sábado, 16 de noviembre de 2013

Simon Leys: A propósito de Sartre



Hace doscientos cincuenta años, Samuel Johnson dijo con acierto: «A medida que el uso del tabaco disminuye, aumenta la insania». Los celosos funcionarios que han censurado, en los carteles de una exposición parisiense consagrada a Sartre, el tabaquismo de este último eliminando su perpetuo cigarrillo, lo único que han conseguido ha sido provocar la hilaridad de todo el planeta. Hasta la prensa de las antípodas se ha hecho eco de esta proeza, ya destacada en Londres por el TLS. Frívolo pretexto para hablar aquí de un gran escritor, pero mi propósito no es muy serio.


Los pieles rojas del Lejano Oeste consideraban a los locos y a los idiotas criaturas inspiradas por Dios, y, como tales, les reservaban un lugar de honor en sus tribus. Parece que los franceses hacen lo propio con sus escritores ilustres: les toman por guías, les consultan sobre todos los problemas y, cuando estos oráculos se equivocan —cosa que les ocurre a menudo—, se les concede esa inmunidad de la que normalmente sólo gozan los niños pequeños y los pobres de espíritu.

Somerset Maugham, que conocía bien Francia y la amaba, aprobaba esta actitud y reprochaba a los ingleses que se la tomaran a risa: sólo un filisteo puede encontrar cómico tomarse el arte en serio.

En la biografía de los grandes hombres, una sola anécdota es a veces más reveladora que una montaña de información. En su edad madura, Sartre, por haber olvidado durante mucho tiempo pagar sus impuestos, recibió un día una reclamación colosal del Fisco. Consternado, se fue corriendo a casa de su madre, que pagó en su nombre aquella cuenta espantosa. ¿Hubo hipocresía en ello por parte de ese perdonavidas de las hipocresías burguesas? En absoluto. Sólo dio muestras de esa espléndida irresponsabilidad que a menudo es la marca y el atributo de las inteligencias inspiradas. «El Cielo me ha dado mi genio —escribía el inmenso poeta Li Po, cuando tiraba su fortuna por la ventana—, ¡tiene que servir para algo!».

La irresponsabilidad —que es otro nombre de la felicidad— constituye un privilegio denegado a la gente trabajadora y concienzuda, pobres diablos sobre cuyos hombros descansa la marcha más o menos positiva de este bajo mundo. En el fondo, la vida de Sartre fue una permanente comedia fantástica: no hay posición más divertida, más seductora, más original —y, en definitiva, mejor recompensada— que la del disidente en el seno de una sociedad tolerante, estable y próspera. No obstante, por placentero que sea, este lujo es efímero. En una carta a Virginia Woolf, John Maynard Keynes profetizaba la muerte de Occidente: las nuevas generaciones quieren disfrutar de todas las ventajas que les ha proporcionado el mundo de sus padres, pero sin pagar ningún precio, como sería cultivar los valores en que se fundamentaba este mundo. Esta situación no puede durar; salta a la vista.

Pero estas cuestiones me sobrepasan. Si he vuelto a la lectura de Sartre es por una razón estrambótica: mientras rehacía mi tercer tomo de La Mer dans la littérature française 9 lo releí desde un punto de vista marino. Esta perspectiva es evidentemente absurda (lo que no le quita nada de su encanto): a Sartre le horrorizaba la Naturaleza, rasgo que comparte, por otra parte, con Baudelaire (para quien sólo contaban la Ciudad y el Artificio; y tres inmortales poemas marinos no deben llamarnos a engaño al respecto); ahora bien, el mar es la naturaleza llevada al paroxismo. No es de extrañar que mi pesca no haya reportado gran cosa. He aquí el modesto botín:

1. Algunos paisajes marinos en La náusea: observaciones raras y breves, pero cuya fuerza de evocación hace pensar en esos fragmentos de paisaje que forman el fondo de algunas telas de Degas. A éste tampoco le gustaba la Naturaleza, y sin embargo le debemos algunas de las sensaciones paisajísticas más agudas de todo el impresionismo.

2. Natación en el Mediterráneo: de vacaciones en la Costa Azul, Sartre describe en una carta cómo, cuando nada, enseguida le domina una insoportable angustia ante la idea de que los cangrejos vengan a comerle el vientre, y ha de regresar cada vez a la orilla presa del pánico.

3. En Saint-Malo, el hecho de orinarse sobre la tumba de Chateaubriand: Simone de Beauvoir ha contado este antiperegrinaje al Grand-Bé, y Mauriac comentó de forma memorable esta «micción sartriana», y el giro que supone para la historia de la sensibilidad literaria. Pero ¿de veras estaba Sartre deshonrando a Chateaubriand? Lo dicho al final de su vida hace dudar de ello: «Ser escritor es alcanzar la esencia del arte de escribir, me refiero a los verdaderos escritores, Chateaubriand, por ejemplo, o Proust». El genio de escribir comporta el riesgo espléndido que se toma uno con las palabras: «Hay frases de Chateaubriand para las que hace falta realmente valor».10
La verdad raras veces es pura, decía Oscar Wilde, y nunca simple.




Notas

9 Simon Leys, T. 2, París, Plon, 2003.

10 Simone de Beauvoir; «Entrevistas con Jean-Paul Sartre, agosto-septiembre de 1979», en La ceremonia de los adioses, París, Gallimard, 1981.


En La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas
Título original: Le bonheur des petits poisons
Traductor: Monreal Salvador, José Ramón
©2008, Simon Leys

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