La escritora estadounidense Gertrude Stein (1874-1946)
nació en Pensilvania. Se educó en Viena, París y San Francisco. Estudió
psicología y medicina en universidades americanas, pero terminó por
instalarse en París, donde se relacionó con escritores y artistas y
desarrolló sus propias ideas modernistas acerca de la forma en la
literatura. Vivió con su amiga y compañera de San Francisco, Alice B.
Toklas, que se convirtió en la protagonista del libro de Stein Autobiografía de Alice B. Toklas (1933). Entre sus obras de ficción se cuentan Tres vidas (1909), Ser norteamericanos (1925) y Brewsley Willie (1946),
en la que habla de la liberación de Alemania por los americanos, de la
que fue testigo, ya que vivió en un pueblo alemán durante la II Guerra
Mundial. Su intento de aplicar las técnicas de la pintura abstracta a la
composición literaria no tuvo éxito; y escribió de un modo más
comprensible que lo que sugiere la imaginación popular.
John Hyde Preston nació en 1906. Publicó la biografía de un soldado de la revolución americana, A Gentleman Rebel: The Exploits of Anthony Wayne (1928); una historia divulgativa y popular sobre dicha revolución, Revolution 1776 (1933); y un par de novelas durante la década de 1930.
Aquella mañana acudí a verla a su hotel. Todo había sido dispuesto por
su amiga y secretaria, que me esperaba en la puerta. Se mostró azorada
cuando le estreché primero la mano a ella, como si la hubiese confundido
con la mujer que en realidad venía a ver. Esa otra mujer permanecía de
pie en medio del pequeño salón. Pude distinguirla a través de la puerta,
alerta y lista para sonreír sin hacerlo. Físicamente, es una persona de
baja estatura, fuerte y rotunda, pegada a la tierra, con un rostro
corriente y ojos maravillosos. Cuando te observan lo hacen directamente,
pero cuando ella dirige la mirada a un lado, el ojo derecho queda un
poco desenfocado, como si se alejase un poco más de ti que el otro. Sus
cabellos, cortos y de color gris, o bien están cepillados hacia delante o
no lo están en absoluto, pero avanzan formando ondas, como el peinado
de los emperadores romanos. Parece curtida por el sol, pero no india
como su secretaria, ya que las arrugas que rodean sus ojos son angostas y
profundas, no anchas como las de los indios. Nunca cierra del todo los
ojos, de un intenso color castaño, sino que mantiene entrecerrados los
párpados.
Si la entrevista hubiese tenido lugar hace un año, habría esperado
conocer a una leyenda, pero había tenido ocasión de averiguar que iba a
encontrarme con una mujer y acudí a la cita con la intención de
descubrir algo más. Quiero decir, nada menos que algo más que una mujer
que ha sido fuente de inspiración, no sólo para sí misma sino también
para otros y, sin el menor género de duda, para todos los jóvenes
escritores americanos que vivieron en París tras la guerra. Ella es más
que eso porque ha ido aún más allá, mientras que muchos de los otros
sólo llegaron hasta donde ella les llevó; la repudiaron creyendo que se
habían convertido en adultos, asumieron un papel y jamás se ha vuelto
saber de ellos. Es algo terrible que les sucede a muchos americanos.
Sienten que tienen una nueva literatura por crear, algo así como una
especie de obligación. Adoptan un estilo y cuando consiguen crear su
nueva literatura, en el supuesto de que lo hagan, no saben que lo han
hecho o cuándo detenerse. Así que siguen dando a luz todos los días a
una literatura que ha nacido ya de ellos y tiene vida propia; siguen
alumbrando cada día algo que ya vive y se sostiene sobre sus dos
piernas, y todo porque se han disfrazado y el disfraz les ha suplantado.
Por lo que yo sé, puede que ella esté también disfrazada, pero no
mental ni personalmente.
Su modo de expresarse es libre y voluble, y en ocasiones confuso, como
si hubiese algo de lo que estuviese muy segura aunque todavía no pudiese
palparlo. Tiene el aire de haber vislumbrado a ráfagas algo cuya forma
no conoce, pero de lo que puede hablar, si bien no tanto de esas
imágenes que percibe como de los momentos de oscuridad y espera que hay
entre ellas.
No quiero decir que en su conversación haya el menor rastro de esa
curiosa oscuridad que empaña gran parte de su prosa, al menos en mi
opinión. Fui sincero (sin pretenderlo) al decirle que a veces sólo me
quedaba el recurso de tratar de adivinar lo que significaban las
palabras escritas. Parece pacíficamente resignada a los ataques que ha
sufrido durante toda su vida y transmite la impresión, muy poco
frecuente entre los escritores, de que vive al margen tanto de la fama
como de la crítica.
Hablamos muy libremente desde el principio. Todo se desarrolló con gran
naturalidad y no tuve la menor sensación de que hubiese necesidad de
explicarle el motivo de mi visita. Parecía conocerlo mejor que yo.
Empezó comentando el problema de los escritores jóvenes en Estados
Unidos, y lo expresó con mayor claridad que ninguna otra persona con la
que yo haya hablado del tema. No lo reduce a sus componentes
elementales, limitándose después a explayarse en el que mejor conoce y
entiende; y tampoco produce esa impresión que los escritores transmiten a
otros escritores ("Sí, yo también he pasado por eso, así que te diré
cómo va la cosa y qué fue lo que yo hice..."), sino la sensación
auténtica de ver cómo alguien se sitúa en una circunstancia, en tu
circunstancia, sin necesidad de explicarle nada, y te traslada una
cierta percepción del mundo, no como individuo, sino apropiándose de un
mundo y un espíritu creativo tan intensa y gozosamente que caes en la
cuenta de pronto de que has sido arrastrado a él, que formas parte de
él, no por transición sino por reconocimiento. Pienso que algunas de sus
obras en prosa también ofrecen esta experiencia: no es necesario
entenderlo todo; de repente sabes. (Claro está que uno continúa leyendo,
pero no es ése el motivo por el que llega a entender).
Hacía tanto tiempo que me sentía desgraciado, desesperado, asaltado por
las dudas sobre mi trabajo, que conseguí describirle el panorama con
nitidez. Y ella lo captó aún más claramente de lo que yo se lo había
pintado. Sus párpados parecieron enmarcar los ojos, que se entrecerraron
sin contraerse en un guiño, con firmeza, con suavidad, tranquilamente.
—Conseguirá escribir —me dijo— si lo hace sin pensar en el resultado en
términos de resultado, sino pensando en la escritura en términos de
descubrimiento, que es lo mismo que decir que la creación debe
producirse entre el lápiz y el papel, no antes, en el pensamiento, o
después, al darle nueva forma. Sí, es cierto que primero es un
pensamiento, pero no debe ser una idea elaborada. Si está ahí, y si lo
deja usted salir, saldrá, y lo hará en forma de una experiencia creativa
repentina. No sabrá cómo ocurrió, ni siquiera de qué se trata, pero
será una creación si surge de usted y del lápiz, y no de un trazado
arquitectónico previo de lo que quiera hacer. La técnica no es tanto
cuestión de forma o estilo como del modo en que surgen ambos, y de cómo
lograr que lo hagan de nuevo. Si uno permite que la fuente se hiele,
siempre quedará el agua helada, saltando hacia el cielo y cayendo hacia
el suelo, su movimiento congelado. Estará allí para verla, pero ya no
manará. Sé lo importante que es experimentar ese reconocimiento
creativo. No es posible introducirse en el útero para dar forma al niño:
está allí dentro, se hace a sí mismo y surge completo. Existe y uno lo
ha hecho y lo ha sentido, pero ha venido por sí mismo. Eso es el
reconocimiento creativo. Por supuesto uno tiene más control sobre lo que
escribe. Hay que saber lo que se desea obtener, pero una vez
descubierto, hay que dejarse llevar, y si parece alejarnos del camino,
nada de echarse atrás, porque quizá sea ahí donde instintivamente
queremos estar. Quien se vuelve atrás e intenta permanecer para siempre
donde siempre ha estado hasta entonces, se seca.
"Usted piensa, Preston, que ha agotado ya el aire que había donde está
ahora. Dice que allá donde vive ya no queda aire, pero no es cierto, ya
que si fuese así significaría que ha abandonado toda esperanza de
cambio. Creo que los escritores deben cambiar de decorado. El hecho de
que usted no sepa dónde iría si pudiera hacerlo significa que en
realidad no podría llevarse consigo nada al lugar donde fuese y,
consiguientemente, que no habría nada allí hasta que usted lo encontrase
y que, una vez lo hiciese, resultaría ser algo que usted mismo había
llevado y creía haber dejado atrás. Eso sería también un acto de
reconocimiento creativo, porque tendría todo que ver con usted y nada
con el lugar.
Quise saber qué pasaba cuando se intentaba escribir y nos sentíamos
impedidos, asfixiados, sin palabras o cuando, caso de llegar, éstas
sonaban acorchadas y carentes de sentido. ¿Qué pasaba cuando uno sentía
que jamás podría escribir ni una palabra más?
—Preston, la forma de volver a empezar algo es volver a empezarlo —me
respondió riendo—. No hay otro camino. Empezar de nuevo. Si siente
profundamente, el libro emergerá de usted con tanta intensidad como la
que tenga su sentimiento en su momento más elevado, y nunca será más
profundo ni más auténtico que ese sentimiento. Pero usted no sabe aún
nada acerca de su sentimiento, porque aunque pueda creer que todo está
ahí dentro, cristalizado, no lo ha dejado manar. ¿Cómo saber, pues, lo
que lleva dentro? Sin duda, lo mejor de todo será algo que en realidad
usted no conoce aún. Si lo conociese todo ya, no se trataría de un acto
de creación, sino de un dictado. Un libro no es un libro hasta que está
escrito, y uno no puede decir que está escribiendo un libro cuando todo
lo que hace es escribir sobre hojas de papel y sigue aún sin aflorar
todo lo que se lleva dentro. Hay que dejarlo fluir interminablemente.
Además, un libro no es el hombre completo. No existen autores de un solo
libro. Recuerdo a un joven que conocí en París justo después de la
guerra. Usted no habrá oído hablar de él. A todos nos gustó mucho su
primer libro y él también estaba satisfecho. Un día me dijo que su libro
haría historia dentro de la literatura y yo le respondí: "Quizá llegue a
ser parte de la historia de la literatura, pero sólo si construyes una
parte nueva cada día y creces con la historia que estás creando hasta
llegar a convertirte en parte de ella". Pero aquel joven jamás escribió
ningún otro libro. Ahora vaga por París melancólicamente buscando su
nombre en los índices literarios.
Su secretaria entraba y salía de la habitación, guardando cosas en un
baúl que permanecía abierto en el extremo del sofá (ambas se hacían a la
mar al día siguiente) e intercambiando unas cuantas palabras con un
tono de voz que me resultó novedoso por su suavidad. De repente, en
relación con algo que estábamos comentando sobre América, salió a la luz
que tanto ella como yo eramos de Seattle, y que había conocido a mi
padre cuando era un hombre joven, antes de que se marchara a Klondike.
En ese momento, mientras hablaba su secretaria, pareció apoderarse de la
otra mujer una extraña y profunda vinculación con su tierra (había
nacido en Pensilvania, se había criado en Oakland, California, y después
había vivido en París durante treinta años sin volver a ver su lugar de
origen), ya que empezó a hablar con intenso y sentido fervor de su
experiencia americana durante los últimos seis meses.
—Acaba de decir, Preston, que hace diez años arrancó sus raíces e
intentó plantarlas otra vez en Nueva Inglaterra, donde no había nadie
que llevase su sangre, y que ahora tiene la sensación de carecer de
ellas. Algo parecido a eso me ocurrió a mí también. Supongo que he
debido de sentir que había pasado algo así, porque si no, no habría
vuelto. He visitado California. La he visto y la he sentido y he
experimentado ternura y también horror. Las raíces parecen pequeñas y
secas cuando quedan expuestas a la vista. En ocasiones, parecen
contradecir la fuerza de unas plantas claramente vigorosas.
Se interrumpió cuando encendí un cigarrillo. No supe descifrar si le
alarmaba verme fumar tanto o si enmudecía instintivamente ante cualquier
actividad física por parte de su oyente.
—Bueno —continuó—, no somos exactamente así. Nuestras raíces pueden
estar en cualquier sitio y, no obstante, podemos sobrevivir, porque, a
poco que lo piense, llevamos nuestras raíces con nosotros. Siempre he
sido vagamente consciente de ello, y ahora estoy convencida a pies
juntillas. Lo sé porque uno puede volver a donde estaban sus raíces y
pueden parecerle menos reales de lo que lo eran a cinco mil, diez mil
kilómetros de distancia. No se preocupe por sus raíces siempre y cuando
se preocupe por ellas. Lo esencial es sentir que existen, que están en
alguna parte. Ya se cuidarán ellas mismas, y también cuidarán de
nosotros, aunque quizá nunca sepamos cómo. Pensar obsesivamente en
volver a ellas es confesar que la planta se está muriendo.
—Sí —le contesté—, pero hay algo más. Está esa ansia por la tierra, por el idioma.
—Lo sé —respondió casi con tristeza—. ¡Estados Unidos es un país
maravilloso! —Y sin previo aviso declaró—: Ahora siento que aquí está lo
que me interesa. ¡Después de todo, Estados Unidos es asunto mío!
Se echó a reír con maravillosa y encantadora espontaneidad, con
auténtico placer. Cuando le pregunté si regresaría levantó furtivamente
la mirada sin dejar de sonreír. Parpadeó expresando el mismo entusiasmo
que un hombre que chasqueara los labios.
—Bueno —le dije—, ha tenido mucho tiempo para echar un vistazo a su
alrededor. ¿Qué es lo que les ocurre a los escritores americanos?
—¿Qué ha notado usted?
—Es obvio. Al principio, todos parecen grandiosos. Luego llegan a los
treinta y cinco o los cuarenta y se secan. Pierden algo y comienzan a
repetir la misma fórmula. O bien envejecen en silencio.
—Se trata de un problema sencillo —respondió ella—. Se convierten en
escritores. Dejan de ser hombres creativos y enseguida descubren que son
novelistas, o críticos, o poetas, o biógrafos, y se les alienta a ser
alguna de esas cosas sólo porque han demostrado ser buenos en una
ocasión, o en dos, o en tres, pero eso es una estupidez. Cuando un
hombre dice "Soy novelista" no es más que un artesano literario. Si el
señor Robert Frost es un buen poeta se debe a que es un granjero. Quiero
decir que, en su interior, es en realidad un granjero. Hay otro al que
ustedes los jóvenes están haciendo todo lo posible, y lo imposible, por
olvidar. Es el editor de un periódico de una pequeña ciudad y su nombre
es Sherwood Anderson. Sherwood es auténticamente grande [fue el único al
que ella llamó por su nombre y, además, con cariño] , porque en
realidad no le preocupa saber qué es, no se ha parado a pensar que pueda
ser nada distinto de un hombre, un hombre que puede desaparecer y ser
poca cosa a los ojos del mundo, aun cuando quizá sea uno de los pocos
americanos que han alcanzado una perfecta frescura en la creación y la
pasión, sencilla como la lluvia cayendo sobre una página, una lluvia que
brotaba de él y caía ahí milagrosamente, y era toda suya. Verá, él
tenía ese reconocimiento creativo, esa maravillosa capacidad de volcarlo
todo en el papel antes de haberlo visto siquiera, y de sentirse
fortalecido por lo que luego contemplaba, lo que le permitía zambullirse
en busca de más sin saber que era eso lo que hacía. Scott Fitzgerald
también poseyó ese don durante algún tiempo, pero ya no. Ahora es un
Novelista Americano.
—¿Y qué hay de Hemingway? —No pude resistirme a formularle esta
pregunta. Su nombre y el de Ernest Hemingway son casi inseparables
cuando se piensa en el París de la posguerra, en los expatriados que se
reunieron en torno a ella como si fuera una sibila—. Fue bueno hasta
después de Adiós a las armas.
—No —me respondió—, ya a partir de 1925 había dejado de serlo. En sus
primeros relatos cortos había eso que he estado intentando describirle a
usted. Después... Hemingway no perdió la facultad, la tiró por la
borda. Entonces le dije: "Tienes una pequeña renta, Hemingway. No te
morirás de hambre. Puedes trabajar sin preocupaciones y mejorar, puedes
conservar eso y crecerá contigo". Pero él no deseaba madurar de esa
manera; quería crecer de forma violenta. Es curioso, Preston, pero
Hemingway no es un Novelista Americano. No se ha vendido ni ha adoptado
ningún molde literario. Puede que se haya acomodado a su propio molde,
pero no es únicamente literario. Cuando conocí a Hemingway tenía
verdadera capacidad para la emoción y ése fue el sustrato de sus
primeros relatos. Pero se avergonzaba de sí mismo y empezó a
desarrollar, a modo de escudo, una brutalidad propia de un chicarrón de
Kansas City. Era "duro" porque tenía auténtica sensibilidad, y eso le
avergonzaba. Y entonces sucedió. Vi lo que estaba pasando e intenté
preservar lo que había de bueno en él, pero era demasiado tarde.
Emprendió el camino que habían seguido, y aún siguen haciéndolo, muchos
americanos antes que él. Se obsesionó con el sexo y la muerte violenta.
"No me interprete mal —dijo alzando su regordete dedo índice—. El sexo y
la muerte son las fuentes de las emociones humanas más válidas, pero no
lo son todo, ni siquiera son todo emoción. Pero Hemingway empezó a
multiplicarlo todo por, y a restarlo de, sexo y muerte. Supe desde el
principio, y lo sé aún mejor ahora, que no pretendía descubrir qué eran.
Fue el disfraz con el que quería ocultar lo que en él había de amable y
delicado. Y finalmente, su enfermiza y dolorosa timidez encontró salida
en la brutalidad. No, no, espere... No en una verdadera brutalidad,
porque un hombre realmente brutal busca algo más que los toros y la
pesca en alta mar, y la caza de elefantes, o lo que se lleve ahora. Si
Hemingway hubiera sido auténticamente brutal, podría haber hecho buena
literatura sobre esas cosas. Pero no lo es, y dudo que jamás vuelva a
escribir sinceramente acerca de algo. Es competente, sí, pero sólo como
escritor; la otra mitad es el hombre.
—¿Cree en serio que los escritores norteamericanos están obsesionados
por el sexo? Y, de ser así, ¿acaso no es legítimo? —le pregunté.
—Están en su derecho, por supuesto. Una literatura creativa que no se
ocupe del sexo es inconcebible. Pero no del sexo literario, porque el
sexo es una parte de algo cuyas otras partes no tienen nada que ver con
el sexo, no son sexo en absoluto. No, Preston, se trata de un problema
de tono. Por el modo en que un hombre habla del sexo se puede decir, si
es que hay que decir algo, si es o no impotente. Y si no habla de otro
tema, puede estar seguro de que lo es, física y artísticamente.
"He intentado explicar a los norteamericanos —continuó— que sin pasión
no puede existir una creación realmente grandiosa, pero no estoy nada
segura de haberme hecho entender. Si no lo han comprendido es porque han
tenido que pensar primero en el sexo. Les resulta más fácil identificar
el sexo con la pasión que concebir ésta como la potencia total del
hombre. Siempre intentan etiquetarla, y eso es un error. ¿Qué quiero
decir con esto? Se lo explicaré. Estoy pensando en Byron. Byron poseía
pasión. Ésta no tenía nada que ver con sus mujeres. Era una cualidad de
la mente de Byron, y todo lo que escribía surgía de ella. Quizá sea por
eso por lo que su obra es tan desigual, ya que la pasión del hombre, si
es auténtica, no es uniforme; y en ocasiones, si puede plasmarla por
escrito, es exclusivamente pasión y carece de significado fuera de sí
misma. Swinburne dedicó toda su vida a escribir acerca de la pasión,
pero puede leerle de cabo a rabo y no logrará descubrir cuáles eran sus
pasiones. No estoy convencida de que sea preciso saberlo, ni de que
Swinburne hubiese sido mejor de haberlo sabido. La pasión humana puede
ser maravillosa cuando tiene un objeto, que puede ser una mujer o una
idea, o la ira ante una injusticia, pero cuando, como normalmente
sucede, desaparece o se alcanza el objeto de esa pasión, ésta no
sobrevive. Únicamente lo hace si estaba ahí antes, sólo si la mujer o la
idea o la cólera eran algo incidental en esa pasión, y no su causa. Y
es eso lo que hace a un hombre un escritor.
"A menudo, los que realmente la poseen no son capaces de reconocerla en
sí mismos, porque no saben lo que es sentir de un modo diferente o no
sentir en absoluto. Y ella no responde cuando se la llama.
Probablemente, Goethe pensara que El joven Werther era un libro más apasionado que Wilhelm Meister, pero en Werther se limitaba a describir la pasión y en Wilhem Meister
la transfería. No creo que supiese que lo había hecho. No tenía por
qué. Emerson se habría sorprendido si le hubiesen dicho que era
apasionado. Pero Emerson tenía auténtica pasión. Escribía con pasión,
pero jamás habría podido escribir sobre la pasión, porque no sabía nada
acerca de ella. Hemingway lo sabe todo sobre la pasión y en ocasiones
puede escribir con seguridad acerca de la misma, pero carece de ella.
Tan sólo tiene pasiones. Y Faulkner y Caldwell y todos los que he leído
aquí y antes de llegar a América son buenos y honrados artesanos, pero
carecen de pasión.
Nunca había participado en una conversación tan fluida, natural e
informal. No se percibían en ella ni el recelo ni la tensa búsqueda del
término preciso que colorean el discurso de la mayoría de los
intelectuales norteamericanos cuando expresan sus opiniones. Si se paran
a escuchar alguna vez a unos obreros charlando cuando están
concentrados en su trabajo y uno de ellos sigue hablando, aunque no
siempre de modo audible, mientras sierra y mide y pone clavos,
manteniendo un ritmo fluido, y casi sin ser consciente de las palabras
que expresa, se harán una idea de lo que intento decir.
—Bueno, yo opino que Thomas Wolfe la posee —apunté yo. Acababa de leer Of Time and the River, que me había emocionado profundamente—. Creo que en verdad la tiene. Más que ningún otro hombre que conozca en América.
—Leí su primer libro —respondió ella, equivocándose en el título—. Y lo
he buscado, pero no he podido encontrarlo. Wolfe es como un diluvio y a
usted le ha anegado, pero si quiere leer metódicamente, Preston, debe
aprender a distinguir cómo le arrastran. En el tren leí un artículo
sobre Wolfe. En él decían que es muchas cosas, entre otras las cataratas
del Niágara. No es la tontería que parece. Las cataratas del Niágara
son poderosas, tienen forma y belleza durante treinta segundos, pero el
agua del fondo, la que ha sido la catarata durante unos instantes, no es
ni mejor ni distinta de la de arriba. Le ha sucedido algo hermoso y
terrible, pero se trata de la misma agua y nada le habría ocurrido de no
ser por una aberración en una de las formas de la naturaleza. El río es
la auténtica forma del agua, una forma que le conviene, y la catarata
es un error. Los libros de Wolfe son el agua depositada en el fondo, que
lanza espuma en un espectáculo magnífico porque ha seguido el camino
equivocado, pero no es mejor de lo que era al emprenderlo. Las cataratas
del Niágara existen porque la forma auténtica se ha agotado y el agua
no encuentra otra salida. Pero el artista creativo debería ser más
hábil.
—Quiere decir con eso que en su opinión la forma novela ha desaparecido?
—Así es, en efecto. Cuando una forma se agota ocurre siempre que todo lo
que se escribe ateniéndose a sus normas carece en realidad de forma. Y
sabemos que ha muerto cuando ha cristalizado y todo lo que se acoja a
ella tiene que ser hecho de una determinada manera. Lo que hay de malo
en Wolfe está hecho de esa forma y lo bueno de otra muy diferente. Así
pues, si toma lo bueno, resulta que lo que ha escrito no es una novela
en absoluto.
—Sí, pero ¿qué más da? —le pregunté—. Para mí fue algo muy auténtico, y quizá no me importe si se trata o no de una novela.
—Intente entenderme, Preston. Lo que me impacienta no es que no sea una
novela sino que Wolfe no viese lo que podría haber sido. Y si posee
realmente la pasión que usted le atribuye, lo habría visto, porque la
habría sentido de verdad, ella habría adoptado su propia forma y, dada
la prodigiosa energía de Wolfe, no le habría vencido.
—¿Qué tiene que ver la pasión con la elección de una forma artística?
—Todo. No existe ninguna otra cosa que determine la forma. Lo que Wolfe
está escribiendo es su autobiografía, pero ha decidido narrarla como una
historia, y una autobiografía no es nunca una historia porque la vida
no se desarrolla en forma de acontecimientos. Lo que realmente ha hecho
es soltar amarras, por lo que sólo ha contado la verdad de su
liberación, y no la verdad del descubrimiento. Y es por eso por lo que
él significa tanto para ustedes los jóvenes, porque es también su
liberación. Y tal vez por ser tan larga y poco selectiva resulte mejor
así, ya que, si permanece en ustedes, le darán su propia forma y, si
tienen pasión, la añadirán también; y quizá sean capaces de llegar al
descubrimiento que él no alcanzó. Pero no volverá a leer ese libro
porque no tendrá necesidad de hacerlo. Y cuando un libro ha sido
verdaderamente importante para nosotros, siempre se lo necesita.
Su secretaria entró en la habitación, miró el reloj y dijo: 'Tienes
veinticinco minutos para el paseo. Has de estar de vuelta a la una menos
diez". Me levanté, súbitamente consciente de que había solicitado una
entrevista de quince minutos durante su último día de permanencia en
Estados Unidos y había transcurrido más de una hora. Me había olvidado
por completo del tiempo. Hice gesto de marcharme.
—No —exclamó ella abruptamente—. Quedan más cosas por decir. Acompáñeme, quiero contárselas.
Salimos del hotel.
—Póngase a mi izquierda —me explicó—, porque no oigo nada por el oído derecho.
Caminaba con paso resuelto, casi apresuradamente, y elevaba la voz por encima del ruido del tráfico.
—Hay dos cosas en particular que quiero decirle porque he estado pensado
acerca de ellas durante mi estancia en Estados Unidos. Llevo
meditándolas muchos años, pero aquí las he visto bajo una nueva luz. Han
sucedido tantas cosas desde que me marché. Los americanos empiezan a
utilizar de verdad la cabeza por primera vez desde la Guerra Civil.
Entonces la emplearon porque no tenían otro remedio y el pensamiento
flotaba en el aire, y ahora tienen que usarla so pena de ser destruidos.
Cuando se escribe sobre la Guerra Civil hay que pensar en ella en
términos del entonces y el ahora y no del periodo intermedio. Puede que
los americanos no hayan llegado aún muy lejos, pero empiezan a pensar
otra vez. Aquí hay cerebro y algo nos espera. No tiene todavía una forma
definida, pero lo percibo aquí como no lo hago en el extranjero. Por
eso creo que este país es otra vez asunto mío. Verá, hay algo para los
escritores que no existía antes. Ustedes están demasiado próximos al
problema y sólo lo perciben vagamente. Por eso permiten que les
preocupen sus dificultades económicas. Si ven y sienten sabrán cuál es
su tarea, y si la realizan bien el problema económico se resolverá por
sí solo. No deben pensar tanto en que sus mujeres e hijos dependen de su
trabajo. Intenten pensar que su trabajo depende de sus mujeres e hijos,
porque será así si realmente viene de ustedes, de los que tienen mujer e
hijos, y los de la Quinta avenida, y toda esa gente. De no ser así, es
inútil de todos modos, porque su problema económico no tendrá nada que
ver con la literatura, ya que no será un escritor en absoluto. Les veo a
ustedes, a los escritores jóvenes, muy preocupados por no perder la
integridad, y está bien que así sea, pero un hombre que pierde la
integridad no sabe que la ha perdido, y nadie podrá arrebatársela si
realmente la tiene. Un ideal solamente es bueno si le mueve hacia
adelante y le ayuda a crear, Preston, pero no sirve para nada si hace
que usted prefiera no producir antes que escribir de vez en cuando a
cambio de dinero, porque el ideal se destruye a sí mismo si el problema
económico del que me ha estado hablando le destruye a usted.
Mientras cruzábamos las calles, la multitud miraba con curiosidad hacia
aquella mujer de cara morena cuya foto había aparecido con tanta
frecuencia en los periódicos. Ella no prestaba atención a la gente, o
eso me pareció, pero se mostraba extraordinariamente consciente del
movimiento que la rodeaba, y especialmente del de los taxis. Después de
todo, me dije a mí mismo, ella había vivido en París.
—Lo que debe recordar todo escritor serio es que escribe seriamente y
que no es un comerciante. Es una suerte para ambos que el comerciante y
el escritor estén unidos en una misma persona pero, si no es ése el
caso, seguro que uno de los dos terminará con el otro si se les
enfrenta. Y hay algo más.
Giramos en la avenida Madison y tomamos el camino de vuelta al hotel.
—Es algo muy importante. Lo sé porque he visto cómo acababa con muchos
escritores. Se trata de no creer que uno es una determinada cosa. Piense
en su caso. Usted ha escrito primero una biografía, después una
historia de la revolución americana, y en tercer lugar una novela, pero
sería absurdo que se considerase un Biógrafo, un Historiador o un
Novelista. —Pronunció cada palabra encabezándola con una gran
mayúscula—. La verdad es que probablemente todas esas formas estén
muertas, porque se han convertido en formas. Usted ha debido sentirlo
así, ya que de otro modo no habría pasado de una a otra. Bien, pues ha
de seguir adelante, y volverá a utilizarlas y, alguna vez, si su trabajo
tiene algún sentido, aunque no estoy segura de que nada que no sea el
trabajo de toda una vida tenga sentido, descubrirá una forma nueva.
Alguien dijo en una ocasión que yo buscaba una cuarta dimensión en la
literatura. Nunca he hecho nada parecido, no persigo nada en absoluto,
me limito a madurar gradualmente y, poco a poco, espero llegar a ser más
consciente de los modos en que pueden sentirse y conocerse las cosas
por medio de las palabras. Quizá me baste con sentirlas y conocerlas de
un modo nuevo, y si las consigo comprender suficientemente transmitiré
una nota de seguridad y confianza que hará que otros también comprendan.
"Cuando uno ha descubierto y desarrollado una nueva forma, lo importante
no es ésta sino el hecho de que se ha logrado la forma. Por eso Boswell
es el más grande biógrafo que haya existido, porque no esclavizaba a
Eckermann con la fidelidad y exactitud de las notas, que por otro lado
no son fieles en absoluto, sino porque puso en boca de Johnson palabras
que probablemente él nunca pronunció y, sin embargo, al leerlas uno sabe
que eso es lo que Johnson habría dicho en tal o cual circunstancia. Y
lo sabemos porque Boswell descubrió la auténtica forma de Johnson, que
Johnson nunca conoció. Lo mejor es no pensar siquiera en la forma sino
dejarla que se abra paso ella sola. ¿Le parece extraño que yo diga eso?
Se me ha acusado de no pensar en otra cosa. ¿No se da cuenta de dónde
está la verdadera gracia? ¡Son los críticos los que siempre se han
dedicado a pensar en la forma mientras yo me dedicaba a escribir!
Gertrude Stein soltó una gran risotada y se adentró en el hotel rodeada de gente.
En "The Atlantic Monthly", agosto de 1935
Las grandes entrevistas de la historia 1859-1992
Edición e introducción de Christopher Silvester
Prólogo de Rosa Montero
Traducción de Herminia Bevia y Antonio Resines