Arthur Schopenhauer - Acerca de las mujeres
Preciso ha sido que el entendimiento del hombre se obscureciese por el amor para llamar bello a ese sexo de corta estatura, estrechos hombros, anchas caderas y piernas cortas. Toda su belleza reside en el instinto del amor que nos empuja a ellas. En vez de llamarle bello, hubiera sido más justo llamarle inestético.
Las mujeres no tienen el sentimiento ni la inteligencia de la música, así como tampoco de la poesía y las artes plásticas En ellas todo es pura imitación, puro pretexto, pura afectación explotada por su deseo de agradar. Son incapaces de tomar parte con desinterés en nada, sea lo que fuere, y he aquí la razón. El hombre se esfuerza en todo por dominar directamente, ya por la inteligencia, ya por la fuerza; la mujer, por el contrario, siempre y en todas partes está reducida a una dominación en absoluto indirecta; es decir, sobre él ejerce una influencia inmediata. Por consiguiente, la naturaleza lleva a las mujeres a buscar en todas las cosas un medio de conquistar al hombre, y el interés que parecen tomarse por las cosas exteriores siempre es un fingimiento, un rodeo, es decir, pura coquetería y pura monada. Rousseau lo ha dicho: "Las mujeres, en general, no aman ningún arte, no son inteligentes en ninguno, y no tienen ningún genio. Basta observar, por ejemplo, lo que ocupa y atrae su atención en un concierto, en la ópera o en la comedia; advertir el descaro con que continúan su cháchara en los lugares más hermosos de las más grandes obras maestras. Si es cierto que los griegos no admitían a las mujeres en los espectáculos, tuvieron mucha razón; a lo menos, en sus teatros se podría oír alguna cesa".
En nuestro tiempo, al mulie taceat in ecclesia convendría añadir un taceat mullier in theatro, o bien sustituir un precepto por otro, y colgar éste, en grandes caracteres, sobre el telón del escenario.
Pero, ¿qué puede esperarse de las mujeres, si se reflexiona que en el mundo entero no ha podido producir este sexo un solo ingenio verdaderamente grande, ni una sola completa y original en las bellas artes, ni un solo trabajo de valor duradero, sea en lo que fuere? Esto es muy notable en la pintura. Son tan aptas como nosotros para aprender la parte técnica y cultivan con asiduidad esta arte, sin poder gloriarse de una sola obra maestra, precisamente porque les falta aquella objetividad del espíritu que es necesaria, sobre todo para la pintura. No pueden salir de si mismas. Por eso las mujeres vulgares ni siquiera son capaces de sentir sus bellezas, porque natura non facit sutus. En su célebre obra Examen de ingenios para las ciencias -que tiene más de trescientos años de fecha- rehúsa Huarte a las mujeres toda capacidad superior.
Excepciones aisladas y parciales no cambian las cosas en nada: tomadas en conjunto, las mujeres son y serán las nulidades más cabales e incurables.
Gracias a nuestra organización social absurda en el mayor grado, que las hace participar del título y la situación del hombre, por elevados que sean, excitan con encarnizamiento las menos nobles ambiciones de éste; y por una consecuencia natural de este absurdo, su dominio y el tono que imponen ellas corrompen la sociedad moderna.
Debiera tomarse como norma esta sentencia de Napoleón Iº "Las mujeres no tienen categoría".
Chamfort dice también con mucha exactitud: "Están hechas para comerciar con nuestras debilidades y con nuestra locura, pero no con nuestra razón. Existen entre ellas y los hombres simpatías de epidermis y muy pocas simpatías de espíritu, de alma y de carácter".
Las mujeres son el sexus sequior, el sexo segundo desde todos los puntos de vista, hecho para estar a un lado y en segundo termino. Cierto que se deben tener consideraciones a su debilidad; pero es ridículo rendirles pleito-homenaje, y eso mismo nos degrada a sus ojos. La naturaleza, al separar la especie humana en dos categorías, no ha hecho iguales las partes.
Esto es lo que han pensado en todo tiempo los antiguos y los pueblos de Oriente, que se daban mejor cuenta del papel que conviene a las mujeres que nosotros con nuestra galantería a la antigua moda francesa y nuestra estúpida veneración, que es el despliegue más completo de la necedad germanocristiana. Esto no ha servido más que para hacerlas tan arrogantes y tan impertinentes. A veces me hacen pensar en los monos sagrados de Benarés, los cuales tienen tal
conciencia de su dignidad sacrosanta y de su inviolabilidad, que todo se lo creen permitido.
La mujer en Occidente, lo que se llama la señora, se encuentra en una posición enteramente falsa. Porque la mujer, el sexus sequior de los antiguos, no está en manera ninguna formada para inspirar veneración y recibir homenajes, ni para llevar la cabeza más alta que el hombre, ni para tener iguales derechos que éste.
Las consecuencias de esta falsa posición son harto evidentes. Sería de desear que en Europa se volviese a su puesto natural a ese número dos de la especie, humana y que se suprimiera la señora, objeto de mofa para el Asia entera, y de la cual también se hubieran burlado Roma y Grecia.
Desde el punto de vista político y social, esta reforma sería un verdadero beneficio. El principio de 1a ley sálica es tan evidente, tan indiscutible, que parece inútil formularlo. Lo que se llama propiamente la dama europea es una especie de ser que no debiera existir. No debería haber en el mundo más que mujeres de interior, aplicadas a los quehaceres domésticos, y jóvenes solteras aspirantes a ser lo que aquéllas, que se formasen, no en la arrogancia, sino en el trabajo y en la sumisión.
En El amor, las mujeres y la muerte
Arthur Schopenhauer – Sueño y vigilia
Según hemos considerado hasta aquí la cuestión de la realidad del mundo externo, siempre había procedido de un extravío de la razón que llegaba hasta la confusión de la cuestión misma; y, en esta medida, solamente podía ser respondida explicando su contenido. Tras investigar la esencia del principio de razón, la relación entre objeto y sujeto, y la verdadera naturaleza de la intuición sensible, la cuestión tendría que suprimirse a sí misma, ya que no le quedaría ninguna significación. Pero tal cuestión tiene aún otro origen totalmente distinto del puramente especulativo aquí indicado; un origen propiamente empírico, si bien siempre se plantea con propósitos especulativos; y en este significado la cuestión tiene un sentido mucho más comprensible que en el primero. Se trata de esto: Nosotros tenemos sueños. ¿No es acaso toda la vida un sueño? O más exactamente: ¿Hay un criterio seguro para distinguir entre sueño y realidad, entre fantasmas y objetos reales?
El pretexto de que lo soñado tiene menos vivacidad y claridad que la intuición real no merece consideración; porque hasta ahora nadie ha puesto las dos cosas una junto a otra para compararlas, sino que solo se puede comparar el recuerdo del sueño con la realidad presente. -Kant resuelve la cuestión así: «La conexión entre las representaciones según la ley de la causalidad distingue la vida del sueño». -Pero también en el sueño los elementos individuales se conectan igualmente según el principio de razón en todas sus formas y esa conexión no se rompe más que entre la vida y el sueño, y entre los sueños particulares. Por lo tanto, la respuesta de Kant sólo podía rezar así: el sueño prolongado (la vida) mantiene una continua conexión conforme al principio de razón, pero no con los sueños breves: aunque cada uno de estos incluye la misma conexión, entre estos y aquel se ha roto el puente, y en eso los distinguimos. -Pero sería muy difícil, y con frecuencia imposible, ponerse a investigar conforme a ese criterio si algo ha sido soñado o ha ocurrido; porque no estamos en situación de seguir miembro por miembro la conexión causal entre cualquier acontecimiento vivido y el momento presente, mas no por eso lo consideramos como un sueño. De ahí que en la vida real por lo común no nos sirvamos de esa clase de investigaciones para distinguir el sueño de la realidad. El único criterio seguro para distinguir el sueño de la realidad no es de hecho otro más que el criterio puramente empírico del despertar, con el cual el nexo causal entre los acontecimientos soñados y los de la vigilia se rompe de forma expresa y sensible.
Una excelente prueba de esto la ofrece la observación realizada por Hobbes en el Leviatán, capítulo 2: que confundimos fácilmente los sueños con la realidad en los casos en que nos hemos quedado dormidos vestidos sin proponérnoslo, pero sobre todo cuando además algún negocio o proyecto ocupa nuestros pensamientos y nos tiene ocupados tanto dormidos como despiertos: en esos casos el despertar se nota casi tan poco como el momento de dormirse, el sueño converge con la realidad y se mezcla con ella. Entonces solo queda aplicar el criterio kantiano: pero si, como ocurre con frecuencia, no se puede averiguar el nexo causal con el presente o la ausencia del mismo, ha de quedar para siempre sin decidir si un suceso se ha soñado o ha ocurrido. -Aquí, de hecho, se nos plantea muy de cerca la estrecha afinidad entre la vida y el sueño: y no ha de avergonzarnos el confesarla, después de que ha sido reconocida y expresada por muchos grandes espíritus.
Los Vedas y los Puranas no conocen mejor comparación ni usan otra con más frecuencia que la del sueño para expresar el conocimiento del mundo real, al que denominan «velo de Maya». Platón dice a menudo que los hombres viven en un sueño y solo el filósofo se esfuerza por despertar. Píndaro dice (II η, 135): οκιαας οναρ ανθρωπος(1) (umbrae somnium homo), y Sófocles afirma:
´Ορω γαρ ημας ουδεν οντα αλλο πλην
Ερδωλ, οσοιπερ ζωμεν, η κουφην σκιαν(2).
(Ajax, 125)
(Nos enim, quicunque vivimus, nihil aliud esse comperio, quam simulacra et levem umbram.)
Junto a él se encuentra con la mayor dignidad Shakespeare:
We are such stuff
As dreams are made of, and our little life
Is rounded with a sleep(3).
Finalmente, Calderón estuvo tan penetrado por esta idea, que intentó expresarla en un drama en cierta medida metafísico, La vida es sueño.
Tras esos pasajes poéticos, séame permitido expresarme con una comparación. La vida y el sueño son hojas de uno y el mismo libro. La lectura conexa es la vida real. Pero cuando las horas de lectura (el día) han llegado a su fin y comienza el tiempo de descanso, con frecuencia hojeamos ociosos y abrimos una página aquí o allá, sin orden ni concierto: a veces es una hoja ya leída, otras veces una aún desconocida, pero siempre del mismo libro. Y así, una hoja leída aisladamente carece de conexión con la lectura coherente: pero no por ello es muy inferior a esta, si tenemos en cuenta que también la totalidad de la lectura coherente arranca y termina de forma improvisada y no hay que considerarla más que como una hoja aislada de mayor tamaño.
Los sueños individuales están separados de la vida real porque no se hallan engranados en la conexión de la experiencia que recorre constantemente el curso de la vida, y el despertar señala esa diferencia; no obstante, aquella conexión de la experiencia pertenece ya a la vida real como forma suya, mientras que el sueño ha de mostrar también una coherencia en sí mismo. Si juzgamos desde un punto de vista externo a ambos, no encontramos en su esencia ninguna diferencia definida y nos vemos obligados a dar la razón a los poetas en que la vida es un largo sueño.
Volvamos ahora desde este origen empírico y autónomo de la cuestión acerca de la realidad del mundo externo a su origen especulativo: hemos visto que este se encuentra, en primer lugar, en la falsa aplicación del principio de razón a la relación entre sujeto y objeto; y luego, a la confusión de sus formas, al trasladarse el principio de razón del conocer al terreno en donde solo vale el principio de razón del devenir: pero difícilmente habría podido aquella cuestión mantener ocupados a los filósofos de forma tan continuada si no tuviera verdadero contenido y si en su interior no se hallara algún pensamiento y sentido correctos que constituyeran su origen más auténtico, del que es de suponer que al principio, cuando se presentó a la reflexión y buscó su expresión, se formuló en aquellas formas y cuestiones erróneas que no se comprendían a sí mismas. Esto es, en mi opinión, lo que ocurrió; y como expresión pura de aquel sentido íntimo de la cuestión que ella misma no supo encontrar, establezco esta: ¿Qué es este mundo intuitivo aparte de ser mi representación?
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1. «El hombre es el sueño de una sombra». Píndaro, Pythia, VIII, 135.]
2. [pues veo que nosotros, los vivientes, no somos más / que espejismos y una sombra efímera.]
3. [«Somos la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra corta vida está rodeada por el sueño». Shakespeare, La tempestad IV, 1.]
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El mundo como voluntad y representación, Libro I, capítulo V
Arthur Schopenhauer - El hastío
En cada uno de los grados en que la voluntad aparece iluminada por el conocimiento, se reconoce como individuo. En el espacio infinito y en el tiempo infinito el individuo se encuentra dentro de su finitud y por consiguiente como una dimensión infinitamente pequeña, perdido en la inmensidad de aquello cuya existencia frente a dicha inmensidad no cuenta con un Cuando y Donde absolutos, pues su lugar y su duración son partes finitas de un todo infinito y sin límites. Su existencia está verdaderamente limitada al momento actual, cuyo fluir en el pasado es un caminar perpetuo hacia la muerte, un constante morir, porque su vida pasada, si hacemos abstracción de sus consecuencias para la presente y del testimonio que representa de la voluntad que en ella se imprime, está definitivamente terminada y muerta, ya no existe; por lo que pensando racionalmente lo mismo le debería dar haber sufrido que haber gozado. Pero el presente se convierte siempre en sus manos en pasado y el futuro es incierto y siempre de corta duración. Por lo cual, su existencia, si la consideramos sólo desde el punto de vista formal, es un constante caer del presente en el pasado muerto, un constante morir. Pero si consideramos ahora la cosa por el lado físico, es evidente que así como nuestro andar es siempre una caída evitada, la vida de nuestro cuerpo es un morir incesantemente evitado, una destrucción retardada de nuestro cuerpo; y finalmente la actividad de nuestro espíritu no es sino un hastío evitado. Cada uno de nuestros movimientos respiratorios nos evita el morir; por consiguiente, luchamos contra la muerte a cada segundo, y también el dormir, el comer, el calentarnos al fuego son medios de combatir una muerte inmediata. Pero la muerte ha de triunfar necesariamente de nosotros, porque le pertenecemos por el hecho mismo de haber nacido y no hace en último término sino jugar con su víctima antes de devorarla. Mientras tanto hacemos todo lo posible por conservar la vida, como inflaríamos una burbuja de jabón todo lo que se puede, aunque sabemos que al fin ha de estallar.
Según hemos visto, la esencia de la Naturaleza que no piensa es una constante aspiración sin fin y sin descanso, lo que vernos de una manera más clara en el animal y en el hombre. Querer y ambicionar: esta es su esencia como si nos sintiéramos poseídos de una sed que nada puede apagar. Pero la base de todo querer es la falta de algo, la privación, el sufrimiento. Por su origen y por su esencia, la voluntad está condenada al dolor. Cuando ha satisfecho todas sus aspiraciones siente un vacío aterrador, el tedio; es decir, en otros términos, que la existencia misma se convierte en una carga insoportable. La vida como péndulo, oscila constantemente entre el dolor y el hastío, que son en realidad sus elementos constitutivos. Este hecho ha sido simbolizado de una manera bien rara: habiendo puesto en el infierno todos los dolores y todos los tormentos, no se ha dejado para el cielo más que el aburrimiento.
El perpetuo anhelar que constituye en el fondo todo fenómeno de voluntad encuentra, en los grados superiores de su objetivación, su razón de ser principal y más común en que en ellos la voluntad se muestra a sí misma bajo la forma corporal que le exige imperiosamente el alimento; lo que da tanta fuerza a esta orden es que el cuerpo no es otra cosa que la voluntad de vivir objetivada. Siendo el hombre la objetivación más perfecta de la voluntad de vivir, es al mismo tiempo el ser que tiene más necesidades; no es en todas partes más que volición y necesidad concretas y puede decirse que es una concreción de mil necesidades. Y con todo esto se encuentra en el mundo abandonado a sí mismo, incierto de todo menos de su indigencia y de sus necesidades; de aquí que toda su vida la absorban los cuidados que reclama la conservación de su cuerpo. A esto se une luego el imperativo de la propagación de la especie, Por todas partes se acechan peligros de todo género y necesita desplegar una actividad infatigable, una constante vigilancia para evitarlas. Tiene que recorrer su camino con pies de plomo, escrutando con mirada recelosa, pues te acechan toda clase de contingencias y de adversarios. Así caminaba en el estado salvaje y así camina ahora en las sociedades civilizadas. Jamás se encuentra seguro.
Qualibus in tenebris vitae; quantisque periclis Degitur hocc'aevi, quodcunque est! (Lucrecio 11, 15)
La vida de la mayor parte de los hombres no es más que la lucha constante por su existencia misma, con la seguridad de perderla al fin. Pero lo que les hace persistir en esta fatigosa lucha no es tanto el amor a la vida como el temor a la muerte, que, sin embargo, está en el fondo y de un momento a otro puede avanzar. La vida misma es un mar sembrado de escollos y arrecifes que el hombre tiene que sortear con el mayor cuidado y destreza, si bien sabe que aunque logre evitarlos, cada paso que da le conduce al total e inevitable naufragio, la muerte. Ella es la postrera meta de la fatigosa jornada, que le asusta más que los escollos que evita.
Pero también es muy digno de atención por una parte que los mismos dolores y males de la vida son fáciles de evitar, y que la misma muerte, en huir de la cual empleamos el esfuerzo de nuestra vida, es de desear y a veces corremos hacia ella gustosos, y por otra parte que tan pronto como la necesidad y el sufrimiento nos conceden una tregua, estamos tan próximos al tedio que deseamos que pasen las horas rápidas.
Lo que a todo ser vivo le ocupa y le pone en movimiento es la lucha por la vida. Pero con la vida una vez asegurada no hemos hecho nada aún; necesitarnos sacudir la carga del hastío, hacerla insensible, matar el tiempo, es decir, matar el aburrimiento. En consecuencia con esto vemos que todas las personas que han conseguido ponerse a cubierto de la necesidad y las preocupaciones por la subsistencia después de haber sacudido todas las cargas, son ellos una carga para sí mismos y ven con alegría cada hora que matan, es decir, cualquier abreviación de su vida, en cuya posible prolongación habían empleado hasta entonces todas sus fuerzas. El aburrimiento no es un mal que se deba tener en poco, deja en el rostro la huella de una verdadera desesperación. Hace que seres corno los hombres que tan poco se aman se busquen unos a otros, siendo por esto el origen de la sociabilidad. El mismo Estado se previene contra el aburrimiento de los ciudadanos como contra otras calamidades, porque este mal, así como su contrario, el hambre, puede lanzar al hombre a los mayores excesos: el pueblo necesita panem et Circenses. El riguroso sistema penitenciario de Filadelfia convierte en instrumento de suplicio el aburrimiento por medio de la soledad y la inacción; y es tan temible que los penados recurren al suicidio. Así como la necesidad es el látigo del pueblo, el tedio lo es de las gentes principales. En la vida burguesa está representado por el domingo, así como la necesidad por los seis días restantes de la semana.
Ahora bien, entre el querer y el lograr se desliza la vida humana. El deseo es por su naturaleza doloroso; la satisfacción engendra al punto la saciedad; el fin era sólo aparente; la posesión mata el estímulo; el deseo aparece bajo una nueva figura, la necesidad vuelve otra vez, y cuando no sucede esto, la soledad, el vacío, el aburrimiento, nos atormentan y luchamos contra éstos tan dolorosamente como contra la necesidad. Para que una vida transcurra felizmente es necesario que entre el deseo y la satisfacción no medie un tiempo ni demasiado corto ni demasiado largo, porque de este modo se reduce el sufrimiento que ambos causan. Pues lo que constituye la parte más hermosa de la vida y nos proporciona los más puros goces, a saber, el conocimiento puro, extraño a toda volición, el gusto de lo bello, los depurados placeres del arte, precisamente porque nos apartan de la vida real, transformándonos en espectadores desinteresados, como exigen raras dotes, sólo es patrimonio de unos pocos y aun a estos mismos sólo les divierte como un sueño pasajero y aún les hace más susceptibles de grandes sufrimientos y los aísla de los otros marcadamente inferiores a ellos, por lo que todo viene a compensarse. Pero a la inmensa mayoría de los hombres le son poco accesibles los goces intelectuales; el placer que proporciona el conocimiento puro les es casi completamente desconocido; están completamente entregados al deseo. Por lo cual, si algo les interesa deberá ser (y esto ya va en la significación misma de la palabra) lo que excite su voluntad, aunque no sea sino por una relación lejana y sólo posible con ella; pero no deben pasar de aquí, porque su esencia consiste más en el querer que en el conocer; la acción y la reacción es su único elemento. Expresan de la manera más ingeniosa esta su naturaleza, y así, por ejemplo, escriben su nombre en los lugares célebres que visitan, reaccionando de esta manera, actuando sobre las cosas, ya que las cosas no actúan sobre ellos; no pueden limitarse a observar una animal raro y exótico, sino que lo estimulan, lo excitan, juegan con ellos para sentir la acción y la reacción. Pero sobre todo, esta necesidad de estimular la voluntad se manifiesta en la invención y cultivo de los juegos de naipes, que es la expresión más apropiada de este lamentable lado de la humanidad.
Pero sea cual sea la acción de la naturaleza y de la suerte y trátese de quien se trate y de lo que posea, no se sustraerá nunca al dolor de vivir.
HhleidhV d’ ymwxen, idwn eiV ouranon eurun. (Pelides autem ejulavit, intuitus in coelum latum.)
Y a su vez.
ZhnoV mpn paiV ma KronionoV, autar oizun Eixon areiresimn. (Jovis quidem Filius eram Saturnii; verum aerumnam Habebam infinitam.)
Los esfuerzos incesantes para desterrar el dolor no consiguen otra cosa que variar su figura: ésta es primordialmente carencia, necesidad, cuidados por la conservación de la vida. Al que tiene la fortuna de haber resuelto este problema, lo que pocas veces sucede, le sale de nuevo el dolor al paso en mil otras formas, distintas, según la edad y las circunstancias, como pasiones sexuales, amores desgraciados, envidia, celos, odios, terrores, ambición, codicia, enfermedades, etcétera. Y cuando no puede revestir otra forma toma el ropaje gris y tristón del fastidio y el aburrimiento, contra el cual tantas cosas se han inventado. Y aunque se consiguiese alejar éste, difícil sería que no volviese en cualquiera de las otras formas para empezar otra vez su ronda; pues entre dolor y aburrimiento se pasa la vida. Por mucho que nos abatan estas consideraciones, quiero, sin embargo, poner la atención en uno de sus aspectos, del cual podemos obtener un consuelo y quizá una estoica indiferencia ante nuestras propias desdichas. Pues la impaciencia con que las conllevamos depende en gran parte de que las consideramos contingentes, es decir, como traídas por una serie de causas que muy bien pudiera haber sido otra. Pues los males que consideramos como necesarios y generales, la vejez y la muerte y muchas molestias de la vida diaria, no suelen preocuparnos. La consideración de que se trata de una circunstancia casual es precisamente lo que nos proporciona dolor, lo que da al hecho su aguijón. Pero si llegáramos a convencernos de que el dolor como tal es esencial e inseparable de la vida y la forma en que se presenta, lo único accidental y, dependiente del acaso, de que nuestra vida presente ocupa un lugar en el que sin cesar pronto sería reemplazada por otra alejada ahora del mismo y que por consiguiente el destino poco nos puede quitar; tal reflexión, en caso de convertirse en viva persuasión, podría suministrarnos una buena dosis de ecuanimidad estoica, disminuyendo en gran parte nuestros angustiosos temores egoístas. Pero de hecho, tal poderoso dominio de la razón sobre los dolores que sentimos de un modo inmediato pocas veces o nunca se encuentra.
Por lo demás, esta consideración sobre la inevitabilidad del dolor y la sustitución de unos dolores por otros y de la aparición de nuevos males por la repetición de los anteriores, puede llevarse hasta sostener la hipótesis, paradójica, pero no absurda, de que en cada individuo está determinada de antemano la medida del dolor que ha de soportar por su naturaleza, medida que no puede contener ni más ni menos de lo que en ella cabe, aun cuando la forma del dolor pueda variar. Según esto, su próspera o adversa fortuna no procedería del exterior, sino del interior y variaría por su disposición física en las distintas épocas, pero en conjunto sería la misma y no distinta de lo que se llama temperamento, o más exactamente, el grado que posee de sensibilidad ligera o fuerte, o como Platón dice en el primer libro de la República: eukoloV o duskoloV de humor fácil o difícil.
El hecho, observado frecuentemente, de que los grandes dolores nos hacen insensibles a los pequeños y a la inversa, que a falta de grandes sufrimientos, las más pequeñas contrariedades nos atormentan e irritan, habla a favor de esta hipótesis; pero además, la experiencia nos enseña que cuando soportamos una gran desgracia que sólo con pensar en ella nos estremecíamos, nuestro ánimo sigue siendo siempre el mismo una vez experimentado el dolor primero; y, a la inversa, cuando alcanzamos una dicha largo tiempo apetecida, apenas nos sentimos más contentos ni más alegres que antes, una vez pasado el primer momento. En el instante mismo de producirse tales cambios la emoción es fuerte y se sale de lo corriente, manifestándose en exclamaciones de desesperación o de júbilo, pero como efecto de una ilusión cesa pronto. La desesperación o el júbilo no eran debidos al dolor ni al gozo presentes, sino a la perspectiva de un porvenir anticipado. Lo que tan anormales proporciones les permite adquirir es esta anticipación de lo futuro; por eso se comprende que no puede tener gran duración.
Podemos hacer notar también en apoyo de nuestra hipótesis de que el sentimiento está en parte, como el conocimiento, determinado a priori que la alegría o la tristeza humanas no son producto de circunstancias exteriores, como la riqueza o la posición social, puesto que hallamos tantas caras alegres entre los ricos como entre los pobres. Notemos también que los motivos de suicidio son diferentes según los hombres, pues con dificultad hallaríamos desgracia alguna tan grande que condujera al suicidio en todos los caracteres y pocas hay entre las más pequeñas que no hayan conducido alguna vez a esta determinación. Por consiguiente, no siendo igual en todos los momentos el grado de alegría o de tristeza no lo debemos atribuir al cambio de las condiciones exteriores sino al del estado interior o a la disposición física. Cuando la satisfacción va creciendo, hasta llegar a la alegría, el cambio se produce ordinariamente sin motivo alguno exterior. En efecto, nuestro dolor es muchas veces provocado por algún accidente exterior, y esto es indudablemente lo que nos perturba y aflige, porque creemos que si hubiera modo de suprimir dicho accidente experimentaríamos gran contento. Pero esto es mera ilusión. La cantidad de alegría y tristeza, según hemos dicho, es siempre la misma en cada instante, y con respecto a ella aquel motivo de tristeza es lo que para el cuerpo un vejigatorio que llama a sí todos los males humores repartidos por el organismo. Sin esta causa determinada e interior el dolor correspondiente a nuestra naturaleza, y por lo tanto inexcusable, estaría repartido en muchos puntos y se manifestaría bajo la forma de mil pequeñas contrariedades o caprichos extravagantes por cosas a las que no damos en el momento importancia alguna, porque nuestra capacidad de dolor está saturada por un padecimiento mayor que ha concentrado en un solo punto todos los dolores distribuídos hasta entonces en diferentes lugares. Igualmente, si el éxito en un negocio nos libera de la inquietud que nos angustiaba, ésta es luego sustituida inmediatamente por otra, cuya sustancia existía ya en nosotros pero que no lograba aparecer en la conciencia para agitarla por estar ésta colmada ya; tal motivo de inquietud pasaba inadvertido, como forma nebulosa y sombría, en el límite extremo de nuestra conciencia. Pero cuando ha encontrado ya un puesto se destaca como cuidado positivo y ocupa el trono de la inquietud dominante (prutaennonsai); y aun siendo más pequeño que el desaparecido, sabrá hincharse hasta igualar en magnitud y así, como primer cuidado del día, llenar completamente el trono.
Las alegrías excesivas y los más vivos dolores se suelen encontrar en una misma persona, pues aquéllas y éstos se condicionan recíprocamente y tienen por condición común una gran vivacidad de espíritu. Según hemos visto, ambos provienen no tanto de lo presente como de la consideración de lo porvenir. Pero siendo el dolor esencial de la vida y hallándose determinado en sus proporciones por la naturaleza del individuo, los cambios repentinos provenientes del exterior no pueden determinar su grado. Toda alegría excesiva (exultatio, insolens laetitia) nace siempre de creer que hemos hallado en la vida una cosa que no puede hallarse jamás: la desaparición definitiva de los cuidados que nos atormentan y que renacen sin cesar. Cada una de estas ilusiones nos es arrebatada más tarde y su pérdida nos produce entonces tanto dolor como alegría nos produjo su aparición. Pudiéramos compararla a una montaña escarpada a la cual no se debe subir porque no hay modo de bajarla más que dejándose caer desde su cima: una caída de este género es todo dolor repentino y exagerado y procede de la pérdida de la ilusión. Siendo esto así, deberíamos evitar todo extremo, procurando contemplar el conjunto y el encadenamiento de las cosas con ánimo sereno y sin atribuirles nunca los colores que desearíamos que tuviesen. El empeño principal de la moral estoica fue emancipar el ánimo de esta quimera y de su consecuencia e inculcarle en cambio una perfecta ecuanimidad. De este mismo sentimiento se encuentra penetrado Horacio en la conocida oda:
Aequam memento rebus in arduis Servare mentem, non secus in bonis Ab insolenti temperatem Laetitia.
Pero la mayor parte de las veces nos negamos a aceptar esta idea, como nos negaríamos a beber una medicina amarga, esta idea de que el dolor es esencial a la vida y no proviene del exterior, sino que cada uno de nosotros lo llevamos dentro de nosotros mismos, como un manantial que no se agota. Siempre buscamos una causa o un pretexto exterior del dolor que no se separa de nosotros; somos como el hombre libre que se crea un ídolo para tener un amo. Pues infatigablemente volamos de deseo en deseo, y aunque ninguna realización, por mucho que prometa, pueda satisfacernos y no sea más que un vergonzoso error, nos empeñamos, no obstante, en no comprender que estamos haciendo el trabajo de las Danaides y corremos incesantemente hacia nuevos deseos.
Sed, dum abest quod avemus, id exsuperare videtur Caetera; post aliud, quum contigit illud, avemus; Et sitis aequae tenet vitai semper hiantes. (Lucr., III, 1095)
Así continuamos hasta el infinito, lo que es más raro y ya impone una cierta fuerza de carácter, hasta que encontramos su deseo que no podemos satisfacer ni renunciar; entonces poseemos en cierto modo lo que anhelamos, a saber: algo a lo que podemos achacar siempre el ser la causa de nuestros dolores, en vez de acusar a nuestro propio ser; este algo nos malquista con la suerte, pero nos reconcilia con la vida porque aleja de nuestro espíritu la idea de que el dolor es parte de nuestra naturaleza y de que toda dicha es imposible. La consecuencia de este proceso es una disposición algo melancólica. El hombre lleva en sí entonces un grande y único dolor que le hace olvidar todas las alegrías y todas las aflicciones menores. Esto constituye ya una actitud más digna que no la carrera incesante en pos de fantasmas que varían continuamente.
En El mundo como voluntad y representación, libro cuarto, § 57
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