sábado, 12 de abril de 2014

Alain Resnais – a life in pictures

1959: Lui (Eiji Okada) holds Elle (Emmanuelle Riva) in a crowd in a scene from Hiroshima Mon Amour. Photograph: John Springer Collection/Corbis


1961: Resnais on the set of L'Annee Derniere a Marienbad (Last Year at Marienbad). Photograph: Georges Pierre/Sygma/Corbis


1961: French actor Delphine Seyrig with Resnais on the set of L'Annee Derniere a Marienbad. Photograph: Georges Pierre/Sygma/Corbis


Scene from L’Annee Derniere a Marienbad. Photograph: BFI


1961: Delphine Seyrig on the set of the film L'Annee Derniere a Marienbad . Photograph: Georges Pierre/Sygma/Corbis


1967: Resnais (centre) with the actor Yves Montand (right) and the writer Jorge Semprun (left) after receiving the Louis Delluc award for his film La Guerre est Finie, in Paris. Photograph: AFP/Getty Images


1968: The Etats Generaux du Cinema bring together the film-making industry to participate in a strike in Paris. They demanded the use of cinema as a political weapon. Photograph: Georges Pierre/Sygma/Corbis


1977: Ellen Burstyn, David Warner, John Gielgud and Dirk Bogarde on the set of Providence, directed by Alain Resnais. Photograph: Sunset Boulevard/Corbis


1986: The French actor Sabine Azéma watches director Alain Resnais on the set of the film Melo. Photograph: Sophie Bassouls/Sygma/Corbis


1997: Resnais on set of On Connait la Chanson. Photograph: Gerard Rancinan/Sygma/Corbis


2002: Resnais with the Cannes film festival trophy received as a tribute to his works. Photograph: Francois Lo Presti/AFP/Getty Images


2006: Resnais at the 2006 Venice film festival. Photograph: Alessandra Benedetti/Corbis


2007: Resnais at the Lancaster Hotel in Paris. Photograph: Ed Alcock


2009: Alain Resnais and Mathieu Amalric filming Les Herbes Folles (Wild Grass). Photograph: Allstar/Sony Pictures Classics/Sportsphoto


2009: Resnais delivering a speech after winning a special prize award for his 50-year career during the closing ceremony of the 62nd Cannes film festival. Photograph: Valery Hache/AFP/Getty Images

viernes, 11 de abril de 2014

Ray Bradbury - Tal vez nos vayamos


Era algo extraño que no se podía contar. Se le deslizaba por el pelo del cuello mientras despertaba. Con los ojos cerrados, apretó las manos contra el polvo.

¿Era la tierra que sacudía un viejo fuego bajo la corteza, volviéndose en sueños?

¿Eran los búfalos en las praderas polvorientas, en la hierba sibilante, que ahora pisoteaban la tierra, moviéndose como nubes oscuras?

No.

¿Entonces, qué, qué era?

Abrió los ojos y era Ho-Awi, el niño de una tribu con nombre de pájaro, en las colinas con nombre de sombras de lechuzas, cerca del gran océano, en un día que era malo sin ningún motivo.

Ho-Awi miró la cortina de la tienda que se estremecía como una gran bestia que se acuerda del invierno.
Dime, pensó, ¿de dónde viene la cosa terrible? ¿A quién matará?

Se volvió lentamente, un niño de pómulos oscuros y afilados como quillas de pajaritos que vuelan. Los ojos castaños vieron un cielo colmado de oro, colmado de nubes; el cuenco de la oreja recogió el golpeteo de los cardos en los tambores de batalla, pero el misterio mayor lo llevó al borde de la aldea.

Allí, decía la leyenda, la tierra continuaba como una ola hasta otro mar. Entre aquí y allá había tanta tierra como estrellas en el cielo de la noche. En alguna parte de toda aquella tierra, tormentas de búfalos negros segaban la hierba. Y aquí estaba Ho-Awi, el estómago apretado como un puño, preguntándose, buscando, esperando, asustado.

—¿Tú también? —dijo la sombra de un halcón.
 
Ho-Awi se volvió.

Era la sombra de la mano del abuelo que escribía en el viento.

No. El abuelo señaló silencio. La lengua se movió en la boca desdentada. Los ojos eran pequeñas caletas detrás de las capas de carne hundida, las arenas resquebrajadas de la cara.

Ahora estaban de pie al borde del día, juntos a causa de algo que no conocían. Y el viejo hizo lo que había hecho el muchacho. La oreja momificada se volvió; las aletas de la nariz se le estremecieron. El viejo esperaba también, dolorosamente, algún gruñido de respuesta, que viniera de cualquier dirección, y que les anunciara al menos que desde un cielo distante venía un trueno como madera que se desploma. Pero el viento no respondió, hablaba sólo de sí mismo.

El abuelo hizo la señal de que debían ir a la Gran Cacería. Este, dijeron sus manos como bocas, era un día para el conejo joven y el viejo desplumado. Que ningún guerrero fuera con ellos. La liebre y el cuervo moribundo tenían que viajar juntos. Porque sólo los muy jóvenes veían la vida adelante, y sólo los muy viejos veían la vida detrás; los del medio andaban tan ocupados con la vida que no veían nada.

El viejo giró lentamente en todas las direcciones.

¡Sí! ¡Sabía, estaba seguro! Para encontrar esa cosa de oscuridad se necesitaba la inocencia del recién nacido, y para ver muy claro la inocencia del ciego.

¡Ven!, dijeron los dedos temblorosos.

Y el conejo que husmeaba y el halcón apegado a la tierra dejaron la aldea desvaneciéndose como sombras en el día inestable.

Buscaron las colinas altas para ver si las piedras estaban una encima de la otra, y así era. Escrutaron las praderas, pero sólo encontraron vientos que juegan allí todo el día como los niños de la tribu. Y encontraron puntas de flechas de antiguas guerras.

No, escribió la mano del viejo en el cielo, los hombres de esta nación y de aquella más allá fuman junto a las hogueras del verano mientras las mujeres indias cortan leña. No son flechas en vuelo las que casi oímos.

Por fin, cuando el sol se hundió en la nación de los cazadores de búfalos, el viejo miró hacia arriba.

¡Los pájaros, le exclamaron las manos de pronto, vuelan hacia el sur! ¡El verano ha terminado!

¡No, dijeron las manos del niño, el verano acaba de empezar! ¡No veo los pájaros!

Están tan altos, dijeron los dedos del viejo, que sólo un ciego puede sentir como pasan. Ensombrecen el corazón más que la tierra. Siento en la sangre que cruzan hacia el sur. El verano se va. Podemos ir con él. Tal vez nos vayamos.

—¡No! —exclamó el muchacho en voz alta, asustado de pronto—. ¿A dónde ir? ¿Por qué? ¿Para qué?

—¿Quién sabe? —dijo el viejo—, y tal vez no nos moveremos. Pero aun sin movernos tal vez nos vayamos.

—¡No! ¡Vuelve! —gritó el muchacho al cielo vacío, a los pájaros invisibles, al aire sin sombras—. ¡Verano, quédate!

Es inútil, dijo el viejo con una mano que se movía sola. Ni tú ni yo ni nuestra gente puede soportar este clima. La estación ha cambiado, viene para quedarse en la tierra para siempre.

¿Pero de dónde viene?


De aquí, dijo el viejo al fin.

Y en la penumbra miraron las grandes aguas del este que cubrían el borde del mundo, donde nadie había ido nunca.

Allí. La mano del viejo se cerró y se tendió rápidamente. Allí.

Muy lejos, una sola luz ardía en la orilla.

Al salir la luna, el viejo y el niño conejo caminaron por la arena, oyeron extrañas voces en el mar, olieron el fuego salvaje, de pronto cercano.

Se arrastraron boca abajo. Tendidos miraban la luz.

Y cuanto más miraban, más frío sentía Ho-Awi, y sabía que todo lo que el viejo había dicho era cierto.

Porque reunidos junto al fuego de ramas y musgo, que brillaba vacilando en el suave viento vespertino, más frío ahora, en el corazón del verano, estaban esas criaturas que nunca había visto.

Eran hombres con caras como carbones encendidos, con ojos a veces azules como el cielo. Todos esos hombres tenían pelo reluciente en las mejillas y el mentón. Un hombre levantaba una luz en la mano y tenía en la cabeza una luna de materia dura como la cara de un pez. Los otros tenían placas brillantes y redondas que tintineaban adheridas al pecho, y resonaban ligeramente cuando se movían. Mientras Ho-Awi observaba, algunos hombres se levantaron los gongos brillantes de las cabezas, se quitaron los caparazones de cangrejo que les cegaban los ojos, los estuches de tortuga que les cubrían el pecho, los brazos, las piernas, y arrojaron todas esas vainas a la arena riendo. Entretanto, en la bahía, una forma negra flotaba en el agua, una canoa oscura con cosas como nubes desgarradas que colgaban de unos postes.

Después de contener el aliento un largo rato, el viejo y el niño se fueron.

Desde una colina observaron el fuego que ahora no era mayor que una estrella. Se lo podía tapar con una pestaña. Si uno cerraba los ojos, el fuego desaparecía.

Sin embargo, seguía allí.

 —¿Es este el gran acontecimiento? —preguntó el niño.

La cara del viejo era la de un águila caída, una cara de años terribles y de sabiduría involuntaria. Los ojos eran de un brillante resplandor, como llenos de una marea de agua clara y fría en la que se podía ver todo, como un río que bebiera el cielo y la tierra y lo supiese, lo aceptara en silencio, y no negase la acumulación de polvo, tiempo, forma, sonido y destino.

El viejo asintió una vez.

Este era el clima terrible. Así es como terminaría el verano. Esto era lo que llevaba a los pájaros hacia el sur, sin sombras, a través de una tierra de dolor.

Las manos gastadas dejaron de moverse. El momento de las preguntas había pasado.

Muy lejos, el fuego se sobresaltaba. Una de las criaturas se movió. La materia brillante del caparazón de tortuga que le cubría el cuerpo relampagueó de pronto. Era como una flecha que abría una herida en la noche.

Luego el niño desapareció en la oscuridad, siguiendo al águila y al halcón que vivían en el cuerpo pétreo del abuelo.

Abajo el mar se levantaba y arrojaba otra ola salada que se hacía trizas y silbaba como cuchillos innumerables a lo largo de las costas del continente.




En Las maquinarias de la alegría
Traducción de Aurora Bernárdez
Imagen: Ray Bradbury 1975 - Los Angeles Times

jueves, 10 de abril de 2014

El cuerpo según Lacan

En un congreso lacaniano se discutió el papel del cuerpo como territorio de encuentros, conflictos y goces en el mundo real y en el virtual.

 "INTERMISSION" DE MAGRITTE. "Deberíamos forjar un nuevo paradigma en el que la anormalidad esté contemplada", señaló Laurent.


Un cuerpo puede convertirse en un territorio inefable, peligroso, inconstante. Y en estos tiempos, en los que la función paterna está en crisis, poseer el propio no es tarea sencilla y son vastos los ejemplos que dan cuenta de las múltiples formas, muchas signadas por la fascinación a la violencia extrema, por las que intentamos hacernos de uno: “cuerpos que se atiborran de comida de manera compulsiva para sostenerse; que se cortan para sentir o se golpean para no sentir; que se mutilan para desprenderse del falo como significante, otros donde los cosmetizan para recuperar el brillo fálico. Unos donde el tatuaje construye un cuerpo; otros en los que en lugar de un cuerpo se constituye un borde”. Así resuenan las palabras del psicoanalista Patricio Alvarez en la presentación del VI Enapol, el Encuentro Americano de Psicoanálisis de la Orientación Lacaniana, llevado a cabo recientemente en el Hotel Panamericano bajo un tema de inmensa actualidad, no sólo para el campo psicoanalítico: “Hablar con el cuerpo. La crisis de las normas y la agitación de lo real”.


Esta particular denominación del Encuentro resuena inquietante y hace referencia a una frase que se desprende del texto La Tercera de Jacques Lacan: lo real, aquella dimensión que escapa a lo simbólico, se encabritará (se desbocará) ante los avances de la ciencia y será misión del analista hacerle frente.


Y es que en la sociedad contemporánea, signada por la falta de reglas y de un universal organizador “los cuerpos son librados más bien a sí mismos, librados a la ley del goce, ante la pérdida del significante amo que instala sus disciplinas de marcación y educación”, en palabras del reconocido psicoanalista francés Eric Laurent, uno de los fundadores de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP) y de los referentes internacionales, además del español Miguel Bassols y el brasileño Sergio Laia, que participaron como disertadores en estas intensas jornadas del 22 y 23 de noviembre pasado. Hubo conferencias y mesas redondas, con debates e intercambios de ideas entre los más de 1.600 inscriptos (profesionales oriundos de Brasil, Chile, México, Perú, Ecuador, Venezuela y Bolivia); se expusieron 300 casos y 14 conversaciones clínicas centradas en las investigaciones promovidas por las escuelas de Brasil (EBP) y Centroamérica (NEL), con la presencia también de especialistas chilenos y uruguayos.


De manera simultánea y distribuidos en diferentes salones del hotel, los grupos de trabajo, abordaron con avidez tópicos como “el uso del cuerpo en los autistas”, “el niño amo”, “la construcción del cuerpo infantil”, “tatuajes”, “sexualidades”, “cambio de sexo”, “el cuerpo cosmético”, “mutilaciones”, “cuerpo de mujer”, “cortes”, “melancolías”,“histeria”, “trauma”, “tiempo”, “bulimia y obesidad” o “el cuerpo y la genética”, sólo por recorrer algunos de los temas que conforman el entramado de nuestros cuerpos presentes y conquistados. “Habitados por ese real incomprensible y que –destaca Ricardo Seldes, presidente del Enapol– agazapados en el síntoma, suelen hablar de manera muy silenciosa en un escenario en el que pareciera que la tristeza no es tolerable y en el que cualquier insatisfacción pretende ser borrada”. En momentos en los que el ‘I like’ de facebook reduce los goces de cada uno de nosotros a uno sólo. Mesurable, detectable, predecible.


En estos conceptos también se detuvo Laurent, al retomar la polémica que rodeó la publicación de la quinta edición del DSM (el manual de trastornos mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría), criticado por ser un compendio excesivamente costoso, rígido y anclado en una lógica positivista. “A medida que el mundo se globaliza se tiende a medicalizar toda diferencia, a normalizar a partir de la medicalización. La homogenización de los diagnósticos explicaría el consiguiente crecimiento exponencial de ciertas patologías como la bipolaridad y el autismo. Deberíamos forjar un nuevo paradigma, en el que la anormalidad esté contemplada, ya que todos somos un poco excéntricos a toda categoría”.


Ante el empecinamiento de aplastar, amalgamar y corregir cualquier particularidad, el analista deberá entonces enfrentarnos a nuestra singularidad, incluso a partir de la lectura del síntoma que hace cuerpo. “El psicoanalista se instala como un sostén, un lazo capaz de afirmar al paciente que busca hacer pie en un mundo desarticulado y de relaciones liquidas”, apunta la licenciada Alicia Arenas, en tanto Jorge Forbes, acentúa que “lo real en cada uno no está en el mundo y que, aun ante un horizonte complejo, somos responsables, en nuestra condición de sujetos, como ya lo decía Lacan”. La ecuatoriana Piedad Ortega de Spurrier apuesta a la necesidad de los especialistas de pensar la inscripción del goce fijado en el cuerpo; de evocar un nuevo uso del significante más cerca del vacío: “Sabiendo que las palabras tienen una carga de goce, la experiencia analítica debería orientarse a que se produzca esa reducción a lo insoluble, ya que en el campo del goce existe un trozo indominable para cualquier empresa de dominio”.

miércoles, 9 de abril de 2014

Dennis Hopper's lost sixties photo album found

More than 400 lost photographs taken by Easy Rider director and actor Dennis Hopper will go on show in the UK for the first time this summer at the Royal Academy of Arts.
The black and white photographs taken in the 1960s, were discovered in a closet along with the Christmas ornaments when his house in LA was cleared after his death in 2010. The photographs, which were taken between 1961 and 1967, include portraits of Robert Rauschenberg, Andy Warhol, Jane Fonda, and Paul Newman.
Hopper, who acted in films including Apocalypse Now (1979) and Blue Velvet (1986), but is best known as the director of road movie Easy Rider (1969), became obsessed with taking photographs in 1961, when his first wife, Brooke Hayward, gave him a Nikon camera for his birthday, because he couldn’t afford to buy one.
These photographs, which are referred to as The Lost Album, have now been exhibited at Berlin’s Martin-Gropius-Bau in 2012 and then at Gagosian New York, in 2013. But until then, these photographs hadn’t seen the light of day since his first ever photography show in Fort Worth, Texas in 1970.


 Warhol, Geldzahler, Hockney, Goodman -1963











 

 James Rosenquist -1964















 Claes Oldenburg with Cake Slices -1966

martes, 8 de abril de 2014

Abelardo Castillo: Matías, el pintor



A los diez años, la gente no se diferencia notablemente de sus semejantes; en tal sentido Matías no era una criatura demasiado extraña. Salvo, acaso, que pintaba. Y que una vez pintó el retrato del hermano Leonardo.


Matías nació en otoño, de noche. Hay quien asegura que los nacidos bajo estas circunstancias son propensos a la fiebre o a la Magia. Y que por eso pueden ver, o imaginan, cosas que para los demás no existen. No sé, nadie sabe qué hay de verdad o de mentira en esto, pero es posible que Matías haya aprendido a verlas cuando sus familiares, una tarde, lo llevaron a aquel internado de largas galerías y viejos sacerdotes salesianos. A partir de entonces, solía despertarse a medianoche, sobresaltado, imaginando entre las sombras de los dormitorios altas figuras torvas, en procesión, rezando.

Por lo demás, en aquel sitio se contaban historias de pastores, niños pastores, que alguna mañana —en algún país y en algún tiempo siempre remotos— habían visto a una muchacha muy hermosa, rubia, de nombre María. Y no sería extraño que los doscientos o trescientos pupilos de aquel colegio guardaran, en lo más recóndito de su corazón, el secreto de un encuentro (que no se atrevían a contar, pues los viejos curas no daban crédito a estas historias y castigaban a sus autores) o una visita de aquella muchacha que tenía un vestido muy azul, era mucho más hermosa que la de la capilla y parecía estar hecha de reflejos. Hay una edad, yo lo sé, en que es fácil ser mago. He vivido de chico en un sitio como aquél. He visto, durante la bendición nocturna, el temblor de los altos cirios, que hace cambiar de posición las imágenes de los santos, y todo repentinamente se vuelve milagroso o atroz.

No se sabe por qué circunstancias, Matías tuvo acceso al refectorio. Allí vio por primera vez aquel gran cuadro. Le pareció tan hermoso que hubiera cambiado todos sus paseos de cada domingo, durante un mes, por ver al autor de semejante maravilla. Y es posible que lo haya dicho en voz alta porque, de pronto, entre las sombras del presbiterio, apareció la silueta del hermano Leonardo.

—Aquí estoy —dijo.

A partir de aquel día, se hicieron los mejores amigos del mundo. Esa misma tarde sucedió un hecho curioso: Matías, que había encontrado en la biblioteca de los sacerdotes un gran libro de tapas negras donde se hablaba de cosas terribles que les sucederían a los hombres algún día, dibujó, inspirado en ellas, unas figuras sumamente hermosas. Al mostrárselas al padre Esteban, su maestro de dibujo, éste estuvo a punto de huir aterrorizado.

—¿Qué significan estos diablos? —dijo.

—No son diablos —aseguró Matías—. Son ángeles.

—¡El Señor nos asista! —gritó el buen cura.

Y ya no hubo manera de hacerle comprender que aquellos animales no eran más inverosímiles, ni menos feos, que los descritos en el cielo de San Juan, a quien el propio padre Esteban admiraba tanto.
Esa tarde Matías recibió un severo castigo, y su dibujo, que él no sólo consideraba precioso sino del todo real, pues no concebía que un Santo como San Juan mintiese, fue roto delante de todos los alumnos.
Y en penitencia se le prohibió, durante un mes, el paseo de los domingos.

—No importa —le dijo después el hermano Leonardo—. Con mi primera pintura sucedió algo parecido. Dibujé una Gorgona y unos bichos —sonrió—. Micer Pietro estuvo a punto de desmayarse.

La criatura no sabía qué era la Gorgona ni quién era Micer Pietro, pero se había acostumbrado a callar cuando su amigo hablaba. Durante muchos domingos volvieron a encontrarse en el refectorio. Y allí, mientras el hermano le explicaba el sentido de cada una de las trece figuras reproducidas en el cuadro, Matías empezó a pintar su retrato.

El hermano era un hombre alto, muy hermoso, y parecía extranjero. Tenía un acento extraño, como de persona muy sabia. Jamás se lo veía con los sacerdotes —y esto me hace pensar que era, solamente, un hermano laico. Usaba ropas oscuras y un gorro no muy serio, algo extravagante, más bien cómico. Alguna vez, Matías intentó hablar de él con sus compañeros, pero, al parecer, nadie lo conocía. El hecho, de cualquier manera, no era demasiado extraordinario, puesto que los otros solían hablarle de muchos personajes que, sin duda, andaban por el colegio, pero a quienes Matías nunca había visto: el internado era enorme, y resultaba muy difícil conocer no sólo a sus doscientos o trescientos pupilos, sino siquiera a la mayoría de los sacerdotes, a Micer Pietro y a los hermanos laicos.

Oír hablar a aquel hombre era bastante complicado. A veces parecía olvidar que estaba ante un chico y contaba cosas realmente inexplicables, inventos. Sobre todo le gustaba idear mecanismos extraños cuya utilidad, es cierto, no parecía estar muy de acuerdo con la seriedad de un hermano: una vez imaginó una fórmula de hedor tan intolerable que cuando Matías apretó las vejigas que juntos habían ocultado en el Estudio, huyeron despavoridos, tapándose las narices, todos los alumnos y el mismo padre Esteban. Sin que nadie lo viera, del otro lado de la ventana, el hermano Leonardo sonreía.

Sin embargo, el tema favorito de sus conversaciones en la soledad del presbiterio donde lo esperaba casi todas las noches —y al que Matías se acostumbró a entrar cuando todos dormían—, era la Pintura. En ese terreno el extranjero era un oráculo. Con voz profunda hablaba de los colores, las sombras, el aspecto del humo, la niebla o las nubes, según hubiera sol o lloviese. No ignoraba nada. Ni los secretos del relieve, ni los del dibujo, ni los del color, que ponía en este orden, afirmando que el primero de todos, el movimiento, sólo puede concebirlo el genio. Y fruncía las cejas. Y mientras Matías pintaba aquel retrato, hablaba sin interrupción.

—¿A qué altura deben estar los ojos del modelo? —preguntaba el hermano.

—A la altura de los ojos míos —respondía Matías.

—¿Qué es más noble, la imitación de las obras antiguas o las modernas?

—La imitación de las antiguas.

— ¿Y qué pasa con el discípulo?

—Debe superar al maestro.

Los domingos, cuando le fue levantado el castigo y los muchachos iban de recreo a los campos del colegio, Matías se acostumbró a alejarse de los grupos y encontrar, en cualquier rincón solitario, al hermano. Allí seguían hablando y pintando juntos. Su amigo era severo. Le hacía repetir hasta el agotamiento los ejercicios de dibujar una hoja o copiar una sombra. “¿Qué pasa con aquellos a quienes conforma su propia obra?”, preguntaba. “Son grandes marranos”, repetía Matías.

Y el hermano laico se reía entonces.

Fue durante uno de estos paseos cuando, en combinación con Matías, ideó un raro artefacto que levantaba en plena noche las camas y hacía saltar de espanto a quienes dormían. Otras veces, hablaba de métodos para andar por el aire, o el agua, o bajo el agua.

Algunos de estos inventos, en opinión de Matías, ya estaban en pleno uso desde hacía muchos años, pero el hermano parecía no saberlo, o bien lo fingía.


Mientras tanto, los progresos del muchacho eran tan notables que el padre Esteban estaba asombrado, y, más por salvar su prestigio de maestro que por otra cosa, corregía de tanto en tanto algún contorno o alguna perspectiva.

—¿Quién se atrevió a modificar esto? —preguntó el hermano, viendo una de las correcciones del padre Esteban.
—El padre Esteban —dijo Matías.

—El padre Esteban es un asno perfecto. Los priores nunca saben nada. Ya me pasó una vez, en el Convento de Las Gracias. Los dominicos contrataron a un tal Bellini, no, Bellotti, para restaurar aquel cuadro del refectorio...

Matías lo interrumpió. No entendía bien, pero se atrevió a decir:

—Los salesianos.

—Los dominicos, caballerito. No voy a saber yo dónde pinté mi cuadro. Esto que hay aquí es una copia, un grabado de una copia. En definitiva: nada. Yo creía en la duración de las cosas. ¡Inventé fórmulas, hice combinaciones! A los cuarenta años, la pintura empezó a borrarse; a los sesenta, apenas se veía el dibujo. Al siglo, apenas se veía nada. Las paredes empezaron a descascararse y los dominicos no encontraron manera mejor de arreglar aquello que dando unos cuantos martillazos. Cristo se quedó sin piernas. Sobre su cabeza, clavaron un escudo de armas. Entonces vino Bellotti: lo repintó íntegro. Y más tarde, un signore Bozzi. Y antes, los dragones del ejército francés, que tomaron aquel sitio por cuadra y arrojaban piedras a la cabeza de los Apóstoles. Y después, las inundaciones. Y los ilustres charlatanes todavía siguen hablando de mis pinceladas. ¡Mis pinceladas! Ah, y me olvidaba de un tal Mazza. Afortunadamente el padre Galloni lo echó a puntapiés.

Matías tampoco conocía al padre Galloni, y, al oír todo eso, pensó que su amigo exageraba. De todos modos, prefirió no hacérselo notar. Además, mientras el hermano hablaba, la criatura iba dándole los últimos toques a su retrato. Aquella expresión iracunda daba al ceño del hermano un carácter muy digno.

—Aquí estás —dijo por fin Matías.

El hermano Leonardo miró, aprobó y habló por última vez:

—¿Qué pasa con los discípulos?

—Deben superar a sus maestros —dijo Matías.

Nunca volvieron a verse. Al día siguiente el refectorio estaba clausurado. No hubo manera de hallar al hermano que había inventado el Compás Proporcional, el aparato de hacer saltar camas, la barca para remontar corrientes, el pito de agua y la manera de levantar la enorme edificación de San Lorenzo para asentarla sobre un pedestal más hermoso. El bello hermano Leonardo, que decía haber pintado La Cena en el refectorio del Convento de Las Gracias, lejos, en Florencia.

Cuento incluido en Las panteras y el templo (1976)
Cuentos completos. Los mundos reales
Buenos Aires, Alfaguara, 1998
Foto: Florencia Manca

lunes, 7 de abril de 2014

BECK’S TOP 50 ALBUM COVERS

Cover Power

With a few misgivings about his mission, one of our most visionary rock stars agreed to compile a list of the 50 best album covers ever, in no particular order.

domingo, 6 de abril de 2014

MORIR Y SOBREVIVIR (Rafael Pinedo)





Rafael Pinedo conoció el éxito con el premio Casa de las Américas que le valió su novela Plop, y luego murió prematuramente. Frío y Subte, que ahora se publican en un solo volumen, completan una extraordinaria trilogía de ciencia ficción y también su legado literario, para atesorar como un premio tardío y merecido.



En tiempos de tanto morbo, no deja de resultar impresionante el hecho de que habiendo muerto tan joven (a los cincuenta y dos años), Rafael Pinedo se dedicara a lo largo de su carrera literaria, casi, a un único tema: la supervivencia. El fascinante, enigmático y nunca bien ponderado acto de sobrevivir atraviesa sus tres novelas de nombre unimembre –Plop, Frío y Subte–, y también gravita en lo que es parte esencial de su mito de origen, aquello de que incineró, a los dieciocho años, todo lo que había escrito para retomar el vicio y la pasión de la literatura una vez cumplidas las cuatro décadas.


En definitiva, y sin ir más lejos, su literatura es sobreviviente de las vicisitudes no sólo del destino sino también del a veces tan caprichoso y arbitrario circuito de escritores. En cierta forma, Plop, su opera prima, tuvo una recepción similar al campeonato que obtuvo Racing en 2001 luego de treinta y cinco años de sequía, una extraña combinación de milagro, sorpresa y euforia en medio de un contexto sumamente difícil que, a su vez, no dejaba demasiado espacio a nada.


La escritura descarnada, escueta, lacónica, apocalíptica y desintegrada de esa novela que obtuvo el prestigioso premio Casa de las Américas en 2002 y fue, dicho sea de paso, la única que publicó en vida Rafael Pinedo, constituyó una bocanada de aire fresco para los estancos modos de inserción a eso que, a falta de otro término, definimos como canon literario. Así, mientras se intentaba digerir tanto saqueo, corralito, represión policial y la sucesión interminable de presidentes, y hasta el propio festejo de los hinchas de Racing, la novela, al igual que sucede con los sitios gastronómicos de culto, comenzaba a circular de boca en boca y, en este caso, y aunque parezca algo incomprobable, la difusión incrementaba su eficiencia gracias a la tremenda simpatía de su autor. Y sin embargo, los libros de Pinedo no fueron profetas en su tierra, en el sentido de que tuvieron una publicación previa afuera, Plop en Cuba, en el 2003, recién un año después entraría por la puerta grande, en la colección de literatura fantástica línea C de InterZona, dirigida por Marcelo Cohen.


Sin dejar en claro si se trataba de un post-apocalipsis o un pre-génesis, Plop exhibía una infernal decadencia de las instituciones a partir, por ejemplo, de la inestabilidad de los irregulares y confusos nombramientos de puestos como el de secretario de brigada y comisario general. En contraste con eso, un presunto texto de divulgación científica sobre el Big Bang al que ninguno de los personajes parecía prestarle atención, se repetía a lo largo de la novela, a manera de un irritante mantra: “Hace diez o quince mil millones de años, el Universo estaba atestado, aunque no había galaxias, ni estrellas, ni átomos”.


Ahora, la flamante edición de InterZona que incluye sus dos novelas siguientes, Frío y Subte (que permanecía inédita), más el notable relato “El laberinto”, cierra el ciclo de su obra completa y permite evaluar las líneas de continuidad y de ruptura a lo largo de su tan fugaz y meteórica carrera. Los temas y, sobre todas las cosas, la supervivencia permanecen a lo largo de las tres novelas, desde distintos ángulos, desde otras perspectivas, pero siempre a manera de supervivencia.


En Frío, sin embargo, se advierte un avance notable en la narrativa de Pinedo: donde había baches, ahora hay silencios; donde había cabos sin atar, ahora hay consecuencias estructurales. Mucho más sólida en su arquitectura que Plop, esta novela finalista del premio Planeta en 2004, y publicada de manera póstuma en la editorial española Salto de Página, se centra en una anticuada profesora de Economía doméstica que es la única sobreviviente a una cruel ola de frío que devasta el mundo y el convento donde ella vive y trabaja. Como sucede con los buenos libros de ciencia ficción, los escenarios extremos de Frío no hacen más que echar luz y lucidez sobre asuntos de la vida corriente.


Es que en medio de sus rutinas domésticas, su lucha permanente contra las bajas temperaturas (que incluye, por ejemplo, la prohibición de llorar para que no se le congelen las lágrimas), la protagonista acata de manera obsesiva los ritos religiosos del cristianismo, aun cuando su vida pende de un hilo. En ese sentido, Pinedo logra sin lugar a dudas las cumbres de su literatura con las misas que ella celebra con báculo, mitra, cilicio, pero con una feligresía de ratas a las que hace incluso comulgar. Si la religión no está exenta de los malentendidos propios a los que nos tiene acostumbrados la comunicación y el lenguaje, lo que parece decir de manera extraordinaria esta novela es que toda exégesis religiosa es, en última instancia, subjetiva; y toda práctica individual, una forma de sincretismo. Algo que sucede, por ejemplo, cuando en el sermón se le ocurre cambiar el “cordero de Dios” por el artero “rata de Dios”.


Subte parece doblar la apuesta y ofrecer la frutilla del postre, el cierre perfecto a lo que Pinedo entendió como la trilogía sobre la desintegración de la cultura. Otra mujer, en este caso Proc, es la protagonista junto a un feto que lleva en su vientre y un cuchillo que representa nada menos que la idea de parto, en un sistema social similar al de Plop con ceremonias de apareo y extraños nacimientos que consisten, básicamente, en traspasar el alma a los vástagos o entenados, mientras crueles y hambrientos lobos se inmiscuyen amenazantes en los túneles abandonados de la red de subterráneos.


 
Frío-Subte. Rafael Pinedo Interzona 209 páginas
 
 
Por último, el relato poético y casi en verso de “El laberinto” constituye una especie de yapa, o exquisita continuación de Subte, a tal punto que reaparece uno de sus personajes, en medio de un laberinto en el que, como decía Oscar Wilde de la tentación, la única forma de escapar es resignarse a vivir para siempre en él.


Visto con la perspectiva que permiten los años (pocos, sí, pero decisivos), la trilogía de Rafael Pinedo representa en cada una de sus instancias los principales anclajes en que se asienta el contrato social: la relación con los miembros de un mismo grupo en Plop, la religión en Frío y la reproducción en Subte. De esa tríada, de esa santísima trinidad del contrario social, Pinedo expone sus más profundas grietas, al pasarlas por el filtro de la religión que mejor profesaba: la de la literatura.


sábado, 5 de abril de 2014

Este artista recrea escenas míticas del cine como si fuera arte del imperio otomano

Murat Palta decidió situar fotogramas icónicos de películas míticas en códices medievales al estilo del Imperio Otomano y dio con un estilo artístico completamente original e inesperado


Imaginemos una escena icónica de una película conocida universalmente, como “Star Wars”, pero en una forma distinta. No es un fotograma. No es una ilustración de cómic. No es un cuadro hiperrealista. Tampoco una caricatura. Imaginémosla representado al viejo estilo del arte medieval islámico, concretamente el que caracterizó al Imperio Otomano en sus siglos de apogeo, del XIII al XVII, en tiempos de las luchas con Bizancio y la posterior hegemonía en la cultura musulmana. El arte otomano es muy característico, rico en detalle y color, aunque con poco movimiento, lo que viene a ser como una especie de cómic avant-la-lettre. Imagina ahora a un joven estudiante turco, Murat Palta, al que se le ocurrió una idea interesante para su trabajo de fin de licenciatura en Bellas Artes: fusionar el viejo estilo otomano con el cine occidental. Y así nació “Ottoman Star Wars”, una imagen de la película de George Lucas como si fuera un tapiz medieval, o la miniatura de un libro lujoso.
Después de ganarse una nota excelente, Palta decidió seguir con ese estilo particular que se había inventado y ha proseguido una serie en la que escenas de otras películas reconocibles -como “El Resplandor”, “Alien”, “Origen”, “Kill Bill” o “Terminator II”- aparecen representadas de esta manera, con bonitas cenefas, vestidos de época y gestos hieráticos. Si quieres echarle un vistazo a este trabajo tan particular, aquí va una selección de las ilustraciones de Murat Palta.

 
 Kill Bill


 Alien


 Star Wars


 The Shining


 Terminator 2


 Scarface


 Pulp Fiction


 Inception


 Goodfellas


Godfather