jueves, 7 de abril de 2011
Roberto Bolaño - Unas pocas palabras para Enrique Lihn
En mi adolescencia era lugar común hablar de Lihn y de Teillier como de dos opciones enfrentadas. Los muchachos sensibles, los que no querían envejecer (o los que querían envejecer de inmediato), preferían a Teillier. Los que estaban dispuestos a discutir la cuestión preferían a Lihn. No era esta la única de sus virtudes. Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo. Esa voz, sin embargo, no sale del infierno, ni de las profecías milenaristas, ni siquiera de un ego profético, sino que es la voz del ciudadano ilustrado, un ciudadano que espera llegar a la modernidad o que es resignadamente moderno. Un ciudadano que ha aprendido la lección de Parra, su maestro y compañero de travesuras, y que en ocasiones nos ofrece una visión latinoamericana refulgente y original. Todo el fulgor, sin embargo, en Lihn está tamizado por un ejercicio constante de la inteligencia.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos.
Esa lucidez, en los años setenta, le costará el estigma y el anatema de la izquierda dogmática y neostalinista que incluso llegará a acusarlo de connivencia con el pinochetismo. Esos mismos que entonces no levantaron la voz para defender a Reinaldo Arenas y que hoy se acomodan como putines* en la nueva situación, intentaron borrarlo del mapa, deslegitimar una voz que por lo demás siempre se consideró a sí misma como voz bastarda, hija del imperioso azar y de la necesidad, que tiene cara de perro.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos, aunque sólo sea por las almas puras, por los príncipes idiotas y por los alegres analfabetos que el país produjo con extraña generosidad y que aún hoy, según cuentan los viajeros, sigue produciendo, aunque en cantidades más limitadas. Bajo cierta luz, Lihn también podría ser un príncipe idiota y un alegre analfabeto.
En el ejercicio de la poesía, a la que siempre le fue fiel, sólo hay un poeta en lengua española que se le pueda comparar, Jaime Gil de Biedma, aunque el abanico de registros de Lihn es mucho más amplio. En el ejercicio del ensayo, de la reseña, del manifiesto e incluso del libelo, no hubo en Chile escritor más certero ni más libre. En la narrativa no alcanzó las cotas de Donoso o de Edwards, aunque siempre quedará la sospecha de que en el fondo, como por los demás todos los grandes poetas de ese país, juzgaba el arte de crear ficciones como algo innecesario, algo que no le iba a salvar la vida. Sus cuentos, sin embargo, siguen vivos, como sigue viva “La orquesta de cristal”, libro mítico por inencontrable y al cual no me atrevo a llamar novela, aun pese a saber que si hay que llamarlo de alguna manera es la palabra novela la que más se acerca a ese libro misterioso. De hecho, hay dos prosistas en la generación del cincuenta que están por descubrir: Lihn y Giaconi.
Es extraño pensar en Lihn ahora, en Giaconi, en Parra, en Teillier, en Rodrigo Lira, en Gonzalo Rojas, en poetas como Maquieira y Bertoni, en narradores como Contreras y Collyer, resulta extraño pensar en ellos y en tantos más. Te queda la extraña sensación de que la literatura ha estado a la altura de la realidad. La famosa rea, la rea, la rea, la rea-li-dad.
*Ay, mi hipócrita, no es argot mexicano, es Vladimir Putin.
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