domingo, 29 de enero de 2012

Luis Buñuel - Ateo gracias a Dios


La casualidad es la gran maestra de todas las cosas. La necesidad viene luego. No tiene la misma pureza. Si entre todas mis películas siento una especial ternura hacia El fantasma de la libertad, es, quizá, porque abordaba este difícil tema.

El guión ideal, en el que a menudo he soñado, arrancaría de un punto de partida anodino, banal. Por ejemplo: un mendigo atraviesa una calle. Ve una mano que asoma por la portezuela abierta de un lujoso automóvil y que arroja al suelo la mitad de un habano. El mendigo se detiene bruscamente para recoger el cigarro. Otro automóvil le arrolla y le mata.

A partir de este accidente, se puede formular una serie indefinida de preguntas. ¿Por qué se han encontrado el mendigo y el cigarro? ¿Qué hacía el mendigo a esa hora en la calle? ¿Por qué el hombre que fumaba el cigarro lo ha tirado en ese momento? Cada respuesta dada a estas preguntas originará, a su vez, otras preguntas, progresivamente más numerosas. Nos hallaremos ante encrucijadas cada vez más complejas, que conducirán a otras encrucijadas, a laberintos fantásticos en los que habremos de elegir nuestro camino. Así, siguiendo causas aparentes, que no son, en realidad, sino una serie, una profusión ilimitada de casualidades, podríamos irnos remontando cada vez más lejos en el tiempo, vertiginosamente, sin pausa, a través de la Historia, a través de todas las civilizaciones, hasta los protozoarios originales.

Encuentro un magnífico ejemplo de esta casualidad histórica en un libro claro y denso que, para mí, representa la quintaesencia de una cierta cultura francesa, Poncio Pilatos, de Roger Caillois. Poncio Pilatos, nos cuenta Caillois, tiene todas las razones para lavarse las manos y dejar condenar a Cristo. Es el consejo de su asesor político, que teme disturbios en Judea. Es también el ruego de Judas, para que se cumplan los designios de Dios. Es incluso la opinión de Marduk, el profeta caldeo, que imagina la larga sucesión de acontecimientos que seguirán a la muerte del Mesías, acontecimientos que existen ya, puesto que él los ve y es profeta.

A todos los argumentos, Pilatos solamente puede oponer su honradez, su deseo de justicia. Tras una noche de insomnio, toma su decisión y libera a Cristo. Éste es acogido con alegría por sus discípulos. Prosigue su vida y su enseñanza y muere a edad avanzada, considerado como un hombre muy santo. Durante uno o dos siglos, se sucederán los peregrinos ante su tumba. Luego, se le olvidará.

Y, naturalmente, la historia del mundo será completamente distinta.

Este libro me ha hecho fantasear durante mucho tiempo. Sé muy bien todo lo que se me puede decir sobre el determinismo histórico o sobre la voluntad omnipotente de Dios, que empujaron a Pilatos a lavarse las manos. Sin embargo, podía no lavárselas. Rechazando la jofaina y el agua, cambiaba todo el curso de los tiempos.

La casualidad quiso que se lavara las manos. Como Caillois, yo no veo
ninguna necesidad en este gesto.

Claro que, si bien nuestro nacimiento es totalmente casual, debido al encuentro fortuito de un óvulo y un espermatozoide (¿por qué precisamente éste entre millones?), el papel del azar se difumina cuando se edifican las sociedades humanas, cuando el feto y, luego, el niño se encuentran sometidos a estas leyes. Y así es para todas las especies. Las leyes, las costumbres, las condiciones históricas y sociales de una cierta evolución, de un cierto progreso, todo lo que pretende contribuir a la creación, al avance, a la estabilidad de una civilización a la que pertenecemos por la suerte o la desgracia de nuestro nacimiento, todo eso se presenta como una lucha cotidiana y tenaz contra el azar. Nunca totalmente aniquilado, vivo y sorprendente, trata de acomodarse a la necesidad social.

Pero yo creo que, en estas leyes necesarias, que nos permiten vivir juntos, es preciso abstenerse de ver una necesidad fundamental, primordial. Me parece, en realidad, que no era necesario que este mundo existiese, que no era necesario que nosotros estuviésemos aquí, viviendo y muriendo. Puesto que no somos sino hijos del azar, la Tierra y el Universo hubieran podido continuar si nosotros, hasta la consumación de los siglos. Imagen inimaginable la de un Universo vacío e infinito, teóricamente inútil, que ninguna inteligencia podría concebir, que existiría solo, caos permanente, abismo inexplicablemente privado de vida. Quizás otros mundos, cegados a nuestro conocimiento, prosiguen así su curso inconcebible. Tendencia al caos, que sentimos a veces muy profundamente en nosotros mismos.

Algunos sueñan en un universo infinito, otros nos lo presentan como finito en el espacio y en el tiempo. Heme aquí entre dos misterios tan impenetrables el uno como el otro. Por una parte, la imagen de un universo infinito es inconcebible. Por otra, la idea de un universo finito, que dejará algún día de existir, me sumerge en una nada impensable que me fascina y me horroriza. Voy de una a otra. No sé.

Imaginemos que el azar no existe y que toda la historia del mundo, hecha bruscamente lógica y comprensible, pudiera resolverse en unas cuantas fórmulas matemáticas. En tal caso, seria necesario creer en Dios, suponer como inevitable la existencia activa de un gran relojero, de un supremo ser organizador.

Pero Dios, que lo puede todo, ¿no habría podido crear por capricho un mundo entregado al azar? No, nos responden los filósofos. El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios. Estos dos términos son antinómicos. Se excluyen mutuamente.

Carente de fe (y persuadido de que, como todas las cosas, la fe nace a menudo del azar), no veo cómo salir de este círculo. Por eso es por lo que no entro en él.

La consecuencia que de ello extraigo, para mi propio uso, es muy sencilla: creer y no creer son la misma cosa. Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente nada en mi comportamiento. Yo no puedo creer que Dios me vigila sin cesar, que se ocupa de mi salud, de mis deseos, de mis errores. No puedo creer, y en cualquier caso no acepto, que pueda castigarme para toda la eternidad.

¿Qué soy yo para él? Nada, una sombra de barro. Mi paso es tan rápido
que no deja ninguna huella. Soy un pobre mortal, no cuento ni en el espacio ni en el tiempo. Dios no se ocupa de nosotros. Si existe, es como si no existiese. Razonamiento que antaño resumí en esta fórmula: «Soy ateo, gracias a Dios.» Fórmula que sólo en apariencia es contradictoria.

Junto al azar, su hermano el misterio. El ateísmo —por lo menos el mío— conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro Universo es misterio.

Puesto que me niego a hacer intervenir a una divinidad organizadora, cuya acción me parece más misteriosa que el misterio, no me queda sino vivir en una cierta tiniebla. Lo acepto, Ninguna explicación, ni aun la más simple, vale para todos. Entre los dos misterios, yo he elegido el mío, pues, al menos, preserva mi libertad moral.

Se me dice: ¿Y la Ciencia? ¿No intenta, por otros caminos, reducir el misterio que nos rodea?

Quizá. Pero la Ciencia no me interesa. Me parece presuntuosa, analítica y superficial. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas todas que me son preciosas. Un personaje de La Vía Láctea decía: «Mi odio a la Ciencia y mi desprecio a la tecnología me acabarán conduciendo a esta absurda creencia en Dios.» No hay tal. En lo que a mí concierne, es incluso totalmente imposible. Yo he elegido mi lugar, está en el misterio. Sólo me queda respetarlo.

La manía de comprender y, por consiguiente, de empequeñecer, de mediocrizar —toda mi vida, me han atosigado con preguntas imbéciles: ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello?—, es una de las desdichadas de nuestra naturaleza. Si fuéramos capaces de devolver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia.

En alguna parte entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre. Esta libertad, como las otras, se la ha intentado reducir, borrar. A tal efecto, el cristianismo ha inventado el pecado de intención. Antaño, lo que yo imaginaba ser mi conciencia me prohibía ciertas imágenes: asesinar a mi hermano, acostarme con mi madre. Me decía: «¡Qué horror!», y rechazaba furiosamente estos pensamientos, desde mucho tiempo atrás malditos.

Sólo hacia los sesenta o sesenta y cinco años de edad comprendí y acepté plenamente la inocencia de la imaginación. Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí, que en manera alguna se trataba de lo que se llamaba «malos pensamientos», en manera alguna de un pecado, y que había que dejar ir a mi imaginación, aun cruenta y degenerada, adonde buenamente quisiera.

Desde entonces, lo acepto todo, me digo: «Bueno, me acuesto con mi madre, ¿y qué?», y casi al instante las imágenes del crimen o del incesto huyen de mí, expulsadas por la indiferencia.

La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban. Por ejemplo, en Sevilla, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, al final de una escena y movido por una súbita inspiración, pedí bruscamente a Fernando Rey que cogiera un voluminoso saco de tramoyista que estaba sobre un banco y marchara con él a la espalda.

Al mismo tiempo, percibía todo lo que de irracional había en este acto y lo temía un poco. Rodé, pues, dos versiones de la escena, con y sin el saco. Al día siguiente, durante la proyección, todo el equipo estaba de acuerdo —y yo también— en que la escena quedaba mejor con el saco. ¿Por qué? Imposible decirlo, so pena de caer en los estereotipos del psicoanálisis o de cualquier otra explicación.

Psiquiatras y analistas de todas clases han escrito mucho sobre mis películas. Se lo agradezco, pero nunca leo sus obras. No me interesa. Yo hablo en otro capítulo del psicoanálisis, terapéutica de clase. Y añado aquí que algunos analistas, desesperados, me han declarado «inanalizable», como si yo perteneciese a otra cultura, a otro tiempo, lo cual es posible, después de todo.

A mi edad, dejo que hablen. Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado. Estas antiguas tendencias se han acentuado en el transcurso de los años. Me retiro poco a poco. El año pasado calculé que en seis días, es decir, en 144 horas, no había tenido más que tres horas de conversación con mis amigos. El resto del tiempo, soledad, ensoñación, un vaso de agua o un café, el aperitivo dos veces al día, un recuerdo que me sorprende, una imagen que me visita y, luego, una cosa lleva a la otra, y ya es de noche.

Pido perdón si las páginas que preceden parecen confusas y pesadas. Estas reflexiones forman parte de una vida tanto como los detalles frívolos. No soy filósofo, ya que nunca he poseído capacidad de abstracción. Si algunos espíritus filosóficos, o que creen serlo, sonreían al leerme, bueno, me alegro de haberles hecho pasar un buen rato. Es un poco como si me encontrase de nuevo en el colegio de los Jesuitas de Zaragoza. El profesor señala con el dedo a un alumno y le dice: «¡Refúteme a Buñuel!» Y es cuestión de dos minutos.

Sólo espero haberme mostrado suficientemente claro. Un filósofo español, José Gaos, fallecido no hace mucho tiempo, escribía, como todos los filósofos, en una jerga inextricable. A alguien que se lo reprochaba, respondió un día: «¡Me tiene sin cuidado! La Filosofía es para los filósofos.» A lo cual, yo opondría la frase de André Breton: «Un filósofo a quien yo entienda es un cerdo.» Comparto plenamente su opinión..., aunque a veces me cueste entender lo que dice Breton.


Mi último suspiro (Memorias)
Título original: Mon dernier soupir
Trad.: Ana María de la Fuente
Barcelona, Plaza & Janes, 1982

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