viernes, 7 de febrero de 2014

Robert Crumb: «No estoy loco, pero ando al límite»

Padre del cómic underground y creador del gato Fritz


 


Si tuviéramos que seleccionar los nombres de cinco artistas indispensables de la historia del cómic, Robert Crumb (Filadelfia, 1943), indiscutiblemente, estaría entre los elegidos. Es el mayor representante de la historieta en su vertiente más independiente, padre del gato Fritz, Mr. Natural, Mr. Snoid y tantos otros personajes ácidos y entrañables. Rey del tebeo underground, símbolo de la contracultura americana de finales de los 60, la obra de Crumb atrae a todo tipo de lectores. «Hay gente que toma mi trabajo demasiado en serio», suele recalcar. «Y cuanto más en serio me toman, más dinero gano».


Robert Crumb: «No estoy loco, pero ando al límite»
robert crumb
Portada de un tebeo de «El gato Fritz»




–Ha recibido un premio a toda su carrera que otorga un festival dedicado a la literatura y el arte, no al cómic directamente. ¿Cómo lo ve?
–Estoy muy agradecido. Además, viene con una dotación económica, ¿qué más puedo pedir? No soy rico pero no me va nada mal…


–Tras publicar su última gran obra, «Génesis» (2009), comentó que había acabado extenuado. Incluso se le pasó por la cabeza dejar de dibujar…
–Seguí dibujando, pero no he vuelto a meterme en un proyecto tan grande desde entonces. Sigo siendo popular, afortunadamente, y hay personas que me hacen encargos más sencillos.


–La lió con su traslación del Antiguo Testamento a las viñetas, y eso que no cambió ni una coma del texto original.
–Fui respetuoso, pero algunos creen que la Biblia es intocable. No busqué la parodia, quise plasmar el texto fielmente. Es imposible no ofender a aquellos que quieren ser ofendidos.


–Suele comentar que es un tipo espiritual, que no duda de la existencia de Dios, simplemente no sabe quién es…
–Es cierto. Me suelo definir como una persona gnóstica. El gnóstico tiende a pensar que hay un orden más grande en el universo que no somos capaces de entender. El gnóstico busca y no cree hasta que lo encuentra. Todo cobra más sentido y es más beneficioso. Ya no me preocupa tanto la muerte, es terrible vivir angustiado pensando en ella.





–¿Cómo es su manera de trabajar frente a la hoja en blanco?
–Es imposible de describir. La parte técnica empieza con el lápiz. Tardo mucho más en dibujar ahora, pero es más espontáneo. Más lento el proceso, pero menos encorsetado. Creo que mi dibujo ha mejorado con el tiempo, como siguen mejorando mis capacidades técnicas. Más exacto, más soltura… 


–¿Qué es para usted el underground?
–Meterte en problemas. Significa hacer cosas en contra del sistema. Es algo que no siempre aprecia la gente, es para una minoría. Ser políticamente incorrecto suele implicar ser crítico, cuestionar lo que nos rodea. Ahora nos venden un humor muy descafeinado.


–Es considerado uno de los nombres esenciales de la historia del cómic. ¿Imaginó algo así en sus comienzos?
–Cuando tenía trece años quería ser un dibujante de cómics profesional, pero pronto asumí que iba a tener que vivir de dibujar tebeos mainstream. No había alternativas en esa época. A los 18 años me fui convirtiendo en un outsider, una persona alienada más de la sociedad, y ya no me veía trabajando en la industria. Empecé a dibujar para el disfrute personal, sin pensar en el aspecto comercial. A finales de los sesenta, cuando el movimiento hippie y el underground empezaron, y comenzaron a publicarme dibujos e historietas, mis cómics llegaron a las personas que seguían esa tendencia, por lo que empecé a dibujar para esa gente, en tiradas cortas que vendían lo suficiente para que yo pudiera vivir de ello.


–Trabajaba con libertad...
–¡Total! Dibujaba sin limitación de ningún tipo, nadie me decía que no podía dibujar algo. Me parecía un milagro. Mis seguidores nunca fueron tantos… Tampoco me estaba haciendo rico. En los 80 y 90 ya podía vivir bien, incluso comprarme una casa en el sur de Francia. Y es cierto que no llego solo al lector habitual de cómics. Esta gente tiende más a leer historias de superhéroes, pero hay siempre una minoría que busca cómics más interesantes. Hay cómics menos comerciales que tienen su nicho, pero nadie se hace rico dibujando ese tipo de cómics. Son verdaderos entusiastas.


–Se dibuja a sí mismo en muchas de sus historietas. ¿Le resulta una manera ideal para expresarse?
–La mejor manera de expresar las ideas de uno es ser honesto y directo. A veces no sabes cómo poner tus ideas y tus expresiones en la boca de otro personaje. 




–El humor siempre ha estado presente en su obra. ¿Esencial para que pese menos la vida?
–El humor es muy importante. No podría ser serio en nada de lo que hago. Incluso si dibujara versiones de textos de Sartre, le sacaría la sutil ironía que tiene detrás de su obra. 


–Es célebre su frase «I’m an outsider. I will always be an outsider». ¿Sigue pensando así?
–Siempre me he considerado un tipo extraño, hay algo en mi sistema nervioso que lo hace raro. No estoy loco, pero sí ando en el límite.


–¿Por qué dejó América?
–América está cada vez peor, pero fue más por la insistencia de mi mujer. Al final la dejé que se saliera con la suya y acabé despertando en Francia. Me gusta este país. La gente es más humana.

 

jueves, 6 de febrero de 2014

Santiago Roncagliolo - Por siempre jamás



emos llegado al final. oh, los finales son tan tristes. no. éste es un final felis. es en realidad un nuevo comienzo ¿verdad? tú comprendes. puedo verlo, puedo ver el coro de los muertos recibiéndome, palmeándome la espalda con sus manos sudadas de sangre. será pronto. podremos jugar juntos, por la heternidad, en un mundo nuevo, en un mundo de gente que vivirá para siempre.


no siempre fui así ¿sabes? hubo un tiempo en que creí que se podía bibir de otro modo. pero es mentira. yo era inosente. si la historia va a venir por nosotros de cualquier manera, lo mejor es acelerarla, obligarla a hadelantarse, someterla. como a ti. seremos espejos del universo, carnes de sacrificio que dibujan la estela del tiempo. será bonito.

me gustan tus ombros. son suaves. a los demás también les gustarás. heres el centro de todo ¿sabías? todas las partes irán a ti, tú tendrás una gran responsabilidad. espero que estés a la altura. ¿alguna vez as hecho lo que estoy haciendo? es como trocear un pollo, siempre está lleno de huesos y cosas. pero lo que se come es el músculo. no se come la sangre. es pecado eso.

pero no te distraigas. ayer ha sido el día del sepulcro y hoy será el de la gloria. ya han dejado de flamear las banderas negras de la catedral. es un buen día para ti. mañana dios comenzará a resucitar. y el domingo, el sol saldrá sobre un mundo nuevo. todo gracias a nosotros. el mundo sabrá lo que hicimos. ya me aseguré de eso. será triste, porque también vendrán por mí para eso

oh, a mí tampoco me gusta. pero los grandes cambios son así, nasen del dolor. no quiero que pienses que esto es un castigo, no. es una penitencia. un acto de conversión. tomamos nuestras carnes y las purificamos hasta convertirlas en luz, en vida eterna, en materia divina. seremos ángeles, ángeles con espadas de fuego, de los que cuidan la entrada del paraíso. cancerberos del edén ¿te gusta eso? a mí me gusta. cancerberos del edén. ja. nadie pasará sin que antes lo probemos con nuestras hojas afiladas y candentes. estaremos todos, y todos seremos uno y el mismo, multiplicados por los espejos que somos unos de otros. todo acabará en nuestras manos y todo comenzará en ellas. quizá algún día, podremos derrocar a dios. y entonces nadie podrá detenernos. por siempre jamás.

pero para eso, ya te digo, antes tendrán que venir por mí.




En Abril rojo

Aizenberg, eterno


"Cuando Kafka habla de potencias ocultas está hablando, me parece, de los movimientos del universo de los que los hombres no estamos aislados", le confesaba Roberto Aizenberg al escritor Carlos Barbarito. Le dijo también cuál era el hilo conductor en su obra: "La idea de que la actividad pictórica es un instrumento y no un fin en sí mismo". Esta actitud frente al arte se comprueba en la muestra Sin edad, sin tiempo, sin espacio, pensada desde la dirección de la galería Ruth Benzacar con Silvia Bloise, responsable del acervo del artista.


En la sala principal se privilegiaron los dibujos y en el subsuelo, las pinturas; sus obras adscriben al surrealismo, especialmente en su aspecto más metafísico y con cierta preferencia por el automatismo.


Testimonios de sus amigos confirman una vida interior mucho más intensa que su currículum de exposiciones y distinciones. Había nacido en 1922 en Villa Federal, Entre Ríos, en el seno de una familia de inmigrantes judíos provenientes de Ucrania. Se trasladó a estudiar al Colegio Nacional de Buenos Aires, y a los veintidós años conoció al que sería su gran maestro, Juan Batlle Planas, quien lo inició en los misterios de la escritura automática y los postulados del surrealismo. Creó un repertorio iconográfico de arlequines, torres, figuras que llamó "humeantes", abanicos, formas geométricas y personajes varios.


Pasados sus cuarenta años conoció el amor de Matilde Herrera; los reconocimientos y el bienestar económico no bastaron para amortiguar el dolor del exilio y de la desaparición de los tres hijos de su pareja. Después de una temporada en Francia y en Italia, retornó a la Argentina con la democracia; en 1990 fallecía Matilde y seis años después, este hombre silencioso, gentil y educado, la siguió.


En nuestros días, tiempos del agotador imperio del ego, resuelta extraño leer sus declaraciones: "Yo no pretendo expresar nada, uno es un instrumento de no sé qué cosa. El artista no expresa nada. Ningún ser humano expresa nada, salvo sus genes, dentro de lo que le toca en suerte en la riqueza infinita de la naturaleza". Había reconocido la importancia de Marcel Duchamp: "Sobre todo en aquello que vincula el arte con las distintas vertientes del conocimiento espiritual. Como sabrá -le contaba a la investigadora Adriana Lauría-, Duchamp conocía bien todo lo que tuviera que ver con el esoterismo y muchas de sus obras se basan en figuras herméticas".


Él mismo abreva en estas fuentes, como se ve en Privilegio de los reyes de Hungría, serigrafía de 1976 con figuras del rey y la reina unidos por un mismo cuerpo, una fórmula muy frecuente en los tratados alquímicos. La dualidad de lo fijo y lo volátil, tan estudiada por los alquimistas, se refleja en la serie de "humeantes", personajes masculinos y femeninos sin cabeza y con humo saliendo del cuello. Más que humanos, parecen fábricas con chimeneas, o cuerpo-atanor, donde tiene lugar la gran transformación.


Entre las pinturas se seleccionó una clásica Torre, un óleo fechado entre 1990 y 1995. Esta forma arquitectónica fue un tema muy visitado por el artista, quizá por ser un antiquísimo símbolo de ascensión espiritual, una forma de marcar un eje de unión entre el cielo y la tierra. Aizenberg fue dueño de una pintura serena, que dejaba transparentar aquellas fuerzas ocultas de las que hablaba Kafka.

José Saramago - El viaje perfecto



Salimos de Lisboa al caer la tarde, aún con luz de día, por una carretera de tráfico tranquilo.


Podíamos hablar con calma, sin precipitar las palabras ni temer las pausas. No teníamos prisa. El motor del coche zumbaba como un violoncelo cuya vibración de una sola nota se prolongara indefinidamente.

En los intervalos entre las frases llegaba hasta nosotros el suave rumor de los neumáticos al deslizarse sobre el asfalto y, en las curvas, el jadeo de la goma crecía como una advertencia, para seguir luego rodando con el mismo pacífico murmullo. Hablábamos de cosas tal vez ya sabidas, pero que, al ser dichas otra vez, eran tan nuevas y tan antiguas como un amanecer.

Las sombras de los árboles se tumbaban en la carretera, pálidas y muy largas. Cuando el camino cambiaba de orientación, cara al sol, recibíamos en el rostro un chorro rápido de relámpagos llameantes.

Nos mirábamos y sonreíamos. Más allá, el sol se apagó tras una colina inesperada. No volvimos a verlo. La noche empezó a nacer de sí misma y los árboles recogieron las sombras dispersas. En una recta más extensa, los faros se dispararon de pronto como dos brazos que fuesen tanteando el camino a lo lejos.

Cenamos en una ciudad, la única que había entre Lisboa y nuestro destino. En el café-restaurante, la gente del país miraba con curiosidad a los desconocidos que creíamos ser. Pero, en medio de una frase, oímos pronunciar el nombre de uno de nosotros: nunca nadie es suficientemente incógnito.

Continuamos el viaje: noche cerrada. Íbamos retrasados. La carretera era peor ahora, llena de baches, irregular, con bordes resbaladizos y muros que se alzaban en las curvas. Ya no era posible hablar. Ambos nos recogimos deliberadamente en un diálogo interior que intentaba adivinar otros diálogos, que preveía preguntas y construía respuestas. De la penumbra de unos rostros imprecisos llegaban las preguntas, primero tímidas, toscas, y luego firmes, con una vibración de cólera que intentábamos comprender, que cautelosamente esquivábamos o que decidíamos afrontar poniendo en la respuesta una cólera mayor.

Atravesábamos aldeas desiertas, iluminadas en las esquinas por faroles cuya luz muerta se perdía sin ojos que la vieran. Muy raramente, otro automóvil se cruzaba con nosotros y, más raramente aún, nuestros faros captaban la luz piloto de una bicicleta fantasmal que se iba quedando atrás como un perfil trémulo perdido en la noche.

Empezamos a subir. Por la ventana entreabierta penetraba un aire frío que daba vueltas por el interior del coche causándonos escalofríos en la nuca. Las luces blandas del tablero difundían por nuestros rostros un resplandor sereno.

Llegamos casi sin darnos cuenta, tras una revuelta del camino.

Anduvimos alrededor de una iglesia que parecía estar en todas partes.

Al fin dimos con la casa. Un cobertizo alto, con dos puertas estrechas. Había gente esperándonos.

Entramos y, mientras en un rincón conversábamos con el que nos había recibido, la sala fue llenándose silenciosamente. Ocupamos nuestros lugares. En la mesa había dos vasos y una jarra de agua.

Los rostros eran ahora reales.

Salían de la penumbra y se volvían hacia nosotros, graves, interrogativos. Era esa clase de gente a quien la palabra pueblo es tan adecuada como su propia piel. Había tres mujeres con niños en el regazo, una de las cuales, más tarde, abrió la blusa y allí mismo dio de mamar al niño mientras miraba y oía. Con la mano libre cubría un poco el rostro del niño y el seno, pero sin pensar demasiado en eso, tranquila. Había hombres de barba sin afeitar, trabajadores del campo, obreros, algunos empleados (¿dependientes de comercio?, ¿oficinistas?), y niños que querían estar quietos y no podían.

Hablamos hasta la madrugada.

Cuando nos callamos y se callaron ellos, hubo alguien que dijo simplemente, en el extraño tono de quien pide disculpa y da una orden: «Vuelvan cuando puedan». Nos despedimos.

Era tarde, muy tarde. Pero ni el uno ni el otro teníamos prisa.

El automóvil rodaba sin rumor, buscando el camino dentro de una noche altísima, con el cielo cubierto de luminarias. Sólo muchos kilómetros más allá conseguimos decir algo más que las pocas palabras de contento que habíamos intercambiado al arrancar.

Teníamos ahora ante nosotros un viaje largo. Atravesábamos un mundo deshabitado: canales silenciosos, las calles de las aldeas con sus fachadas adormecidas, y luego volvíamos a irrumpir en los campos, entre árboles que parecían recortados y explotaban en verde cuando la luz de los faros los perforaba. No teníamos sueño. Y entonces hablábamos como dos niños felices.

A la izquierda del camino, un río corría a nuestro lado.



En Las maletas del viajero
Traducción: Basilio Losada
Imagen: © Alfaguara/handout/dpa/Corbis

miércoles, 5 de febrero de 2014

En fotos: la arquitectura de la densidad

Ni la tierra ni el cielo se asoman en el paisaje urbano de Hong Kong, retratado por el fotógrafo alemán Michael Wolf Allí los edificios componen curiosos e intrincados patrones geométricos.

Ni la tierra ni el cielo se asoman en el paisaje urbano de Hong Kong, retratado por el fotógrafo alemán Michael Wolf.  Foto:  BBC


Cada imagen lleva un número por título y no un nombre, como un reflejo de la anonimidad inherente a las grandes ciudades, como en Hong Kong.  Foto:  BBC


 Los edificios crean patrones geométricos monótonos y perfectamente definidos.  Foto:  BBC


Las fotos forman parte de la exhibición "Arquitectura de la densidad", en la Flowers Gallery de Londres.  Foto:  BBC


La falta de espacio forzó a Hong Kong a apostar por los rascacielos, ya tiene cerca de 300.  Foto:  BBC


 Hong Kong es la ciudad con más rascacielos de más de 150 metros del mundo.  Foto:  BBC


 Wolf se sintió fascinado por el tejido social y arquitectónico de Hong Kong desde que se mudó allí en 1994 y fue testigo de su rápida expansión.  Foto:  BBC


 "Lo que me gusta de Hong Kong es el veloz ritmo de cambio, la imprevisibilidad, el caos maravilloso", cuenta el fotógrafo.  Foto:  BBC


 "Lo que me gusta de Hong Kong es el veloz ritmo de cambio, la imprevisibilidad, el caos maravilloso", cuenta el fotógrafo.  Foto:  BBC


 Aquí viven 7,2 millones de personas en una superficie de tan sólo 1104 kilómetros cuadrados.  Foto:  BBC

Liudmila Quincoses Clavelo: Cuatro poemas



Sombra del condenado


Yo soy quien te habla del otro lado del sendero,
altivo caminante no me evites.
No cierres esos ojos que el miedo ha de anularte,
no dejes que se borren las huellas del dolor.
Hay un atardecer que no se acaba nunca,
y rostros en la noche que no tienen vida.
Yo siempre estoy contigo,
no es el viento el que mueve las ramas en la noche.
Escúchame, te llamo desde el sitio más solo,
te llamo sin mi voz.
Soy el paso del ciego hacia el abismo inmenso,
y el reo que en silencio se fuga hacia la muerte.
No creas que te acoso, esto no es agonía.
Agonía es no tenerte dormido ni despierto,
sino siempre distante.
Has un alto en tu absurdo camino
y susúrrame algo, una frase, una queja.
Yo soy tu voluntad,
sin mí los cerros altos se tornan imposibles.



Alguien ha cerrado las ventanas a la plaza


Hay una plaza inmensa allá afuera.
Me separan de ella las ventanas,
la madera antigua con que fueron hechos los postigos.
Ya no veo la plaza, ahora la imagino.
Ahora sé por qué ha resistido tantos años.
Está hecha de nada,
de recuerdos que le dan forma.
Y uno puede quitar las rejas, las estatuas,
quitar la plaza.
Caminar sobre la tierra espesa.
Mirar la iglesia, la torre, el campanario,
sentir el ruido del bronce que ahuyenta las palomas.
Mirar la plaza de lejos sobre el puente,
regresar luego a los arcos, a los portales.
Regresar a esas ruinas que aún no fueron fundadas,
regresar a uno mismo.
Y abrir los ojos, las ventanas,
caminar luego por la plaza.
Palparla tal como es, volver a hacerla,
morirse de viejo,
fundarla.




Ultima estación


Me han dicho que una luz se extingue,
que otra vez el cielo vuelve del remoto sitio
en que todo es divino, en que todo se rompe.
Sé de regiones donde no has pisado,
donde los hombres cantan
y los barcos mutilados cruzan el océano.
La tristeza es vasta, el silencio profundo.
Debajo de la tierra germinan las semillas,
germinan los muertos con sus dientes juntos.
Vi el anillo de oro sucio en el inmenso ataúd.
Y tu retrato,
que no volverá a parecerme hermoso.



Fin de algo


Un ciclo se cierra,
se detiene la absoluta crueldad con que los astros
definen la belleza, lo podrido.
Caminábamos aquella tarde bajo los árboles
cuando nos despedimos en el parque de 15.
Yo te vi atravesar cabizbajo el sendero torcido
y desaparecer.
Nunca pude volver a Lamparilla,
ni recordar exactamente el silbato del barco
hacia la isla.
Todos son fragmentos del algo que termina.
En la Avenida de los mártires caen las mismas flores.
Duarte y yo
compartimos el milagro del domingo.
El Ermitaño y yo
encontramos monedas aún calientes
por un sol que sabemos
que nos mata.
Camino en círculos,
me siento en el mismo café.


De entre la gente espero que salgas,
que aparezcas, para nada.
Para entender el comienzo de todo,
el fin de algo.









En Poemas en el último sendero
Liudmila Quincoses Clavelo, Cuba 1975

martes, 4 de febrero de 2014

"Robó" un cuadro, le agregó un nazi y multiplicó su precio

Para apoyar una subasta de caridad, el artista Banksy intervino un original realizado por un pintor poco conocido. La obra pasó de generar poco entusiasmo a aspirar a recaudar cientos de miles de dólares


 "La banalidad de la banalidad del mal", el cuadro intervenido por Banksy


Lo que era un simple paisaje se convirtió en un suceso artístico luego de que Banksy le agregara la figura de un oficial nazi de espalda, observando el lago.
Se espera que el óleo, que saldrá a subasta por un valor inicial de 76 mil dólares, recaude entre 200 mil y un millón de dólares. La casa que organizará el remate es Housing Works Gramercy, que recauda dinero para personas sin techo y enfermos de sida.
La obra, titulada La banalidad de la banalidad del mal, forma parte de la serie que está realizando en Nueva York, Mejor afuera que adentro. Culmina el 31 de octubre, con dos nuevas intervenciones que publicará al final de cada día en su sitio web. Ese mismo día concluirá también el remate.
"Ésta es una de las mejores cosas que nos han pasado en mucho tiempo. Es un gran gesto. Lo que hizo es realmente especial. Puede ser alguien controvertido, pero no hay controversia en que se trata de algo bueno", dijo Rebecca Edmondson, vocera de Housing Works Gramercy, en diálogo con New York Post.
"No conozco los detalles porque fue todo muy secreto. Pero alguien vino y dejó el cuadro como una donación anónima", contó.
Se cree que, antes de intervenirlo, Banksy había mandado a alguien a comprarlo. Luego, lo devolvió a la tienda sin que nadie se diera cuenta ni pudiera comprender cómo lo hizo.



 La vidriera de Housing Works Gramercy, repleta de curiosos ávidos de conocer la nueva obra

lunes, 3 de febrero de 2014

Pierre Michon: Dicen que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif



Dicen que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif, mujer del campo y hembra perversa, sufridora y perversa, fue la autora de los días de Arthur Rimbaud. No sabemos si renegó primero y padeció después, o si renegó del padecimiento que la aguardaba y en ese reniego persistió; o si el anatema y el padecimiento, asociados en su mente como los dedos de la mano, se superponían, se alternaban, se hostigaban, de suerte que, entre sus dedos negros que se irritaban con el contacto mutuo, Vitalie trituraba su vida, y a su hijo, a sus vivos y a sus muertos. Pero sí sabemos que el marido de esa mujer, que era el padre de ese hijo, llegó a ser en vida un fantasma, en el purgatorio de las guarniciones remotas donde no fue sino un nombre allá por la época en que el hijo contaba seis años. Hay quienes disputan acerca de si ese padre de liviano peso, que era capitán, que gustaba de añadir fútiles anotaciones a las gramáticas y sabía leer en árabe, tuvo sobrados motivos para abandonar a esa hembra de sombra que a su sombra quería arrastrarlo, o si ella sólo se volvió tal por la sombra a la que la arrojó esa ausencia; de ello nada sabemos. Dicen que aquel niño, teniendo a aquel fantasma a un costado del pupitre, y al otro a esa hembra de imprecaciones y desastre, fue idealmente escolar y sintió por el ejercicio antiguo de los versos una intensa atracción: es posible que el viejo tempo escueto de doce pies fuera para él eco de la corneta fantasmal de las guarniciones remotas, y también de los padrenuestros de la hembra de desastre, quien, para medir cadenciosamente su sufrimiento maligno, halló a Dios, de la misma forma que su hijo con análoga pretensión halló el verso; y en esa cadenciosa medida desposó idealmente la corneta y los padrenuestros. El verso es casamentera vieja. Parece ser, pues, que compuso desde la edad más tierna gran cantidad de versos, latinos unos y franceses otros; en esos versos, que pueden consultarse, no aconteció el milagro: son obra de un niño de provincias con buenas dotes, cuya ira no ha dado aún con su cadencia personal y consustancial podría decirse, esa cadencia exacta que permite que la ira se convierta en caridad sin mella alguna, en ira y caridad confundidas en un mismo impulso, alzándose en un único surtidor y volviendo a caer por su propio peso, o alzando el vuelo sin dejar por ello de estar presentes, confundidas, grávidas, tullidas, como un cohete que se nos va en humo entre las manos por más que estalle en impecable salpicadura, es decir, con todo cuanto más adelante llevó el nombre de Arthur Rimbaud. Son escalas de principiante. Y, en los años en que Rimbaud cubría páginas cuadriculadas con esas escalas, podemos estar seguros de que su mayor habilidad no era la grata sonrisa, y solía andar enfurruñado, como lo demuestran esas fotos que algunas manos devotas han reunido acá y acullá para que se multiplicasen como panecillos y fuesen pasando inalteradas por todas las manos devotas del mundo, y en las que ora sostiene en las rodillas esa miniatura de quepis de artillero de la Institución Rossat de Charleville, ora luce en el brazo el indescriptible harapo de lencería clerical que antaño infligían las madres a los hijos en el día de su comunión. Y, en esta foto, los deditos se hunden entre las páginas de un misal que no nos extrañaría que fuera verde como un repollo; mientras que, en la otra, se hallan bien ocultos en la recóndita copa del quepis; pero en ambas la mirada es siempre aviesa y directa, proyectada hacia adelante igual que un puño, como si le inspirara gran aborrecimiento o gran deseo el fotógrafo, que, en aquellos años, se metía bajo una caperuza negra para fabricar artesanalmente el porvenir con el pasado, para manipular el tiempo, y el niño está de morros, inasequible al desaliento. Y su vida posterior, o nuestra devoción, nos informan de que bajo esa apariencia el auténtico alcance de su ira era considerable: no sólo contra el brazal y el quepis, aunque también contra el brazal y el quepis. Ya que, tras esos trapajos, según dicen, se hallaban la sombra del Capitán y la tangible hembra de rechazo y desastre, de rechazo en nombre de Dios; y ambos le fustigaban el alma para que se convirtiese en Rimbaud, no ellos en persona, sino su efigie fabulosa a ambos lados del pupitre; y es posible, aunque odiase con todas sus fuerzas a ambos, y odiase, pues, los versos en que se desposaban los padrenuestros y las cornetas, que sintiera el niño un amoroso afán por la misión que de él exigían. Por eso estaba de morros. En ello persistió y ya sabemos lo que pasó luego.


O también puede ser que no los odiase ni poco ni mucho: el odio no es buen casamentero. Los versos son para darlos y que, a cambio, nos den un algo que tiene que ver con el amor; los versos trenzan coronas de novia; y, por muy desastrosa que fuese, o quizá porque lo era, la hembra tenía más vocación que ninguna otra para recibir amor y, ¿por qué no?, para darlo: igual que las demás, aspiraba a imposibles nupcias, sin saberlo o sabiéndolo. Pero por haberse abismado en padrenuestros y haberse abocado al negro, al vaivén de los dedos negros que deshilachaban su gozo, por estar hundida hasta el cuello en lo irremediable, en lo inconmensurable, porque, en resumidas cuentas, también estaba enfurruñada, los usuales presentes infantiles, las flores y las sonrisas mimosas, las blandenguerías de los poemas de Víctor Hugo que, en último término, también son ciertas y permiten que circule el amor entre seres no desastrosos, todo lo recién enumerado no venía a cuento con ella. Deshilachaba las flores y las sonrisas mimosas, al igual que todo lo demás: porque no quería a ese hijo, que era ella misma, o porque no se quería a sí misma, vete tú a saber; porque lo único que quería de sí misma era ese pozo desmedido en que todo se sumía; y estaba demasiado absorta palpando a tientas los costados del pozo y buscando el fondo para fijarse en las florecillas que crecían en el brocal. Precisaba de ofrendas de más enjundia. Y el hijo, sabedor desde siempre de que no bastaban ni los ramos de flores o las monerías, ni el nudo de la corbata bien hecho, ni el pantalón impecable, ni la compostura de hombrecito y la boquita de cereza, ninguno de esos artificios filiales que se atienen a lo que Víctor Hugo manda, de que ninguno funcionaba, de que ninguno era de recibo, de que iban a parar al pozo triturados entre dos dedos negros, aquel hijo suyo había dado con una solución que no desmerecía de la solución de la madre, y fabricaba artesanalmente para aquel inconmensurable luto unos regalitos inconmensurables, unos padrenuestros de su propia cosecha: parrafadas de lengua rimada, que su madre no entendía, pero en las que, inclinando quizá hacia ellas la cabeza sin conseguir leerlas, vislumbraba un algo tan desaforado como su pozo y tan obstinado como sus dedos, la señal de una pasión arrolladora que ya no conservaba memoria alguna de su causa y trascendía su efecto, un amor puro carente de efecto; creaciones que parecían cosa de iglesia y se arropaban en lúgubres remates, que olían a botas de tortura y recónditos calabozos; una lengua huera cuya primicia le brindaba el hijo como un regalo de año nuevo; tostones en latín que hablaban de Yugurta, de Hércules, de los muertos Capitanes de la lengua muerta; y cierto es que en esos tostones había bandadas de palomas y mañanas de junio, y trompetas, pero todo se le venía encima a la página en un idioma opaco, un absoluto diciembre, y adoptando la disposición caligráfica de los versos, es decir, con un margen a cada lado, un delgado pozo de tinta despeñándose abruptamente, hasta cuyo fondo vamos cayendo al hilo de las páginas. Y es posible que la madre, aun sin decir palabra, se exaltase al ver esas creaciones, que se reconociese en ellas; y, en un comedor de Charleville, el niño sentado que hacia su madre alzaba la cabeza veía que se quedaba un momento boquiabierta, como asombrada, como embargada de respeto, como envidiosa, pero los dedos dejaban de triturar los negros pensamientos, y se agostaba la fuente del reniego, como si en esa lengua huera que no era capaz de leer intuyese la obra de un excavador de pozos más poderoso que ella, que ahondaba más y de forma más irremediable, que era su amo y maestro y, en cierto modo, la liberaba. Le acariciaba entonces la cabeza, cabe dentro de lo posible. Pues, hasta cierto punto, se trataba efectivamente de un regalo. Y cuando, en otras ocasiones, el niño leía en voz alta la más reciente molienda de sus tostones virgilianos pulidos al máximo con vistas a concursos provincianos, como podemos suponer que hizo frecuentemente ante su madre, lo mismo que en Saint-Cyr leían las muchachas ante el rey, mientras ella, la hembra campesina, permanecía sentada igual que el rey, extrañadísima pero reticente, desdeñosa, regia, es decir, implacable, así que cuando en presencia de su madre soltaba el niño sus insignes padrenuestros, asimismo regio y exaltado, admirable y ridículo como Bonaparte niño en Brienne, y, como éste, un tanto aterrador, podemos suponer que a la sazón se hallaban ambos más próximos entre sí de lo que hubieran podido figurarse, aunque muy alejados, cada cual en su trono, del que no querían bajarse, a semejanza de dos soberanos de capitales distantes que mantuviesen mutua correspondencia. Así que, en sus tiernos años, decía él su poema y ella lo escuchaba, estoy seguro. Se hacían ese mutuo regalo, igual que otros regalan un ramo y su madre les da después un beso, mientras los contempla el risueño padre; y también en este caso estaba presente el padre, en la lengua huera oían los dos la corneta perdida. Sí, aquellos dos desaforados, en mutua compañía en unos cuantos comedores de Charleville, se restregaban uno contra otro, se brindaban algo parecido al amor: y lo hacían mediante esa lengua suspendida en el aire y cadenciosa. Pero mientras la lengua, en las alturas, rumbo a la araña del techo, organizaba su aquelarre, ellos, sus cuerpos, abajo, sentada ella en una silla, o de pie, y recitando él, apoyado en una mesa, sus cuerpos, en cambio, estaban de morros.

Y esto también se ha dicho, seguramente, porque acerca de aquel mohín infantil ante el fotógrafo, y acerca del mohín de Vitalie Rimbaud, que nadie conoce porque ningún fotógrafo lo aprehendió de forma definitiva bajo la caperuza negra, se ha dicho ya cuanto puede decirse. Y también se ha dicho casi todo de aquel que tampoco debía de ser la alegría de la huerta, de la sombra que asistía in absentia a esas justas verbales del comedor, del Capitán, con cuya foto tampoco contamos hoy por hoy, aunque no cabe duda que alguna vez debió de posar ante un objetivo, en el purgatorio, junto con unos cuantos suboficiales de remotas guarniciones, atusándose con dos dedos la perilla, o jugando a las cartas, o con la mano en la empuñadura del sable, y quizá en ese preciso instante se estaba acordando del niño, de Arthur. Ahí está recordando a Arthur, en un sobrado de las Ardenas, en una cartulina sepia que ya amarillea; hace cien años que no lo ha visto nadie; detrás de él suena una corneta que nadie oye. Los devotos localizarán esa foto un buen día, y todos podrán mirarla pensativos, todo el mundo verá esa mano en la empuñadura, o atusándose el bigote, y nadie sabrá en qué estaba pensando el Capitán. Pero, hoy por hoy, nadie sabe qué cara tenía.

Se sabe en cambio cómo era la otra parentela del niño, porque de ella sí hay fotos, y, anteriormente, retratos pintados, de esa época en que sólo la mano del pintor manipulaba el tiempo con pigmentos nacidos de la tierra, y no lo manipulaban aún las sales de plata en la caja mágica, bajo la caperuza negra. Ya que sabido es que lo echaron al mundo otros antepasados, y permanecieron a su lado, en carne y hueso, ellos y no únicamente sus fotos, y fueron tan disponibles y fáciles de someter cuanto arisca era la madre, y menos fantasmales, en resumidas cuentas, que el padre, más evidentes, más atestiguados, en gruesos tomos en que constan sus nombres, de lo que lo estuvo aquel padre en la gramática Bescherelle que olvidó en Charleville con las prisas de la partida, gruesa también por cierto, pero en cuyos márgenes dejó una huella mínima: eruditos comentarios y patas de mosca; y, además, en aquella gramática no figuraba en letras de molde el apellido Rimbaud, sino el de los hermanos Bescherelle. Sí, ajenos a cualquier parentesco con el Capitán o con la mujer del Capitán, y quizá tan contingentes en relación con ellos como los siete planetas distantes en relación con la luna o el sol, surgieron magistralmente los abuelos, los faros, como solía decirse, las remotas estrellas, en la oscuridad de los colegios de segunda enseñanza: Malherbe y Racine, Hugo, Baudelaire, y el bendito Banville, quienes, procedente cada cual del anterior, se alumbraron más o menos en ese mismo orden, reanudando con la filiación canónica que templa, de dos en dos, los doce pies, ese común origen del que todos proceden, todos enhebrados en la larga varilla de doce pies como otros tantos arillos relucientes, diversos aunque semejantes, y naciendo de esa sutil variación, tomando de ella nombre; y todos, mediante ese prolongado cordón umbilical, se remontaban hasta Virgilio, Virgilio que no precisó de los doce pies porque él fue el Anciano, el fundador, y suyas eran las licencias; y es posible que, remontándose más allá de Virgilio y más allá de Homero, tuvieran quizá firmemente echada el ancla en el Nombre inefable; que, para perpetuar el linaje, contasen todos con una licencia singular del más allá; que, para engendrarse de ese modo, usasen por turno ciertas mujeres, ciertas imprecadoras, y voceasen más alto que las imprecadoras en gruesos tomos mudos; y el último retoño tenía a su completa disposición, en Charleville, en su pupitre infantil, ese montón de antepasados. No podía estar seguro de si algún día llegaría a verse incluido en sus filas; aunque ya lo estaba porque, si bien los veneraba con absoluta lealtad, no se limitaba a venerarlos, sino que los aborrecía con igual arrebato: existían, interpuestos entre él y el Nombre inefable, abultaban y estaban de más. Sabido es que acabó por superarlos, que los domeñó y se convirtió en su maestro: partió la varilla y también, visto y no visto, se partió la cara contra ella.





En Rimbaud el hijo, I
Título Original: Rimbaud le fils
Traducción: María Teresa Gallego Urrutia
Barcelona, Anagrama, 2001

Embriagáos



En 1915 Sigmund Freud escribe un pequeño ensayo de una calidad narrativa inigualable titulado “Lo perecedero”, que se inicia con una anécdota ocurrida unos años antes cuando, al pasear con dos amigos artistas, estos se manifestaban preocupados por la idea de la transitoriedad de la belleza que se les manifestaba en los floridos campos que acompañaban su caminata. La sensación de que el esplendor que los rodeaba estaba destinado a perecer les impedía a sus acompañantes poder disfrutar del goce que ese paisaje les proporcionaba.
La anécdota le posibilita  entonces a Freud plantear que ante esta preocupación por los estragos que el tiempo le inflige a lo bello, se originan dos tendencias psíquicas distintas: una que conduce al amargado hastío del mundo y otra que conduce a una suerte de negación de esta pretendida fatalidad. Dirá entonces que “la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido” malogra el goce de lo bello. Esto quiere decir que pensar a Cronos como  causa de  sufrimiento es un modo en que el ser hablante puede desplazar sus dificultades para soportar las pérdidas, aquellas de las que ninguno está exento.

Ahora bien, que nos inunde el sentimiento trágico de la vida, como decía Unamuno, que intentemos darle una –siempre patética– significación a la muerte, que naufraguemos en la confusión entre lo inmortal y lo eterno, que siempre tengamos la sensación de haber llegado demasiado temprano o demasiado tarde, que el eterno retorno de lo mismo nos encuentre siempre en el mismo lugar, o que muchas veces sea la hora fatal la que nos entregue la clave del “laberinto múltiple de pasos” de los días que se tejen desde la niñez… todo eso no es culpa del reloj…

Pero mejor ahora leamos lo que podríamos llamar “la solución Baudelaire”, expresada por el poeta maldito en uno de sus  Pequeños poemas en prosa:


EMBRIAGAOS
Hay que estar siempre embriagado. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os quiebra los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que emborracharos sin tregua.
Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.
Y si en alguna ocasión, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la sombría soledad de vuestro cuarto, os despertáis, disminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os responderán:
¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin parar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.



domingo, 2 de febrero de 2014

Adolfo Bioy Casares - El navegante vuelve a su patria




Creo que vi Pasaje a la India, porque en el título de la película estaba mi país. Al salir del cine, tomé el subterráneo —o Metro, como acá lo llaman— para ir a la embajada, donde todos los días trabajo un par de horas. Lo que así gano me permite ciertas extravagancias que dan un poco de animación a mi vida de estudiante pobre. Sospecho que por culpa de esas extravagancias, recaigo últimamente en una suerte de sonambulismo que suele provocar situaciones molestas. Un ejemplo: al recordar el viaje en subterráneo, me veo cómodamente sentado, aunque tengo pruebas de haber permanecido de pie, cerca de las puertas, asido a una columna de hierro y a punto de caer cuando el tren se detiene o se pone en movimiento. Desde ahí miro, con una mezcla de conmiseración y de censura, a un estudiante camboyano, muy mal entrazado, que en un asiento, a la mitad del vagón, dormita con la cabeza reclinada contra el vidrio de la ventanilla. Su pelambre, tan abundante como sucia, deja ver un redondel calvo y arrugado; la barba es rala y de tres o cuatro días. Dormido sonríe, mueve los labios rápida y suavemente, como si en voz baja mantuviera una amena conversación consigo mismo. Pienso: «Parece contento, aunque no hay razón para que lo esté. Vive, como yo, entre europeos hostiles, por más que lo disimulen. Hostiles a quienes juzgan diferentes. En tal sentido los indios tenemos alguna ventaja, por ser menos diferentes; pero a este muchacho, con su traza tan particular ¿quién no le lleva ventaja? Aunque fuera occidental y del Norte, se lo vería como a un representante de la escoria del mundo. Ni siquiera yo, que me considero libre de prejuicios, me atrevería así nomás a confiar en él».


Bajo en la estación La Muette y en seguida me encuentro en la calle Alfred-Dehodencq, donde está la embajada. Por increíble que parezca, el portero no me reconoce y se niega a dejarme pasar. Mientras forcejeamos a brazo partido, el hombre grita: «¡Fuera! ¡Fuera!» varias veces. En una de las últimas, el grito se convierte en un amistoso: «Sour-sday», que en camboyano significa: «Buenos días». Abro los ojos y aún perplejo, veo a mi amigo el taxista, un compatriota, que mientras me zamarrea para despertarme, repite el saludo y agrega:

«Tenemos que bajar. Llegamos al barrio». Me incorporo, casi doy un traspié al salir del vagón; sigo al compatriota por el andén, sin preguntar nada, por temor de equivocarme y de que me crea loco o drogado. Antes de subir la escalera, cuando pasamos frente al espejo, tengo una revelación, no por prevista menos dolorosa. Quiero decir que el espejo refleja mi pelambre sucia, mi barba rala, de tres o cuatro días; pero lo que francamente me fastidia es comprobar que también en ese momento muevo los labios y, peor todavía, sonrío hablando solo, como un imbécil.




En Una muñeca rusa-El lado de la sombra

sábado, 1 de febrero de 2014

David Foster Wallace: El suicidio como una especie de regalo



Había una vez una madre que lo pasaba muy, pero que muy mal, emocionalmente, por dentro.


Por lo que ella recordaba, siempre lo había pasado mal, incluso de niña. Recordaba pocos detalles específicos de su infancia, pero sí recordaba haber sentido un odio hacia sí misma, un terror y una desesperación que parecían haberla acompañado desde siempre.

Desde una perspectiva objetiva, no sería descabellado decir que aquella futura madre tragó mucha mierda psíquica cuando era una niña y que parte de aquella mierda podía describirse como abusos sexuales por parte de sus padres. Sin embargo, aunque todo esto era verdad, no era el problema.

El problema era que, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, aquella futura madre se odiaba a sí misma. Percibía todas las situaciones de la vida con aprensión, como si cualquier ocasión u oportunidad fueran una especie de examen importante y terrible y ella hubiera sido demasiado estúpida o perezosa para prepararse con antelación. Se sentía como si tuviera que sacar la nota máxima en todos aquellos exámenes para evitar algún castigo terrorífico.41 Se sentía aterrorizada por todo y le aterrorizaba que se notara.

La futura madre sabía perfectamente, desde una edad temprana, que aquella presión constante y horrible venía de su propio interior. Que no era culpa de nadie más que de ella. Aquello la hacía odiarse más todavía. Esperaba de sí misma una perfección absoluta, y cada vez que no la conseguía la colmaba una desesperación profunda e insoportable que amenazaba con romperla en pedazos como si fuera un espejo barato.42 La futura madre proyectaba aquellas expectativas tan altas en todos los ámbitos de su vida futura, particularmente en aquellos que involucraban la aprobación o desaprobación de los demás. Por esta razón, durante su niñez y su adolescencia, todos la percibían como a una chica brillante, atractiva, popular y admirable; la elogiaban y la aprobaban. Sus compañeras parecían envidiar su energía, su dinamismo, su aspecto, su inteligencia, su disposición y su atención infalible a las necesidades y sentimientos ajenos;43 tenía pocas amigas íntimas. A lo largo de su adolescencia, las autoridades como, por ejemplo, profesores, patrones, líderes militares, pastores y asesores de asociaciones de alumnos universitarios comentaron que la joven «parec[ía] tener expectativas muy, muy altas de [sí misma]», y aunque a menudo aquellos comentarios se emitían desde una voluntad de preocupación o reprobación amables, casi siempre se podía distinguir en ellos una nota ligera pero inconfundible de aprobación —de que la autoridad había emitido un juicio objetivo e imparcial y había otorgado su aprobación—, y en todo caso la futura madre se sentía (por entonces) aprobada. Se sentía tenida en cuenta: sus criterios eran altos. Sentía una especie de orgullo abyecto por la falta de piedad que mostraba hacia sí misma.44

Cuando llegó a la vida adulta, ya resultaba adecuado afirmar que la futura madre lo estaba pasando interiormente muy, pero que muy mal.

Cuando se convirtió en madre, las cosas fueron todavía más duras. Las expectativas de la madre hacia su criatura resultaron también ser imposiblemente elevadas. Y cada vez que la criatura no lograba algo, la inclinación natural de la madre era odiarla. En otras palabras, cada vez que él (la criatura) amenazaba con comprometer los criterios elevados que eran lo único que la madre creía tener, para sus adentros, el odio instintivo de la madre hacia sí misma tendía a proyectarse hacia el exterior y hacia la criatura. A aquella tendencia se le añadía el hecho de que en la mente de la madre no había más que una separación minúscula e imprecisa entre su propia identidad y la de la criatura. La criatura parecía en cierto sentido ser el reflejo de la propia madre en un espejo que reducía las imágenes y las distorsionaba de forma grotesca. Por tanto, cada vez que la criatura era maleducada, codiciosa, grosera, dura de mollera, egoísta, cruel, desobediente, perezosa, tonta, testaruda o infantil, la inclinación más profunda y natural de su madre era odiarla.

Pero no podía odiarla. Ninguna buena madre puede odiar a su criatura, juzgarla, abusar de ella o desearle ningún daño de ninguna clase. La madre lo sabía. Y los criterios que usaba consigo misma como madre era, tal como uno podría esperar, muy elevados. Y era por esta razón por la que siempre que «metía la pata», «hablaba con brusquedad», «perdía la paciencia» o expresaba (aunque fuera mentalmente) odio (por breve que fuera) hacia la criatura, la madre se hundía instantáneamente en un abismo de recriminaciones hacia sí misma y de desesperación que le resultaba imposible de soportar. De modo que la madre entró en guerra. Sus expectativas libraban un conflicto fundamental. Un conflicto en el que sentía que su propia vida estaba en jaque: no poder vencer la insatisfacción instintiva que sentía hacia su criatura daría lugar a un castigo terrible y devastador que en su interior sabía que ella misma iba a infligir. Estaba decidida a tener éxito, desesperada por tenerlo, por satisfacer las expectativas que tenía de sí misma como madre sin importar cuál fuera el precio.

Desde una perspectiva objetiva, la madre tuvo un éxito tremendo en sus esfuerzos por controlarse. En su conducta externa hacia la criatura, la madre mostró un cariño infatigable, fue compasiva, comprensiva, paciente, amable, efusiva, incondicional y desprovista de toda capacidad aparente de juzgar, desaprobar o negar de cualquier forma su amor. Cuanto más abyecta era la criatura, más cariño se exigía a sí misma la madre. Su conducta resultaba impecable de acuerdo con cualquier criterio de lo que ha de ser una madre excelente.

A cambio, la criatura, a medida que crecía, quiso a su madre más que a todo lo demás que hay en el mundo. Si hubiera tenido la posibilidad de hablar verdaderamente acerca de sí misma, la criatura habría dicho que se percibía a sí misma como una criatura realmente perversa y repulsiva a quien, gracias a algún golpe inmerecido de buena suerte, le había tocado la mejor madre del mundo entero, la más cariñosa, paciente y guapa.

Pero por dentro, a medida que la criatura crecía, la madre seguía llena de odio hacia sí misma y de desesperación. Probablemente, se decía, el hecho de que la criatura mintiera, hiciera trampas y aterrorizara a las mascotas del vecindario era culpa de su madre. Probablemente la criatura no estaba haciendo más que expresar para que lo viera todo el mundo los defectos grotescos y patéticos que ella tenía como madre. Por tanto, cuando la criatura robó el dinero para UNICEF de su clase o agarró a un gato de la cola y lo golpeó varias veces contra la esquina afilada de la casa de ladrillo vecina a la suya, la madre asumió como suyos los grotescos defectos de la criatura, recompensando las lágrimas de la criatura y las recriminaciones que ésta se hacía con una generosidad y un amor incondicional que hizo que la criatura la considerara su único refugio en un mundo de expectativas imposibles, juicios implacables y mierda psíquica sin fin. A medida que él crecía (la criatura), la madre asumió todas sus imperfecciones, las guardó en su propio interior y de ese modo lo absolvió, lo redimió y lo regeneró, sin importar que estuviera acrecentando su propio fondo interior de odio hacia sí misma.

Y así fue durante toda la infancia y la adolescencia de su criatura, de manera que, para cuando la criatura fue lo bastante mayor como para solicitar diversas licencias y permisos, la madre se sintió casi colmada de odio en su interior: odio hacia sí misma, hacia su criatura defectuosa e infeliz y hacia un mundo de expectativas imposibles y de juicios implacables. No podía, por supuesto, expresar nada de aquello. De manera que fue el hijo —desesperado, igual que todas las criaturas, por devolver ese amor perfecto que solamente se puede esperar de las madres— el que lo expresó todo por ella.




Notas




41 Sus padres, por cierto, nunca le pegaron ni trataron de imponerle mu güila disciplina, ni tampoco la presionaron.

42 Sus padres habían sido gente con pocos recursos, físicamente imperfectos y no muy inteligentes, y la niña se disgustaba con ella misma por ser capaz de percibir aquellos rasgos.

43 Por entonces todavía no se usaban las expresiones ser positivo ni tampoco relajarse psicológicamente (ni tampoco, por cierto, mierda psíquica; ni abusos sexuales por parte de los padres ni perspectiva objetiva).

44 De hecho, una explicación que los padres de aquella chica a la que ya le faltaba poco para ser madre solían darle para imponerle tan poca disciplina era que su hija parecía reprenderse a sí misma sin piedad por cualquier pequeño fracaso o transgresión, de tal modo que imponerle alguna disciplina habría sido, entre comillas, «un poco como darle patadas a un perro».



Relato incluido en Entrevistas breves con hombres repulsivos
Título original: Brief interviews with hideus men
Barcelona, Literatura Mondadori, 2001
Traducción de Javier Calvo

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