sábado, 12 de noviembre de 2011

Las Meninas de Velázquez (J. Ortega y Gasset)

Velázquez, el pintor para pintores




La pintura es retrato cuando se propone transcribir la individualidad de una persona, un animal, un objeto. El retrato aspira a individualizar: hace de cada cosa una cosa única.

En efecto, Velázquez es retratista, pero esta discreta observación oculta lo que en su obra, tomada en conjunto, hay de intento grandioso. No sólo porque se puede ser retratista de muchas maneras y aquella afirmación silencia cuál fue la peculiar, única de Velázquez, sino porque nos presenta el arte velazquino del revés. Pues no se trata, sencilla y tranquilamente, de que Velázquez pintase retratos, sino que va a hacer del retrato principio radical de la pintura. Esto ya es cosa muy grave, audaz, peligrosa y problemática. Es hacer girar ciento ochenta grados el disco todo de la pintura. Téngase en cuenta que hasta el siglo XVII el retrato no era considerado como pintura propiamente tal. Era algo así como una para-pintura, algo secundario y adjetivo, de valor estético muy problemático, en cierto modo opuesto al arte. Porque el arte de pintar consistía en pintar la Belleza y, por tanto, en desindividualizar, en irse del mundo. Un gran retratista no era considerado como un gran pintor.

Hay en todo cuadro una lucha entre las formas "artísticas" y las formas "naturales" de los objetos. Casi puede hablarse de una ley general de la evolución de todo gran ciclo artístico, según la cual tras una primera etapa en que esa lucha es indecisa, comienza el predominio de las formas constructivas sobre las formas del objeto. Ciertamente que aún no violentan aquéllas a éstas. El objeto es, en última instancia, respetado, pero se le obliga a que sus formas "naturales" sirvan para realizar las formas "artísticas". Es el momento clásico.

Pronto el dominio de lo formal comienza a ser tiranía y violencia contra el objeto. Empieza la surenchère del formalismo, cuya primera manifestación es el manierismo. Tras éste llega el "formalismo" de las luces a sojuzgar, a su vez, el tectónico de las líneas. En la encrucijada de estos dos manierismos y saturado de ellos está, por ejemplo, el Greco. El arte no puede seguir más allá en esa dirección y sólo puede salvarle un movimiento revolucionario que hace triunfar en el cuadro al objeto y sus formas propias. Esto es lo que se ha llamado "realismo" y esto es lo que representa Velázquez. Mas decir de su arte que es realista no es sino la manera más enérgica de no decir nada.

En el arte se trata siempre de escamotear la realidad que de sobre fatiga, oprime y aburre al hombre fuera del arte. Es prestidigitación y transformismo. Pero los modos de esa desrealización, congénita al arte, son innumerables y aun opuestos. Cuando Velázquez abandona la Belleza formalista hasta entonces procurada en la pintura y va derecho al objeto según se nos presenta en su cotidianeidad, a la vez humilde y trágica, no se crea que renuncia a desrealizar. Ello equivaldría a renunciar al arte. Antes de Velázquez la desrealización se lograba por el procedimiento menos difícil: pintando cosas que ni son reales ni pretenden serlo. Para Velázquez la cuestión se plantea en caminos inversos y mucho más comprometedores: conseguir que la realidad misma, trasladada al cuadro y sin dejar de ser la mísera realidad que es, adquiera el prestigio de lo irreal. Contémplese la escena de Las Meninas. Es un documento de exactitud extrema, de un verismo insuperable, pero a la vez una fauna fantasmagórica.

¿Cuál es la magia con que logra Velázquez esta increíble metamorfosis en que a fuerza de acercarse más que ningún otro pintor a la realidad le proporciona toda la gracia de lo inverosímil? Porque de eso se trata: convertir lo cotidiano en permanente sorpresa. Si pasamos la vista a lo largo de su obra descubrimos el método. La técnica de Velázquez es un progreso continuo en una destreza negativa: prescindir. Frente a todo el pasado de la pintura europea, se esfuerza en eliminar la representación del volumen sólido, es decir, de cuanto en la imagen es alusión a datos táctiles. Ahora bien, las cosas de nuestro contorno real son para nosotros aún más cosas tangibles que visuales, son cuerpos. Hasta el punto de que al prototipo de lo irreal llamamos "fantasma", esto es, imagen puramente visual, que tocada no ofrecería resistencia a nuestras manos.

Así se comprende lo que de otro modo resultaría excesivamente paradójico: que el realismo de Velázquez no es sino una variedad del irrealismo esencial a todo gran arte. Velázquez no pinta nada que no esté en el objeto cotidiano, en esa realidad que llena nuestra vida; es, por tanto, realista. Pero de esa realidad pinta sólo unos cuantos elementos: lo estrictamente necesario para producir su fantasma, lo que tiene de pura entidad visual. En este sentido nadie a copiado de una realidad menos cantidad de componentes. Nadie ha pintado un objeto con menos número de pinceladas. Velázquez es, pues, irrealista. Hacer de las cosas que nos rodean presencias impalpables, incorpóreas, no es flojo truco de prestidigitación, de desrealización.

Con esto da cima Velázquez a una de las empresas más gloriosas que puede ofrecernos la historia del arte pictórico: la retracción de la pintura a la visualidad pura. Las Meninas viene a ser algo así como la crítica de la pura retina. La pintura logra así encontrar su propia actitud ante el mundo y coincidir consigo misma.

Entre las muchas dimensiones de la realidad Velázquez procura aislar y salvar en el lienzo una: es la realidad en cuanto apariencia. La apariencia de la cosa es su aparición, ese momento de la realidad que consiste en presentársenos. Nuestro trato ulterior con ella -mirarla en derredor, tocarla, etc.- nos hace olvidar ese primer instante en que apareció. Mas si tratamos de aislarlo, de acentuarlo y trasladarlo al lienzo, hombres, paisajes, animales, cántaros se convierten en "aparecidos", en espectros. En el cuadro de pronto "aparece" un hombre o una mujer o un cántaro -es indiferente qué sea. Lo importante estéticamente es que ese acto de aparecer está siempre repitiéndose, que el objeto está siempre "apareciendo", viniendo al ser, al existir.

Velázquez es todo lo contrario de un romántico, de un afectivo, de un tierno, de un místico. No toma el objeto, no va hacia él, no lo prende ni lo toca, sino que lo deja estar ahí -lejos-, en ese terrible "fuera" que es la existencia fuera de nosotros. Al dejar ahí las cosas las deja con la gracia que ellas tienen. El "naturalismo" de Velázquez consiste en no querer que las cosas sean más de lo que son. Le repugna que el hombre se proponga fingir a las cosas una perfección que ellas no poseen. Esos añadidos, esas correcciones que nuestra imaginación arroja sobre ellas le parecen una falta de respeto a las cosas y una puerilidad. Ser idealista es deformar la realidad conforme a nuestro deseo. Esto lleva en la pintura a perfeccionar los cuerpos precisándolos. Pero Velázquez descubre que en su realidad, es decir, en tanto que visibles, los cuerpos son imprecisos. Las cosas son aproximadamente ellas mismas, no terminan en un perfil rigoroso, no tienen superficies inequívocas y pulidas, sino que flotan en un margen de imprecisión que es su verdadera presencia. La precisión de una cosa es su leyenda. Lo más legendario que los hombres han inventado es la geometría. El efecto áureo de las figuras velazquinas se debe simplemente a esa venturosa indecisión de perfil y superficie en que las deja. A sus contemporáneos les parecía que no estaban "acabadas" de pintar, y a ello se debe que Velázquez no fuera en su tiempo popular. Había hecho el descubrimiento más impopular: que la realidad se diferencia del mito en que no está nunca acabada.


Las Meninas o la familia

Se ha dicho que Velázquez era un hombre de pocas ideas. No se entiende bien lo que con ello se quiere decir. Probablemente la observación se origina en que no se sabe ver cuáles son las ideas de un pintor naturalista. Velázquez pintó poco porque no sintió nunca su arte como un oficio, pero cuando se repasa su obra desde el punto de vista de la originalidad, de la fertilidad en el modo de hallar nuevos temas o nuevas maneras de tratar los usadizos, nos sorprende caer en la cuenta de que no ha habido pintor con más ideas. Casi cada uno de sus lienzos es una nueva idea. Velázquez, salvo en los retratos reales, no se repite nunca. Y el hecho cuestionable es que sus tres grandes cuadros -Las Lanzas, Las Meninas y Las hilanderas- son tres creaciones imprevistas en la pintura y que revelan el más genial poder de invención.

Las Meninas es un ejemplo extremo de ello. La idea de exorbitar o monumentalizar en un gran lienzo una escena cotidiana de su taller palatino y hacer de este modo lo que Justi ha llamado "el cuadro ideal para un historiador" es, de puro sencilla, fabulosamente sublime. En Palacio reinaba, además de Felipe IV, el aburrimiento. Lope de Vega, temperamento nada palatino, hombre de la calle, nos dice que "en Palacio hasta las figuras de los tapices bostezan". Había, sin embargo, un aposento donde siempre podía esperarse encontrar ocasión para la tertulia, para presenciar algún espectáculo menos sólito; era el taller de Velázquez. A él iba con suma frecuencia el rey y, a veces, con él la reina. Allí iba la princesa Margarita con sus criadas o azafatas. Nos hallamos en 1656, tres años antes de morir el pintor. Velázquez trabaja en un cuadro cuyo asunto desconocemos. El rey y la reina están en el taller y sus figuras -otra ingeniosa idea- se reflejan en un espejo. Las criadas de la princesa, jóvenes de la nobleza, atienden a la real niña. Dos monstruos -una criatura obesa de origen alemán, a quien llaman Maribarbola y un enano italiano, Nicolasillo Portosanto-, entretenían a las damitas. Una señora vagamente monjil -una "dueña"- y un "guarda-damas" vigilan el grupo infantil. Al fondo, un empleado de Palacio, director de la fábrica de tapices y pariente de Velázquez, don José Nieto, abre una puerta por donde el sol intenta una invasión. Nada más. Pura cotidianeidad.

Cuando en Palacio se hablaba del cuadro solía denominársele La familia. No ha sido bien entendido este nombre por no haberse tenido en cuenta que las clases superiores usaban aún el vocablo "familia" en su sentido original que viene de famulus, "criado" y significaba, por tanto, más que la unidad de padres e hijos una unidad de mayor amplitud en que ocupaban el primer término los "criados". Pero a su vez, "criados" significaba los servidores en cuanto que han sido, en efecto, criados en la casa. En este cuadro, pues, los protagonistas son las muchachas que sirven a la princesa y los enanos adjuntos con la pareja de ambos sexos que los cuida. Por aquellos años existía un cierto bilingüismo castellano-portugués en los círculos aristocráticos y literarios, especialmente en Palacio. Portugal perteneció a la corona de España hasta pocos años antes de pintarse este cuadro. De aquí que se le llamase también Las Meninas -hoy diríamos "las señoritas", sean nobles o de la burguesía.

La infanta Margarita es el centro pictórico del cuadro por su traje blanco y oro, sus cabellos áureos, su tez blanca empapada de luz. Pero, repetimos, el sentido de este cuadro no es hacer un retrato de la princesita. Basta compararlo con el que en la misma fecha le hizo y que está en la Galería de Viena. Este retrato, como casi todos los reales, ha sido hecho reteniendo Velázquez su modo impresionista. En Las Meninas, por el contrario, la infanta, al igual que las demás figuras, está sólo sugerida con pigmentos sueltos que dan valor atmosférico a carne y trajes, pero no se ocupan de precisar.

En este lienzo, Velázquez acomete plenamente el problema del espacio -de un espacio no abstracto y de pura perspectiva sino lleno de cosas en cuanto que éstas impregnan el aire.

Conviene señalar brevemente las relaciones de Velázquez con el espacio una vez que abandona la manera de los tenebrosos. Hay gran probabilidad de que fue Rubens quien le hizo apreciar el encanto que da a un cuadro lo que podemos llamar "apertura hacia espacios", que él mismo había aprendido de Tiziano y luego perfeccionado y acentuado. Pero esos espacios hacia los cuales se abre el cuadro no son espacio real, presente; son alusiones a la espaciosidad, referencias a ellas. Estos son los espacios que Velázquez pondrá detrás de sus retratos reales. No tienen unidad propiamente pictórica con la figura. Esta ha sido pintada en otro espacio -el del taller, que en el cuadro es sustituido por un espacio ideal con el carácter de tela de fondo. Espacio y figura son de este modo externos y extraños uno a otro. Que en Velázquez los telones de paisaje recuerden los rasgos de la Sierra de Guadarrama en las líneas como en la tonalidad de color, no quiere decir que él se propusiese pintar un espacio real. El ejemplo más lucido de este método se halla en las lejanías, clara pero convencionalmente iluminadas, que aparecen tras de las figuras de Las Lanzas.

Sólo en Las Meninas y en Las hilanderas se propone Velázquez retratar también el espacio real en que las figuras están sumergidas.

En muchos cuadros de Velázquez hay una presencia de lo atmosférico. Se ha dicho que pintaba el aire. Pero este efecto no tiene nada que ver con su modo de tratar el espacio. Este "aire en torno" lo tienen sus cuadros incluso cuando éstos no tienen espacio en torno a la figura e incluso, como en el Pablillos, donde ni siquiera tienen fondo.

El ambiente aéreo proviene en Velázquez de las figuras mismas y no de su contorno, espacio o ámbito.

El "naturalismo" de Velázquez consiste en no querer que las cosas sean más de lo que son, en renunciar a repujarlas y perfeccionarlas; en suma, a precisarlas. La precisión de las cosas es una idealización de ellas que el deseo del hombre produce. En su realidad, como se dijo, son imprecisas. Esta es la formidable paradoja que irrumpe en la mente de Velázquez, iniciada ya en Tiziano. La precisión de las cosas es precisamente lo irreal, lo legendario en ellas.

En cuanto a su modo de tratar el espacio en cuanto tal, es decir, su profundidad, habría que decir, aun arrostrando la paradoja, que es un modo más bien torpe. No obtiene la dimensión profunda mediante una continuidad, como Tintoretto o Rubens, sino, al revés, merced a planos discontinuos. En general, emplea tres: el primero y el último luminosos, sobre todo este último, buscando pretextos para "rompientes" de luz. Entre ambos intercala un tercer plano oscuro, hecho con siluetas sombrías, que entristece sus cuadros y en que, por cierto, se ha cebado más la faena mordiente del tiempo.

En Las lanzas sorprende ese telón intermedio de figuras arbitrariamente oscuras y sordas de color. En Las hilanderas hace el mismo servicio la criada que en medio recoge ovillos o copos y todo lo que hay en su plano. En Las Meninas representan esta función de ensombrecer la dueña y el guarda-damas, y el ritmo de luces y muros ciegos. Está, pues, obtenido el espacio en profundidad mediante una serie de bastidores como en el escenario de un teatro.



Cfr. José Ortega y Gassett, Velázquez, Madrid, Revista de Occidente, 2ª edición, 1963

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