viernes, 12 de octubre de 2012

Giovanni Papini - Cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor


En el último cajón de mi cómoda, al fondo, encerradas con llave, hay cuatrocientas cincuenta y tres cartas de mujer. Son cartas de amor, dirigidas a mí, todas de la misma mujer, de una mujer a la que ya no amo desde hace mucho tiempo, a la que no he visto más, que no sé dónde está. Son cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor; son todo lo que queda de un gran amor.
Ese cajón lleno de cartas me turba. Yo no soy un sentimental. Soy muy frío: más observador que apasionado. De esas cartas, cenizas de un fuego, he hecho tema de estudio. Todo puede ser objeto científico. Quiero librarme de ellas de esta manera. Si las destruyera permanecerían allí como un vano lamento de mi corazón vacío.
Ante todo he empezado numerándolas una a una. Son cuatrocientas cincuenta y tres, ni una más, ni una menos, de eso estoy seguro. Las he puesto por orden cronológico: van de 1903 a 1906. Las he atado en paquetes, mes por mes: enero 1903, cuatro; febrero 1903, dieciocho; marzo 1903, treinta y dos, y así sucesivamente. Crecen, crecen; a medida que pasan los meses, los paquetes son cada vez mayores. El máximo es el del mes de junio de 1904: cincuenta y siete cartas. Pero con el 1905 los paquetes adelgazan y llegamos al mes de octubre de 1906: una sola, la última, ¡si Dios quiere!
Las he pesado también (porque las cartas más espirituales y líricas tienen, según los empleados de correos, su peso), las he pesado cuidadosamente, unas cuantas a la vez; son en total 6.740 gramos; más de seis kilos y medio, casi siete kilos. Es un peso discreto para un amor, y si tuviera que llevarlo en un saco todo junto, no haría mucho camino.
He contado, también, una a una, las páginas. El número de las páginas es espantoso: las mujeres escriben con una facilidad de la que no tenemos idea. Para ellas, las palabras, tanto habladas como escritas, no son monedas sagradas, sino céntimos que se pueden gastar a todas horas con la más byroniana prodigalidad. Es verdad que esta mujer tenía una escritura muy grande y dejaba mucho espacio entre líneas, pero, a pesar de todo, no puedo convencerme de que sólo en cuatrocientas cincuenta y tres cartas haya podido escribir tres mil doscientas noventa páginas. Ninguna carta tiene menos de cuatro páginas y hay bastante de ocho, de diez, de doce e incluso de dieciséis. Las cuentas salen, pero el asombro sigue siendo grande igualmente. Pienso que si hubiera tenido que escribir todas esas páginas seguidas —esas tres mil doscientas noventa páginas—, aunque hubiera podido escribir diez por hora, habría invertido trescientas veintidós horas, es decir, trece días y trece noches seguidas, sin descansar nunca. Creo que su amor, aunque es grandísimo, no hubiese resistido semejante prueba.
No he tenido la paciencia, ni el tiempo, de contar las palabras y las sílabas, pero mis investigaciones no se han detenido aquí. He observado, por ejemplo, con cierto interés que los tipos de papel y de los sobres son cuatro. Algunas cartas están en papel hecho a mano, gordo y pesado, de color amarillo marfil viejo; otras, en papel pergamino, con sobres largos y bajos; otras, en feísimo papel comercial blanco, pobre y filamentoso. Pero la mayoría está en un papel ligero, a la inglesa, encerradas en aquellos sobres azul oscuro impresos por dentro con trazos grises y negros para que no se puedan leer las palabras desde fuera.
Tampoco he olvidado el lado cómico de mi epistolario. Todo este papel ha sido fabricado, vendido al por mayor y luego revendido al detalle. Según mis cálculos, que creo bastante exactos, porque también yo he probado varios tipos de papel de cartas, considero que el costo total del papel asciende a unas diecinueve liras y algunos céntimos. No es una suma despreciable para quien no sea muy rico. Con diecinueve liras se pueden hacer muchas cosas, sin comprar papel de cartas. Entran, por lo menos, cinco novelas francesas de tres cincuenta cada una.
Pero el gasto del papel es lo de menos. Cada una de estas cartas tiene un sello. De estas cuatrocientas cincuenta y tres cartas, hay ciento doce que vienen de ciudades lejanas y trescientas cuarenta y una que vienen de la misma ciudad donde vivo yo. Se trata, pues, de ciento doce sellos de quince céntimos, que equivalen a dieciséis liras con ochenta céntimos, y de trescientos cuarenta y un sellos de un céntimo, que importan diecisiete liras con cinco céntimos. Sumándolo todo, papel y sellos, se ve que el gasto sostenido por aquella pobre mujer enamorada es de unas cincuenta y dos liras.
Pero ¿dónde dejamos la tinta? Para escribir tres mil doscientas noventa páginas se necesitan, por lo menos, cuatro botellas de tinta. Pongamos que cada botella valga solamente sesenta céntimos, y el gasto total asciende a casi cincuenta y cinco liras. Yo creo, en efecto, que el gasto vivo, en dinero, de este amor ha sido, para mi corresponsal, un poco superior a las cincuenta y cinco liras, y juraría que no puede haber llegado a sesenta. Su valor actual es indudablemente bastante menor, casi nulo. El papel escrito no es muy buscado y hay quien lo paga apenas a dos céntimos el kilo. De todo el epistolario yo no sacaría más de sesenta y cinco céntimos como máximo. Está claro que no vale la pena desprenderse de un recuerdo tan poético por tan poco.
Sin embargo, hay algo más —tanto para un historiador como para un poeta— en estas cartas de lo que había cuando eran simples cajas de papeles en la tienda del papelero. Hay todas las palabras escritas, hay toda la pasión de tres años, hay una cantidad enorme de imágenes, de adjetivos y de besos: hay, en suma, para abreviar, un poco de la vida profunda de un hombre y de una mujer. ¡Y todo eso ya no vale nada!
Siento que soy inmensamente idiota con todos esos cálculos y esas reflexiones. Yo estoy hecho así. No soy un sentimental. Soy un observador de las cosas. Cuando veo un muerto, pienso en cuánto habrán gastado los parientes en todas aquellas medicinas que no lo han podido salvar, y cuando una madre llora, busco adivinar cuántos decilitros de lágrimas verterá en una jornada, comprendida la noche. ¿Qué quieren? Yo estoy hecho así: no soy un sentimental.
Y estas cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor, encerradas con llave en el último cajón de mi cómoda, me fastidian un poco. No quisiera tenerlas y no quisiera quemarlas. Y he hecho todo lo que he podido para sacármelas del alma. Lo he contado y calculado todo y, sin embargo, hay algo en el fondo de mi corazón que muge y gime y no está satisfecho. Pero no hago caso. Yo no soy un sentimental.


En El piloto ciego
Traducción:  Paloma Alonso Alberti

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