Llevo mucho tiempo acostándome temprano; pero esta noche vuelvo tarde a
mi hotel de Buenos Aires. Mi editor argentino, Fernando Estévez, de
quien me hice amigo hace años, en Montevideo, el día que fuimos al lugar
exacto donde se hundió el Graf Spee, me ha tenido hasta las tantas de
sobremesa en un restaurante; y el asado de tira y el vino tinto me salen
por las orejas. Así que decido dar un paseo por esta ciudad que, a
veces, según se la mire, aún se parece a la de siempre: la que descubrí
en Blasco Ibáñez y después en los libros de Borges y Bioy Casares; la
que conocí hace veintidós años cuando vine por primera vez camino de
Tierra de Fuego, del cabo de Hornos, de las ballenas azules y de la
Antártida, y que luego viví larga e intensamente durante la guerra de
las Malvinas. Emilio Attili, el pianista melancólico, ya no toca en el
bar del Sheraton, y el Bahía Buen Suceso, según me cuentan, lo hundieron
los Harrier británicos en el canal de San Carlos. Por fortuna ya no hay
siniestros Ford Falcon con faros apagados junto a las aceras, oliendo a
Escuela de Mecánica de la Armada y a picana; pero siguen abiertos
buenos bares en las esquinas adecuadas, la calle Corrientes no ha
cambiado de nombre, y la pizzería Palermo y la librería anticuaria de
Víctor Eizenman siguen en su sitio.
Al cruzar el vestíbulo del hotel me sorprende la música de un tango. Así
que voy hasta la rotonda y allí, frente al bar, un pianista y un
acompañante tocan "Sus ojos se cerraron", mientras una pareja de
bailarines profesionales baila con esa perfección sublime que sólo dos
argentinos son capaces de lograr. Él es joven, apuesto, de perfil
latino, y viste de guapo porteño, con chaqueta estrecha, pañuelo blanco
al cuello y sombrero ladeado. Sonríe todo el tiempo, mostrando una
dentadura perfecta, resplandeciente, a lo canalla. Ella, delgada, más
interesante que atractiva, con la falda del vestido abierta hasta el
arranque del muslo, evoluciona precisa, impecable, alrededor de esa
sonrisa.
Me siento a mirarlos y pido una ginebra con tónica. En las otras mesas
hay gente: un par de turistas gringos, tipo Arkansas, que muestran su
felicidad por presenciar, al fin, un genuino espectáculo flamenco;
también algunos clientes del hotel y algunas parejas, matrimonios de
cierta edad que parecen argentinos. Uno de esos matrimonios está sentado
cerca de mí. Él, sesentón, tiene el pelo gris, va enchaquetado y
encorbatado con mucha corrección; y ella lleva un vestido negro,
discreto, que le sienta muy bien a sus cincuenta y tantos años muy
largos. En ese momento termina la melodía y empieza otra nueva: "Por una
cabeza". Y la pareja de bailarines se desenlaza; y ella por un lado y
él por otro, se acercan a mis vecinos y los sacan a la pista. El hombre
se mueve con elegancia, grave y serio, en brazos de la bailarina. Se
nota que en sus tiempos tuvo, y retuvo. Pero lo que me llama la atención
es la mujer: El bailarín se ha quitado el sombrero chulesco y mantiene
la sonrisa blanca bajo el pelo negro, reluciente y engominado, mientras
evoluciona con ella por la pista, al compás del tango, con una sincronía
maravillosa. Es la primera vez que bailan juntos en su vida, por
supuesto. Y resulta asombroso el modo en que la señora del vestido negro
se adapta a la música y al movimiento de su acompañante; se pega a él y
oscila de un lado a otro, manteniendo siempre una dignidad, un señorío
admirable. Consciente de eso, el bailarín se ciñe a ella, respetando su
manera de estar. Es alta, todavía hermosa de aspecto, y se nota que fue
muy guapa y que aún lo sabe ser. Pero su atractivo proviene del modo de
bailar, de la gracia madura e insinuante con que se mueve por la pista;
con que evoluciona al compás de la música, lenta y majestuosa, segura de
sí. Desafiante sin estridencias, ni necesidad de pregonarlo a los
cuatro vientos. He aquí, dice toda ella, una señora y una hembra.
Al fin cesa la música, y el público aplaude. Y mientras el caballero se
despide muy correcto de la bailarina y enciende un cigarrillo, el
bailarín, con su pelo engominado y la sonrisa canalla, acompaña a la
señora hasta su silla e, inclinándose, le besa la mano. Y ella sonríe
calladamente, sin mirarnos a ninguno de los que tenemos los ojos fijos
en ella, y que en ese instante daríamos el alma por ser capaces de
bailar un tango con sus cincuenta y tantos años largos de clase y de
silencio. Un silencio viejo y sabio, de mujer eterna. Uno de esos
silencios que poseen la clave de todo cuanto el hombre ignora.
El Semanal, 17 Octubre 1999
En Con ánimo de ofender
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