sábado, 31 de diciembre de 2011

Contra todas las formas del infierno (Entrevista a León Ferrari)


Entrevista a LEON FERRARI por ANA MARIA BATTISTOZZI

La gran retrospectiva de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta generó polémica, cuestionamientos de sectores conservadores y algunos gestos de intolerancia. El artista profundiza aquí sus críticas al cristianismo y a la idea del infierno, que —dice— ha servido de justificación para torturar y matar gente desde las Cruzadas hasta la última dictadura en nuestro país. Con increíble vitalidad, a los 84 años, habla además de su arte y de sus proyectos.

Cuesta creer que este hombre de 84 años, que habla en un susurro y conserva el asombro de un niño detrás de sus grandes anteojos, sea —como algunos se empeñan en afirmar desde hace días— la encarnación misma del demonio. Es difícil descubrir en su mirada la carga de odio que se le adjudica. Lo cierto es que León Ferrari ha plantado la piedra del escándalo en la sala mayor del Centro Cultural Recoleta: 50 años de producción artística que lo muestran como un percusionista escurridizo que va y viene probando el sonido de distintos instrumentos. Cerámicas, esculturas, dibujos, grabados, collages, heliografías y objetos integran el pormenorizado conjunto que armó la curadora Andrea Giunta y por primera vez se da el lujo de un impecable montaje que en otras ocasiones el artista no se pudo permitir. No le fue fácil llegar a este punto que muchos tienen resuelto en la mitad de su vida. Tanto por la abundancia de su producción polémica como por sus propias exigencias, Ferrari debió peregrinar largamente antes de concretar esta muestra. Detrás de ella hay un ejército de mujeres, a las que su obra rinde homenaje y entre las que se cuentan no sólo la curadora sino sus nietas, la directora del Recoleta y también Alicia, su esposa con quien se casó en 1942, en la iglesia de San Miguel, decorada por su padre, pintor de iglesias. Muchos se preguntarán por el giro radical que tomó la obra de este artista que padeció la desaparición de uno de sus hijos y debió exiliarse en Brasil en los años 70. El mismo artista que ahora dice:

—Toda esta gran polémica se resume en una cosa muy simple: yo estoy en contra de la tortura y el cristianismo está a favor. Porque el pensamiento occidental y cristiano sostiene la existencia del infierno, que implica aprobar o exaltar el castigo al diferente. La religión opina, desde el Evangelio y el catecismo último de la Iglesia oficial, que cuando alguien muere si no observa las normas de la religión, su alma será torturada. La gente puede no creer en esto y, en efecto hay algunos católicos que dicen que no lo creen. Pero hay un sector que sí y enseña eso en las escuelas; las escuelas que nosotros pagamos. Por eso es sencillamente sorprendente que califiquen de odio a un sentimiento (el mío) fundado en el rechazo a la tortura y a las amenazas que supone la existencia del infierno.






- —Pero convengamos que hay una cantidad muy importante de gente devota de la Virgen, que es un personaje que aparece muy dulcificado en toda la iconografía cristiana, y nunca que yo recuerde, alentando el odio. Sin embargo, en sus trabajos aparece con escorpiones y cucarachas.

- —No, sin duda, hay mucha gente que se puede sentir herida. Pero también hay que entender que todas esas figuras que yo uso son iconos, imágenes o ídolos, como ellos los llaman en otras religiones y conviene aclarar que los ídolos son rechazados por el Antiguo Testamento. Ahora Jesús, los padres de la Iglesia o quien fuere, cuando se apoderaron del Antiguo Testamento para fundamentar su religión, al aceptar el Antiguo Testamento, aceptan su contenido con las disposiciones, los mandamientos y lo que dijo Dios Padre. Y Dios Padre se la pasa diciendo que hay que destruir todos los ídolos, que hay que quemarlos. Entonces también se podría interpretar —aunque no es mi propósito— que estoy siguiendo puntualmente las enseñanzas de Dios Padre. Con respecto a la Virgen, Lucas da en el Evangelio esa versión de la Virgen inseminada por el Espíritu Santo, pero en otras partes del Evangelio y en las palabras de Jesús, la Virgen es una buena mujer, no más. Que tiene otros hijos y estaba un poco preocupada por la salud mental del hijo, como lo estaban otros parientes. El Evangelio de Marcos dice que se la quisieron llevar, en una ceremonia, porque pensaron que estaba loca. No dice claramente que la Virgen lo estaba, pero se deduce, porque en otra parte del Evangelio, uno de sus discípulos le dice a Jesús que estaban su madre y sus hermanos. Y él, evidentemente, no estaba muy bien con la familia, porque responde: "No, mi madre y mis hermanos son ustedes". Es decir, no le llevó demasiado el apunte a la Virgen.

- —La Virgen es una figura que aparece en la Iglesia a fin de la Edad Media. Casi no tiene presencia en el primer cristianismo.

- —Claro. Y creo que debe ser por ese motivo.

- —Pero aparece en un momento en que la propia religión y sus representaciones se humanizan: Cristo pasa de la representación de Cristo Rey sentado en un trono al hombre sufriente y castigado en la cruz.

- —Claro. Flagelado y crucificado por los judíos que tuvieron que cargar con eso toda su historia. De todos modos, en cuanto a la Virgen y a los devotos de los santos, yo lamento sinceramente herir el sentimiento de mucha gente. Quizá haga falta explicar por qué yo uso esos elementos. El argumento es muy simple: me he pasado años señalando que los cuadros, muchas de las obras de la cultura occidental son maravillosos de forma y terribles de contenido. Muchos muestran, aprueban, aplauden y exaltan la tortura. Miguel Angel, el Bosco, el Beato Angélico, el Giotto, Luca Signorelli, el Dante. Todos ellos. Y la gente mira eso y no lo ve. Entonces yo me pregunto: ¿en qué forma se puede señalar lo que en verdad siginifica el infierno? Bueno, una de las formas que yo elijo es meter en el infierno a los que creen en él y lo promueven. Entonces, pongo allí santos, cristos y también vírgenes. Porque la Virgen de Fátima es una militante del infierno hay que ver la descripción terrible que hace del infierno.

- —¿Y ésa es una operación estética?

- —Estética y ética. Y, modestamente, creo que he tenido un gran éxito con ella porque finalmente estoy logrando que a muchos católicos no les guste el infierno. Por ahora, no les gusta el infierno cuando están el Papa, Cristo o algunos de los santos pero espero que la cosa evolucione y que más adelante no les guste el infierno cuando haya gente como nosotros. El otro día, Mariano Grondona dijo que yo no reconozco las partes buenas del cristianismo y de Occidente. Yo siempre digo: Occidente tiene una cosa extraordinaria, que es haber establecido la Declaración de los Derechos del Hombre. Y además tiene todas estas obras maravillosas que le han servido de publicidad a la Iglesia. Porque, hay que reconocerlo, son el resultado de un operativo magistral. Nadie nunca más hará una operación de semejante eficacia.

- —¿De persuasión y convencimiento a través de imágenes?

- —Y de qué manera. Le han dado una imagen maravillosa a una cosa horrible, que es la amenaza del infierno. Se apoyaron en la belleza de la forma para aterrorizar y controlar a la gente que no hace la diferencia con el contenido. Pero la ética y la estética no son independientes.

- —¿Quiere decir que la Iglesia hizo uso de la belleza y el terror para su poder?

- —Por supuesto. Ninguno de esos artistas pintaba lo que le daba la gana. Seguían instrucciones precisas del abad o el Papa de turno. Siempre se señala la diferencia entre lo que se llama el arte político de ahora y el de antes. El arte político contemporáneo en general se refiere a los excesos del poder, a la discriminación, a la miseria, no hay un arte político a favor del poder. Ni Hitler lo logró.

- —Pero tenía un programa que se apoyó en la radio y el cine, los nuevos medios de la cultura de masas.

- —Pero la gran diferencia es que no lo hizo mostrando las amenazas de los infiernos nazis; Hitler no pintaba los campos de concentración, más bien los escondía. La Iglesia, en cambio, contrató a los más grandes artistas para que mostraran de la manera más convincente esa amenaza de su invención que es el infierno.

- —¿No podría considerarse este debate como cosa del pasado?

- —No, para nada, es de una gran actualidad. Mientras el arte político es un apoyo a los derechos humanos y una condena a la violación de esos derechos por parte del gobierno que sea, el arte político que apoyó la Iglesia es una violación a los derechos humanos, es un apoyo a los delitos que la Biblia proclama como castigo necesario para los diferentes. No importa si el infierno es real o no, lo que importa es que está en la cabeza de la gente desde hace miles de años. Y es lo que ha provisto, y provee, de justificación para matar gente. Desde las Cruzadas al Proceso en muestro país y más recientemente a Bush. En Estados Unidos el 65% de la gente cree en el infierno; esto significa que cree en la tortura del diferente. ¿Por qué no van a torturar iraquíes, si son infieles? ¿No es de una terrible actualidad este debate?

- —Esto que estamos analizando está contenido en sólo una parte de la exhibición en el Centro Cultural Recoleta. Pero hay todo un desarrollo de su obra que lo excede y está muy bien mostrado, ¿no le parece que todo este debate está oscureciendo la mirada profunda que el conjunto merece?

- —Bueno, hay gente que va por eso, que nunca estuvo en una muestra y por uno u otro motivo le interesa la cosa. Hay gente que está muy en contra y entonces se va. El otro día uno se quejaba porque decía que yo había puesto al Papa frente a un frasco lleno de preservativos, ¿no? Y justo fue en el Día del Sida. Quisiera recordar que esa posición fundamentalista de la Iglesia sigue matando gente. Grondona hablaba el otro día del arrepentimiento. Pero no se puede trasladar la confesión católica, —eso de que uno se confiesa y se terminó el delito— a este tipo de cuestiones graves. Ahora, es cierto que en esta muestra hay una gran cantidad de otras cosas que van más allá de la crítica a la religión. Está la reivindicación del sexo, una cuestión en la que, si se quiere, nos volvemos a enfrentar; obras en contra de la misoginia; obras contra el Proceso. A la gente le llaman mucho la atención los recortes de los diarios del año 76, que reflejan hechos de un gobierno que fue apoyado por la Iglesia. Pero eso no es mi culpa. Y también hay una cantidad de obras que no tienen nada que ver con eso; que yo sigo haciendo, y que, digamos, son inofensivas en el sentido de lo que veníamos hablando.

- —¿Como la tinta sobre papel de la tapa del catálogo que evoca el poema "Sermón de la Sangre", de Rafael Alberti, y forma parte de la Colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York?

—Sí, como ésa y tantas otras.




- —Pienso en los diversos planos de esa obra, que parece surcada por hilos de sangre, como si fuese una escultura. Y al mismo tiempo en las esculturas que parecen escrituras en el espacio. También están las escrituras que tratan de las Sagradas escrituras y el indudable impacto del Cristo crucificado sobre un avión de guerra. Todo eso es tan diverso en apariencia y a la vez tan naturalmente relacionado.

- —En el año '64, empecé a hacer manuscritos. Y uno de ellos, el que tiene el pene del David de Miguel Angel en el medio, es una reflexión sobre el Diluvio. Allí yo copio los versículos de la Biblia sobre el Diluvio y los modifico. Digo que los hombres se murieron porque Satanás les sacó el pito e hizo un árbol embarazador, las mujeres sobrevivieron y flotaron. Cuando bajó el agua, todas protagonizaron una gran cópula con el árbol.

- —Suena a poesía surrealista, como el de Cuadro escrito de 1964. Bien diferente de La Civilización Occidental y Cristiana. ¿Cuando presentó esa obra por primera vez?

- —En el 65 se vio en el Di Tella, antes de que abriera el Premio por unos días. Después Romero Brest me pidió que me la llevara porque "hería la sensibilidad religiosa del personal". Después se vio nuevamente a fin del 72, cuando pusieron Palabras Ajenas y después la guardé en un depósito. Cuando me fui a Brasil, casi la pierdo. Después dejé de hacer esas cosas y me dediqué al arte abstracto, casi como una profesión para ganarme la vida.

- —¿Puede intepretarse que ese arte abstracto que hizo en San Pablo durante aquellos años expulsa la realidad?

- —Pareciera... La diferencia es que en uno busco un significado lógico, racional, y en el otro lo dejo a juicio de quien lo ve. En realidad sigo haciendo las dos cosas. El otro día me puse a reparar unas esculturas de alambre, y me dieron ganas de retomar eso que había abandonado hacía años. Las abandoné dos veces: hace como 30 años, las retomé en Brasil, y las volví a abandonar. Y ahora estoy haciendo cosas parecidas, como aquéllas. Estoy haciendo varias cosas al mismo tiempo. Una es un vidrio dibujado, separado un poco del fondo que me permite jugar con la sombra. Otra es un video que hicimos con Ricardo Pons, para el que puse una serie de lombrices sobre una tabla blanca, y entonces, filmamos eso, mientras las lombrices se movían y hacían como un dibujo móvil. Tenía la idea de que una gallina se comiera el arte que hacen las lombrices. Pensaba tenerla en ayunas un par de días para que se comiera todo. Otra experiencia que estamos haciendo con un amigo de Paloma (su nieta y colaboradora) es llevar a volumen los planos, los laberintos. Y quedan realmente muy...

- —¡Infernales! Estos laberintos son realmente una versión actualizada del infierno.

- —Los voy a proyectar en alguna parte, es impresionante ver unos hombrecitos caminando por el medio de ese laberinto. Después tengo otra cosa hecha con plumas blancas. Quería ponerle unas luces, de atrás, y un ventilador para moverlas.

- —Parece que una sola vida no es suficiente para tanto proyecto.

- —Sí, sobre todo si uno se tiene que pasar todo el día debatiendo sobre religión.



Revista Ñ Buenos Aires, 18 de diciembre de 2004

jueves, 22 de diciembre de 2011

Wassily Kandinsky - La pirámide




Paulatinamente, las diferentes artes van encontrando su propio espacio y sus medios de expresión exclusivos.

Paradójicamente, es gracias a esta diversificación que las artes se hallen tan próximas unas de otras en los últimos tiempos, en esta hora última del cambio de rumbo espiritual.

Lo hasta ahora mencionado han sido los primeros brotes de esta tendencia hacia lo nonatural, lo abstracto, la naturaleza interior, que consciente o inconscientemente responde a la frase de Sócrates: ¡Conócete a ti mismo! Conscientemente o no, los artistas vuelven su atención hacia su material propio, estudian y analizan en su balanza espiritual el valor interno de los elementos con los que pueden crear.

Esto produce espontáneamente su consecuencia natural: la comparación de los propios elementos con los de otras artes. La enseñanza más valiosa la da la música. Casi sin excepciones, la música ha sido siempre el arte que ha utilizado sus propios medios para expresar la vida interior del artista y crear una vida propia, y no para representar o reproducir fenómenos naturales.

El artista, cuyo objetivo no es la imitación de la naturaleza, aunque sea artística, sino que lo que pretende es expresar su mundo interior, ve con envidia cómo hoy este objetivo se alcanza naturalmente y sin dificultad en la música, el arte más abstracto. Es lógico que se vuelva hacia ella e intente encontrar medios expresivos paralelos en su arte. Este es el origen, en la pintura actual, de la búsqueda del ritmo y la construcción matemática y abstracta, del valor dado a la repetición del color y a la dinamización de éste, etc.

La comparación entre los medios propios de cada arte y la inspiración de un arte en otro, sólo es válida si no es externa sino de principio. Es decir, un arte puede aprender de otro el modo en que se sirve de sus medios para después, a su vez, utilizar los suyos de la misma forma; esto es, según el principio que le sea propio exclusivamente. En este aprendizaje, el artista no debe olvidar que cada medio tiene una utilización idónea y que de lo que se trata es de encontrarla.

Respecto a la expresión formal, la música puede obtener resultados inasequibles para la pintura, pero, por otro lado, no tiene algunas de las cualidades de ésta. Por ejemplo, la música dispone del tiempo, de la dimensión temporal. La pintura, que carece de esta posibilidad, puede sin embargo presentar todo el contenido de la obra en un instante, lo cual es imposible para la música (1). Esta, externamente emancipada de la naturaleza, no necesita tomar prestadas formas externas para su lenguaje (2). Por el contrario, la pintura depende hoy casi por completo de las formas que le presta la naturaleza. Su labor consiste en analizar sus fuerzas y sus medios, conocerlos bien, como hace tiempo que los conoce la música, y utilizarlos en el proceso creativo de un modo puramente pictórico.

Al profundizar en sus propios medios, cada arte marca los límites que lo separan de los demás, y este proceso los vuelve a unir en un empeño interior común. Así se descubre que cada arte posee sus propias fuerzas, que no pueden ser sustituidas por las de otros. De este proceso de unión nacerá con el tiempo el arte que ya hoy se presiente: el verdadero arte monumental.

Todo lo que sea profundizar en los tesoros escondidos de un arte, es una valiosa colaboración en la construcción de la pirámide espiritual que un día llegará hasta el cielo.


1. Estas diferencias son relativas —como todo en este mundo. En cierto sentido la música puede evitar la extensión en el tiempo, mientras que la pintura puede utilizarla. Nuestras afirmaciones tienen, por lo tanto, un valor relativo.

2. La música de repertorio, en su sentido limitado, demuestra lo lamentable que resulta utilizar medios musicales para reproducir formas externas. No hace mucho aún se hacían este tipo de experimentos. El croar de las ranas, el cacareo de las gallinas, el ruido del afilador, son números dignos de un espectáculo de variétées divertidos como entretenimiento. Pero en la música seria estas aberraciones no son más que ejemplos del fracaso al que conduce la imitación de la naturaleza. Esta tiene su propio lenguaje, que actúa con fuerza insuperable sobre nosotros, y que no se puede imitar. Cuando se reproducen musicalmente los sonidos de un gallinero para producir el efecto de la naturaleza y situar al oyente en ésta, se pone de manifiesto claramente lo imposible e innecesario de la empresa. Todo arte puede representar cualquier ambiente, pero no imitando externamente a la naturaleza sino reproduciéndolo artísticamente en su valor interno.


En De lo espiritual en el arte

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Henry Miller - Maniaco megalopolitano




La ciudad es más encantadora cuando empieza el dulce alboroto de la muerte. Su propia vida vivida en desafío a la naturaleza, su electricidad, sus frigo­ríficos, sus paredes a prueba de ruidos. En una caja dentro de otra, cría paredes secas, el destello de uñas laqueadas y las plumas que flamean a través del cielo acanalado. Aquí, en las profundidades del ataúd, crecen las eternas flores enviadas por telégrafo. En las bóvedas, por debajo del lecho del río, están los lin­gotes de oro. Es un desierto rutilante de mica, con el teléfono sonando con fuerza.

En el atardecer, cuando la muerte sacude 1a espina dorsal, la multitud se mueve compacta, codo con co­do, cada miembro del gran rebaño arreado por la soledad; pecho contra pecho hacia el muro del pro­pio ser, frustrados, aislados, sardina sobre sardina, todos en busca del abrelatas universal. Al atardecer, cuando la multitud está salpicada de electricidad, toda la ciudad se pone de pie sobre sus patas traseras y tira las puertas abajo violentamente. En la espan­tada, el hombre abstracto se disgrega, gris consigo mismo, girando en el reguero de su profunda soledad.

Un nombre profundamente marcado a1 rojo vivo. Una identidad. Todos fingen no saber, no recordar, pero el nombre está profundamente marcado, tan profundamente adentro, como la más lejana estrella está afuera. Llenando todo el tiempo y el espacio, creando una soledad infinita, este nombre se expande y se convierte en lo que siempre fue y en lo que siem­pre será: Dios. En medio del rebaño, moviéndose con silenciosas patas en la estampida, más salvaje que el más grande pánico, está Dios. Dios, que arde como una estrella en el firmamento de la conciencia huma­na: el Dios de los búfalos, el Dios de los renos, el Dios de los hombres. Dios.

Nunca hay más Dios que entre la atea multitud. Nunca hay más Dios que en la estampida del atarde­cer, cuando la espina dorsal da sacudidas mortales y telegrafía la canción de amor a través de todas las neuronas, y desde todas las tiendas de Broadway, la radio contesta con megáfonos y transmisores, con amplificadores y conexiones. Nunca hay más soledad que entre la apiñada multitud; el hombre solitario de la ciudad está rodeado por sus invenciones, el buscador perdido se ahoga en la común identidad. Con la desesperada y solitaria falta de amor se construye la última fortaleza, la entretejida ciudadela de Dios, que ha sido formada después del laberinto. De este último refugio no hay salida, salvo para el cielo. Desde aquí, volamos a casa, registrando los extraños cana­les del éter.

Acabada su vida subterránea, el gusano echa alas. Privado de la vista, del oído, del olor, del sabor, se zambulle directamente en lo desconocido. ¡Afuera! ¡Afuera! ¡A cualquier parte fuera del mundo! A Sa­turno, Neptuno, Vega – ¡no importa dónde o hacia dónde, pero afuera, fuera de la tierra! Allí, en el cie­lo azul, con petardos estallándole en el culo, el gusano ángel se vuelve chiflado. Come y bebe cabeza abajo; duerme cabeza abajo; jode cabeza abajo. A la máxima vitesse, su cuerpo es más liviano que el aire; al máximo tempo, no existe más que la espontánea combustión del sueño. Sigue volando hacia Dios, soli­tario en el azul, con ronroneantes dínamos. ¡El último vuelo! El último sueño del nacimiento antes de que pinchen la bolsa.

¿Dónde está ahora aquel que se abrió paso hacia la luz desde las interminables pesadillas? ¿Quién está sobre la superficie de la tierra con los pulmones en colapso, con un cuchillo entre los dientes y los ojos estallando? Vulcanizado por el dolor y la agonía, per­manece aterrorizado en medio del rápido y corrupto flujo del mundo superior. ¡Qué glorioso es contemplar el mundo con los ojos ensangrentados! ¡Qué brillante y sangriento es el imperio del hombre! ¡EL HOMBRE! Míralo, allí está moviéndose en el cajoncito con rue­das, con las piernas amputadas y los ojos estallados. ¿No les oyes tocar? Toca la Canción de Amor, mientras rueda en su cajón. En el café, está sentado otro hom­bre, un hombre enfermo de amor, sólo con sus sue­ños y con un revólver bajo el corazón. Todos los clien­tes se han ido, salvo un esqueleto que lleva sombrero. El hombre está solo con su soledad. El revólver está silencioso. A su lado hay un perro y un hueso, pero al perro no le importa el hueso. El perro también está solo. El sol entra a raudales por la ventana; resplandece con espantoso brillo sobre el cráneo verde del abandonado. El sol se pudre con un espantoso brillo.

¡Qué hermoso es el otoño de la vida con el sol pudriéndose y los ángeles volando hacia el cielo con petardos bien metidos en los culos! Suave y medi­tativamente marchamos por las calles. Los gimnasios están abiertos y uno puede ver a los hombres nuevos, hechos de tubos de chimenea y cilindros, guiándose por una carta de navegar y un diagrama. Los hombres nuevos que nunca se gastan, porque las partes pueden ser recambiadas. Hombres nuevos sin ojos, sin nariz, sin oídos ni boca, hombres con cojinetes de bolas en las articulaciones y patines en los pies. Hombres inmunes a las revueltas y a las revoluciones. ¡Qué alegres y atestadas están las calles! En la puerta de un sótano está Jack el destripador blandiendo un hacha; el cura sube al cadalso y una erección le estalla la bragueta: los notarios pasan con sus abultados por­tafolios; las bocinas suenan a toda marcha. Los hom­bres deliran en su nueva libertad encontrada. Una perpetua sesión espiritista con megáfonos y cintas de télex, hombres sin brazos dictando a cilindros de cera; fábricas trabajando día y noche, produciendo más embutidos, más roscas de pan, más botones, más ba­yonetas, más carbón de coc, más láudano, más hachas afiladas, más pistolas automáticas.

No puedo pensar en otro día más hermoso que éste, con el siglo XX en plena flor, con el sol pu­driéndose y un hombre en un cajoncito con ruedas, tocando la Canción de Amor en su flautín. Este día resplandece en mi corazón con un brillo tan espan­toso, que aunque yo fuera el hombre más triste del mundo, no me gustaría dejar la tierra.

¡Qué magnífica eyaculación este último vuelo hacia el cielo desde la sagrada ciudadela! Mirando hacia abajo, la tierra vuelve a aparecer dulce y encantadora. La tierra desnuda de hombres. Esta tierra sin hombres es inenarrablemente dulce y encantadora. La madre de todo lo viviente vuelve a girar de nuevo con gracia y dignidad, liberada de los cazadores de Dios, liberada de su putesca progenie. La tierra no re­conoce ningún Dios, ninguna caridad, ningún amor. La tierra es el útero que crea y destruye. Y el hombre no es de la tierra, sino de Dios. Dejémosle entonces que vaya hacia Dios, desnudo, destrozado, corrom­pido, dividido, más solo que el más profundo abismo.

Todavía hoy, algo de Progreso e Invención me acompañan mientras marcho hacia la cumbre de la montaña. Mañana caerán todas las ciudades del mun­do. Mañana, todos los seres civilizados de la tierra mo­rirán por culpa del veneno y el acero. Pero hoy toda­vía puedes bañarme con las maravillosas líricas amo­rosas de Dios. Todavía oyes música de cámara, sueño, alucinación. ¡Los últimos cinco minutos! Un sueño, una fuga sin coda. Cada nota se pudre como la carne muerta colgada de los ganchos. Una gangrena en la que se ahoga la melodía, por su propio hedor supurante. Cuando el organismo siente la muerte cercana, se estremece con arrobamiento. Una aceleración que culmina en una agonía triunfal –la agonía del último estertor, donde la comida y el sexo se unen–. ¡El remolino! ¡Y que se lleve consigo todo lo que arras­tra! El ignorante y bárbaro salvaje que empezó en la circunferencia persiguiendo su cola, se acerca cada vez más hacia el centro en grandes espirales laberín­ticas, llegando ahora al mismo centro, donde gira en el pivote de sí mismo con una incandescencia que lan­za un enceguecedor torrente de luz, a través de todas las alcantarillas del alma: el profanador y ladrón de almas, gira allí loco e insaciable, en una lujuriosa furia centrífuga, hasta que sale chisporroteando por el agujero que tiene en el centro; desciende como una bolsa de gas –bóveda, sótano, costillas, piel, sangre, tejidos, mente, y corazón todo consumido, devorado, borrado en la aniquilación final.

Esta es la ciudad y ésta es la música. De las negras cajitas surge un interminable río de romance donde lloran los cocodrilos. Todos caminan hacia la cumbre de la montaña. Todos van al paso. Desde la estación eléctrica de arriba, Dios inunda la calle de música. Es Dios quien pone la música todas las tar­des, justo cuando salimos del trabajo. A algunos nos da una corteza de pan, a otros un Rolls Royce. Todos vamos hacia las Salidas y el pan duro está encerrado en los cubos de basura. ¿Qué es lo que mantiene nuestros pies al unísono, mientras vamos hacia la brillante cumbre de la montaña? Es la Canción de Amor que oyeron en el pesebre los tres reyes magos de Oriente. Un hombre sin piernas y con los ojos volados la tocaba en su flautín, mientras iba por la calle de la ciudad sagrada en su cajón con ruedas. Es esta Canción de Amor la que ahora se derrama desde millones de cajitas negras en el momento cro­nológico preciso, para que hasta nuestros hermanos morenos de las Filipinas puedan oírla. Es esta hermosa Canción de Amor la que nos da fuerza para construir los más altos edificios, para botar al agua los más grandes buques de guerra, para construir puentes sobre los ríos más anchos. Esta es la Canción que nos da coraje para matar a millones de hombres a la vez, con apretar sólo un botón. Es esta Canción la que nos proporciona energía para saquear la tierra y dejar todo diezmado.

Caminando hacia la cumbre de la montaña, estu­dio los rígidos contornos de vuestros edificios, que mañana se desplomarán y se desmenuzarán como humo. Estudio vuestros programas de paz, que termi­narán mañana en una lluvia de balas. Estudio vuestros brillantes escaparates abarrotados de inventos que mañana serán inútiles; estudio vuestras caras gastadas por el trabajo. Vuestras plantas de los pies rotas. Vues­tros estómagos caídos. Os estudio individualmente, y en el enjambre. ¡Y cómo apestáis todos! Apestáis como Dios y todo su misericordioso amor y sabidu­ría. ¡Dios, el devorador de hombres! ¡Dios, el tiburón que nada con sus parásitos!

No olvidemos que es Dios quien pone la radio to­das las noches. Es Dios quien inunda nuestros ojos con la brillante y desbordante luz. Pronto estaremos con El, apretados en su seno, recogidos en dicha y eternidad, al mismo nivel que la Palabra, iguales ante la Ley. Esto llegará por medio del amor, un amor tan grande que, a su lado, la dínamo más poderosa es sólo como un zumbador mosquito.

Y ahora os dejo a vosotros y a vuestra sagrada ciudadela. Voy a sentarme en la cumbre de la monta­ña, a esperar otros diez mil años, mientras lucháis por alcanzar la luz. Pero deseo, sólo por esta noche, que apaguéis un poco las luces, que bajéis los alta­voces. Esta noche quisiera meditar un poco en paz y silencio. Quisiera olvidar por un rato que estáis revoloteando en vuestro baratísimo pana1 de miel.

Mañana quizás procuréis la destrucción de vues­tro mundo. Mañana quizás cantaréis en el Paraíso sobre las humeantes ruinas de vuestras ciudades del mundo. Pero esta noche yo quisiera pensar en un hombre, un solo individuo, un hombre sin nombre ni país, un hombre a quien respeto porque no tiene absolutamente nada en común con vosotros: YO MIS­MO. Esta noche meditaré sobre lo que yo soy.



Louveciennes-Clichy-Villa Seurat
1934-35

En Primavera negra

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Juan Arturo Brennan - Pavarotti y la jauría




“¡Qué bueno que se murió Pavarotti!” En medio de los aciagos días que vivimos en el ámbito de lo político, lo económico, lo cultural, lo legislativo, lo social, lo educativo y hasta lo deportivo, hacía falta, con urgencia, un cadáver rendidor.

Y el gran tenor de Módena le hizo a los infames mercachifles de nuestros impresentables medios de comunicación el enorme favor de morirse. Hasta acá se oyó la efusiva exclamación arriba citada, proferida con algarabía singular por una numerosa parvada de buitres carroñeros (López Dóriga, Alatorre, Loret de Mola, Micha, Fregoso y un largo etcétera), quienes de dientes para afuera derramaron los infaltables lagrimones de cocodrilo por el robusto cantante italiano.

Mientras, en lo profundo de sus respectivas cloacas, festinaban la oportunidad de darse un productivo atracón con el cuerpo aún caliente de Luciano Pavarotti. ¿Qué mejor que un muerto fresco y famoso en momentos en que el estiércol mediático ha llegado a un nivel insuperable de hediondez?

¡Cuánto más productiva es la transmisión en vivo del funeral de Pavarotti, que la cobertura imparcial de los asuntos que de verdad nos atañen! Nada pudo caer mejor en ese ámbito de relatores de nota roja y traficantes de amarillismo que la oportuna desaparición de un artista que, más allá de sus virtudes y defectos, se había convertido desde tiempo atrás en un bocado más de los paparazzi.

Incluso en el contexto de la enorme frivolidad y estupidez que caracterizan a una parte sustancial de los medios en nuestro país, la avalancha de sandeces incontables alrededor del muerto que solía cantar resultó asombrosa.

No acababa de detenerse del todo el agotado corazón de Pavarotti, cuando buena parte de la jauría comenzó, de manera por demás terca y empecinada, con la inútil y ociosa comparación: “Y dígame, maestro, ¿quién cree usted que fue mejor, Caruso o Pavarotti?” Claro, como no tienen nada que decir sobre Pavarotti, optaron por recurrir al más trillado lugar común, como si el valor de Pavarotti sólo pudiera medirse en función de Caruso. Y la rabiosa insistencia: “Pero, díganos: si se presentaran juntos Caruso y Pavarotti, ¿a quién cree usted que aplaudiría más el público?” Ahí está otra de las claves de la estulticia: ¿cuántos gacetilleros se rasgaron las sucias vestiduras mientras nos contaban que Pavarotti tenía el récord Guinness del aplauso más largo de la historia? Ahora resulta que el valor musical de Pavarotti se mide con el rasero del aplausómetro. Si le aplauden a Emmanuel y a Mijares.

Tampoco faltó quien, en un exceso de hipérbole delirante, afirmara que con la muerte de Pavarotti moría también el bel canto clásico. Es decir, señores Villazón, Vargas, Flórez, Álvarez, Domingo, Carreras, Licitra, Calleja, Alagna, Kaufmann y similares, favor de abstenerse de cantar. La tesitura de tenor se da por abolida oficialmente. ¡Qué barbaridad insondable! Otros, igual de imprudentes y desconocedores, se colgaron de la manida anécdota propalada por las agencias de noticias, y se dedicaron a pontificar, con fingida e ignorante admiración, sobre los famosos nueve do de pecho que alcanzó Pavarotti en La hija del regimiento.

¿Nadie les dijo que dar nueve do de pecho es, en todo caso, una proeza técnica que nada dice de la musicalidad que hay (o no) detrás de la hazaña? “¡Miren, miren, el saltimbanqui dio nueve maromas!” Y claro, cuando de acrobacias se trata, lo que la chusma espera es que el saltimbanqui se rompa el cráneo... o que al tenor se le quiebre la voz. ¡Qué manera tan zafia de aquilatar la capacidad musical de este gran tenor!

Porque el hecho central en medio de toda esta delirante rapiña es que Luciano Pavarotti fue un tenor excelente, poseedor de un timbre fuera de serie, con un poder y una transparencia inigualables y una emisión vocal de una sólida homogeneidad a lo largo de todo su registro, con unos agudos de notable estabilidad.

Por desgracia, en nuestro medio fueron pocas (aunque elocuentes) las voces que se apartaron de la idiotez generalizada para hablar de lo que realmente importa: las cualidades estrictamente musicales de Pavarotti.

Sólo unos cuantos señalaron, correctamente, los estrechos límites de su repertorio, como fueron pocos los que se atrevieron (no fueran a ofender al muerto y a sus fans) a mencionar el hecho de que Pavarotti fue un actor mediocre, lo cual lo convertía, de hecho, en la mitad de un gran intérprete operístico.

Lo que cuenta, finalmente, es que Luciano Pavarotti fue un cantante enorme. The rest is noise.


Fuente: La Jornada

martes, 29 de noviembre de 2011

Qiu Wei - En busca del Ermitaño de la colina occidental


Sobre la distante cima del monte hay una cabaña;
Un sendero serpentea treinta li hacia lo alto;
Llamo a la puerta pero ningún criado responde;
Echo una ojeada y sólo veo una mesa y un banco.
Quizá fuiste de paseo en tu silla de manos,
O estarás pescando en las aguas otoñales.
Como golondrinas que girasen y se sumergieran
pasamos sin toparnos.
Con propósito firme permanezco mirando fijamente al cielo.
La hierba se ha vigorizado con la lluvia reciente.
Al atardecer, junto a tu ventana suspira el viento en los pinos.
Al detenerme allá me siento pleno de paz y tranquilidad.
La escena y el sonido aguzan el ojo y el oído;
Aunque no hay huésped ni anfitrión
He captado el significado de tu filosofía.
Cuando el éxtasis se hubo extinguido descendí de la montaña.
¿Para qué habría de aguardar tu llegada?


Qiu Wei (Ch'iu Wei) (701--796)

viernes, 25 de noviembre de 2011

Epicteto – Adivinar



Cuando vas al astrólogo recuerda que tu ignoras el futuro y que vas a aprehenderlo. Pero también recuerda, si eres filósofo, que vas a consultar aquello que de ti depende, pues de lo que no depende de ti, es desde todo punto necesario que para ti no sea ello, ni un bien ni un mal.

No lleves pues, al ir donde el adivino, inclinación o aversión alguna por ninguna cosa del mundo. Tampoco temblarás, sino que estarás persuadido y convencido de que todo lo que te llegare es indiferente y no te atañe y que, de cualquier naturaleza que eso sea, dependerá de ti el hacer buen uso de ello. Esto nadie puede impedírtelo.

Ve pues con confianza, como si fuese a Dios a quien te aproximas, que sea Él de quien recibas algún don. Por demás, cuando se te haya dado algún consejo, recuerda que son los consejeros a quienes Tú has recurrido, y que son de ellos las ordenes que desobedecerás o no. No se va al astrólogo, tal como lo recomendó Sócrates, más que por aquellos casos en que por ninguna forma de razonamiento o arte, pudo conocerse lo que se pretende. De modo que, cuando debas compartir algún peligro por un amigo o por la patria, no habrás de consultar al adivino para saber si hay que hacerlo.

Pues si el adivino te declara que la configuración de tu cielo astrológico es malo, que este signo te presagia o la muerte o heridas o el exilio; pero la razón opta, a pesar de todas estas cosas, que se debe socorrer al amigo y exponerse por su patria, fíate entonces de un adivino aún más grande que aquel que consultaste; obedece a Apolo Pytio, que echó del templo a uno que, pudiendo, no libró a su amigo de un asesinato.


Enquiridión 32

lunes, 21 de noviembre de 2011

La vida de Bruno S. (Scheleinstein)


Bruno S. no era un actor profesional, sino músico callejero y pintor, entre otras ocupaciones. Los cinéfilos le recordarán por su trabajo en dos películas de Werner Herzog: El enigma de Gaspar Hauser y Stroszek. Bruno S. murió el miércoles, 11 de agosto, a los 78 años en Berlín, por causas naturales.




La vida de Bruno Scheleinstein -su nombre completo- fue bastante desgraciada y claramente cinematográfica. Nacido el 2 de junio de 1932 en Berlín, según algunas fuentes era hijo de una prostituta que le maltrataba hasta el punto de que cuando tenia 3 años le golpeó y le dejó temporalmente sordo. El chico fue ingresado en una institución mental, donde se convirtió en sujeto de horribles experimentaciones de los nazis con chicos con problemas psíquicos.

Bruno pasó 23 años en sanatorios mentales, cárceles, etc. donde nadie le visitaba, ni hacía amistad con los otros internos. Cuando salía solía romper las cerraduras de algún vehículo para resguardarse del frío. De adulto, ejerció como camionero, entre otras ocupaciones, aunque acabó ganándose la vida con lo que sacaba cantando en la calle.

El realizador Werner Herzog descubrió a Bruno S. en un documental sobre músicos callejeros. Aunque nunca había actuado antes, supo que era la persona ideal para interpretar al protagonista de El enigma de Gaspar Hauser, de 1974, donde encarnaba a un autista del siglo XIX descubierto tras vivir toda su vida en una cueva. El film ganó el Gran premio del Jurado en Cannes, y su actor principal obtuvo cierta popularidad.

Fascinado con su descubrimiento, Herzog decidió escribir un film, Stroszek, basado en su vida, y con secuencias que se rodarían en su propio apartamento. La cinta narra su salida de una prisión, y cómo se gana la vida como músico callejero. Se hace amigo de una prostituta cuyo chulo acaba propinándoles una paliza.

El resto de su vida, Bruno se dedicó a continuar con su carrera como músico y pintor, y llegó a montar exposiciones "underground" con sus obras. En 2002 el cineasta alemán Miron Zownir rodó el documental sobre su vida Bruno S. Estrangement is Death, en el que el actor defendía a Herzog, acusado de haberle explotado, y haberse aprovechado de él. "Tengo mi orgullo, y soy lo suficientemente listo", explicaba Bruno S. Por lo que se sabe, no ha dejado esposa ni hijos a su muerte.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Milan Kundera: Las edades de la vida disimuladas detrás del telón


Dejo desfilar ante mí las novelas de las que me acuerdo e intento precisar la edad de sus protagonistas. Curiosamente, son todos más jóvenes que en mi memoria. Y eso porque no representaban para sus autores la situación específica de una edad, sino más bien una situación humana en general. Al final de sus aventuras, y después de comprender que ya no queda vivir en el mundo que lo rodea, Fabricio del Dongo se va a la cartuja. Siempre me ha gustado esta conclusión. Salvo que Fabricio es todavía muy joven. ¿Cuánto tiempo soportaría un hombre de su edad vivir en una cartuja, por muy dolorosamente decepcionado que esté? Stendhal eludió este asunto haciendo que Fabricio se muera tras un solo año de reclusión. Mishkin tiene veintiséis años, Rogozhin veintisiete, Nastasia Filípovna veinticinco, Aglaia sólo tiene veinte y es precisamente ella, la más joven, quien al final destruirá, con sus irracionales iniciativas, la vida de todos los demás. Sin embargo, no se examina la inmadurez en sí de estos personajes. Dostoievski nos cuenta el drama de los seres humanos, no el drama de la juventud.

Rumano de nacimiento, Cioran, a sus veintiséis años, se instala en París en 1937; diez años después, publica su primer libro escrito en francés y se convierte en uno de los grandes escritores franceses de su tiempo. En los años noventa, Europa, tan indulgente antaño con el incipiente nazismo, se lanza contra las sombras de éste con valiente combatividad. Llega el tiempo del gran arreglo de cuentas con el pasado, y las opiniones fascistas del joven Cioran de la época en que vivía en Rumania se ponen, de repente, de actualidad. En 1995, muere a los ochenta y cuatro años. Abro un gran periódico parisiense: en dos páginas, un despliegue de artículos necrológicos. Nada sobre su obra; es su juventud rumana lo que dio náuseas, fascinó, indignó e inspiró a sus escribas fúnebres. Revistieron el cadáver de un gran escritor francés con un traje folclórico rumano y lo obligaron, en su ataúd, a levantar el brazo en un saludo fascista.

Poco tiempo después, leí un texto que Cioran había escrito en 1949, cuando tenía treinta y ocho años: «... No podía siquiera imaginarme mi pasado; y, cuando ahora pienso en él, me parece recordar los años de otro. Y reniego de ese otro, todo mi "yo mismo" está en otro lugar, a mil leguas del que fue». Y más adelante: «... cuando vuelvo a pensar (...) en todo el delirio de mi yo de entonces, me deja estupefacto enterarme de que aquel extraño era yo».

Lo que me interesa de ese texto es el asombro del hombre que no logra encontrar vínculo alguno entre su «yo» presente y el de antaño, que se queda estupefacto ante el enigma de la identidad. Pero, me dirán, ¿es este asombro sincero? ¡Claro que sí! En una versión más corriente, todo el mundo sabe eso: ¿cómo pudo usted tomar en serio tal tendencia filosófica (religiosa, artística, política)?, o (más trivialmente): ¿cómo pudo enamorarse de una mujer tan tonta (o de un hombre tan estúpido)? Ahora bien, así como, para la mayoría de las personas, la juventud pasa rápido y sus extravíos no dejan huella, la de Cioran ha quedado petrificada; no puede uno burlarse de un amante ridículo y del fascismo con la misma sonrisa condescendiente.

Estupefacto, Cioran miró atrás en su pasado y tuvo un arrebato (sigo citando el mismo texto de 1949): «La desdicha es cosa de jóvenes. Son ellos los que promueven doctrinas intolerantes y las llevan a la práctica; son ellos quienes necesitan sangre, gritos, tumulto y barbarie. En la época en que era joven, toda Europa creía en la juventud, toda Europa la empujaba a la política, a los asuntos de Estado».

¡Cuántos Fabricios del Dongo, Aglaias, Nastasias, Mishkins veo a mi alrededor! Están todos al principio de un viaje hacia lo desconocido; sin duda alguna, van errabundos; pero ese vagar suyo es singular; vagan sin saber que vagan; porque su inexperiencia es doble: desconocen el mundo y se desconocen a sí mismos; sólo cuando la hayan visto con la distancia de la edad adulta estarán capacitados para comprender la noción misma de vagar. De momento, al ignorar por completo la mirada que el porvenir lanzará un día sobre su pasada juventud, defienden sus convicciones con más agresividad que la que un hombre adulto, que ya pasó por la experiencia de la fragilidad de las certezas humanas, utiliza para defender las suyas.

El arrebato de Cioran contra la juventud traiciona una evidencia: desde cada observatorio levantado sobre la línea trazada entre el nacimiento y la muerte, el mundo aparece distinto y se transforman las actitudes de quienes se detienen allí a observar; ¡nadie comprenderá al otro sin ante todo comprender su edad! Sí, ¡es tan evidente, oh, tan evidente! Pero sólo las pseudoevidencias ideológicas son visibles de entrada. Cuanto más evidente es una evidencia existencial, menos visible es. Las edades de la vida se disimulan tras el telón.



En El telón. Ensayo en siete partes
Título original: Le Rideau. Essai en sept parties
Trad.: Beatriz de Moura
Barcelona, Tusquets, 2005

martes, 15 de noviembre de 2011

Adolfo Bioy Casares En Descanso de caminantes


Adolfo Bioy Casares - Chofer de taxi


26 febrero 1978.

Chofer de taxi II: "Hoy llevé unos pasajeros a Ezeiza y tuve suerte de levantar en seguida una pareja que venía a Buenos Aires. Era gente bien vestida, que parecía formal. En seguida se pusieron a quejarse de muchas cosas: una conversación a la que estamos acostumbrados. De ahí pasaron a decir que los argentinos éramos mentirosos y ladrones. Yo no sabía qué contestarles y empecé a notar que hablaban con una tonadita, por lo que entré a sospechar que eran extranjeros. Ellos mismos lo confirmaron pronto. Dijeron que ellos, los chilenos, estaban mejor armados que nosotros y que nos iban a aplastar como lo merecíamos, por 'malos perdedores' y fanfarrones. Yo todavía trataba de no enojarme y de ver cómo podía arreglarme para que esas palabras no fueran ofensivas. Pero la pareja insistía ya mí me subía la mostaza. ¿Qué le parece hablar así en la Argentina, que ahora estará un poco pobre y hasta en mala situación económica, pero que siempre fue considerada la Francia de América? Y mire el país que nos va a aplastar: Chile, una playita larga, un país de tercera categoría, o quizá de cuarta. Ellos seguían chumbando y yo juntando rabia, hasta que vi un patrullero, me le puse lado y les dije a los chafes: 'Llévense presa a esta pareja, que está hablando mal de la Argentina'. Vieran el disgusto que tuvieron los chilenos. Dijeron que ellos no habían hecho nada más que expresar una opinión y que no era posible que los llevaran a la comisaría por eso. En este punto se equivocaron, porque en un santiamén los acomodaron en el patrullero y se los llevaron a la comisaría, sin tan siquiera pedirme que pasara a declarar como testigo. Yo busqué un teléfono público y le hablé a la patrona. Le dije que nos preparara un almuerzo especial, porque me había ganado el día".

En Descanso de caminantes, diarios íntimos








Adolfo Bioy Casares - Fin de una tarde, en Buenos Aires, 1976


El viernes 21 de mayo, cuando salí del cine, me dije: "Empecé bien la larde". Me había divertido el film, Primera Plana, aunque ya lo había visto en el 75, en París. Fui a casa, a tomar el té. Estaba apurado: no sé por qué se me ocurrió que ella me esperaba a las siete, en San José e Hipólito Yrigoyen. En Uruguay y Bartolomé Mitre oí las sirenas, vi pasar rápidas motocicletas, seguidas de patrulleros con armas largas, seguidos de un jeep con un cañón. Llegué a la esquina de la cita a las 7 en punto. Vi coches estacionados en San José, entre Hipólito Yrigoyen y Alsina. Había un lugar libre al comienzo de la cuadra, a unos treinta metros de Yrigoyen. Cuando estacionaba, vi que soldados de fajina, con ar¬mas largas, de grueso calibre, custodiaban el edificio de enfrente; les pregunté si podía estacionar; me dijeron que sí. Me fui a la esquina. Al rato estaba pasado de frío. A las siete y media junté coraje y resolví guarecerme en el coche. Cuando estaba por llegar al automóvil vi que los soldados de enfrente no estaban, que la casa tenía la puerta cerra¬da y oí lo que interpreté como falsas explosiones de un motor o quizá tiros; después oí un clamoreo de voces, que podían ser iracundas, o simplemente enfáticas y a lo mejor festivas; voces que se acercaban, hasta que vi un tropel de personas que corrían hacia donde yo estaba. Iba adelante un individuo con un traje holgado, color ratón, quizá parduzco; ese hombre había rodeado la esquina por la calle y a unos cinco o seis pasos de donde yo estaba, al subir a la vereda, tropezó y cayó. Uno de sus perseguidores (de civil todos) le aplicó un puntapié extraordinario y le gritó: "Hijo de puta". Otro le apuntó desde arriba, con el revólver de caño más grueso y más largo que he visto, y empezó a disparar cápsulas servidas, que en un primer momento creí que eran piedritas. Las cápsulas caían a mi alrededor. Pensé que en esas ocasio¬nes lo más prudente era tirarse cuerpo a tierra; empecé a hacerla, pero sentí que el momento para eso no había llegado, que con mi cintura frágil quién sabe qué me pasaría si tenía que levantarme apurado y que iba a ensuciarme la ropa; me incorporé, cambié de vereda y por la de los números impares caminé apresuradamente, sin correr, hacia Alsina. Enfrente, andaba una mujer vieja, petisa, muy cambada, con una enorme peluca rubia ladeada; gemía y se contoneaba de miedo. Los tiros seguían. Hubo alguno en la esquina de los pares de Alsina; yo no miré. Me acerqué a un garage y conversé con gente que se refugiaba ahí. Pasó por la calle un Ford Falcon verde, tocando sirena, a toda velocidad; yo vi a una sola persona en ese coche; otros vieron a varios; alguien dijo: "Ésos eran los tiras que mataron al hombre". Yo había contado lo que presencié: "No cuente eso. Todavía lo van a llevar de testigo. O si no quieren testigos le van a hacer algo peor". Agradecí el consejo. A pesar del frío, me saqué el sobretodo para ser menos reconocible y fui por San José hacia Yrigoyen. No me atreví a acercarme a mi coche. Aquello era un hervidero de patrulleros. Cuando llegué a Yrigoyen, pensé que lo mejor era tomar nomás el coche. Un policía de civil me dijo: "No se puede pasar". Quise explicarle mi situación. "No insista", me dijo. Crucé Yrigoyen y me quedé mirando, desde la vereda, la puerta de una casa donde venden billetes de lotería. Conversé con un farmacéutico muy amable, que me dijo que seguramente dentro de unos minutos me dejarían sacar el coche, pero que si yo tenía urgencia me llevaba donde yo quisiera en el suyo. Entonces la divisé. Estaba en la esquina, muy asustada porque no me veía y porque cerca de mi coche, tirado en la vereda, había un muerto, al que tapaba un trapo negro; me abrazó, temblando. Dimos la vuelta a la manzana; sin que nos impidieran el paso llegamos por San José hasta donde estaba mi coche. Había muchos policías, coches patrulle¬ros, una ambulancia. En la vereda de enfrente conversaban tranquilamente dos hombres, de campera. Les pregunté: "¿Ustedes son de la policía?". "Sí", me contestaron, con cierta agresividad. "Ese coche es mío —les dije—. ¿Puedo retirado?". "Sí, cómo no", me dijeron muy amablemente. No acerté en seguida con la llave en la cerradura; entré, salí. Al lado de ella me sentí confortado, de nuevo en mi mundo, No podía dejar de pensar en ese hombre que ante mis ojos corrió y murió. Menos mal que no le vi la cara, me dije. Cuando le conté el asunto a un amigo, me explicó: "Fue un fusilamiento".

Si alguien hubiera conocido mi estado de ánimo durante los hechos, hubiera pensado que soy muy valiente. La verdad es que no tuve miedo, durante la acción, porque me faltó tiempo para convencerme de lo que pasaba; y después, porque ya había pasado. Además, la situación me pareció irreal. La corrida, menos rápida que esforzada; los balazos, de utilería. Tal vez el momento de los tiros se pareció a escenas de tiros, más intensas, más conmovedoramente detalladas, que vi en el cinematógrafo. Para mí la realidad imitó al arte. Ese momento, único en mi vida, se parecía a momentos de infinidad de películas. Mientras lo vi, me conmovió menos que los del cine; pero me dejó más triste.

En Descanso de caminantes






Adolfo Bioy Casares - Sábado, 14 de junio de 1986


Almorcé en La Biela, con Francis. Después decidí ir hasta el quisco de Ayacucho y Alvear, para ver si tenía Un experimento con el tiempo. Quería un ejemplar para Carlos Pujol y otro para tener de reserva. Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre Eddas que me mandaron hace meses, me saludó y me dijo, como excusándose: "Hoy es un día muy especial". Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: "¿Por qué?". "Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra", fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: "Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez". Pensé: "Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana… tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar".

Yo, que no creo en otra vida, pienso que si Borges está en otra vida y yo ahora me pongo a escribir sobre él para los diarios, me preguntará: ¿Tu quoque?.


En Descanso de caminantes

domingo, 13 de noviembre de 2011

Entrevista a Lina Wertmüller

Jueves 14 de noviembre de 1996, Buenos Aires, República Argentina

Lina Wertmüller: "Todos los artistas somos bisexuales"

Dice que para crear como es debido, debe asumir los problemas de los hombres y de las mujeres. Y protesta porque, teniendo en su haber éxitos como "Mimí metalúrgico" y "Amor y anarquía", hace diez años que no estrena en la Argentina.





La piel muy bronceada, el pelo muy corto y una hilera de dientes blanquísimos que muestra permanentemente en una sonrisa, bastan para describir a esta mujer. Menuda y alegre, a los 68 años y con una brillante carrera en cine, teatro y televisión, la italiana Lina Wertmuçller responde corto y simple. Está en el Festival invitada por "La mujer y el cine" y se niega a hablar en inglés durante la entrevista. "Despacito vamos a entendernos", dice. Aunque en la Argentina se la recuerda por filmes como Mimí metalúrgico herido en el honor, Amor y anarquía, Insólito destino y muchas otras, hace casi diez años que aquí no se estrena una película con su sello. Y desde entonces ha rodado ocho. "Es muy grave, porque así como ustedes no conocen mi cine más reciente, tampoco yo tengo oportunidad de ver películas argentinas: tenemos que darle un buen tirón de orejas a los distribuidores".




Su paso por Mar del Plata fue de apenas un día y medio, pero le alcanzó para emocionarse ante el reconocimiento de la gente, que aplaudió de pie Ninfa plebeya, la película que presenta fuera de concurso. De las 24 que integran su filmografía, esta es una de las tres cuyo guión no le pertenece. Se trata de una novela de Domenico Rea, un gran amigo suyo ya fallecido. La historia, ambientada en el sur de Italia durante la Segunda Guerra Mundial, cuenta cómo la joven Miluzzia (Lucia Cara), cuya madre ninfómana (Stefanía Sandrelli) la ha educado sin ningún tipo de represión respecto del sexo, es capaz de escapar de su destino y casarse como Dios manda con el guapísimo Pietro (Raoul Bova). Según quien fuera coguionista de Federico Fellini en la mítica 8 y medio, "Ninfa plebeya habla de la pureza violada".


"¿Se considera feminista? "No, yo me considero una artista, y creo que los artistas somos todos bisexuales. Tenemos nuestra parte de hombre y nuestra parte de mujer: solo así podemos hablar de todos los conflictos humanos.

Dice que del cine de mujeres lo que más le ha gustado en los últimos tiempos es La lección de piano, de Jane Campion. Pero lo suyo no es solo la pantalla grande: Wertmçuller dirigió para la RAI varios programas, y dice que no encuentra grandes diferencias. "Es que yo la televisión la hago como el cine".

En teatro, su fuerte son las comedias musicales, y este último año ha montado dos, con gran suceso: El exhibicionista y Gianni, Ginetta y los otros, una historia de jóvenes que ahora está preproduciendo para llevar al cine, seguramente con los mismos actores. Antes, pisó los sets para rodar Metalmeccanico e parruchera in un turbine de sesso e politica, una película de nombre casi tan largo como Noche de verano con perfil griego, ojos de almendra y aroma de albahaca, o Insólito destino, que en llamó Travolti da un insolito destino nell azurro mare di agosto.

"¿Por qué elige nombres tan largos para sus películas? "Es un juego. Me divierto, nada más.

Wertmuçller considera a los hombres como "un bien precioso" y conserva el suyo desde hace más de treinta años: está casada con el escultor y escenógrafo Enrico Job "quien trabaja con ella en casi todas sus películas" y tienen una hija.

"¿Cuál es el secreto para mantener un matrimonio tanto tiempo? "No hay ningún secreto. Yo lo amo muchísimo y el me ama mucho también.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Las Meninas de Velázquez (J. Ortega y Gasset)

Velázquez, el pintor para pintores




La pintura es retrato cuando se propone transcribir la individualidad de una persona, un animal, un objeto. El retrato aspira a individualizar: hace de cada cosa una cosa única.

En efecto, Velázquez es retratista, pero esta discreta observación oculta lo que en su obra, tomada en conjunto, hay de intento grandioso. No sólo porque se puede ser retratista de muchas maneras y aquella afirmación silencia cuál fue la peculiar, única de Velázquez, sino porque nos presenta el arte velazquino del revés. Pues no se trata, sencilla y tranquilamente, de que Velázquez pintase retratos, sino que va a hacer del retrato principio radical de la pintura. Esto ya es cosa muy grave, audaz, peligrosa y problemática. Es hacer girar ciento ochenta grados el disco todo de la pintura. Téngase en cuenta que hasta el siglo XVII el retrato no era considerado como pintura propiamente tal. Era algo así como una para-pintura, algo secundario y adjetivo, de valor estético muy problemático, en cierto modo opuesto al arte. Porque el arte de pintar consistía en pintar la Belleza y, por tanto, en desindividualizar, en irse del mundo. Un gran retratista no era considerado como un gran pintor.

Hay en todo cuadro una lucha entre las formas "artísticas" y las formas "naturales" de los objetos. Casi puede hablarse de una ley general de la evolución de todo gran ciclo artístico, según la cual tras una primera etapa en que esa lucha es indecisa, comienza el predominio de las formas constructivas sobre las formas del objeto. Ciertamente que aún no violentan aquéllas a éstas. El objeto es, en última instancia, respetado, pero se le obliga a que sus formas "naturales" sirvan para realizar las formas "artísticas". Es el momento clásico.

Pronto el dominio de lo formal comienza a ser tiranía y violencia contra el objeto. Empieza la surenchère del formalismo, cuya primera manifestación es el manierismo. Tras éste llega el "formalismo" de las luces a sojuzgar, a su vez, el tectónico de las líneas. En la encrucijada de estos dos manierismos y saturado de ellos está, por ejemplo, el Greco. El arte no puede seguir más allá en esa dirección y sólo puede salvarle un movimiento revolucionario que hace triunfar en el cuadro al objeto y sus formas propias. Esto es lo que se ha llamado "realismo" y esto es lo que representa Velázquez. Mas decir de su arte que es realista no es sino la manera más enérgica de no decir nada.

En el arte se trata siempre de escamotear la realidad que de sobre fatiga, oprime y aburre al hombre fuera del arte. Es prestidigitación y transformismo. Pero los modos de esa desrealización, congénita al arte, son innumerables y aun opuestos. Cuando Velázquez abandona la Belleza formalista hasta entonces procurada en la pintura y va derecho al objeto según se nos presenta en su cotidianeidad, a la vez humilde y trágica, no se crea que renuncia a desrealizar. Ello equivaldría a renunciar al arte. Antes de Velázquez la desrealización se lograba por el procedimiento menos difícil: pintando cosas que ni son reales ni pretenden serlo. Para Velázquez la cuestión se plantea en caminos inversos y mucho más comprometedores: conseguir que la realidad misma, trasladada al cuadro y sin dejar de ser la mísera realidad que es, adquiera el prestigio de lo irreal. Contémplese la escena de Las Meninas. Es un documento de exactitud extrema, de un verismo insuperable, pero a la vez una fauna fantasmagórica.

¿Cuál es la magia con que logra Velázquez esta increíble metamorfosis en que a fuerza de acercarse más que ningún otro pintor a la realidad le proporciona toda la gracia de lo inverosímil? Porque de eso se trata: convertir lo cotidiano en permanente sorpresa. Si pasamos la vista a lo largo de su obra descubrimos el método. La técnica de Velázquez es un progreso continuo en una destreza negativa: prescindir. Frente a todo el pasado de la pintura europea, se esfuerza en eliminar la representación del volumen sólido, es decir, de cuanto en la imagen es alusión a datos táctiles. Ahora bien, las cosas de nuestro contorno real son para nosotros aún más cosas tangibles que visuales, son cuerpos. Hasta el punto de que al prototipo de lo irreal llamamos "fantasma", esto es, imagen puramente visual, que tocada no ofrecería resistencia a nuestras manos.

Así se comprende lo que de otro modo resultaría excesivamente paradójico: que el realismo de Velázquez no es sino una variedad del irrealismo esencial a todo gran arte. Velázquez no pinta nada que no esté en el objeto cotidiano, en esa realidad que llena nuestra vida; es, por tanto, realista. Pero de esa realidad pinta sólo unos cuantos elementos: lo estrictamente necesario para producir su fantasma, lo que tiene de pura entidad visual. En este sentido nadie a copiado de una realidad menos cantidad de componentes. Nadie ha pintado un objeto con menos número de pinceladas. Velázquez es, pues, irrealista. Hacer de las cosas que nos rodean presencias impalpables, incorpóreas, no es flojo truco de prestidigitación, de desrealización.

Con esto da cima Velázquez a una de las empresas más gloriosas que puede ofrecernos la historia del arte pictórico: la retracción de la pintura a la visualidad pura. Las Meninas viene a ser algo así como la crítica de la pura retina. La pintura logra así encontrar su propia actitud ante el mundo y coincidir consigo misma.

Entre las muchas dimensiones de la realidad Velázquez procura aislar y salvar en el lienzo una: es la realidad en cuanto apariencia. La apariencia de la cosa es su aparición, ese momento de la realidad que consiste en presentársenos. Nuestro trato ulterior con ella -mirarla en derredor, tocarla, etc.- nos hace olvidar ese primer instante en que apareció. Mas si tratamos de aislarlo, de acentuarlo y trasladarlo al lienzo, hombres, paisajes, animales, cántaros se convierten en "aparecidos", en espectros. En el cuadro de pronto "aparece" un hombre o una mujer o un cántaro -es indiferente qué sea. Lo importante estéticamente es que ese acto de aparecer está siempre repitiéndose, que el objeto está siempre "apareciendo", viniendo al ser, al existir.

Velázquez es todo lo contrario de un romántico, de un afectivo, de un tierno, de un místico. No toma el objeto, no va hacia él, no lo prende ni lo toca, sino que lo deja estar ahí -lejos-, en ese terrible "fuera" que es la existencia fuera de nosotros. Al dejar ahí las cosas las deja con la gracia que ellas tienen. El "naturalismo" de Velázquez consiste en no querer que las cosas sean más de lo que son. Le repugna que el hombre se proponga fingir a las cosas una perfección que ellas no poseen. Esos añadidos, esas correcciones que nuestra imaginación arroja sobre ellas le parecen una falta de respeto a las cosas y una puerilidad. Ser idealista es deformar la realidad conforme a nuestro deseo. Esto lleva en la pintura a perfeccionar los cuerpos precisándolos. Pero Velázquez descubre que en su realidad, es decir, en tanto que visibles, los cuerpos son imprecisos. Las cosas son aproximadamente ellas mismas, no terminan en un perfil rigoroso, no tienen superficies inequívocas y pulidas, sino que flotan en un margen de imprecisión que es su verdadera presencia. La precisión de una cosa es su leyenda. Lo más legendario que los hombres han inventado es la geometría. El efecto áureo de las figuras velazquinas se debe simplemente a esa venturosa indecisión de perfil y superficie en que las deja. A sus contemporáneos les parecía que no estaban "acabadas" de pintar, y a ello se debe que Velázquez no fuera en su tiempo popular. Había hecho el descubrimiento más impopular: que la realidad se diferencia del mito en que no está nunca acabada.


Las Meninas o la familia

Se ha dicho que Velázquez era un hombre de pocas ideas. No se entiende bien lo que con ello se quiere decir. Probablemente la observación se origina en que no se sabe ver cuáles son las ideas de un pintor naturalista. Velázquez pintó poco porque no sintió nunca su arte como un oficio, pero cuando se repasa su obra desde el punto de vista de la originalidad, de la fertilidad en el modo de hallar nuevos temas o nuevas maneras de tratar los usadizos, nos sorprende caer en la cuenta de que no ha habido pintor con más ideas. Casi cada uno de sus lienzos es una nueva idea. Velázquez, salvo en los retratos reales, no se repite nunca. Y el hecho cuestionable es que sus tres grandes cuadros -Las Lanzas, Las Meninas y Las hilanderas- son tres creaciones imprevistas en la pintura y que revelan el más genial poder de invención.

Las Meninas es un ejemplo extremo de ello. La idea de exorbitar o monumentalizar en un gran lienzo una escena cotidiana de su taller palatino y hacer de este modo lo que Justi ha llamado "el cuadro ideal para un historiador" es, de puro sencilla, fabulosamente sublime. En Palacio reinaba, además de Felipe IV, el aburrimiento. Lope de Vega, temperamento nada palatino, hombre de la calle, nos dice que "en Palacio hasta las figuras de los tapices bostezan". Había, sin embargo, un aposento donde siempre podía esperarse encontrar ocasión para la tertulia, para presenciar algún espectáculo menos sólito; era el taller de Velázquez. A él iba con suma frecuencia el rey y, a veces, con él la reina. Allí iba la princesa Margarita con sus criadas o azafatas. Nos hallamos en 1656, tres años antes de morir el pintor. Velázquez trabaja en un cuadro cuyo asunto desconocemos. El rey y la reina están en el taller y sus figuras -otra ingeniosa idea- se reflejan en un espejo. Las criadas de la princesa, jóvenes de la nobleza, atienden a la real niña. Dos monstruos -una criatura obesa de origen alemán, a quien llaman Maribarbola y un enano italiano, Nicolasillo Portosanto-, entretenían a las damitas. Una señora vagamente monjil -una "dueña"- y un "guarda-damas" vigilan el grupo infantil. Al fondo, un empleado de Palacio, director de la fábrica de tapices y pariente de Velázquez, don José Nieto, abre una puerta por donde el sol intenta una invasión. Nada más. Pura cotidianeidad.

Cuando en Palacio se hablaba del cuadro solía denominársele La familia. No ha sido bien entendido este nombre por no haberse tenido en cuenta que las clases superiores usaban aún el vocablo "familia" en su sentido original que viene de famulus, "criado" y significaba, por tanto, más que la unidad de padres e hijos una unidad de mayor amplitud en que ocupaban el primer término los "criados". Pero a su vez, "criados" significaba los servidores en cuanto que han sido, en efecto, criados en la casa. En este cuadro, pues, los protagonistas son las muchachas que sirven a la princesa y los enanos adjuntos con la pareja de ambos sexos que los cuida. Por aquellos años existía un cierto bilingüismo castellano-portugués en los círculos aristocráticos y literarios, especialmente en Palacio. Portugal perteneció a la corona de España hasta pocos años antes de pintarse este cuadro. De aquí que se le llamase también Las Meninas -hoy diríamos "las señoritas", sean nobles o de la burguesía.

La infanta Margarita es el centro pictórico del cuadro por su traje blanco y oro, sus cabellos áureos, su tez blanca empapada de luz. Pero, repetimos, el sentido de este cuadro no es hacer un retrato de la princesita. Basta compararlo con el que en la misma fecha le hizo y que está en la Galería de Viena. Este retrato, como casi todos los reales, ha sido hecho reteniendo Velázquez su modo impresionista. En Las Meninas, por el contrario, la infanta, al igual que las demás figuras, está sólo sugerida con pigmentos sueltos que dan valor atmosférico a carne y trajes, pero no se ocupan de precisar.

En este lienzo, Velázquez acomete plenamente el problema del espacio -de un espacio no abstracto y de pura perspectiva sino lleno de cosas en cuanto que éstas impregnan el aire.

Conviene señalar brevemente las relaciones de Velázquez con el espacio una vez que abandona la manera de los tenebrosos. Hay gran probabilidad de que fue Rubens quien le hizo apreciar el encanto que da a un cuadro lo que podemos llamar "apertura hacia espacios", que él mismo había aprendido de Tiziano y luego perfeccionado y acentuado. Pero esos espacios hacia los cuales se abre el cuadro no son espacio real, presente; son alusiones a la espaciosidad, referencias a ellas. Estos son los espacios que Velázquez pondrá detrás de sus retratos reales. No tienen unidad propiamente pictórica con la figura. Esta ha sido pintada en otro espacio -el del taller, que en el cuadro es sustituido por un espacio ideal con el carácter de tela de fondo. Espacio y figura son de este modo externos y extraños uno a otro. Que en Velázquez los telones de paisaje recuerden los rasgos de la Sierra de Guadarrama en las líneas como en la tonalidad de color, no quiere decir que él se propusiese pintar un espacio real. El ejemplo más lucido de este método se halla en las lejanías, clara pero convencionalmente iluminadas, que aparecen tras de las figuras de Las Lanzas.

Sólo en Las Meninas y en Las hilanderas se propone Velázquez retratar también el espacio real en que las figuras están sumergidas.

En muchos cuadros de Velázquez hay una presencia de lo atmosférico. Se ha dicho que pintaba el aire. Pero este efecto no tiene nada que ver con su modo de tratar el espacio. Este "aire en torno" lo tienen sus cuadros incluso cuando éstos no tienen espacio en torno a la figura e incluso, como en el Pablillos, donde ni siquiera tienen fondo.

El ambiente aéreo proviene en Velázquez de las figuras mismas y no de su contorno, espacio o ámbito.

El "naturalismo" de Velázquez consiste en no querer que las cosas sean más de lo que son, en renunciar a repujarlas y perfeccionarlas; en suma, a precisarlas. La precisión de las cosas es una idealización de ellas que el deseo del hombre produce. En su realidad, como se dijo, son imprecisas. Esta es la formidable paradoja que irrumpe en la mente de Velázquez, iniciada ya en Tiziano. La precisión de las cosas es precisamente lo irreal, lo legendario en ellas.

En cuanto a su modo de tratar el espacio en cuanto tal, es decir, su profundidad, habría que decir, aun arrostrando la paradoja, que es un modo más bien torpe. No obtiene la dimensión profunda mediante una continuidad, como Tintoretto o Rubens, sino, al revés, merced a planos discontinuos. En general, emplea tres: el primero y el último luminosos, sobre todo este último, buscando pretextos para "rompientes" de luz. Entre ambos intercala un tercer plano oscuro, hecho con siluetas sombrías, que entristece sus cuadros y en que, por cierto, se ha cebado más la faena mordiente del tiempo.

En Las lanzas sorprende ese telón intermedio de figuras arbitrariamente oscuras y sordas de color. En Las hilanderas hace el mismo servicio la criada que en medio recoge ovillos o copos y todo lo que hay en su plano. En Las Meninas representan esta función de ensombrecer la dueña y el guarda-damas, y el ritmo de luces y muros ciegos. Está, pues, obtenido el espacio en profundidad mediante una serie de bastidores como en el escenario de un teatro.



Cfr. José Ortega y Gassett, Velázquez, Madrid, Revista de Occidente, 2ª edición, 1963