domingo, 2 de octubre de 2011

Carl Gustav Jung - Los pueblos indios




Carl Gustav Jung - Los pueblos indios


Necesitamos siempre un punto de vista al margen de las cosas para emplear eficazmente la palanca de la crítica. Ello es especialmente válido para las cuestiones psicológicas en las cuales somos más parcialmente subjetivos que en cualquier otra ciencia. Por ejemplo, ¿cómo podremos hacernos cargo de las características nacionales si nunca tenemos ocasión de contemplar nuestra nación desde fuera? Contemplar desde fuera significa ver desde el punto de vista de otra nación. Para ello es necesario adquirir un conocimiento suficiente del alma colectiva ajena, y en este proceso de asimilación se enfrenta uno con todas aquellas incompatibilidades que constituyen el prejuicio nacional y la idiosincrasia nacional. Todo lo que a mí me irrita, en otro puede convertirse en conocimiento de mí mismo. Comprendo a Inglaterra sólo cuando yo como suizo no encajo con ella. Europa, nuestro mayor problema, sólo la comprendo si veo, como europeo, que yo no encajo en el mundo. Gracias a mi trato con muchos americanos y a mis viajes hacia América y a través de ella se debe mucho de mi comprensión y crítica de la naturaleza de europeo, y me parece que no hay nada más provechoso para un europeo que contemplar a Europa desde lo alto de un rascacielos. Por primera vez contemplé el espectáculo europeo desde el Sahara, rodeado de una civilización que es a la nuestra algo así como la antigüedad romana es a la época moderna. Luego en América comprendí hasta qué punto estaba yo preso todavía en la consciencia de la cultura del hombre blanco. Entonces creció en mí el deseo de proseguir de este modo la comparación histórica descendiendo a un nivel cultural aún más profundo.

Mi siguiente viaje lo realicé en compañía de algunos amigos americanos. Visité a los indios de Nuevo México, y concretamente a los pueblos indios constructores de ciudades. Por cierto, que «ciudades» es decir demasiado, pues en realidad son aldeas nada más, pero sus casas apiñadas y construidas una sobre otras sugirieron la palabra «ciudad», así como su idioma y todas sus costumbres. Allí tuve por primera vez la suerte de hablar con un no europeo, es decir,
con un hombre no blanco. Era un cacique del pueblo Tao, un hombre inteligente de entre cuarenta y cincuenta años. Se llamaba Ochwiä Biano (Lago de montaña). Pude hablar con él de un modo como raramente he hablado con un europeo. Evidentemente estaba preso en su mundo, como un europeo lo está en el suyo, pero ¡en qué mundo! Si se habla con un europeo, uno encalla siempre en lo conocido desde tiempo inmemorial y, sin embargo, nunca comprendido; en cambio allí uno navega por mares profundos y exóticos. En ello no se sabe qué es lo más fascinante, si la visita desde la otra orilla o el descubrimiento de nuevos accesos a lo remotamente conocido y casi olvidado.

«Mira», decía Ochwiä Biano, «lo crueles que parecen los blancos. Sus labios son finos, su nariz puntiaguda, sus rostros los desfiguran y surcan las arrugas, sus ojos tienen duro mirar, siempre buscan algo. ¿Qué buscan? Los blancos quieren siempre algo, están inquietos y desasosegados. No sabemos lo que quieren. No les comprendemos. Creemos que están locos».

Le pregunté por qué creía que todos los blancos están locos.

Me respondió: «Dicen que piensan con la cabeza.»

«¡Pues claro! ¿Con qué piensas tú?», le pregunté.

«Nosotros pensamos aquí», dijo señalando su corazón. Quedé sumido en largas reflexiones. Por vez primera en mi vida me pareció que alguien me había trazado un retrato del auténtico hombre blanco. Era como si hasta entonces sólo hubiera recibido impresiones teñidas de sentimentalismo. Este indio había acertado nuestro punto vulnerable y señalado algo para lo que somos ciegos. Sentí nacer en mí como una niebla difusa, algo desconocido y, sin embargo, entrañablemente íntimo. Y de esta nebulosa iban surgiendo, imagen tras imagen, primero legiones romanas, tal como irrumpieron en las ciudades de la Galia, las facciones angulosas de Julio César, Escipión el Africano, Pompeyo. Vi la nobleza romana en el mar del Norte y a orillas del Nilo blanco. Entonces vi a Agustín cómo predicaba el credo cristiano a los británicos a punta de lanzas romanas, y la gloriosa misión de Carlomagno entre los gentiles; luego las bandas criminales y devastadoras del ejército de cruzados y con una íntima punzada vi claramente la futilidad del tradicional romanticismo de las cruzadas. A continuación venían Colón, Cortés y los demás conquistadores que con el fuego y la espada, la tortura y hasta con el cristianismo aterrorizaron a estos pueblos remotos, que soñaban apaciblemente al sol, su padre. Vi también la despoblación de Oceanía mediante las ropas infectadas de escarlatina, el aguardiente y la sífilis.

Con esto tuve ya bastante. Lo que describimos como colonización, misiones, difusión de la civilización, etc., presenta también otro rostro, un rostro de ave de rapiña que acecha con cruel avidez el lejano botín, un rostro digno de una ralea de piratas y salteadores. Todas las águilas y demás animales de rapiña que adornan nuestros escudos de armas me parecieron exponentes psicológicos adecuados a nuestra verdadera naturaleza.

Todavía algo más de lo que me dijo Ochwiä Biano se me grabó en la memoria. Lo que me dijo me parece tan unido a la atmósfera ambiente, que mi descripción sería incompleta si de ello no mencionara nada. Nuestra conversación tuvo lugar en el tejado del quinto piso del edificio principal. Desde allí se veían figuras en otros tejados envueltas en sus sarapes de lana abismados en la contemplación del sol errante que todos los días se elevaba en un cielo puro. A nuestro alrededor se agrupaban las humildes casas cuadradas construidas con ladrillos secados al aire (adobes) con las típicas escaleras de mano que conducían desde el suelo al techo o de techo en techo a los pisos superiores. (En los primitivos tiempos de inseguridad la entrada acostumbraba a estar en el techo.) Ante nosotros se extendía la ondulante meseta del Tao (aproximadamente a 2.300 metros sobre el nivel del mar) hasta el horizonte donde se elevaban algunas cumbres cónicas (antiguos volcanes) hasta los 4.000 metros. Detrás de nosotros, frente a las casas, corría un río claro, y en la otra orilla había un segundo «pueblo», con sus casas de adobes rojas edificadas una detrás de otra en dirección al centro de la población, y que anticipaban curiosamente la perspectiva de una gran urbe americana con sus rascacielos en el centro. Quizás a una media hora, aguas arriba, se alzaba una enorme montaña aislada, la montaña que no tiene nombre. La leyenda dice que los días en que la montaña está oculta por las nubes, los hombres desaparecen aguas arriba en cumplimiento de
misteriosos ritos.

El pueblo indio es extremadamente reservado e impenetrable por completo en lo que respecta a su religión. Del ejercicio de su culto hace intencionadamente un misterio. Es algo tan celosamente guardado que abandoné sin esperanzas el camino de la pregunta directa. Nunca anteriormente había notado aún tal atmósfera de misterio, pues las religiones de los actuales pueblos civilizados son todas accesibles; sus sacramentos hace ya mucho tiempo que han dejado de ser misteriosos. Pero aquí el aire estaba saturado de misterio, lo que era consciente para todos, pero inaccesible a los blancos. Esta extraña situación me recordó a Eleusis, cuyo secreto era conocido por una nación y, sin embargo, nunca fue revelado. Comprendí lo que sintió un Pausanias o un Herodoto cuando escribían «...no me está permitido citar el nombre de aquel Dios». Sin embargo, no lo sentí como un secreto insidioso, sino como un secreto vital, cuya revelación comportaba peligro tanto para el individuo como para la colectividad. El guardar el secreto da al «pueblo» orgullo y fuerza de resistencia frente al predominio del blanco. Le da unidad y firmeza y se siente como certeza que los «pueblos» existirán como colectividad independiente mientras sus misterios no sean desvelados.

Me resultó asombroso ver cómo varía la expresión del indio cuando habla de sus concepciones religiosas. En la vida corriente demuestra el indio un notable autodominio y dignidad, hasta una indiferencia casi apática. Si, por el contrario, habla de cuestiones que tienen relación con sus misterios, experimenta una súbita emoción que no puede ocultar, hecho que contribuía mucho a mi curiosidad. Tal como ya dije, tuve que abandonar por inútil el interrogatorio directo. Pero si quería saber algo esencial hacía observaciones de tanteo y me fijaba en el rostro de mi interlocutor en los para mí bien conocidos gestos emotivos. Si yo había acertado en lo esencial, el indio callaba o daba una respuesta evasiva, pero con todos los signos de una profunda emoción, con frecuencia se le saltaban las lágrimas de los ojos. Sus concepciones no son para él teoría alguna (que debería ser de naturaleza muy especial para poder provocar lágrimas), sino hechos de significado tan grande y conmovedor como las realidades externas que les corresponden.

Cuando estaba sentado en el tejado con Ochwiä Biano y al elevarse el sol cada vez más alto y con luz deslumbrante, dijo, señalando al sol: «¿No es nuestro padre el que por allí va? ¿Cómo se puede decir otra cosa? ¿Cómo puede haber otro Dios? Nada puede existir sin el sol», su excitación, visible ya, aumentó aún más, meditó unas palabras y por fin exclamó: «¿Qué quiere hacer un hombre solo en las montañas? No puede ni siquiera encender el fuego sin él.»

Le pregunté si no creía que el sol fuese una bola de fuego creada por un dios invisible. Mi pregunta ni siquiera le produjo asombro, y menos aún enojo. Nada en absoluto pareció reaccionar en él, a pesar de que era evidente que mi pregunta no le parecía tonta. Le dejó completamente frío. Tuve la sensación de estar ante una pared infranqueable. La única respuesta que obtuve fue: «El sol es Dios. Todo el mundo puede verlo.»

A pesar de que nadie puede sustraerse a la poderosa impresión del sol, me resultó una experiencia nueva que me afectó profundamente ver a estos hombres maduros y dignos bajo una emoción que no podían ocultar cuando hablaban del sol.

En otra ocasión me hallaba junto al río y miraba hacia la montaña que se elevaba todavía casi 2.000 metros sobre la meseta. Pensaba concretamente que tal era el techo del continente americano y la gente aquí vivía en la presencia del sol, como los hombres que, envueltos en su serape, se hallan en los más elevados techos del «pueblo», taciturnos y absortos en sí mismos, en presencia del sol. Entonces se oyó una voz profunda que vibraba de secreta emoción detrás de mi oído izquierdo: «¿No crees que toda vida viene de la montaña?» Un anciano indio se había aproximado, calzado con silenciosos mocasines, y me planteaba esta pregunta —que no sé hasta dónde abarcaba. Una ojeada al río que surgía de la montaña me mostró la imagen externa que corroboraba esta concepción. Evidentemente aquí toda vida provenía de la montaña, pues donde hay agua, hay vida. Nada era más evidente. Sentí en su pregunta una emoción vinculada a la palabra «montaña» y pensé en el rumor de los ritos secretos que se celebraban en la montaña. Le respondí: «Todo el mundo puede ver que dices la verdad.»

Desgraciadamente se interrumpió pronto la conversación y no pude obtener una idea más profunda del simbolismo del agua y de la montaña.

Observé que los pueblos indios tan a disgusto como hablaban de algo que afectaba a su religión, hablaban con gran solicitud y viveza de sus relaciones con los yanquis. «¿Por qué», dijo Mountain Lake, «no nos dejan los yanquis en paz? ¿Por qué quieren prohibir nuestras danzas? ¿Por qué no quieren permitir a nuestros jóvenes dejar la escuela cuando nosotros queremos llevarles a la Kiwa (templo) e instruirles en religión? ¡Pero si nosotros no hacemos nada en contra de los yanquis!». Tras una larga pausa, prosiguió: «Los yanquis quieren prohibir nuestra religión. ¿Por qué no pueden dejarnos en paz? Lo que nosotros hacemos, lo hacemos no sólo por nosotros, sino también para los yanquis. Sí, lo hacemos para todo el mundo. Pues es bueno para todos.»

Observé en su excitación que evidentemente se refería a algo muy importante de su religión. Por ello le pregunté: «¿Creéis que lo que hacéis en vuestra religión es bueno para todo el mundo?» Respondió apasionadamente: «Naturalmente, ¿si no lo hiciéramos, qué sería del mundo?» Y con un gesto lleno de significado señaló el interlocutor al sol.

Sentí que llegábamos a un terreno muy espinoso que lindaba con los misterios de la raza. «Nosotros somos un pueblo», dijo, «que vive en el techo del mundo, somos los hijos del padre sol, y con nuestra religión ayudamos diariamente a nuestro padre a recorrer el cielo. No lo hacemos sólo para nosotros, sino para todo el mundo. Si no pudiéramos ejercer más nuestra religión, no saldría el sol ya más en diez años. Entonces sería siempre de noche».

Entonces comprendí en qué consistía la «dignidad», la serena naturalidad del individuo: es el hijo del sol, su vida tiene un sentido cosmológico, ayuda a su padre y mantenedor de toda vida en su salida y ocaso diarios. Comparemos con ello nuestra automotivación, nuestro sentido de vida que nos formula la razón, y con ello no podemos menos que sentirnos impresionados por nuestra miseria. Por mera envidia tenemos que reírnos de la ingenuidad de los indios y mostrarnos orgullosos de nuestra inteligencia para no descubrir cuán empobrecidos y rebajados estamos. El saber no nos enriquece sino que nos aleja cada vez más del mundo místico, en el cual tuvimos una vez nuestra verdadera patria.

Desprendámonos por un instante de todo racionalismo europeo y sumerjámonos en la clara atmósfera de aquellas aisladas mesetas, que por una parte dan a las extensas praderas continentales y por la otra al silencioso océano, prescindamos de nuestra consciencia del mundo y cambiémosla por un aparentemente infinito horizonte vinculado a una inconsciencia del mundo y comenzaremos a comprender el punto de vista del pueblo indio. «Toda vida viene de la montaña» es algo directamente convincente para él. Del mismo modo es profundamente consciente de que vive en el techo de un mundo infinito, inmediato al caos. Él, ante todo, posee el oído de la divinidad y sus cultos alcanzarán lo antes posible el lejano sol. El carácter sagrado de la montaña, la aparición de Jehová en el Sinaí, la inspiración que Nietzsche experimentó en Engadina, se encuentran en la misma línea. La idea, que nos parece absurda, de que una ceremonia litúrgica pueda influir mágicamente en el sol, no resulta menos irracional al contemplarla de cerca, pero tiene para nosotros un significado más íntimo de lo que pueda parecer en un principio. Nuestra religión cristiana, como todas las demás, está imbuida por la idea de que mediante una ceremonia especial o un tipo determinado de acto se pueda influir en Dios, por ejemplo, mediante ritos u oraciones o mediante una moral del agrado de Dios.

Frente a la influencia de Dios sobre los hombres está el culto litúrgico del hombre como respuesta y repercusión y quizás no sólo esto, sino también como «influencia» activa, como imperativo mágico. El hecho de que el hombre se sienta capaz de responder satisfactoriamente a la poderosa influencia de Dios y ejercer a su vez una contrainfluencia esencial en el mismo Dios es una sensación de orgullo que eleva al individuo a la categoría de factor metafísico. «Dios y nosotros» — incluso cuando no es más que un sous-entendu inconsciente—, en un plano equivalente se basa aquella serenidad envidiable. Un hombre tal está, en el pleno sentido de la palabra, en su lugar.


En Recuerdos, sueños, pensamientos

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