lunes, 6 de junio de 2011

Montesquieu – Del no sé qué



Del no sé qué

En las personas y en las cosas hay a veces un encanto invisible, una gracia natural que no se puede definir, y que uno se ve obligado a lla­mar el "no sé qué". Me parece que es un efecto basado principalmente en la sorpresa. Nos im­presiona el hecho de que una persona nos guste más de lo que en un principio nos había parecido que debía gustarnos; y nos vemos agradablemente sorprendidos de que dicha per­sona haya sabido vencer unos defectos que los ojos nos muestran y que el corazón ya no ve: he allí por qué las mujeres feas tienen gracia con mucha frecuencia, y por qué es tan raro que las bellas la tengan. Pues una persona bella por lo general hace lo contrario de lo que habíamos esperado; llega a parecernos menos amable; después de habernos sorprendido para bien, nos sorprende ahora para mal. Pero la impresión de lo bueno es antigua, y la de lo malo nueva; así que rara vez las personas bellas causan grandes pasiones, casi siempre reserva­das a aquellas que tienen gracia, vale decir, atractivos que no esperábamos en absoluto, y que no teníamos motivo de esperar. Rara vez tiene gracia el gran adorno, y a menudo la tiene la vestimenta de las pastoras. Admiramos la majestad de los ropajes de Paolo Veronese; pero nos emocionamos con la simplicidad de Rafael y con la pureza de Corregio. Paolo Ve­ronese promete mucho: Rafael y Corregio prometen poco y entregan mucho, lo cual nos agrada más.

La gracia se encuentra con más frecuencia en el espíritu que en el rostro, pues un bello rostro se evidencia desde el principio y no es­conde casi nada; pero el espíritu no se muestra sino poco a poco: puede esconderse para ma­nifestarse, y dar esa especie de sorpresa que produce la gracia.

La gracia se encuentra menos en los ras­gos del rostro que en las maneras; pues las maneras nacen a cada instante, y en cada momento pueden crear una sorpresa. En una palabra: una mujer no puede ser bella más que de una sola manera, pero es linda de cien mil modos diferentes.

La ley de los dos sexos ha establecido, tanto en las naciones refinadas como en las salvajes, que los hombres solicitarán y que las mujeres no harán sino conceder: de allí resulta que la gracia esté unida de manera más particular a las mujeres. Como tienen todo que defender, tie­nen todo que ocultar; la más mínima palabra, el menor gesto, todo aquello que, sin chocar con el primer deber, se muestra en ellas, todo lo que se pone en libertad, se vuelve gracia. Y tal es la sabiduría de la naturaleza que aquello que nada sería sin la ley del pudor se vuelve de un valor infinito a consecuencia de esa afortunada ley, que hace a la felicidad del universo.

Como el fastidio y la afectación no serían capaces de sorprendernos, la gracia no se en­cuentra ni en las maneras fastidiosas ni en las maneras afectadas, sino en una cierta libertad o facilidad que se halla entre los dos extremos; y el alma se ve agradablemente sorprendida al ver que se han salvado los dos escollos.

Parecería que las maneras naturales debe­rían ser las más cómodas. Pero lo son menos que ninguna, pues la educación, que nos ator­menta, nos hace perder siempre algo de lo na­tural: por lo demás nos encanta verlo regresar.

Nada nos gusta tanto en el adorno como cuando se encuentra en ese descuido, o inclu­so en ese desorden que nos oculta todos los cuidados que no ha exigido la limpieza, y que sólo la vanidad habría hecho tomar; y no hay gracia en el ingenio, excepto cuando lo que se dice parece hallado, y no buscado[1].

Cuando decimos cosas que nos han costa­do, podemos hacer ver muy bien que posee­mos ingenio, pero no gracia en el ingenio. Para hacer ver esto es preciso que uno mismo no lo vea, y que los otros, a quienes algo in­genuo y simple en nosotros no les prometía nada de ese orden, se vean suavemente sor­prendidos de advertirlo.

De manera que la gracia no se adquiere; para tenerla, hay que ser ingenuo. Pero ¿cómo se podría trabajar para llegar a ser ingenuo?

Una de las ficciones más hermosas de Ho­mero es la de aquel cinturón que le otorgaba a Venus el arte de agradar. No hay nada más adecuado para hacer sentir ese poder y esa magia de la gracia, que parece otorgada a una persona por un poder invisible y que se dis­tingue de la belleza en sí. Por lo demás, ese cin­turón no habría podido ser dado a otra que no fuese Venus. No podía ajustarse a la majestuosa belleza de Juno: pues la majestad exige una cierta gravedad, vale decir un impulso opuesto a la ingenuidad de la gracia. Tampoco podría ajustarse a la belleza audaz de Palas: pues la audacia se opone a la dulzura de la gracia, y por lo demás con gran frecuencia se la puede sospechar de afectación.


[1] La edición de las CEuvres posthumes de 1783 reza: "cuando aque­llo que se dice es hallado...". Cf. Pensées 117.



En Ensayo sobre el gusto

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