras cosas.
Mientras la casa se desmoronaba
yo crecía. Fui (soy) yerba, maleza
entre escombros anónimos.

Días
como una frente libre, un libro abierto.
No me multiplicaron los espejos
codiciosos que vuelven
cosas los hombres, número las cosas:
ni mando ni ganancia. La santidad tampoco:
el cielo para mí pronto fue un cielo
deshabitado, una hermosura hueca
y adorable. Presencia suficiente,
cambiante: el tiempo y sus epifanías.
No me habló dios entre las nubes:
entre las hojas de la higuera
me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo.
Encarnaciones instantáneas:
tarde lavada por la lluvia,
luz recién salida del agua,
el vaho femenino de las plantas
piel a mi piel pegada: ¡súcubo!
-como si al fin el tiempo coincidiese
consigo mismo y yo con él,
como si el tiempo y sus dos tiempos
fuesen un solo tiempo
que ya no fuese tiempo, un tiempo
donde siempre es ahora y a todas horas siempre,
como si yo y mi doble fuesen uno
y yo no fuese ya.
Granada de la hora: bebí sol, comí tiempo.
Dedos de luz abrían los follajes.
Zumbar de abejas en mi sangre:
el blanco advenimiento.
Me arrojó la descarga
a la orilla más sola. Fui un extraño
entre las vastas ruinas de la tarde.
Vértigo abstracto: hablé conmigo,
fui doble, el tiempo se rompió.

Atónita en lo alto del minuto
la carne se hace verbo –y el verbo se despeña.
Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra,
es saberse mortal. Secreto a voces
y también secreto vacío, sin nada adentro:
no hay muertos, sólo hay muerte, madre nuestra.
Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:
el agua es fuego y en su tránsito
nosotros somos sólo llamaradas.
La muerte es madre de las formas…
El sonido, bastón de ciego del sentido:
escribo muerte y vivo en ella
por un instante. Habito su sonido:
es un cubo neumático de vidrio,
vibra sobre esta página,
desaparece entre sus ecos.
Paisajes de palabras:
los despueblan mis ojos al leerlos.
No importa: los propagan mis oídos.
Brotan allá, en las zonas indecisas
del lenguaje, palustres poblaciones.
Son criaturas anfibias, con palabras.
Pasan de un elemento a otro,
se bañan en el fuego, reposan en el aire.
Están del otro lado. No las oigo, ¿qué dicen?
No dicen: hablan, hablan.

Salto de un cuento a otro
por un puente colgante de once sílabas.
Un cuerpo vivo aunque intangible el aire,
en todas partes siempre y en ninguna.
Duerme con los ojos abiertos,
se acuesta entre las yerbas y amanece rocío,
se persigue a sí mismo y habla solo en los túneles,
es un tornillo que perfora montes,
nadador en la mar brava del fuego
es invisible surtidor de ayes
levanta a pulso dos océanos,
anda perdido por las calles
palabra en pena en busca de sentido,
aire que se disipa en aire.
¿Y para qué digo todo esto?
Para decir que en pleno mediodía
el aire se poblaba de fantasmas,
sol acuñado en alas,
ingrávidas monedas, mariposas.
Anochecer. En la terraza
oficiaba la luna silenciaria.
La cabeza de muerto, mensajera
de las ánimas, la fascinante fascinada
por las camelias y la luz eléctrica,
sobre nuestras cabezas era un revoloteo
de conjuros opacos. ¡Mátala!
gritaban las mujeres
y la quemaban como bruja.
Después, con un suspiro feroz, se santiguaban.
Luz esparcida, Psiquis…

¿Hay mensajeros? Sí,
cuerpo tatuado de señales
es el espacio, el aire es invisible
tejido de llamadas y respuestas.
Animales y cosas se hacen lenguas,
a través de nosotros habla consigo mismo
el universo. Somos un fragmento
-pero cabal en su inacabamiento-
de su discurso. Solipsismo
coherente y vacío:
desde el principio del principio
¿qué dice? Dice que nos dice.
Se lo dice a sí mismo. Oh madness of discourse,
that cause sets up with and against itself!

Desde lo alto del minuto
despeñado en la tarde plantas fanerógamas
me descubrió la muerte.
Y yo en la muerte descubrí al lenguaje.
El universo habla solo
pero los hombres hablan con los hombres:
hay historia. Guillermo, Alfonso, Emilio:
el corral de los juegos era historia
y era historia jugar a morir juntos.
La polvareda, el grito, la caída:
algarabía, no discurso.
En el vaivén errante de las cosas,
por las revoluciones de las formas
y de los tiempos arrastradas,
cada una pelea con las otras,
cada una se alza, ciega, contra sí misma.
Así, según la hora cae desen-
lazada, su injusticia pagan. (Anaximandro.)
La injusticia de ser: las cosas sufren
unas con otras y consigo mismas
por ser un querer más, siempre ser más que más.
Ser tiempo es la condena, nuestra pena es la historia.
Pero también es el lugar de prueba:
reconocer en el borrón de sangre
del lienzo de Verónica la cara
del otro-siempre el otro es nuestra víctima.
Túneles, galerías de la historia
¿sólo la muerte es puerta de salida?
El escape, quizás, es hacia dentro.
Purgación del lenguaje, la historia se consume
en la disolución de los pronombres:
ni yo soy ni yo más sino más ser sin yo.
En el centro del tiempo ya no hay tiempo,
es movimiento hecho fijeza, círculo
anulado en sus giros.

Mediodía:
llamas verdes los árboles del patio.
Crepitación de brasas últimas
entre la yerba: insectos obstinados.
Sobre los prados amarillos
claridades: los pasos de vidrio del otoño.
Una congregación fortuita de reflejos,
pájaro momentáneo,
entra por la enramada de estas letras.
El sol en mi escritura bebe sombra.
Entre muros –de piedra no:
por la memoria levantados-
transitoria arboleda:
luz reflexiva entre los troncos
y la respiración del viento.
El dios sin cuerpo, el dios sin nombre
que llamamos con nombres
vacíos –con los nombres del vacío-,
el dios del tiempo, el dios que es tiempo,
pasa entre los ramajes
que escribo. Dispersión de nubes
sobre un espejo neutro:
en la disipación de las imágenes
el alma es ya, vacante, espacio puro.
En quietud se resuelve el movimiento.
Insiste el sol, se clava
en la corola de la hora absorta.
Llama en el tallo de agua
de las palabras que la dicen,
la flor es otro sol.
La quietud en sí misma
se disuelve. Transcurre el tiempo
sin transcurrir. Pasa y se queda. Acaso,
aunque todos pasamos, no pasa ni se queda:
hay un tercer estado.

Hay un estar tercero:
el ser sin ser, la plenitud vacía,
hora sin horas y otros nombres
con que se muestra y se dispersa
en las confluencias del lenguaje
no la presencia: su presentimiento.
Los nombres que la nombran dicen: nada,
palabras de dos filos, palabra entre dos huecos.
Su casa, edificada sobre el aire
con ladrillos de fuego y muros de agua,
se hace y se deshace y es la misma
desde el principio. Es dios:
habita nombres que lo niegan.
En las conversaciones con la higuera
o entre los blancos del discurso,
en la conjuración de las imágenes
contra mis párpados cerrados
el desvarío de las simetrías,
los arenales del insomnio,
el dudoso jardín de la memoria
o en los senderos divagantes
era el eclipse de las claridades.
Aparecía en cada forma
de desvanecimiento.

Dios sin cuerpo,
con lenguajes de cuerpo lo nombraban
mis sentidos. Quise nombrarlo
con un nombre solar,
una palabra sin revés.
Fatigué el cubilete y el ars combinatoria.
Una sonaja de semillas secas
las letras rotas de los nombres:
hemos quebrantado a los nombres
hemos deshonrado a los nombres.
Ando en busca del nombre desde entonces.
Me fui tras un murmullo de lenguajes,
ríos entre los pedregales
color ferrigno de estos tiempos.
Pirámides de huesos, pudrideros verbales:
nuestros señores son gárrulos y feroces.
Alcé con las palabras y sus sombras
una casa ambulante de reflejos
torre que anda, construcción en viento.
El tiempo y sus combinaciones:
los años y los muertos y las sílabas,
cuentos distintos de la misma cuenta.
Espiral de los ecos, el poema
es aire que se esculpe y se disipa,
fugaz alegoría de los nombres
verdaderos. A veces la página respira:
los enjambres de signos, las repúblicas
errantes de sonidos y sentidos,
en rotación magnética se enlazan y dispersan
sobre el papel.

Estoy en donde estuve:
voy detrás del murmullo,
pasos dentro de mí, oídos con los ojos,
el murmullo es mental, yo soy mis pasos,
oigo las voces que yo pienso,
las voces que me piensan al pensarlas.
Soy la sombra que arrojan mis palabras.



México, FCE, 1975/1985