Hace doscientos cincuenta años, Samuel Johnson dijo con acierto: «A medida que el uso del tabaco disminuye, aumenta la insania». Los celosos funcionarios que han censurado, en los carteles de una exposición parisiense consagrada a Sartre, el tabaquismo de este último eliminando su perpetuo cigarrillo, lo único que han conseguido ha sido provocar la hilaridad de todo el planeta. Hasta la prensa de las antípodas se ha hecho eco de esta proeza, ya destacada en Londres por el TLS. Frívolo pretexto para hablar aquí de un gran escritor, pero mi propósito no es muy serio.
Los pieles rojas del Lejano Oeste consideraban a los locos y a los
idiotas criaturas inspiradas por Dios, y, como tales, les reservaban un
lugar de honor en sus tribus. Parece que los franceses hacen lo propio
con sus escritores ilustres: les toman por guías, les consultan sobre
todos los problemas y, cuando estos oráculos se equivocan —cosa que les
ocurre a menudo—, se les concede esa inmunidad de la que normalmente
sólo gozan los niños pequeños y los pobres de espíritu.
Somerset Maugham, que conocía bien Francia y la amaba, aprobaba esta
actitud y reprochaba a los ingleses que se la tomaran a risa: sólo un
filisteo puede encontrar cómico tomarse el arte en serio.
En la biografía de los grandes hombres, una sola anécdota es a veces más
reveladora que una montaña de información. En su edad madura, Sartre,
por haber olvidado durante mucho tiempo pagar sus impuestos, recibió un
día una reclamación colosal del Fisco. Consternado, se fue corriendo a
casa de su madre, que pagó en su nombre aquella cuenta espantosa. ¿Hubo
hipocresía en ello por parte de ese perdonavidas de las hipocresías
burguesas? En absoluto. Sólo dio muestras de esa espléndida
irresponsabilidad que a menudo es la marca y el atributo de las
inteligencias inspiradas. «El Cielo me ha dado mi genio —escribía el
inmenso poeta Li Po, cuando tiraba su fortuna por la ventana—, ¡tiene
que servir para algo!».
La irresponsabilidad —que es otro nombre de la felicidad— constituye un
privilegio denegado a la gente trabajadora y concienzuda, pobres diablos
sobre cuyos hombros descansa la marcha más o menos positiva de este
bajo mundo. En el fondo, la vida de Sartre fue una permanente comedia
fantástica: no hay posición más divertida, más seductora, más original
—y, en definitiva, mejor recompensada— que la del disidente en el seno
de una sociedad tolerante, estable y próspera. No obstante, por
placentero que sea, este lujo es efímero. En una carta a Virginia Woolf,
John Maynard Keynes profetizaba la muerte de Occidente: las nuevas
generaciones quieren disfrutar de todas las ventajas que les ha
proporcionado el mundo de sus padres, pero sin pagar ningún precio, como
sería cultivar los valores en que se fundamentaba este mundo. Esta
situación no puede durar; salta a la vista.
Pero estas cuestiones me sobrepasan. Si he vuelto a la lectura de Sartre
es por una razón estrambótica: mientras rehacía mi tercer tomo de La Mer dans la littérature française 9
lo releí desde un punto de vista marino. Esta perspectiva es
evidentemente absurda (lo que no le quita nada de su encanto): a Sartre
le horrorizaba la Naturaleza, rasgo que comparte, por otra parte, con
Baudelaire (para quien sólo contaban la Ciudad y el Artificio; y tres
inmortales poemas marinos no deben llamarnos a engaño al respecto);
ahora bien, el mar es la naturaleza llevada al paroxismo. No es de
extrañar que mi pesca no haya reportado gran cosa. He aquí el modesto
botín:
1. Algunos paisajes marinos en La náusea: observaciones raras y
breves, pero cuya fuerza de evocación hace pensar en esos fragmentos de
paisaje que forman el fondo de algunas telas de Degas. A éste tampoco le
gustaba la Naturaleza, y sin embargo le debemos algunas de las
sensaciones paisajísticas más agudas de todo el impresionismo.
2. Natación en el Mediterráneo: de vacaciones en la Costa Azul, Sartre
describe en una carta cómo, cuando nada, enseguida le domina una
insoportable angustia ante la idea de que los cangrejos vengan a comerle
el vientre, y ha de regresar cada vez a la orilla presa del pánico.
3. En Saint-Malo, el hecho de orinarse sobre la tumba de Chateaubriand:
Simone de Beauvoir ha contado este antiperegrinaje al Grand-Bé, y
Mauriac comentó de forma memorable esta «micción sartriana», y el giro
que supone para la historia de la sensibilidad literaria. Pero ¿de veras
estaba Sartre deshonrando a Chateaubriand? Lo dicho al final de su vida
hace dudar de ello: «Ser escritor es alcanzar la esencia del arte de
escribir, me refiero a los verdaderos escritores, Chateaubriand, por
ejemplo, o Proust». El genio de escribir comporta el riesgo espléndido
que se toma uno con las palabras: «Hay frases de Chateaubriand para las
que hace falta realmente valor».10
Notas
9 Simon Leys, T. 2, París, Plon, 2003.
10 Simone de Beauvoir; «Entrevistas con Jean-Paul Sartre, agosto-septiembre de 1979», en La ceremonia de los adioses, París, Gallimard, 1981.
En La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas
Título original: Le bonheur des petits poisons
Traductor: Monreal Salvador, José Ramón
©2008, Simon Leys
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