sábado, 30 de enero de 2010
La Bufona - Contradiccion
Producido por DIECISIETE PRODUCTORA y dirigido por Federico Iparraguirre.
Banda: La Bufona.
Tema: Contradiccion.
domingo, 24 de enero de 2010
Entrevista a Pablo Picasso
El pintor español Pablo Picasso inició a los catorce años, en Barcelona, sus estudios de pintura, que más tarde continuaría en Madrid. En 1901 se trasladó a París, donde instaló su estudio en Montmartre. Allí se vería influenciado por pintores como Tolouse-Loutrec y Degas. Desarrolló su propio estilo a través de las numerosas transformaciones experimentadas a lo largo de su increiblemente productiva carrera. Sólo en la primera década del siglo atravesó los periodos azul, rosa y precubista antes de embarcarse en el cubismo, movimiento que fundó junto con el pintor francés George Braque y que rechazaba las formas tradicionales de representación basadas en la perspectiva. Sin embargo, Picasso y Braque terminarían rompiendo en 1914.
Durante los años veinte, mientras seguia pintando al estilo cubista, Picasso diseñó vestuario para los Ballets russes de Diaghilev. Uno de sus cuadros más famosos, el Guernica (1937), expresaba su horror ante un bombardeo de la ciudad vasca del mismo nombre en la guerra civil española. Fue nombrado director del Museo de Prado durante la etapa de la República, desde 1936 hasta 1939, aunque estuvo ausente de Madrid esos años. Pasó la mayor parte de la II Guerra Mundial en París y se unió al partido comunista tras la liberación de la ciudad. Esta toma de posición fue la que motivó el interés de New Masses. La última etapa de su carrera la pasó experimentando con diferentes técnicas, como la litografía, la escultura y la cerámica, además de creas numerosos tapices.
A lo largo de los últimos diez años había discutido, analizado y debatido sobre Picasso con mis amigos hasta la exasperación. La única conclusión a la que lográbamos llegar era que Picasso, en sus llamados "periodos", reflejaba muy acertadamente las contradicciones de aquellos tiempos turbulentos, pero se limitaba a eso, no a pintar nada capaz de realzar nuestra comprensión de la éspoca. Diversos artistas y críticos que se ganan la vida poniendo etiquetas a la gente le identificaron con una amplia variedad de escuelas -surrealismo, clasicismo, abstracción, exhibicionismo, e incluso contorsionismo-. Pero detrás de este montón de cultas estupideces, esa gente nunca explicó a Picasso. Nunca ha dejado de ser un enigma.
De repente se produjo el bombazo. En las últimas horas de la España leal a la República, Picasso pintó su Guernica, y con esta obra mural se erigió como un poderoso y penetrante pintor de la protesta social. Pero fue la única muestra. Con el tiempo, Francia entró en guerra, pero en los cuadros de Picasso no hubo ni atisbo de la furiosa respuesta en el Guernica. Entonces se produjo el desastre militar francés y la humillante ocupación alemana. Circularon historias desagradables acerca de Picasso. Que vivía bien en París con los alemanes; que colaboraba con la Gestapo, y que ésta, a cambio, le permitía seguir pintando sin molestarle; que vendía falsificaciones a los nazis, obras que firmaba él pero que realizaban sus discípulos, incluso corrió la voz de que había muerto. Desde la liberación de París, Picasso continuó siendo una figura completamente rodeada de misterio y oscuridad. En octubre, inmediatamente después de la liberación, se hizo pública una nota impactante: Picasso se había hecho miembro del partido comunista. Ese mismo mes se organizó en el París liberado una impresionante exposición de arte contemporáneo francés. Una de las salas-compuesta por setenta y cuatro cuadros y cinco esculturas, realizados en su mayor parte durante la ocupación-fue expecialmente dedicada a Picasso. La exposición me sorprendió. Allí estaba el Picasso del Guernica, poderoso, bellísimo, un pintor de la vida y de la esperanza. Me emocionó tanto su trabajo que decidí ir a verle. Conseguí la dirección a través de un joven artista francés que le conocía. Cuando llegué a su estudio me informaron, tras un intercambio de murmullos en otra habitación, que Picasso "no estaba en casa". Su secretario me dio explicaciones: "Con tantos acontecimientos, Picasso lleva dos meses sin pintar. Ahora desea tranquilidad para ponerse a trabajar". Finalmente mi amigo me consiguió una cita. A las 11.30, una mañana de sábado, me presenté en el estudio. Me hicieron pasar y me indicaron que esperara. Picasso ocupa los dos últimos pisos de un edificio de cuatro plantas carente de pretensiones y cercano al Sena. Hay que atravesar uno de los agujeros del muro que hacen las veces de puertas, y subir tres pisos por una estrecha y sinuosa escalera de paredes desnudas y esclones de madera desgatados. El lugar ha sido su hogar y su esudio durante los últimos ocho años. Se accede directamente a uno de los estudios, una habitación en la que se agrupan desordenadamente varios caballetes, lienzos y libros. Mientras esperaba reparé en una de sus pinturas recientes, situada en un caballete: la representación de una jarra de metal sobre una mesa. Sujeto con una chincheta en la parte superior había un pequeño esbozo a lápiz de la composición, que la pintura reproducida hasta la última línea y detalle. Aunque no se trataba más que de un boceto rápido, se había atenido a él tan estrictamente que las líneas que en el apunte sobresalían en una esquina de la mesa lo hacían también en el cuadro. Pregunté a su secretario si Picasso había tenido problemas con los alemanes. Me contestó: "Como todo el mundo, lo hemos pasado mal". A Picasso no le habían permitido exponer. En una ocasión, la Gestapo le había acusado de ser en realidad un hombre llamado Leipzig. Picasso se limitó a insistir en su respuesta: "No, yo soy Picasso, nada más". Los alemanes dejaron de molestarle, pero en ningún momento dejaron de vigilarle. Aun así, Picasso mantuvo un estrecho contacto con el movimiento clandestino de resistencia. Transcurridos unos diez minutos, Picasso bajó del estudio de la planta superior y vino directo hacia mí. Me echó una mirada rápida y luego clavó sus ojos en los míos. Llevaba un traje de color gris claro, una camisa de algodón azul con corbata y un pañuelo amarillo en el bolsillo del pecho. Tenía las manos pequeñas, pero fuertes. Me presenté, y al momento me tendió la mano. Su sonrisa era cálida, sincera y hablaba sin pelos en la lengua, lo que me hizo sentir cómodo de inmediato. Comenté que su trabajo siempre me había interesado y, al mismo tiempo, confundido. Le expliqué cómo había comprendido de repente, en su reciente exposición, lo que quería contar. Mi deseo era conocerle personalmente y preguntarle si mi análisis de su obra le parecía correcto y, caso de ser así, escribir sobre ella para contribuir a su divulgación en Estados Unidos. Seguidamente le expliqué mi interpretación de "EL MARINO", que había tenido ocasión de admirar en el Salón Liberación. Le dije que creía que se trataba de un autorretrato -el traje, la red, la mariposa roja, mostraban a Picasso como una persona en busca de una solución para su época, intentando hallar un mundo mejor- y que el uniforme de marinero indicaba su participación activa en el esfuerzo. Me escuchó con atención y finalmente respondió:
-Sí, soy yo, pero no pretendía darle ningún significado político.
Le pregunté por qué se había retratado vestido de marinero.
-Porque siempre llevo una camiseta de marinero. ¿Lo ve? -fue su respuesta.
Se desabrochó la camisa y tiró de su ropa interior. ¡Era blanca con rayas azules!.
-¿Y la mariposa roja? -insistí- .¿El color no tiene una intención deliberadamente política?
-No en especial -replicó-. ¡Si es así, será cosa de mi subconsciente!
-Pero tiene que tener un significado concreto -porfié-, lo admita o no. Lo que hay en su subconsciente es resultado de su pensamiento consciente. No es posible escapar de la realidad.
Me observó un instante antes de responder:
-Sí, es posible y normal.
Picasso quiso saber entonces si yo era escritor. Le dije la verdad: no lo era, nunca antes había escrito. Trabajaba la madera por vocación, y también era pintor, pero únicamente como distracción, porque de algo tenía que vivir. Picasso se echó a reír.
-Ya, lo comprendo.
Le pregunté si tenía su consentimiento para escribir un artículo sobre él.
-Sí -contestó-. ¿Para qué publicación?.
Le expliqué que era para New Masses. Sonrió y dijo: -Lo conozco. Lanzó una mirada hacia la puerta abierta. Había varias personas esperándole -Subamos un momento al estudio- dijo.
Ascendimos por una escalera hasta el estudio principal, donde en realidad desarrollaba su trabajo. La habitación estaba limpia y ordenada. No tenía la apariencia polvorienta y caótica del cuarto de abajo.
Comenté a Picasso que mucha gente mantenía que ahora, debido a su nueva militancia, se había convertido en un líder cultural y político para el pueblo, y que su influencia a favor del progreso podía ser tremenda. Se puso serio y asintió.
-Sí, soy consciente de ello.
Le comenté que en Nueva York habíamos discutido su obra con frecuencia, especialmente el Guernica (cedido en préstamo al Museo de Arte Moderno de Nueva York). Le hablé de lo que representaban el toro, el caballo, las manos con las antorchas, etcétera, así como el origen de los símbolos en la mitología española. Mientras yo me explayaba, él asentía con la cabeza.
-Sí, el toro ahí representa la brutalidad; el caballo, al pueblo -confirmó-. En esos casos he recurrido al simbolismo, pero no en los otros.
También le expliqué mi interpretación de dos de los cuadros de la última exposición. En uno de ellos había un toro, una luz, una paleta y un libro. El toro, opinaba yo, no podía ser otra cosa que la imagen del fascismo; la luz, con su resplandor, la paleta y el libro eran reflejo de las cosas por las que luchábamos, la cultura y la libertad. La obra mostraba el feroz enfrentamiento que tenía lugar entre ambos.
-No -respondió Picasso-. El toro no es el fascismo, aunque sí la brutalidad y la oscuridad.
Apunté que su trabajo parecía avanzar hacia un simbolismo transformado, quizá más simple, de más clara comprensión, en su lenguaje propio y personal.
-Mi trabajo no es simbólico -me respondió-. Sólo el Guernica lo es, pero en ese caso se trata de una alegoría. Por eso recurrí al caballo, al toro y demás. Esa obra busca la expresión y la solución de un problema, y ése es el motivo de que emplease el simbolismo. Algunos definen como "surrealista" mi pintura de un determinado periodo -continuó-. Yo no soy surrealista. Nunca he estado fuera de la realidad. Siempre he vivido en su esencia (literalmente, en lo "real de la realidad". Si alguien desease expresar la guerra tal vez lo más elegante y literario fuera dibujar un arco y una flecha, porque es una imagen estéticamente atractiva. ¡Yo, en cambio, si quisiera representar la guerra emplearía una ametralladora! Ahora es el momento, en este periodo de cambios y revolución, de pintar de manera revolucionaria y no como antes.
Entonces me miró directamente a los ojos y me preguntó:
- Vous me croirez? (¿Me creerá usted?).
Le dije que comprendía muchas de las obras de la exposición, pero que había unas pocas que no entendía en absoluto. Me volví hacia un cuadro con un desnudo y un músico que había estado colgado en el Salón de Octubre. Se encontraba a mi izquierda, apoyado contra la pared. Era un lienzo grande y torcido, de alrededor de 1,5 por 2 metros.
- Ése, por ejemplo -apunté-. No sé qué quiere decir en absoluto.
- No es más que un desnudo y un músico -replicó-. Lo pinté para mí. Cuando uno contempla un desnudo hecho por otra persona, observa que reproduce las formas de un modo tradicional, y para la gente eso representa un desnudo. Pero yo lo expreso de manera revolucionaria. En ese cuadro no hay ningún significado abstracto. Es simplemente un desnudo con un músico.
- ¿Por qué pinta de un modo tan difícil de comprender para la gente? -le pregunté.
-Pinto así -me respondió- porque mi pintura es fruto de mi pensamiento. He trabajado durante años para obtener este resultado y si diese un paso atrás (mientras hablaba, retrocedió un paso) sería una ofensa al pueblo (la palabra francesa fue "offense", porque lo que hago es coherente con mi pensamiento. No puedo emplear recursos convencionles sólo para darme la satisfación de ser comprendido. No quiero descender a un nivel inferior. Usted es pintor. Comprende que es prácticamente imposible explicar por qué hace uno ésto o lo otro. Yo me expreso a través de la pintura, y no soy capaz de hacerlo mediante palabras. No puedo dar una explicación del porqué he hecho algo de una determinada manera. En mi caso, si realizo un boceto de una mesa pequeña (al insante agarró una para ilustrar sus palabras) percibo cada detalle. Observo su tamaño, su grosor, y lo traduzco a mi modo.
Indicó con una mano el otro extremo de la habitación, donde había un gran lienzo que representaba una silla (también había estado expuesto en el Salón Liberación), y continuó.
Ya ve como lo hago. Resulta divertido, porque la gente descubre en la pintura cosas que uno no pone en ella. Hace auténtico encaje de bolillos. Pero no importa, porque es estimulante que las perciban y la esencia de lo que puedan haber visto está, de hecho, en el cuadro.
Quise saber cuándo podría verle de nuevo, y me contestó que estaría encantado de recibirme en cualquier momento que desease. Nos estrechamos las manos y me marché.
miércoles, 20 de enero de 2010
monty python - Life of Brian
miércoles, 13 de enero de 2010
Franz Kafka - Un médico rural
Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.
Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.
-¿Los engancho al coche? -preguntó, acercándose a cuatro patas.
No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.
-Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa -dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.
-¡Hola, hermano, hola, hermana! -gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.
-Ayúdalo -dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.
-¡Salvaje! -dije al caballerizo-. ¿Quieres que te azote?
Pero luego pensé que se trataba de un desconocido, que yo ignoraba de dónde venía y que me ofrecía ayuda cuando todos me habían fallado. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, no se mostró ofendido por mi amenaza y, siempre atareado con los caballos, sólo se volvió una vez hacia mí.
-Suba -me dijo, y, en efecto, todo estaba preparado.
Advierto entonces que nunca viajé con tan hermoso tronco de caballos, y subo alegremente.
-Yo conduciré, pues tú no conoces el camino -dije.
-Naturalmente -replica-, yo no voy con usted: me quedo con Rosa.
-¡No! -grita Rosa, y huye hacia la casa, presintiendo su inevitable destino; aún oigo el ruido de la cadena de la puerta al correr en el cerrojo; oigo girar la llave en la cerradura; veo además que Rosa apaga todas las luces del vestíbulo y, siempre huyendo, las de las habitaciones restantes, para que no puedan encontrarla.
-Tú vendrás conmigo -digo al mozo-; si no es así, desisto del viaje, por urgente que sea. No tengo intención de dejarte a la muchacha como pago del viaje.
-¡Arre! -grita él, y da una palmada; el coche parte, arrastrado como un leño en el torrente; oigo crujir la puerta de mi casa, que cae hecha pedazos bajo los golpes del mozo; luego mis ojos y mis oídos se hunden en el remolino de la tormenta que confunde todos mis sentidos. Pero esto dura sólo un instante; se diría que frente a mi puerta se encontraba la puerta de la casa de mi paciente; ya estoy allí; los caballos se detienen; la nieve ha dejado de caer; claro de luna en torno; los padres de mi paciente salen ansiosos de la casa, seguidos de la hermana; casi me arrancan del coche; no entiendo nada de su confuso parloteo; en el cuarto del enfermo el aire es casi irrespirable, la estufa humea, abandonada; quiero abrir la ventana, pero antes voy a ver al enfermo. Delgado, sin fiebre, ni caliente ni frío, con ojos inexpresivos, sin camisa, el joven se yergue bajo el edredón de plumas, se abraza a mi cuello y me susurra al oído:
-Doctor, déjeme morir.
Miro en torno; nadie lo ha oído; los padres callan, inclinados hacia adelante, esperando mi sentencia; la hermana me ha acercado una silla para que coloque mi maletín de mano. Lo abro, y busco entre mis instrumentos; el joven sigue alargándome las manos, para recordarme su súplica; tomo un par de pinzas, las examino a la luz de la bujía y las deposito nuevamente.
-Sí -pienso indignado-; en estos casos los dioses nos ayudan, nos mandan el caballo que necesitamos y, dada nuestra prisa, nos agregan otro. Además, nos envían un caballerizo...
En aquel preciso instante me acuerdo de Rosa. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvarla? ¿Cómo rescatar su cuerpo del peso de aquel hombre, a diez millas de distancia, con un par de caballos imposibles de manejar? Esos caballos que no sé cómo se han desatado de las riendas, que se abren paso ignoro cómo; que asoman la cabeza por la ventana y contemplan al enfermo, sin dejarse impresionar por las voces de la familia.
-Regresaré en seguida -me digo como si los caballos me invitaran al viaje. Sin embargo, permito que la hermana, que me cree aturdido por el calor, me quite el abrigo de pieles. Me sirven una copa de ron; el anciano me palmea amistosamente el hombro, porque el ofrecimiento de su tesoro justifica ya esta familiaridad. Meneo la cabeza; estallaré dentro del estrecho círculo de mis pensamientos; por eso me niego a beber. La madre permanece junto al lecho y me invita a acercarme; la obedezco, y mientras un caballo relincha estridentemente hacia el techo, apoyo la cabeza sobre el pecho del joven, que se estremece bajo mi barba mojada. Se confirma lo que ya sabía: el joven está sano, quizá un poco anémico, quizá saturado de café, que su solícita madre le sirve, pero está sano; lo mejor sería sacarlo de un tirón de la cama. No soy ningún reformador del mundo, y lo dejo donde está. Soy un vulgar médico del distrito que cumple con su deber hasta donde puede, hasta un punto que ya es una exageración. Mal pagado, soy, sin embargo, generoso con los pobres. Es necesario que me ocupe de Rosa; al fin y al cabo es posible que el joven tenga razón, y yo también pido que me dejen morir. ¿Qué hago aquí, en este interminable invierno? Mi caballo se ha muerto y no hay nadie en el pueblo que me preste el suyo. Me veré obligado a arrojar mi carruaje en la pocilga; si por casualidad no hubiese encontrado esos caballos, habría tenido que recurrir a los cerdos. Esta es mi situación. Saludo a la familia con un movimiento de cabeza. Ellos no saben nada de todo esto, y si lo supieran, no lo creerían. Es fácil escribir recetas, pero en cambio, es un trabajo difícil entenderse con la gente. Ahora bien, acudí junto al enfermo; una vez más me han molestado inútilmente; estoy acostumbrado a ello; con esa campanilla nocturna todo el distrito me molesta, pero que además tenga que sacrificar a Rosa, esa hermosa muchacha que durante años vivió en mi casa sin que yo me diera cuenta cabal de su presencia... Este sacrificio es excesivo, y tengo que encontrarle alguna solución, cualquier cosa, para no dejarme arrastrar por esta familia que, a pesar de su buena voluntad, no podrían devolverme a Rosa. Pero he aquí que mientras cierro el maletín de mano y hago una señal para que me traigan mi abrigo, la familia se agrupa, el padre olfatea la copa de ron que tiene en la mano, la madre, evidentemente decepcionada conmigo -¿qué espera, pues, la gente?- se muerde, llorosa, los labios, y la hermana agita un pañuelo lleno de sangre; me siento dispuesto a creer, bajo ciertas condiciones, que el joven quizá está enfermo. Me acerco a él, que me sonríe como si le trajera un cordial... ¡Ah! Ahora los dos caballos relinchan a la vez; ese estrépito ha sido seguramente dispuesto para facilitar mi auscultación; y esta vez descubro que el joven está enfermo. El costado derecho, cerca de la cadera, tiene una herida grande como un platillo, rosada, con muchos matices, oscura en el fondo, más clara en los bordes, suave al tacto, con coágulos irregulares de sangre, abierta como una mina al aire libre. Así es como se ve a cierta distancia. De cerca, aparece peor. ¿Quién puede contemplar una cosa así sin que se le escape un silbido? Los gusanos, largos y gordos como mi dedo meñique, rosados y manchados de sangre, se mueven en el fondo de la herida, la puntean con su cabecitas blancas y sus numerosas patitas. Pobre muchacho, nada se puede hacer por ti. He descubierto tu gran herida; esa flor abierta en tu costado te mata. La familia está contenta, me ve trabajar; la hermana se lo dice a la madre, ésta al padre, el padre a algunas visitas que entran por la puerta abierta, de puntillas, a través del claro de luna.
-¿Me salvarás? -murmura entre sollozos el joven, deslumbrado por la vista de su herida.
Así es la gente de mi comarca. Siempre esperan que el médico haga lo imposible. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en su casa y desgarra sus ornamentos sacerdotales uno tras otro; en cambio, el médico tiene que hacerlo todo, suponen ellos, con sus pobres dedos de cirujano. ¡Como quieran! Yo no les pedí que me llamaran; si pretenden servirse de mí para un designio sagrado, no me negaré a ello. ¿Qué cosa mejor puedo pedir yo, un pobre médico rural, despojado de su criada?
Y he aquí que empiezan a llegar los parientes y todos los ancianos del pueblo, y me desvisten; un coro de escolares, con el maestro a la cabeza canta junto a la casa una tonada infantil con estas palabras:
"Desvístanlo, para que cure,
y si no cura, mátenlo.
Sólo es un médico, sólo es un médico..."
Mírenme: ya estoy desvestido, y, mesándome la barba y cabizbajo, miro al pueblo tranquilamente. Tengo un gran dominio sobre mí mismo; me siento superior a todos y aguanto, aunque no me sirve de nada, porque ahora me toman por la cabeza y los pies y me llevan a la cama del enfermo. Me colocan junto a la pared, al lado de la herida. Luego salen todos del aposento; cierran la puerta, el canto cesa; las nubes cubren la luna; las mantas me calientan, las sombras de las cabezas de los caballos oscilan en el vano de las ventanas.
-¿Sabes -me dice una voz al oído- que no tengo mucha confianza en ti? No importa cómo hayas llegado hasta aquí; no te han llevado tus pies. En vez de ayudarme, me escatimas mi lecho de muerte. No sabes cómo me gustaría arrancarte los ojos.
-En verdad -dije yo-, es una vergüenza. Pero soy médico. ¿Qué quieres que haga? Te aseguro que mi papel nada tiene de fácil.
-¿He de darme por satisfecho con esa excusa? Supongo que sí. Siempre debo conformarme. Vine al mundo con una hermosa herida. Es lo único que poseo.
-Joven amigo -digo-, tu error estriba en tu falta de empuje. Yo, que conozco todos los cuartos de los enfermos del distrito, te aseguro: tu herida no es muy terrible. Fue hecha con dos golpes de hacha, en ángulo agudo. Son muchos los que ofrecen sus flancos, y ni siquiera oyen el ruido del hacha en el bosque. Pero menos aún sienten que el hacha se les acerca.
-¿Es de veras así, o te aprovechas de mi fiebre para engañarme?
-Es cierto, palabra de honor de un médico juramentado. Puedes llevártela al otro mundo.
Aceptó mi palabra, y guardó silencio. Pero ya era hora de pensar en mi libertad. Los caballos seguían en el mismo lugar. Recogí rápidamente mis vestidos, mi abrigo de pieles y mi maletín; no podía perder el tiempo en vestirme; si los caballos corrían tanto como en el viaje de ida, saltaría de esta cama a la mía. Dócilmente, uno de los caballos se apartó de la ventana; arrojé el lío en el coche; el abrigo cayó fuera, y sólo quedó retenido por una manga en un gancho. Ya era bastante. Monté de un salto a un caballo; las riendas iban sueltas, las bestias, casi desuncidas, el coche corría al azar y mi abrigo de pieles se arrastraba por la nieve.
-¡De prisa! -grité-. Pero íbamos despacio, como viajeros, por aquel desierto de nieve, y mientras tanto, el nuevo el canto de los escolares, el canto de los muchachos que se mofaban de mí, se dejó oír durante un buen rato detrás de nosotros:
"Alégrense, enfermos,
tienen al médico en su propia cama."
A ese paso nunca llegaría a mi casa; mi clientela está perdida; un sucesor ocupará mi cargo, pero sin provecho, porque no puede reemplazarme; en mi casa cunde el repugnante furor del caballerizo; Rosa es su víctima; no quiero pensar en ello. Desnudo, medio muerto de frío y a mi edad, con un coche terrenal y dos caballos sobrenaturales, voy rodando por los caminos. Mi abrigo cuelga detrás del coche, pero no puedo alcanzarlo, y ninguno de esos enfermos sinvergüenzas levantará un dedo para ayudarme. ¡Se han burlado de mí! Basta acudir una vez a un falso llamado de la campanilla nocturna para que lo irreparable se produzca.
sábado, 9 de enero de 2010
working class hero
working class hero
As soon as your born they make you feel small,
By giving you no time instead of it all,
Till the pain is so big you feel nothing at all,
A working class hero is something to be,
A working class hero is something to be.
They hurt you at home and they hit you at school,
They hate you if you're clever and they despise a fool,
Till you're so fucking crazy you can't follow their rules,
A working class hero is something to be,
A working class hero is something to be.
When they've tortured and scared you for twenty odd years,
Then they expect you to pick a career,
When you can't really function you're so full of fear,
A working class hero is something to be,
A working class hero is something to be.
Keep you doped with religion and sex and TV,
And you think you're so clever and classless and free,
But you're still fucking peasents as far as I can see,
A working class hero is something to be,
A working class hero is something to be.
There's room at the top they are telling you still,
But first you must learn how to smile as you kill,
If you want to be like the folks on the hill,
A working class hero is something to be.
A working class hero is something to be.
If you want to be a hero well just follow me,
If you want to be a hero well just follow me.
martes, 5 de enero de 2010
Los amantes del circulo polar
viernes, 1 de enero de 2010
Dizzy Gillespie
Dizzy Gillespie, narra su primera visita a Buenos Aires en 1956. La anécdota, que parece simpática, puede tener, para una mente desconfiada del carácter de las relaciones raciales argentinas, su lado grotesco. Lo estarían “negreando” a Dizzy, convirtiéndolo en un “negro Raúl” del desarrollo? (¿por qué le enseñaban esas frases y no otras?). O quizás uno es algo paranoico, nomás…. (Una de las pocas referencias al episodio que encontré en internet –ver dirección abajo- señala que “Al llegar al gran City Hotel, no le permiten alojarse por ser negro -obviamente lo desconocían- y, junto a sus músicos se instala en el hotel Continental…”)
“Sudamerica es extremadamente pintoresca, con sus pasajes inolvidables y con carácter, exactamente como San Franciso. La Argentina me impactó mas que otros estados por su origen español. En Buenos Aires habían montado un golpe publicitario: yo tenía que desfilar a caballo por las calles de la ciudad, vestido de ropa de gaucho. Habían cortado la circulación algunos cientos de metros en la calle Florida, cercana al club Le Rendez Vous administrado por Osvaldo Fresedo. Osvaldo es un viejo especialista del tango, y teníamos que tocar juntos. De hecho, grabamos Capricho de amor, que nunca salió en EEUU, donde me acompañaba la orquesta del club. Sin embargo, era un buen disco. Mas tarde, también grabé un tema titulado Tangorine, en recuerdo de mi experiencia con el tango (..)
Para mi cabalgata con ropa de gaucho, me habían enseñado una o dos frases como: “¿A quien le ganaste?” “¡Tomatela , farabute!”. .. “¿A quien le ganaste?” es una de esas expresiones idiomáticas que se resisten a la traducción. Tiene que ver con “So what..”. Lalo Schifrin y los otros músicos a quienes conocí en este entonces me habían hecho repetir las frases concienzudamente. Y en la calle había una mujer a la que, aparentemente, no le gustaba verme desfilar de esa manera, como un gaucho. Todo el mundo me aclamaba, y ella me abucheaba: “Hu! Hu! Bu! Bu!”. En síntesis, no le gustaba nada. Entonces le dije: “¿A quién le ganaste?” y ella se mató de risa. "
El trecho pertenece, originalmente, al libro To be or not to bop: Memoirs. Fue publicado en español como parte de los relatos de viajeros compilados en “Buenos Aires ajena: Testimonios de extranjeros de 1536 hasta hoy” (Emecé), selección de textos de Jorge Fondebrider quien tradujo este fragmento.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)