Más tarde, te vas de París; no vas a la ventura, vas a casa de tus padres, en el campo, cerca de
Auxerre. Es una villa un poco muerta donde se han retirado. De niño pasaste allí algunos años,
algunas vacaciones. Las ruinas de un castillo fortificado coronan una colina al pie de la cual se
extiende el pueblo. Se supone que un beato vivió en una caverna, no muy lejos de allí, y se puede
visitar. En la plaza, cerca de la iglesia, hay un árbol del que se dice que tiene varios cientos de años.
Te quedas allí varios meses. A la hora de las comidas escucháis las noticias, los juegos de la
radio. Por la tarde juegas a la belote con tu padre, que te gana. Te acuestas temprano, antes que tus
padres, a las nueve. Lees a veces durante toda la noche. Has encontrado, en tu cuarto, en el desván, en
el fondo de armarios de ropa blanca, los libros de tus quince años, Alejandro Dumas, Julio Verne,
Jack London, y los montones de novelas policiacas que solías llevar a cada una de tus estancias allí.
Los relees minuciosamente, sin saltarte una sola línea, como si los hubieras olvidado por completo,
como si nunca los hubieras leído realmente.
Apenas hablas con tus padres. Sólo los ves a la hora de las comidas. Por la mañana, te quedas en
la cama. Los oyes ir y venir por la casa, subir y bajar la escalera, toser, abrir cajones. Tu padre corta
leña. Un tendero ambulante toca el claxon cerca del portal. Un perro ladra, los pájaros cantan, la
campana de la iglesia suena. Acostado sobre tu alta cama, con el edredón de plumas hasta el mentón,
miras los maderos del techo. Una araña diminuta, con el vientre de un gris casi blanco, teje su tela en
el rincón de una viga.
Te sientas a la mesa de la cocina, cubierta con un hule. Tu madre te sirve un tazón de café con
leche, te acerca el pan, la mermelada, la mantequilla. Comes en silencio. Ella te habla de sus riñones,
de tu padre, de los vecinos, del pueblo. La señora Theneveau ha hecho un vitalicio sobre su granja. El
perro de los Moreau ha muerto. Las obras de la autopista ya han comenzado.
Bajas al pueblo a hacer algunas compras para tu madre, a buscar tabaco para tu padre, cigarrillos
para ti. Los granjeros han abandonado lo que alguna vez fue una gran villa. Se paraba el ferrocarril,
había un notario, un mercado. Solamente subsisten dos explotaciones agrícolas. El pueblo está ahora
lleno de jubilados y de habitantes de la ciudad que vienen a pasar el fin de semana y un mes cada
verano, duplicando o triplicando la población invernal.
Caminas a lo largo de las casas restauradas: postigos recientemente pintados de verde manzana,
chapados de flores de lis de hierro forjado, faroles de anticuario, jardines de adorno, rocas que no
habita divinidad alguna, paraíso de veraneantes. Abogados, tenderos, funcionarios que podan los
arbustos, rastrillan la grava, desempolvan los arriates, dan de comer a los peces. Sobre la plaza se
aglomeran las motocicletas, las vespas de los más jóvenes. El café-tabac está lleno.
Todas las tardes vas de paseo. Al principio sigues la carretera, y después, más allá de una cantera
abandonada, te adentras en el bosque. Recoges del suelo una rama que escamondas como puedes.
Caminas a lo largo de los campos de trigo maduro, decapitas las hierbas salvajes a grandes golpes
torpes de tu bastón. No conoces los nombres de los árboles, ni de las flores, las plantas, o las nubes.
Te sientas en la cima de una colina desde la cual dominas todo el pueblo: la casa de tus padres, un
poco apartada, con sus tres tejados de colores distintos, la iglesia, el castillo casi a la altura de tus
ojos, el viaducto por donde solía pasar el ferrocarril, el lavadero, el correo. Sobre la carretera blanca,
como un galeón saliendo del puerto, un enorme camión se va alejando. Un campesino, solo, en medio
de su campo, guía el arado que arrastra un caballo tordo.
Los pájaros lanzan sus cantos, gorjeos, llamadas roncas, trinos. Los altos árboles tiemblan. He
ahí la naturaleza que te invita y te ama. Masticas hierbas que luego escupes: el paisaje te inspira muy
poco, la paz de los campos no te conmueve, el silencio de la campiña no te irrita ni te apacigua. Sólo
te fascina a veces un insecto, una piedra, una hoja caída, un árbol: a veces te quedas durante horas
mirando un árbol, describiéndolo, disecándolo: las raíces, el tronco, el ramaje, las hojas, cada hoja,
cada nervadura, cada rama desde el principio, y el juego infinito de las diferentes formas que tu
mirada ávida solicita o suscita: cara, cabalgata, dédalos o senderos, ciudades y blasones. A medida
que tu percepción se afina, se hace más paciente y más ágil, el árbol explota y renace, mil matices de
verde, mil hojas idénticas y sin embargo distintas. Te parece que podrías pasarte la vida frente a un
árbol, sin agotarlo, sin comprenderlo, solamente mirando: lo único que puedes decir de este árbol,
después de todo, es que es un árbol; lo único que este árbol te puede decir es que es un árbol, raíz,
tronco, ramas y hojas. No puedes esperar de él ninguna otra verdad. El árbol no tiene una moral que
proponerte, no tiene un mensaje que transmitirte. Su fuerza, su majestuosidad, su vida -si acaso
esperas aún sacar algún sentido, algún coraje, de estas antiguas metáforas- no son más que imágenes,
buenas vistas, tan vanos como la paz de los campos, como la perfidia del agua estancada, o el valor de
los pequeños senderos que trepan, no muy alto pero ellos solos, o la sonrisa de los viñedos donde los
racimos de uvas maduran al sol.
Por eso el árbol te fascina, o te sorprende, o te tranquiliza, a causa de esa evidencia insospechada,
insospechable, de la corteza y las ramas, de las hojas. Por eso, quizá, jamás paseas con un perro,
porque el perro te mira, te suplica, te habla. Sus ojos húmedos de agradecimiento, su aire de perro
apaleado, sus brincos de perro feliz, te obligan constantemente a conferirle el despreciable rango de
animal doméstico. No puedes permanecer neutro frente a un perro, tampoco frente a un hombre. Pero
no dialogarás jamás con un árbol. No puedes vivir con un perro, porque el perro, a cada instante, te
pedirá que lo hagas vivir, que lo alimentes, que lo acaricies, que seas hombre para él, que seas su
dueño, que seas el dios que clama con voz de trueno ese nombre de perro que lo hará arrastrarse
inmediatamente por el suelo. Pero el árbol no te pide nada. Puedes ser Dios de los perros, Dios de los
gatos, Dios de los pobres, te basta con una correa, con algunos despojos, con algo de riqueza, pero no
serás nunca dueño del árbol. Nunca podrás sino desear volverte árbol a tu vez.
No es que odies a los hombres, ¿por qué habrías de odiarlos? ¿Por qué habrías de odiarte? ¡Tan
sólo desearías que pertenecer a la especie humana no fuera acompañado de este insoportable estrépito,
que esos pocos pasos irrisorios que hemos dado dentro del reino animal no se pagasen con esta
perpetua indigestión de palabras, de proyectos, de grandes comienzos! Pero es un precio demasiado
alto por dos pulgares oponibles, por la posición erecta, por la imperfecta rotación de la cabeza sobre
los hombros: ¡esta caldera, este horno, esta parrilla caliente que es la vida, estos millones de
conminaciones, de incitaciones, de advertencias, de exaltaciones, de desesperaciones, este baño de
coacciones que no termina nunca, esta eterna máquina de producir, de triturar, de engullir, de triunfar
sobre los obstáculos, de recomenzar una y otra vez, este dulce terror que se empeña en regir cada día,
cada hora de tu pobre existencia!
Casi no has vivido y, sin embargo, todo está ya dicho, ya terminado. No tienes más que
veintincinco años, pero tu camino está trazado de antemano. Los papeles están distribuidos, las
etiquetas: desde el orinal de tu primera infancia hasta la silla de ruedas de tu vejez, todos los asientos
están listos y esperan su turno. Tus aventuras están tan bien descritas que la más violenta de las
rebeliones no haría fruncir el ceno a nadie. Podrías bajar a la calle y hacer volar los sombreros de las
gentes, cubrirte la cabeza de inmundicias, andar descalzo, publicar manifiestos, disparar balazos al
paso de un usurpador cualquiera, de nada serviría: tu cama ya está hecha en el dormitorio del manicomio,
tu cubierto ya está puesto en la mesa de los poetas malditos. Barco ebrio, miserable milagro: el
Harrar es una atracción de feria, un viaje organizado. Todo está previsto, todo está preparado hasta el
más mínimo detalle: los grandes impulsos del corazón, la fría ironía, el desgarramiento, la plenitud, el
exotismo, la gran aventura, la desesperación. No venderás tu alma al diablo, no irás, en sandalias, a
arrojarte dentro del Etna, no destruirás la séptima maravilla del mundo. Todo está ya listo para tu
muerte: la bala de cañón que acabará contigo ya está fraguada desde hace mucho tiempo, las
plañideras ya han sido designadas para seguir tu féretro. ¿Por qué habrías de escalar la cima de las
más altas colinas, para tener que volver a bajar en seguida? Y, una vez abajo de nuevo, ¿cómo hacer
para no pasarte la vida contando cómo lograste subir? ¿Por qué habrías de fingir que estás vivo? ¿Por
qué habrías de continuar? ¿No sabes ya todo lo que tiene que ocurrir? ¿No has sido ya todo lo que
tenías que ser: el hijo digno de tu padre y de tu madre, el valiente boy scout, el buen alumno que
hubiera podido ser mejor, el amigo de infancia, el primo lejano, el apuesto militar, el joven estudiante
pobre? Algunos esfuerzos, ni siquiera algunos esfuerzos, algunos años más, y serás el ejecutivo
medio, el apreciable colega. Veterano de guerra. Uno a uno, como la ranita, escalarás los pequeños
travesaños del éxito social. Podrás escoger, entre una amplia y variada gama, la personalidad que
mejor convenga a tus deseos, la cual será adaptada cuidadosamente a tus medidas: ¿serás veterano
condecorado? ¿Hombre culto? ¿Gastrónomo refinado? ¿Explorador de entrañas y corazones? ¿Amigo
de los animales? ¿Dedicarás tu tiempo libre a masacrar con tu piano desafinado sonatas que no te han
hecho daño alguno? ¿O bien fumarás tu pipa en una mecedora repitiéndote a ti mismo que la vida
tiene sus cosas buenas?
No. Prefieres ser la pieza que falta en el rompecabezas. Retiras del juego tus canicas y tus
alfileres. No pones a la suerte de tu lado, ni ningún huevo en ninguna canasta. Empiezas la casa por el
tejado, echas la soga tras el caldero, matas a la gallina de los huevos de oro, te gastas la renta antes de
cobrarla, te comes la hacienda, echas la llave bajo la puerta, te vas sin volver la cabeza.
Ya no escucharás los buenos consejos. No pedirás remedios. Pasarás de largo, mirarás los
árboles, el agua, las piedras, el cielo, tu cara, las nubes, los techos, el vacío.
Te quedas al lado del árbol. Ni siquiera le pides al ruido del viento entre las hojas que se vuelva
oráculo.
Llega la lluvia. Ya no sales de la casa, apenas de tu cuarto. Lees en voz alta, todo el día,
siguiendo con el dedo las líneas del texto, como los niños, como los viejos, hasta que las palabras
pierden sentido, la frase más simple se vuelve coja, caótica. Llega la tarde. No enciendes la luz y te
quedas inmóvil, sentado frente a la pequeña mesa al lado de la ventana, con el libro entre las manos,
ya sin leer, oyendo apenas los ruidos de la casa, el crujir de las vigas, de los suelos, la tos de tu padre,
las hornillas de hierro al ser colocadas sobre la cocina de leña, el ruido de la lluvia sobre los canalones
de cinc, el paso muy lejano de un automóvil por la carretera, el bocinazo del autocar de las siete en la
curva cerca de la colina.
Los veraneantes se han ido. Las casas de campo están cerradas. Cuando atraviesas el pueblo,
algún perro ladra a tu paso. Carteles amarillos en jirones, sobre la plaza de la iglesia, al lado del
palacio municipal, del correo, del lavadero, anuncian todavía subastas, bailes, fiestas que ya pasaron.
Todavía paseas a veces. Recorres los mismos caminos. Atraviesas campos cultivados que dejan
espesas suelas de barro en tus botas. Te hundes en los lodazales de los senderos. El cielo está gris.
Capas de bruma ocultan el paisaje. De algunas chimeneas sale humo. Tienes frío a pesar del
chaquetón forrado, las botas, los guantes; intentas torpemente encender un cigarrillo.
Das paseos más largos que te llevan hacia otros pueblos, a través de los campos y los bosques.
Te sientas a la larga mesa de madera de una tienda de comestibles con bar donde eres el único cliente.
Te sirven un concentrado de carne o un café desabrido. Decenas de moscas se han aglutinado sobre el
papel pegajoso que cuelga aún en espiral de la pantalla metálica de la lámpara. Un gato indiferente se
calienta cerca de la estufa de hierro. Miras las latas de conservas, los paquetes de detergente, los
delantales, los cuadernos escolares, los periódicos ya viejos, las tarjetas postales rosa caramelo en las
cuales soldados rubicundos cantan en verso los bellos sentimientos que les inspira una novia rubia, el
horario de los autocares, los números ganadores de las carreras de caballos, el resultado de los
partidos del domingo.
Bandadas de pájaros pasan muy alto por el cielo. En el canal del Yonne, una larga gabarra, con el
casco de un azul metálico, se desliza tirada por dos grandes caballos grises. Regresas caminando por
la carretera nacional, por la noche, cruzado y rebasado por coches que aúllan, deslumbrado por los
faros que, desde la parte de abajo de las cuestas, durante un instante parecen querer iluminar el cielo
antes de precipitarse sobre ti.
Traducción de Mercedes Cebrián
Madrid, Impedimenta, 2009
Foto: Christine Lipinska