miércoles, 19 de enero de 2011

Bernardo Bertolucci sobre P. P. Pasolini: Raíces profundas





Bernardo Bertolucci







Pier Paolo Pasolini









Ah, lo que tú quieres saber, jovencito,
quedará como no preguntado, se perderá sin ser dicho.

No puedo comenzar este breve recuerdo sin citar los dos últimos versos del poema titulado A un muchacho que Pasolini escribió entre 1956 y 1957. El jovencito era yo, y las palabras de Pier Paolo, releídas hoy, suenan como una afectuosa, melancólica, profecía. El significado de estos versos fue cambiando a lo largo de los años que duró nuestra amistad, hasta el punto de que el poema terminó por convertirse en el emblema, la contraseña secreta, de nuestra relación. Dos versos que, en el fascinante y peligroso terrain vague de lo inexpresable entre dos amigos de edades distintas, de cuando en cuando eran susurrados, gritados, echados en cara, reivindicados, manipulados, según las tornadizas necesidades de nuestra complicidad. Hasta rozar el inquietante intercambio de papeles entre el “jovencito” que quiere saber pero no consigue preguntar y el “poeta” que sabe pero no consigue decir nada.

Todo comenzó poco después de la llegada de mi familia a Roma, a principios de los años cincuenta. Un domingo de finales de primavera, después de comer, abrí la puerta de nuestra casa de Via Carini 45. Hay un joven con gafas negras, el pelo un poco alborotado, traje oscuro, camisa blanca y corbata. Con tono firme y dulce me dice que tiene una cita con mi padre. La suavidad de su tono de voz y, sobre todo, lo que me parece un disfraz casi demasiado dominical, me ponen en estado de alerta. Mi padre está descansando, quién es usted, me llamo Pasolini, voy a ver. Cierro, dejándolo fuera, en el descansillo. Mi padre se está levantando, le cuento todo, él dice llamarse Pasolini pero yo creo que es un ladrón, le he dejado fuera. ¡Cómo se ríe mi padre! Pasolini es un excelente poeta, ve a abrir la puerta. Tremendamente intimidado y con las mejillas enrojecidas le hice entrar. Él me miró con una ternura inefable. Sabía, yo no, que “no hay plan de un verdugo que no sea sugerido por la mirada de la víctima”, como escribió muchos años después. Aquella noche soñé que dentro del joven poeta se escondía, en realidad, el cowboy de negro de Raíces profundas: en el sueño, Pasolini y Jack Palance se fundían en una única y reluciente calavera. Tendrían que pasar muchos años antes de que comprendiese que en aquel momento, en aquellas escaleras, yo había evocado y materializado la esencia del mito, para confiarle la esencia de mi alma y de mi corazón, ciegamente, como sólo puede permitirse un chico de catorce años.

Nadie sabrá contar jamás lo que me gusta recordar como mis momentos privilegiados. He escrito poesía desde que aprendí a escribir. Mi padre fue el primero (y único) lector y mi generoso e implacable crítico. Hacia los dieciséis años mi producción poética se estaba empobreciendo mucho. Te estás estancando… me pinchaba mi padre. Lo cierto es que durante el verano había rodado mi primera película, El teleférico, diez minutos en dieciséis milímetros, una iniciación muy apropiada para un director de dieciséis años. Pero fue también el desconcertante descubrimiento de que existía una alternativa a la poesía, una viscosa trampa para el hijo de un poeta.

En 1959 la familia Pasolini (Pier Paolo, Susanna y Graziella Chiarcossi) se traslada a Via Carini 45. Nosotros vivimos en el quinto piso, ellos en el primero. Volví a escribir poesías para poder llamar a la puerta de Pier Paolo y hacérselas leer. En cuanto terminaba una, bajaba las escaleras a grandes saltos con la hoja en la mano. Él era rapidísimo en la lectura y en el juicio. Todo el proceso no duraba más de cinco minutos. Para mis adentros, empecé a denominar aquellos encuentros “momentos privilegiados”. El resultado fue un montoncito de poemas que Pier Paolo, tres años más tarde, me animó a publicar. Quién sabe qué pensó mi padre, degradado sin explicación a lector número dos.

Llega la primavera de 1961 y Pasolini, al que me encuentro en el portal, me anuncia que va a dirigir una película. Siempre me dices que el cine te gusta mucho, serás mi ayudante de dirección. No sé si seré capaz, nunca he trabajado de ayudante. Tampoco yo he hecho una película jamás, cortó por lo sano.

La película era Accattone, y los momentos privilegiados empezaron a intensificarse, a amontonarse, a envolverme, provocándome una sensación de vértigo. Comenzaban a las siete y media de la mañana en el garaje que había debajo de casa. Yo le esperaba somnoliento. Puntual en su ligero retraso, una sombra se movía entre los coches. Era Pier Paolo, con su sonrisa dolorida y afable. Partíamos en el Giulietta hacia Torpignattara, el Mandrione, la Borgata Gordiani, en el otro lado del mundo.

Hablábamos. A veces enseguida, a veces después de un puñado de minutos, a veces llegábamos al set sin que ninguno de los dos hubiese abierto la boca, como ocurre en los análisis. Y como en un análisis tenía la sensación de que sus palabras me revelarían secretos que nadie conocía. A menudo me contaba sus sueños de aquella noche y me sorprendía que el tema recurrente, a despecho del muro tras el que se escondía, fuese el miedo a la castración. Yo le incitaba ingenuamente a usar el material onírico en la escena que iba a rodar aquel día, de manera que en la película se diseminaran los residuos nocturnos, al igual que en los sueños están diseminados los residuos diurnos.

Me di cuenta de que los arcos de los puentes, los arcos de los acueductos romanos, los arcos de los túneles, los arcos que cerraban los vagones de los nómadas, todos los arcos que nos encontrábamos por el camino, le arrancaban indefectiblemente un suspiro. De aquellos suspiros nació mi curiosidad por su homosexualidad y por el universo homosexual en general. Me hablaba con júbilo pero con cierta cautela. Mis veinte años, hechos de desvergonzada ignorancia, eran un reto y una amenaza, dos cosas que le volvían alegre y vital. Fue así como conocí las orillas del Tagliamento, a sus amigos bajo el cálido sol de Friul, a pandillas de chicos que vagan de pueblo en pueblo, los fonemas vénetos, a su madre Susanna, eternamente joven... Un mundo exquisito, casi religioso, que surgía de las poesías que yo había leído y releído como un vendaval cuya felicidad excesiva me atormentaba. Momentos privilegiados. El Giulietta olía a colillas, aunque yo nunca había visto fumar a Pier Paolo. Parábamos en el bar del Pigneto rodeados por la troupe y, sobre todo, por sus amigos, los que le llamaban “a Pa”.

…ponga, ponga, Tonino,
el cincuenta, no tenga miedo
de que la luz se hunda – ¡hagamos
este carrito contra natura!

Accattone fue una experiencia atosigante y dramática. Me esperaba casi cualquier cosa de mi primera experiencia en un verdadero set de una película excepto asistir al nacimiento del cine. Como es sabido, Pasolini provenía de la literatura, de la poesía, de la crítica, de la filología, de la historia del arte. Sus nexos con el cine habían sido, sobre todo, como escritor: había firmado algún buen guión, pero había sido una relación esporádica, promiscua. Decía que le encantaban las películas de Chaplin y La pasión de Juana de Arco de Dreyer, que había visto en los primeros cineclubs de la posguerra, y una vez yo observé sus lágrimas en la oscuridad al final de El intendente Sansho de Mizoguchi. Pero ya iba al cine, especialmente el domingo en las afueras, para pagar la entrada a sus amigos. Pude apreciar desde el primer día cómo Pier Paolo se transformaba: de cuando en cuando se convertía en Griffith, Dovzhenko, Lumière… Tal y como declaró en numerosas ocasiones, su referencia no era el cine, que conocía poco, sino los primitivos sieneses y los retablos de los altares. Clavaba la cámara delante de las caras, de los cuerpos, de las barracas, de los perros vagabundos a la luz de un sol que a mí me parecía enfermizo y a él le recordaba los fondos dorados: construía cada encuadre frontalmente para convertirlo en un pequeño tabernáculo de la gloria subproletaria. Durante el rodaje de su primera película, día tras día, Pasolini se descubrió inventando el cine, con la furia y la naturalidad de quien, teniendo entre sus manos un nuevo instrumento expresivo, no puede dejar de adueñarse de él totalmente, anular su historia, darle nuevos orígenes, beber de su esencia como en un sacrificio. Yo era su testigo.

Uno de mis cometidos era controlar que los actores se aprendiesen de memoria los diálogos. Los actores eran casi todos hampones, papponi se decía en romanesco, y pronto me convertí en su confidente. Algunos de ellos, misteriosamente los que me parecían de corazón más tierno, protegían hasta tres o cuatro prostitutas. Sus noches eran agitadas, y acababan haciéndome partícipe de la ansiedad que les asaltaba al amanecer: si las chicas llegan a casa cansadas y no encuentran preparada y humeante la salsa para la pasta, son capaces de denunciarme mañana por proxenetismo. Partícipe de su drama, yo permitía que se alejaran a escondidas del set nocturno, sin que nadie se diese cuenta. Excepto Pier Paolo, que lo veía todo y aprobaba mi compasión.

Pier Paolo continuaba con el descubrimiento del cine, día tras día. Una mañana dijo que quería hacer un travelín. Mi corazón latía cada vez más rápido a medida que los tramoyistas dejaban caer alguna pieza de vía en la tierra batida del pueblo levantando nubes de polvo. El travelling tenía que preceder a Accattone mientras caminaba hacia una barraca, manteniendo el primer plano siempre a la misma distancia. Naturalmente, para mí, aquél fue el primer travelín de la historia del cine.

Más allá de aquel travelín, y en el espacio que se abría tras los hombros de Accattone, en los prados accidentados e inmundos de detrás de las últimas barracas de Roma Sur, más allá de Matera, al sur del Sur, hacia Ouersazad, Sana’a, Baktapour, Pasolini, una vez inventado el cine, siguió inventando su historia del cine y por esa senda fue cada vez más el enigmático cowboy de Raíces profundas. Sus metamorfosis no conocieron pausa alguna. Del cine consiguió vivirlo todo. Pasó de la sagrada frontalidad de su estilo primitivo al manierismo desgarrado y docto de su propio lenguaje hasta llegar a las visiones atroces y sublimes de Salò.

En los veloces quince años que transcurrieron desde Accattone hasta la noche del 2 de noviembre de 1975, Pier Paolo se inventó a sí mismo como director de cine. Lo logró porque aquel hombre que supo pedir a Tonino delle Colli el primer y milagroso “carrito contra natura” era mucho más que un director.



En Pier Paolo Pasolini, Palabra de corsario
Madrid, Círculo de las Bellas Artes, 2005

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