A lo largo de mis veinte años de exilio dediqué una prodigiosa cantidad de tiempo a la composición de problemas de ajedrez. Se fija en el tablero cierta disposición, y el problema a resolver consiste en averiguar cómo hacerles mate a las negras en un número determinado de movimientos, por lo general dos o tres. Es un arte bello, complejo y estéril que sólo está relacionado con la forma corriente de este juego en la misma medida en que, por ejemplo, tanto el malabarista que inventa un nuevo número como el tenista que gana un torneo sacan provecho de las propiedades de las esferas. La mayor parte de los jugadores de ajedrez, de hecho, tanto maestros como aficionados, sólo sienten un leve interés por estos acertijos especializadísimos, fantásticos y elegantes, y aun en el caso de que apreciasen algún problema difícil se quedarían perplejos si alguien les invitara a que ellos mismos compusieran otro.
La invención de estas composiciones ajedrecísticas requiere una inspiración de tipo casi musical, casi poética, o, para ser absolutamente exacto, poético-matemática. Con frecuencia, en la amistosa mitad del día, en los márgenes de alguna ocupación trivial, en la ociosa estela de un pensamiento pasajero, sentía, sin previo aviso, una punzada de placer mental al notar que se abría en mi cerebro con un estallido la yema de un problema de ajedrez, prometiéndome así una noche de trabajo y felicidad. A veces era una manera de combinar un raro dispositivo estratégico con una rara línea defensiva; otras, la vislumbre de la configuración definitiva de las piezas que traduciría, con humor y gracia, un tema difícil que hasta entonces había desesperado de ser capaz de expresar; o podía ser un simple ademán hecho en medio de mi mente por las diversas unidades de fuerza representadas por los trebejos, algo así como una veloz pantomima, que me sugería nuevas armonías y nuevos enfrentamientos; fuera lo que fuese, pertenecía a un orden especialmente estimulante de sensaciones, y lo único que tengo en contra de todo eso hoy en día es que la maníaca manipulación de figuras esculpidas, o de sus equivalentes mentales, durante mis años más entusiastas y prolíficos, engulló una importante parte del tiempo que hubiese podido dedicar a las aventuras verbales.
Los expertos distinguen varias escuelas en el arte de los problemas de
ajedrez: la anglo-americana, que conjuga unas construcciones precisas
con deslumbrantes patrones temáticos, y se niega a dejarse sujetar por
ningún tipo de reglas convencionales; la escuela teutónica, de escabroso
esplendor; los productos muy acabados pero desagradablemente hábiles e
insípidos del estilo checo, con su estricto cumplimiento de ciertas
condiciones artificiales; los viejos estudios rusos sobre finales, que
alcanzan las centelleantes cumbres del arte, y el mecánico problema
soviético del tipo llamado de «entrenamiento», en el que la estrategia
artística se ve reemplazada por la fatigosa elaboración de los temas
hasta el máximo de sus posibilidades. En ajedrez, habría que explicar,
los temas son dispositivos tales como el de la emboscada, la retirada,
la inmovilización, etc.; pero sólo cuando se combinan de una forma
determinada llega a resultar satisfactorio un problema. El engaño, hasta
sus extremos más diabólicos, y la originalidad, llevada a lo grotesco,
eran las bases de mi estrategia; y aunque en asuntos relativos a la
construcción trataba de seguir, siempre que fuera posible, las reglas
clásicas, tales como la economía de fuerzas, la unidad, el escardamiento
de los finales sueltos, siempre estaba dispuesto a sacrificar la pureza
de la forma a las exigencias de contenidos fantásticos, lo cual hacía
que la forma pandeara y estallara como una bolsa de baño que contuviera
un pequeño diablo furioso. Una cosa es concebir la jugada central de una
composición, y otra muy diferente construirla. La tensión intelectual
es formidable; el elemento del tiempo desaparece completamente de la
conciencia: la mano constructora tantea en busca de un peón de la caja,
lo toma, mientras la mente sigue meditando en torno a la necesidad de
utilizar alguna añagaza o recurso provisional, y cuando se abre el puño
una hora entera, quizá, ha transcurrido, se ha quemado hasta quedar
reducida a cenizas en la incandescente cerebración del urdidor de la
intriga. El tablero de ajedrez que tiene ante sí es un campo magnético,
un sistema de marcas y abismos, un firmamento estrellado. Los alfiles se
desplazan por él como proyectores. Este o aquel caballo es una palanca
ajustada y ensayada, y reajustada y ensayada otra vez, hasta que el
problema queda afinado porque ya alcanza los niveles necesarios de
belleza y sorpresa. ¡Cuán a menudo he pugnado por contener la terrible
fuerza de la reina de las blancas a fin de evitar que haya más de una
solución! Debería quedar claro que en los problemas de ajedrez la
batalla no se libra entre blancas y negras sino entre el compositor y el
hipotético solucionista (del mismo modo que en la narrativa de primera
categoría el verdadero duelo no es el que libran entre sí los personajes
sino el que enfrenta al autor con el mundo), de modo que gran parte de
la valía del problema radica en el número de «probaturas»: aperturas
engañosas, pistas falsas, especiosas posibilidades de juego, astuta y
cariñosamente preparadas para despistar a quien intente resolverlo.
Pero, por mucho que intente explicar este asunto de la composición de
problemas, me parece que no seré capaz de transmitir de forma asaz cabal
el extático núcleo del proceso y sus puntos de contacto con otros
tipos, más abiertos y fructíferos, de operaciones de la mente creadora,
desde el trazado de los mapas de mares peligrosos hasta la redacción de
una de esas increíbles novelas en las que el autor, en un ataque de
locura lúcida, se ha fijado a sí mismo una serie de reglas únicas que
tiene que observar, ciertos obstáculos de pesadilla que tiene que
superar, con el entusiasmo de una deidad que estuviera construyendo un
mundo vivo a partir de los ingredientes más inverosímiles: rocas, y
carbón, y ciegas palpitaciones. En el caso de la composición de
problemas, el proceso viene acompañado de una dulce satisfacción física,
sobre todo cuando los trebejos comienzan a representar de forma
adecuada, en un ensayo casi definitivo, el sueño del compositor. Te
sientes cómodo y calentito (una sensación que se remonta a la infancia, a
esos momentos en los que te dedicas a proyectar juegos en la cama,
cuando los ángulos de los juguetes van encajando en las esquinas de tu
cerebro); observas el precioso modo que una pieza tiene de emboscarse
detrás de otra, a la manera confortable y resguardada de una plaza
retirada; y el perfecto funcionamiento de una máquina limpia y bien
engrasada que trabaja con suavidad en cuanto un par de dedos alzan
delicadamente una pieza para luego depositarla con la misma delicadeza.
Recuerdo un problema en particular que llevaba meses tratando de
componer. Hubo una noche en la que por fin conseguí expresar aquel tema.
Estaba pensado para el deleite del solucionista muy experto. Quien
careciese de sutileza podía no enterarse en absoluto de la finalidad del
problema, y descubrir su relativamente simple solución «tética» sin
haber experimentado los deliciosos tormentos preparados para los más
sutiles. Estos últimos empezarían cayendo en la trampa de un patrón
ilusorio de juego basado en un tema vanguardista que entonces estaba de
moda (exponer al jaque el rey de las blancas), que el compositor se
había esforzado al máximo por tenderle (y que sólo podía ser malogrado
por un oscuro movimiento de un peón casi invisible). Después de pasar
por este infierno «antitético», el a estas alturas ultrasutil
solucionista pensaría en el sencillo movimiento clave (alfil a C2) con
la misma facilidad con que alguien que estuviera cazando gansos
silvestres podría ir de Albany a Nueva York pasando por Vancouver,
Eurasia y las Azores. La agradable experiencia del rodeo (extraños
paisajes, gongs, tigres, costumbres exóticas, el tres veces repetido
giro de la pareja recién casada en torno al fuego sagrado de un hogareño
brasero) le compensaría sobradamente la desdicha del fraude, y después,
su llegada al sencillo movimiento clave le proporcionaría una síntesis
de penetrante placer artístico.
Recuerdo haber emergido lentamente de un desvanecimiento de concentrado
pensamiento ajedrecístico, y allí, en un gran tablero inglés de cuero
dorado y púrpura, la perfecta disposición quedó por fin equilibrada como
una constelación. Funcionaba. Vivía. Mis trebejos Staunton (un juego
con veinte años de antigüedad que me regaló Konstantin, el britanizado
hermano de mi padre), unas piezas espléndidamente enormes, de madera
leonada o negra, de hasta doce centímetros de alto, desplegaban sus
brillantes colores como conscientes del papel que estaban desempeñando.
Por desgracia, si se los examinaba de cerca, algunos de los trebejos
estaban desportillados (después de haber viajado en la caja por los
cincuenta o sesenta alojamientos por los que pasé durante esos años);
pero la parte superior de la torre y la frente del caballo aún tenían
pintada una diminuta corona carmesí que recordaba la marca redonda de la
frente de un hindú feliz.
Arroyuelo de tiempo en comparación con el helado lago del damero, mi
reloj marcaba las tres y media. Estábamos en mayo, mediados de mayo de
1940. El día anterior, después de meses de imploraciones y maldiciones,
le había sido administrado el emético de un soborno a la rata clave de
la oficina clave, y esto había dado como resultado un visa de sortie
que, a su vez, condicionaba la autorización para cruzar el Atlántico.
De repente sentí que, con la culminación de mi problema de ajedrez, todo
un período de mi vida había llegado a su satisfactorio final. Todo a mi
alrededor estaba en completo silencio; hasta se le formaban, por así
decirlo, hoyuelos al mundo, gracias al tono de mi alivio. Durmiendo en
la habitación contigua os encontrabais tú y nuestro hijo. La lámpara de
mi mesa estaba tocada con una hoja de papel azul pan de azúcar (una
divertida precaución militar) y la luz resultante prestaba un tinte
lunar al envolutado aire en el que flotaba el humo de tabaco. Unas
cortinas opacas me separaban del París en tinieblas. El titular de un
periódico que estaba a punto de caerse de una silla hablaba del ataque
de Hitler contra los Países Bajos. Tengo ante mí la hoja de papel en la
que, aquella noche en París, dibujé el diagrama de la posición del
problema. Blancas: Rey en a7 (que significa primera fila, séptima
hilera), Dama en b6, Torres en f4 y h5, Alfiles en e4 y h8, Caballos en
d8 y e6, Peones en b7 y g3; Negras: Rey en e5, Torre en g7, Alfil en h6,
Caballos en e2 y g5, Peones en c3, c6 y d7. Juegan blancas y hacen mate
en dos movimientos. La pista falsa, la «probatura» irresistible es:
Peón a b8, donde se convierte en caballo, y a continuación tres bellos
mates en respuesta a los jaques declarados por las Negras. Pero las
Negras pueden frustrar toda esta brillante operación renunciando a hacer
jaque a las blancas y llevando a cabo en su lugar un modesto movimiento
dilatorio en otra zona del tablero. En una punta de la hoja del
diagrama, observo cierta marca sellada que también adorna otros papeles y
libros que me llevé de Francia a los Estados Unidos en 1940. Es una
huella circular, en el último tono del espectro: violet de bureau.
Hay en su centro dos letras mayúsculas de un cicero, R.F., que
significan naturalmente République Française. Otras letras en un tipo
más pequeño, dispuestas periféricamente, deletrean Controle des Informations.
Sin embargo, sólo ahora, muchos años después, la información oculta en
mis símbolos ajedrecísticos, que ese control permitió que pasaran, puede
ser, y es, divulgada.
En Habla, memoria
Traducción: Enrique Murillo
Imagen: Sophie Bassouls
Traducción: Enrique Murillo
Imagen: Sophie Bassouls
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