sábado, 31 de diciembre de 2011

Contra todas las formas del infierno (Entrevista a León Ferrari)


Entrevista a LEON FERRARI por ANA MARIA BATTISTOZZI

La gran retrospectiva de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta generó polémica, cuestionamientos de sectores conservadores y algunos gestos de intolerancia. El artista profundiza aquí sus críticas al cristianismo y a la idea del infierno, que —dice— ha servido de justificación para torturar y matar gente desde las Cruzadas hasta la última dictadura en nuestro país. Con increíble vitalidad, a los 84 años, habla además de su arte y de sus proyectos.

Cuesta creer que este hombre de 84 años, que habla en un susurro y conserva el asombro de un niño detrás de sus grandes anteojos, sea —como algunos se empeñan en afirmar desde hace días— la encarnación misma del demonio. Es difícil descubrir en su mirada la carga de odio que se le adjudica. Lo cierto es que León Ferrari ha plantado la piedra del escándalo en la sala mayor del Centro Cultural Recoleta: 50 años de producción artística que lo muestran como un percusionista escurridizo que va y viene probando el sonido de distintos instrumentos. Cerámicas, esculturas, dibujos, grabados, collages, heliografías y objetos integran el pormenorizado conjunto que armó la curadora Andrea Giunta y por primera vez se da el lujo de un impecable montaje que en otras ocasiones el artista no se pudo permitir. No le fue fácil llegar a este punto que muchos tienen resuelto en la mitad de su vida. Tanto por la abundancia de su producción polémica como por sus propias exigencias, Ferrari debió peregrinar largamente antes de concretar esta muestra. Detrás de ella hay un ejército de mujeres, a las que su obra rinde homenaje y entre las que se cuentan no sólo la curadora sino sus nietas, la directora del Recoleta y también Alicia, su esposa con quien se casó en 1942, en la iglesia de San Miguel, decorada por su padre, pintor de iglesias. Muchos se preguntarán por el giro radical que tomó la obra de este artista que padeció la desaparición de uno de sus hijos y debió exiliarse en Brasil en los años 70. El mismo artista que ahora dice:

—Toda esta gran polémica se resume en una cosa muy simple: yo estoy en contra de la tortura y el cristianismo está a favor. Porque el pensamiento occidental y cristiano sostiene la existencia del infierno, que implica aprobar o exaltar el castigo al diferente. La religión opina, desde el Evangelio y el catecismo último de la Iglesia oficial, que cuando alguien muere si no observa las normas de la religión, su alma será torturada. La gente puede no creer en esto y, en efecto hay algunos católicos que dicen que no lo creen. Pero hay un sector que sí y enseña eso en las escuelas; las escuelas que nosotros pagamos. Por eso es sencillamente sorprendente que califiquen de odio a un sentimiento (el mío) fundado en el rechazo a la tortura y a las amenazas que supone la existencia del infierno.






- —Pero convengamos que hay una cantidad muy importante de gente devota de la Virgen, que es un personaje que aparece muy dulcificado en toda la iconografía cristiana, y nunca que yo recuerde, alentando el odio. Sin embargo, en sus trabajos aparece con escorpiones y cucarachas.

- —No, sin duda, hay mucha gente que se puede sentir herida. Pero también hay que entender que todas esas figuras que yo uso son iconos, imágenes o ídolos, como ellos los llaman en otras religiones y conviene aclarar que los ídolos son rechazados por el Antiguo Testamento. Ahora Jesús, los padres de la Iglesia o quien fuere, cuando se apoderaron del Antiguo Testamento para fundamentar su religión, al aceptar el Antiguo Testamento, aceptan su contenido con las disposiciones, los mandamientos y lo que dijo Dios Padre. Y Dios Padre se la pasa diciendo que hay que destruir todos los ídolos, que hay que quemarlos. Entonces también se podría interpretar —aunque no es mi propósito— que estoy siguiendo puntualmente las enseñanzas de Dios Padre. Con respecto a la Virgen, Lucas da en el Evangelio esa versión de la Virgen inseminada por el Espíritu Santo, pero en otras partes del Evangelio y en las palabras de Jesús, la Virgen es una buena mujer, no más. Que tiene otros hijos y estaba un poco preocupada por la salud mental del hijo, como lo estaban otros parientes. El Evangelio de Marcos dice que se la quisieron llevar, en una ceremonia, porque pensaron que estaba loca. No dice claramente que la Virgen lo estaba, pero se deduce, porque en otra parte del Evangelio, uno de sus discípulos le dice a Jesús que estaban su madre y sus hermanos. Y él, evidentemente, no estaba muy bien con la familia, porque responde: "No, mi madre y mis hermanos son ustedes". Es decir, no le llevó demasiado el apunte a la Virgen.

- —La Virgen es una figura que aparece en la Iglesia a fin de la Edad Media. Casi no tiene presencia en el primer cristianismo.

- —Claro. Y creo que debe ser por ese motivo.

- —Pero aparece en un momento en que la propia religión y sus representaciones se humanizan: Cristo pasa de la representación de Cristo Rey sentado en un trono al hombre sufriente y castigado en la cruz.

- —Claro. Flagelado y crucificado por los judíos que tuvieron que cargar con eso toda su historia. De todos modos, en cuanto a la Virgen y a los devotos de los santos, yo lamento sinceramente herir el sentimiento de mucha gente. Quizá haga falta explicar por qué yo uso esos elementos. El argumento es muy simple: me he pasado años señalando que los cuadros, muchas de las obras de la cultura occidental son maravillosos de forma y terribles de contenido. Muchos muestran, aprueban, aplauden y exaltan la tortura. Miguel Angel, el Bosco, el Beato Angélico, el Giotto, Luca Signorelli, el Dante. Todos ellos. Y la gente mira eso y no lo ve. Entonces yo me pregunto: ¿en qué forma se puede señalar lo que en verdad siginifica el infierno? Bueno, una de las formas que yo elijo es meter en el infierno a los que creen en él y lo promueven. Entonces, pongo allí santos, cristos y también vírgenes. Porque la Virgen de Fátima es una militante del infierno hay que ver la descripción terrible que hace del infierno.

- —¿Y ésa es una operación estética?

- —Estética y ética. Y, modestamente, creo que he tenido un gran éxito con ella porque finalmente estoy logrando que a muchos católicos no les guste el infierno. Por ahora, no les gusta el infierno cuando están el Papa, Cristo o algunos de los santos pero espero que la cosa evolucione y que más adelante no les guste el infierno cuando haya gente como nosotros. El otro día, Mariano Grondona dijo que yo no reconozco las partes buenas del cristianismo y de Occidente. Yo siempre digo: Occidente tiene una cosa extraordinaria, que es haber establecido la Declaración de los Derechos del Hombre. Y además tiene todas estas obras maravillosas que le han servido de publicidad a la Iglesia. Porque, hay que reconocerlo, son el resultado de un operativo magistral. Nadie nunca más hará una operación de semejante eficacia.

- —¿De persuasión y convencimiento a través de imágenes?

- —Y de qué manera. Le han dado una imagen maravillosa a una cosa horrible, que es la amenaza del infierno. Se apoyaron en la belleza de la forma para aterrorizar y controlar a la gente que no hace la diferencia con el contenido. Pero la ética y la estética no son independientes.

- —¿Quiere decir que la Iglesia hizo uso de la belleza y el terror para su poder?

- —Por supuesto. Ninguno de esos artistas pintaba lo que le daba la gana. Seguían instrucciones precisas del abad o el Papa de turno. Siempre se señala la diferencia entre lo que se llama el arte político de ahora y el de antes. El arte político contemporáneo en general se refiere a los excesos del poder, a la discriminación, a la miseria, no hay un arte político a favor del poder. Ni Hitler lo logró.

- —Pero tenía un programa que se apoyó en la radio y el cine, los nuevos medios de la cultura de masas.

- —Pero la gran diferencia es que no lo hizo mostrando las amenazas de los infiernos nazis; Hitler no pintaba los campos de concentración, más bien los escondía. La Iglesia, en cambio, contrató a los más grandes artistas para que mostraran de la manera más convincente esa amenaza de su invención que es el infierno.

- —¿No podría considerarse este debate como cosa del pasado?

- —No, para nada, es de una gran actualidad. Mientras el arte político es un apoyo a los derechos humanos y una condena a la violación de esos derechos por parte del gobierno que sea, el arte político que apoyó la Iglesia es una violación a los derechos humanos, es un apoyo a los delitos que la Biblia proclama como castigo necesario para los diferentes. No importa si el infierno es real o no, lo que importa es que está en la cabeza de la gente desde hace miles de años. Y es lo que ha provisto, y provee, de justificación para matar gente. Desde las Cruzadas al Proceso en muestro país y más recientemente a Bush. En Estados Unidos el 65% de la gente cree en el infierno; esto significa que cree en la tortura del diferente. ¿Por qué no van a torturar iraquíes, si son infieles? ¿No es de una terrible actualidad este debate?

- —Esto que estamos analizando está contenido en sólo una parte de la exhibición en el Centro Cultural Recoleta. Pero hay todo un desarrollo de su obra que lo excede y está muy bien mostrado, ¿no le parece que todo este debate está oscureciendo la mirada profunda que el conjunto merece?

- —Bueno, hay gente que va por eso, que nunca estuvo en una muestra y por uno u otro motivo le interesa la cosa. Hay gente que está muy en contra y entonces se va. El otro día uno se quejaba porque decía que yo había puesto al Papa frente a un frasco lleno de preservativos, ¿no? Y justo fue en el Día del Sida. Quisiera recordar que esa posición fundamentalista de la Iglesia sigue matando gente. Grondona hablaba el otro día del arrepentimiento. Pero no se puede trasladar la confesión católica, —eso de que uno se confiesa y se terminó el delito— a este tipo de cuestiones graves. Ahora, es cierto que en esta muestra hay una gran cantidad de otras cosas que van más allá de la crítica a la religión. Está la reivindicación del sexo, una cuestión en la que, si se quiere, nos volvemos a enfrentar; obras en contra de la misoginia; obras contra el Proceso. A la gente le llaman mucho la atención los recortes de los diarios del año 76, que reflejan hechos de un gobierno que fue apoyado por la Iglesia. Pero eso no es mi culpa. Y también hay una cantidad de obras que no tienen nada que ver con eso; que yo sigo haciendo, y que, digamos, son inofensivas en el sentido de lo que veníamos hablando.

- —¿Como la tinta sobre papel de la tapa del catálogo que evoca el poema "Sermón de la Sangre", de Rafael Alberti, y forma parte de la Colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York?

—Sí, como ésa y tantas otras.




- —Pienso en los diversos planos de esa obra, que parece surcada por hilos de sangre, como si fuese una escultura. Y al mismo tiempo en las esculturas que parecen escrituras en el espacio. También están las escrituras que tratan de las Sagradas escrituras y el indudable impacto del Cristo crucificado sobre un avión de guerra. Todo eso es tan diverso en apariencia y a la vez tan naturalmente relacionado.

- —En el año '64, empecé a hacer manuscritos. Y uno de ellos, el que tiene el pene del David de Miguel Angel en el medio, es una reflexión sobre el Diluvio. Allí yo copio los versículos de la Biblia sobre el Diluvio y los modifico. Digo que los hombres se murieron porque Satanás les sacó el pito e hizo un árbol embarazador, las mujeres sobrevivieron y flotaron. Cuando bajó el agua, todas protagonizaron una gran cópula con el árbol.

- —Suena a poesía surrealista, como el de Cuadro escrito de 1964. Bien diferente de La Civilización Occidental y Cristiana. ¿Cuando presentó esa obra por primera vez?

- —En el 65 se vio en el Di Tella, antes de que abriera el Premio por unos días. Después Romero Brest me pidió que me la llevara porque "hería la sensibilidad religiosa del personal". Después se vio nuevamente a fin del 72, cuando pusieron Palabras Ajenas y después la guardé en un depósito. Cuando me fui a Brasil, casi la pierdo. Después dejé de hacer esas cosas y me dediqué al arte abstracto, casi como una profesión para ganarme la vida.

- —¿Puede intepretarse que ese arte abstracto que hizo en San Pablo durante aquellos años expulsa la realidad?

- —Pareciera... La diferencia es que en uno busco un significado lógico, racional, y en el otro lo dejo a juicio de quien lo ve. En realidad sigo haciendo las dos cosas. El otro día me puse a reparar unas esculturas de alambre, y me dieron ganas de retomar eso que había abandonado hacía años. Las abandoné dos veces: hace como 30 años, las retomé en Brasil, y las volví a abandonar. Y ahora estoy haciendo cosas parecidas, como aquéllas. Estoy haciendo varias cosas al mismo tiempo. Una es un vidrio dibujado, separado un poco del fondo que me permite jugar con la sombra. Otra es un video que hicimos con Ricardo Pons, para el que puse una serie de lombrices sobre una tabla blanca, y entonces, filmamos eso, mientras las lombrices se movían y hacían como un dibujo móvil. Tenía la idea de que una gallina se comiera el arte que hacen las lombrices. Pensaba tenerla en ayunas un par de días para que se comiera todo. Otra experiencia que estamos haciendo con un amigo de Paloma (su nieta y colaboradora) es llevar a volumen los planos, los laberintos. Y quedan realmente muy...

- —¡Infernales! Estos laberintos son realmente una versión actualizada del infierno.

- —Los voy a proyectar en alguna parte, es impresionante ver unos hombrecitos caminando por el medio de ese laberinto. Después tengo otra cosa hecha con plumas blancas. Quería ponerle unas luces, de atrás, y un ventilador para moverlas.

- —Parece que una sola vida no es suficiente para tanto proyecto.

- —Sí, sobre todo si uno se tiene que pasar todo el día debatiendo sobre religión.



Revista Ñ Buenos Aires, 18 de diciembre de 2004

jueves, 22 de diciembre de 2011

Wassily Kandinsky - La pirámide




Paulatinamente, las diferentes artes van encontrando su propio espacio y sus medios de expresión exclusivos.

Paradójicamente, es gracias a esta diversificación que las artes se hallen tan próximas unas de otras en los últimos tiempos, en esta hora última del cambio de rumbo espiritual.

Lo hasta ahora mencionado han sido los primeros brotes de esta tendencia hacia lo nonatural, lo abstracto, la naturaleza interior, que consciente o inconscientemente responde a la frase de Sócrates: ¡Conócete a ti mismo! Conscientemente o no, los artistas vuelven su atención hacia su material propio, estudian y analizan en su balanza espiritual el valor interno de los elementos con los que pueden crear.

Esto produce espontáneamente su consecuencia natural: la comparación de los propios elementos con los de otras artes. La enseñanza más valiosa la da la música. Casi sin excepciones, la música ha sido siempre el arte que ha utilizado sus propios medios para expresar la vida interior del artista y crear una vida propia, y no para representar o reproducir fenómenos naturales.

El artista, cuyo objetivo no es la imitación de la naturaleza, aunque sea artística, sino que lo que pretende es expresar su mundo interior, ve con envidia cómo hoy este objetivo se alcanza naturalmente y sin dificultad en la música, el arte más abstracto. Es lógico que se vuelva hacia ella e intente encontrar medios expresivos paralelos en su arte. Este es el origen, en la pintura actual, de la búsqueda del ritmo y la construcción matemática y abstracta, del valor dado a la repetición del color y a la dinamización de éste, etc.

La comparación entre los medios propios de cada arte y la inspiración de un arte en otro, sólo es válida si no es externa sino de principio. Es decir, un arte puede aprender de otro el modo en que se sirve de sus medios para después, a su vez, utilizar los suyos de la misma forma; esto es, según el principio que le sea propio exclusivamente. En este aprendizaje, el artista no debe olvidar que cada medio tiene una utilización idónea y que de lo que se trata es de encontrarla.

Respecto a la expresión formal, la música puede obtener resultados inasequibles para la pintura, pero, por otro lado, no tiene algunas de las cualidades de ésta. Por ejemplo, la música dispone del tiempo, de la dimensión temporal. La pintura, que carece de esta posibilidad, puede sin embargo presentar todo el contenido de la obra en un instante, lo cual es imposible para la música (1). Esta, externamente emancipada de la naturaleza, no necesita tomar prestadas formas externas para su lenguaje (2). Por el contrario, la pintura depende hoy casi por completo de las formas que le presta la naturaleza. Su labor consiste en analizar sus fuerzas y sus medios, conocerlos bien, como hace tiempo que los conoce la música, y utilizarlos en el proceso creativo de un modo puramente pictórico.

Al profundizar en sus propios medios, cada arte marca los límites que lo separan de los demás, y este proceso los vuelve a unir en un empeño interior común. Así se descubre que cada arte posee sus propias fuerzas, que no pueden ser sustituidas por las de otros. De este proceso de unión nacerá con el tiempo el arte que ya hoy se presiente: el verdadero arte monumental.

Todo lo que sea profundizar en los tesoros escondidos de un arte, es una valiosa colaboración en la construcción de la pirámide espiritual que un día llegará hasta el cielo.


1. Estas diferencias son relativas —como todo en este mundo. En cierto sentido la música puede evitar la extensión en el tiempo, mientras que la pintura puede utilizarla. Nuestras afirmaciones tienen, por lo tanto, un valor relativo.

2. La música de repertorio, en su sentido limitado, demuestra lo lamentable que resulta utilizar medios musicales para reproducir formas externas. No hace mucho aún se hacían este tipo de experimentos. El croar de las ranas, el cacareo de las gallinas, el ruido del afilador, son números dignos de un espectáculo de variétées divertidos como entretenimiento. Pero en la música seria estas aberraciones no son más que ejemplos del fracaso al que conduce la imitación de la naturaleza. Esta tiene su propio lenguaje, que actúa con fuerza insuperable sobre nosotros, y que no se puede imitar. Cuando se reproducen musicalmente los sonidos de un gallinero para producir el efecto de la naturaleza y situar al oyente en ésta, se pone de manifiesto claramente lo imposible e innecesario de la empresa. Todo arte puede representar cualquier ambiente, pero no imitando externamente a la naturaleza sino reproduciéndolo artísticamente en su valor interno.


En De lo espiritual en el arte

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Henry Miller - Maniaco megalopolitano




La ciudad es más encantadora cuando empieza el dulce alboroto de la muerte. Su propia vida vivida en desafío a la naturaleza, su electricidad, sus frigo­ríficos, sus paredes a prueba de ruidos. En una caja dentro de otra, cría paredes secas, el destello de uñas laqueadas y las plumas que flamean a través del cielo acanalado. Aquí, en las profundidades del ataúd, crecen las eternas flores enviadas por telégrafo. En las bóvedas, por debajo del lecho del río, están los lin­gotes de oro. Es un desierto rutilante de mica, con el teléfono sonando con fuerza.

En el atardecer, cuando la muerte sacude 1a espina dorsal, la multitud se mueve compacta, codo con co­do, cada miembro del gran rebaño arreado por la soledad; pecho contra pecho hacia el muro del pro­pio ser, frustrados, aislados, sardina sobre sardina, todos en busca del abrelatas universal. Al atardecer, cuando la multitud está salpicada de electricidad, toda la ciudad se pone de pie sobre sus patas traseras y tira las puertas abajo violentamente. En la espan­tada, el hombre abstracto se disgrega, gris consigo mismo, girando en el reguero de su profunda soledad.

Un nombre profundamente marcado a1 rojo vivo. Una identidad. Todos fingen no saber, no recordar, pero el nombre está profundamente marcado, tan profundamente adentro, como la más lejana estrella está afuera. Llenando todo el tiempo y el espacio, creando una soledad infinita, este nombre se expande y se convierte en lo que siempre fue y en lo que siem­pre será: Dios. En medio del rebaño, moviéndose con silenciosas patas en la estampida, más salvaje que el más grande pánico, está Dios. Dios, que arde como una estrella en el firmamento de la conciencia huma­na: el Dios de los búfalos, el Dios de los renos, el Dios de los hombres. Dios.

Nunca hay más Dios que entre la atea multitud. Nunca hay más Dios que en la estampida del atarde­cer, cuando la espina dorsal da sacudidas mortales y telegrafía la canción de amor a través de todas las neuronas, y desde todas las tiendas de Broadway, la radio contesta con megáfonos y transmisores, con amplificadores y conexiones. Nunca hay más soledad que entre la apiñada multitud; el hombre solitario de la ciudad está rodeado por sus invenciones, el buscador perdido se ahoga en la común identidad. Con la desesperada y solitaria falta de amor se construye la última fortaleza, la entretejida ciudadela de Dios, que ha sido formada después del laberinto. De este último refugio no hay salida, salvo para el cielo. Desde aquí, volamos a casa, registrando los extraños cana­les del éter.

Acabada su vida subterránea, el gusano echa alas. Privado de la vista, del oído, del olor, del sabor, se zambulle directamente en lo desconocido. ¡Afuera! ¡Afuera! ¡A cualquier parte fuera del mundo! A Sa­turno, Neptuno, Vega – ¡no importa dónde o hacia dónde, pero afuera, fuera de la tierra! Allí, en el cie­lo azul, con petardos estallándole en el culo, el gusano ángel se vuelve chiflado. Come y bebe cabeza abajo; duerme cabeza abajo; jode cabeza abajo. A la máxima vitesse, su cuerpo es más liviano que el aire; al máximo tempo, no existe más que la espontánea combustión del sueño. Sigue volando hacia Dios, soli­tario en el azul, con ronroneantes dínamos. ¡El último vuelo! El último sueño del nacimiento antes de que pinchen la bolsa.

¿Dónde está ahora aquel que se abrió paso hacia la luz desde las interminables pesadillas? ¿Quién está sobre la superficie de la tierra con los pulmones en colapso, con un cuchillo entre los dientes y los ojos estallando? Vulcanizado por el dolor y la agonía, per­manece aterrorizado en medio del rápido y corrupto flujo del mundo superior. ¡Qué glorioso es contemplar el mundo con los ojos ensangrentados! ¡Qué brillante y sangriento es el imperio del hombre! ¡EL HOMBRE! Míralo, allí está moviéndose en el cajoncito con rue­das, con las piernas amputadas y los ojos estallados. ¿No les oyes tocar? Toca la Canción de Amor, mientras rueda en su cajón. En el café, está sentado otro hom­bre, un hombre enfermo de amor, sólo con sus sue­ños y con un revólver bajo el corazón. Todos los clien­tes se han ido, salvo un esqueleto que lleva sombrero. El hombre está solo con su soledad. El revólver está silencioso. A su lado hay un perro y un hueso, pero al perro no le importa el hueso. El perro también está solo. El sol entra a raudales por la ventana; resplandece con espantoso brillo sobre el cráneo verde del abandonado. El sol se pudre con un espantoso brillo.

¡Qué hermoso es el otoño de la vida con el sol pudriéndose y los ángeles volando hacia el cielo con petardos bien metidos en los culos! Suave y medi­tativamente marchamos por las calles. Los gimnasios están abiertos y uno puede ver a los hombres nuevos, hechos de tubos de chimenea y cilindros, guiándose por una carta de navegar y un diagrama. Los hombres nuevos que nunca se gastan, porque las partes pueden ser recambiadas. Hombres nuevos sin ojos, sin nariz, sin oídos ni boca, hombres con cojinetes de bolas en las articulaciones y patines en los pies. Hombres inmunes a las revueltas y a las revoluciones. ¡Qué alegres y atestadas están las calles! En la puerta de un sótano está Jack el destripador blandiendo un hacha; el cura sube al cadalso y una erección le estalla la bragueta: los notarios pasan con sus abultados por­tafolios; las bocinas suenan a toda marcha. Los hom­bres deliran en su nueva libertad encontrada. Una perpetua sesión espiritista con megáfonos y cintas de télex, hombres sin brazos dictando a cilindros de cera; fábricas trabajando día y noche, produciendo más embutidos, más roscas de pan, más botones, más ba­yonetas, más carbón de coc, más láudano, más hachas afiladas, más pistolas automáticas.

No puedo pensar en otro día más hermoso que éste, con el siglo XX en plena flor, con el sol pu­driéndose y un hombre en un cajoncito con ruedas, tocando la Canción de Amor en su flautín. Este día resplandece en mi corazón con un brillo tan espan­toso, que aunque yo fuera el hombre más triste del mundo, no me gustaría dejar la tierra.

¡Qué magnífica eyaculación este último vuelo hacia el cielo desde la sagrada ciudadela! Mirando hacia abajo, la tierra vuelve a aparecer dulce y encantadora. La tierra desnuda de hombres. Esta tierra sin hombres es inenarrablemente dulce y encantadora. La madre de todo lo viviente vuelve a girar de nuevo con gracia y dignidad, liberada de los cazadores de Dios, liberada de su putesca progenie. La tierra no re­conoce ningún Dios, ninguna caridad, ningún amor. La tierra es el útero que crea y destruye. Y el hombre no es de la tierra, sino de Dios. Dejémosle entonces que vaya hacia Dios, desnudo, destrozado, corrom­pido, dividido, más solo que el más profundo abismo.

Todavía hoy, algo de Progreso e Invención me acompañan mientras marcho hacia la cumbre de la montaña. Mañana caerán todas las ciudades del mun­do. Mañana, todos los seres civilizados de la tierra mo­rirán por culpa del veneno y el acero. Pero hoy toda­vía puedes bañarme con las maravillosas líricas amo­rosas de Dios. Todavía oyes música de cámara, sueño, alucinación. ¡Los últimos cinco minutos! Un sueño, una fuga sin coda. Cada nota se pudre como la carne muerta colgada de los ganchos. Una gangrena en la que se ahoga la melodía, por su propio hedor supurante. Cuando el organismo siente la muerte cercana, se estremece con arrobamiento. Una aceleración que culmina en una agonía triunfal –la agonía del último estertor, donde la comida y el sexo se unen–. ¡El remolino! ¡Y que se lleve consigo todo lo que arras­tra! El ignorante y bárbaro salvaje que empezó en la circunferencia persiguiendo su cola, se acerca cada vez más hacia el centro en grandes espirales laberín­ticas, llegando ahora al mismo centro, donde gira en el pivote de sí mismo con una incandescencia que lan­za un enceguecedor torrente de luz, a través de todas las alcantarillas del alma: el profanador y ladrón de almas, gira allí loco e insaciable, en una lujuriosa furia centrífuga, hasta que sale chisporroteando por el agujero que tiene en el centro; desciende como una bolsa de gas –bóveda, sótano, costillas, piel, sangre, tejidos, mente, y corazón todo consumido, devorado, borrado en la aniquilación final.

Esta es la ciudad y ésta es la música. De las negras cajitas surge un interminable río de romance donde lloran los cocodrilos. Todos caminan hacia la cumbre de la montaña. Todos van al paso. Desde la estación eléctrica de arriba, Dios inunda la calle de música. Es Dios quien pone la música todas las tar­des, justo cuando salimos del trabajo. A algunos nos da una corteza de pan, a otros un Rolls Royce. Todos vamos hacia las Salidas y el pan duro está encerrado en los cubos de basura. ¿Qué es lo que mantiene nuestros pies al unísono, mientras vamos hacia la brillante cumbre de la montaña? Es la Canción de Amor que oyeron en el pesebre los tres reyes magos de Oriente. Un hombre sin piernas y con los ojos volados la tocaba en su flautín, mientras iba por la calle de la ciudad sagrada en su cajón con ruedas. Es esta Canción de Amor la que ahora se derrama desde millones de cajitas negras en el momento cro­nológico preciso, para que hasta nuestros hermanos morenos de las Filipinas puedan oírla. Es esta hermosa Canción de Amor la que nos da fuerza para construir los más altos edificios, para botar al agua los más grandes buques de guerra, para construir puentes sobre los ríos más anchos. Esta es la Canción que nos da coraje para matar a millones de hombres a la vez, con apretar sólo un botón. Es esta Canción la que nos proporciona energía para saquear la tierra y dejar todo diezmado.

Caminando hacia la cumbre de la montaña, estu­dio los rígidos contornos de vuestros edificios, que mañana se desplomarán y se desmenuzarán como humo. Estudio vuestros programas de paz, que termi­narán mañana en una lluvia de balas. Estudio vuestros brillantes escaparates abarrotados de inventos que mañana serán inútiles; estudio vuestras caras gastadas por el trabajo. Vuestras plantas de los pies rotas. Vues­tros estómagos caídos. Os estudio individualmente, y en el enjambre. ¡Y cómo apestáis todos! Apestáis como Dios y todo su misericordioso amor y sabidu­ría. ¡Dios, el devorador de hombres! ¡Dios, el tiburón que nada con sus parásitos!

No olvidemos que es Dios quien pone la radio to­das las noches. Es Dios quien inunda nuestros ojos con la brillante y desbordante luz. Pronto estaremos con El, apretados en su seno, recogidos en dicha y eternidad, al mismo nivel que la Palabra, iguales ante la Ley. Esto llegará por medio del amor, un amor tan grande que, a su lado, la dínamo más poderosa es sólo como un zumbador mosquito.

Y ahora os dejo a vosotros y a vuestra sagrada ciudadela. Voy a sentarme en la cumbre de la monta­ña, a esperar otros diez mil años, mientras lucháis por alcanzar la luz. Pero deseo, sólo por esta noche, que apaguéis un poco las luces, que bajéis los alta­voces. Esta noche quisiera meditar un poco en paz y silencio. Quisiera olvidar por un rato que estáis revoloteando en vuestro baratísimo pana1 de miel.

Mañana quizás procuréis la destrucción de vues­tro mundo. Mañana quizás cantaréis en el Paraíso sobre las humeantes ruinas de vuestras ciudades del mundo. Pero esta noche yo quisiera pensar en un hombre, un solo individuo, un hombre sin nombre ni país, un hombre a quien respeto porque no tiene absolutamente nada en común con vosotros: YO MIS­MO. Esta noche meditaré sobre lo que yo soy.



Louveciennes-Clichy-Villa Seurat
1934-35

En Primavera negra

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Juan Arturo Brennan - Pavarotti y la jauría




“¡Qué bueno que se murió Pavarotti!” En medio de los aciagos días que vivimos en el ámbito de lo político, lo económico, lo cultural, lo legislativo, lo social, lo educativo y hasta lo deportivo, hacía falta, con urgencia, un cadáver rendidor.

Y el gran tenor de Módena le hizo a los infames mercachifles de nuestros impresentables medios de comunicación el enorme favor de morirse. Hasta acá se oyó la efusiva exclamación arriba citada, proferida con algarabía singular por una numerosa parvada de buitres carroñeros (López Dóriga, Alatorre, Loret de Mola, Micha, Fregoso y un largo etcétera), quienes de dientes para afuera derramaron los infaltables lagrimones de cocodrilo por el robusto cantante italiano.

Mientras, en lo profundo de sus respectivas cloacas, festinaban la oportunidad de darse un productivo atracón con el cuerpo aún caliente de Luciano Pavarotti. ¿Qué mejor que un muerto fresco y famoso en momentos en que el estiércol mediático ha llegado a un nivel insuperable de hediondez?

¡Cuánto más productiva es la transmisión en vivo del funeral de Pavarotti, que la cobertura imparcial de los asuntos que de verdad nos atañen! Nada pudo caer mejor en ese ámbito de relatores de nota roja y traficantes de amarillismo que la oportuna desaparición de un artista que, más allá de sus virtudes y defectos, se había convertido desde tiempo atrás en un bocado más de los paparazzi.

Incluso en el contexto de la enorme frivolidad y estupidez que caracterizan a una parte sustancial de los medios en nuestro país, la avalancha de sandeces incontables alrededor del muerto que solía cantar resultó asombrosa.

No acababa de detenerse del todo el agotado corazón de Pavarotti, cuando buena parte de la jauría comenzó, de manera por demás terca y empecinada, con la inútil y ociosa comparación: “Y dígame, maestro, ¿quién cree usted que fue mejor, Caruso o Pavarotti?” Claro, como no tienen nada que decir sobre Pavarotti, optaron por recurrir al más trillado lugar común, como si el valor de Pavarotti sólo pudiera medirse en función de Caruso. Y la rabiosa insistencia: “Pero, díganos: si se presentaran juntos Caruso y Pavarotti, ¿a quién cree usted que aplaudiría más el público?” Ahí está otra de las claves de la estulticia: ¿cuántos gacetilleros se rasgaron las sucias vestiduras mientras nos contaban que Pavarotti tenía el récord Guinness del aplauso más largo de la historia? Ahora resulta que el valor musical de Pavarotti se mide con el rasero del aplausómetro. Si le aplauden a Emmanuel y a Mijares.

Tampoco faltó quien, en un exceso de hipérbole delirante, afirmara que con la muerte de Pavarotti moría también el bel canto clásico. Es decir, señores Villazón, Vargas, Flórez, Álvarez, Domingo, Carreras, Licitra, Calleja, Alagna, Kaufmann y similares, favor de abstenerse de cantar. La tesitura de tenor se da por abolida oficialmente. ¡Qué barbaridad insondable! Otros, igual de imprudentes y desconocedores, se colgaron de la manida anécdota propalada por las agencias de noticias, y se dedicaron a pontificar, con fingida e ignorante admiración, sobre los famosos nueve do de pecho que alcanzó Pavarotti en La hija del regimiento.

¿Nadie les dijo que dar nueve do de pecho es, en todo caso, una proeza técnica que nada dice de la musicalidad que hay (o no) detrás de la hazaña? “¡Miren, miren, el saltimbanqui dio nueve maromas!” Y claro, cuando de acrobacias se trata, lo que la chusma espera es que el saltimbanqui se rompa el cráneo... o que al tenor se le quiebre la voz. ¡Qué manera tan zafia de aquilatar la capacidad musical de este gran tenor!

Porque el hecho central en medio de toda esta delirante rapiña es que Luciano Pavarotti fue un tenor excelente, poseedor de un timbre fuera de serie, con un poder y una transparencia inigualables y una emisión vocal de una sólida homogeneidad a lo largo de todo su registro, con unos agudos de notable estabilidad.

Por desgracia, en nuestro medio fueron pocas (aunque elocuentes) las voces que se apartaron de la idiotez generalizada para hablar de lo que realmente importa: las cualidades estrictamente musicales de Pavarotti.

Sólo unos cuantos señalaron, correctamente, los estrechos límites de su repertorio, como fueron pocos los que se atrevieron (no fueran a ofender al muerto y a sus fans) a mencionar el hecho de que Pavarotti fue un actor mediocre, lo cual lo convertía, de hecho, en la mitad de un gran intérprete operístico.

Lo que cuenta, finalmente, es que Luciano Pavarotti fue un cantante enorme. The rest is noise.


Fuente: La Jornada