«Adelante la jauría», gritan las viejas furias. Qué horror, qué horror contemplar a un hombre maldecido por los dioses ante el altar, con las manos chorreando sangre. Cómo roncan: ¿estás dormido? Sacudid vuestra somnolencia. Arriba, arriba. Agamenón, su padre, había partido de Troya hacía muchos años. Troya había sucumbido y desde allí hicieron señales con hogueras, desde Ida, sobre el Athos, una hilera de antorchas ardientes hasta el bosque de Citérea.
Qué espléndido, dicho sea de pasada, ese mensaje incandescente desde
Troya hasta Grecia. ¡Qué grandiosa esa carrera de fuego sobre el mar,
luz, corazón,
alma, felicidad y grito!
El fuego rojo oscuro, rojo como la brasa sobre el lago de Gorpopis, que
luego es visto por un centinela, el cual grita y se alegra, y eso es
vida, y se
enciende un fuego y se transmite la noticia y la excitación y la
alegría, todo junto, y salta sobre una ensenada, en desenfrenada carrera
hacia las alturas
de Aracneon, siempre los gritos y el frenesí que, rojo como la
brasa, puedes ver: ¡Agamenón vuelve! Con tal escenificación no podemos
compararnos. También
en esto nos superan.
Para las comunicaciones nos servimos de algunos resultados de los
experimentos de Heinrich Hertz, que vivió en Karlsruhe, murió joven y,
por lo menos en la
fotografía de la colección de estampas de Munich, llevaba barba
cerrada. Utilizamos la telegrafía sin hilos. Mediante transmisores
mecánicos, producimos,
en grandes estaciones, corrientes alternas de alta frecuencia.
Mediante las oscilaciones de un circuito, creamos ondas eléctricas. Las
oscilaciones se
propagan esféricamente. Y luego hay un tubo electrónico de cristal y
un micrófono, cuyo disco vibra más o menos, y de esa forma el sonido
sale exactamente
como entró en la máquina, y resulta sorprendente, inteligente e
ingenioso. Pero entusiasmarse con ello es difícil; funciona y eso es
todo.
¡Qué distinta la antorcha de tea que anuncia el regreso de Agamenón!
Arde, llamea, en todo momento, en todo lugar, habla, siente y el júbilo
es general: ¡Agamenón vuelve! Mil hombres resplandecen en cada lugar:
Agamenón
vuelve, y ahora son diez mil, cien mil al otro lado de la ensenada.
Y entonces, para volver al tema, él llega a casa. Las cosas cambian por
completo. Se vuelven las tornas. Cuando su mujer lo tiene en casa, lo
mete en el
baño. En ese momento demuestra que es una furcia sin precedentes.
Mientras está en el agua, le arroja una red por encima, para que no
pueda moverse, y ella
ha traído ya un hacha como si fuera a cortar leña. Él se lamenta:
«¡Ay de mí, muero!». Fuera preguntan: «¿Quién grita así?». «¡Ay de mí y
una vez más ay de
mí!» Aquella bestia de la antigüedad lo remata sin pestañear y
encima abre la bocaza: «Lo he ejecutado, le lancé una red por encima y
golpeé dos veces, y
con dos suspiros se abatió, y entonces, de un tercer golpe, lo envíe
al Hades». Los senadores se afligen, pero de todas formas encuentran el
comentario
adecuado: «Admiramos la osadía de tu discurso». Así pues, fue
aquella mujer, aquella bestia de la antigüedad, que ocasionalmente, como
consecuencia de un
escarceo conyugal con Agamenón, se convirtió en madre de un niño que
recibió al nacer el nombre de Orestes. Ella fue muerta más tarde por el
fruto de sus
placeres, y a él lo atormentaron las furias.
Con nuestro Franz Biberkopf es distinto. Al cabo de cinco semanas
también su Ida ha muerto, en el hospital de Friedrichshain, fractura de
costillas con
complicaciones, desgarro de la pleura, pequeño desgarro de pulmón
con el consiguiente empiema, pleuresía, neumonía, mujer, la fiebre no
baja, qué aspecto
tienes, mírate en el espejo, estás lista, estás sentenciada, ya
puedes liar el petate. Le hicieron la autopsia, la enterraron en la
Landsberger Allee, a
tres metros de profundidad. Murió odiando a Franz, pero la rabia
ciega de él tampoco cedió después de su muerte, su nuevo amigo, el de
Breslau, fue todavía
a visitarla. Allí abajo está ella, desde hace ya cinco años,
horizontal sobre la espalda, las tablas de madera se pudren, ella se
deshace en estiércol,
ella, que bailó una vez en Treptow, en el Jardín del Paraíso, con
Franz, con sus zapatitos blancos de lona, que amó y correteó por ahí,
está muy quieta y
ya no está.
En Berlín Alexanderplatz
Traducción: Miguel Sáenz
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