domingo, 29 de septiembre de 2013

Alfred Döblin - Ella, que bailó una vez en Treptow


«Adelante la jauría», gritan las viejas furias. Qué horror, qué horror contemplar a un hombre maldecido por los dioses ante el altar, con las manos chorreando sangre. Cómo roncan: ¿estás dormido? Sacudid vuestra somnolencia. Arriba, arriba. Agamenón, su padre, había partido de Troya hacía muchos años. Troya había sucumbido y desde allí hicieron señales con hogueras, desde Ida, sobre el Athos, una hilera de antorchas ardientes hasta el bosque de Citérea.


Qué espléndido, dicho sea de pasada, ese mensaje incandescente desde Troya hasta Grecia. ¡Qué grandiosa esa carrera de fuego sobre el mar, luz, corazón, alma, felicidad y grito!

El fuego rojo oscuro, rojo como la brasa sobre el lago de Gorpopis, que luego es visto por un centinela, el cual grita y se alegra, y eso es vida, y se enciende un fuego y se transmite la noticia y la excitación y la alegría, todo junto, y salta sobre una ensenada, en desenfrenada carrera hacia las alturas de Aracneon, siempre los gritos y el frenesí que, rojo como la brasa, puedes ver: ¡Agamenón vuelve! Con tal escenificación no podemos compararnos. También en esto nos superan.

Para las comunicaciones nos servimos de algunos resultados de los experimentos de Heinrich Hertz, que vivió en Karlsruhe, murió joven y, por lo menos en la fotografía de la colección de estampas de Munich, llevaba barba cerrada. Utilizamos la telegrafía sin hilos. Mediante transmisores mecánicos, producimos, en grandes estaciones, corrientes alternas de alta frecuencia. Mediante las oscilaciones de un circuito, creamos ondas eléctricas. Las oscilaciones se propagan esféricamente. Y luego hay un tubo electrónico de cristal y un micrófono, cuyo disco vibra más o menos, y de esa forma el sonido sale exactamente como entró en la máquina, y resulta sorprendente, inteligente e ingenioso. Pero entusiasmarse con ello es difícil; funciona y eso es todo.

¡Qué distinta la antorcha de tea que anuncia el regreso de Agamenón!

Arde, llamea, en todo momento, en todo lugar, habla, siente y el júbilo es general: ¡Agamenón vuelve! Mil hombres resplandecen en cada lugar: Agamenón vuelve, y ahora son diez mil, cien mil al otro lado de la ensenada.

Y entonces, para volver al tema, él llega a casa. Las cosas cambian por completo. Se vuelven las tornas. Cuando su mujer lo tiene en casa, lo mete en el baño. En ese momento demuestra que es una furcia sin precedentes. Mientras está en el agua, le arroja una red por encima, para que no pueda moverse, y ella ha traído ya un hacha como si fuera a cortar leña. Él se lamenta: «¡Ay de mí, muero!». Fuera preguntan: «¿Quién grita así?». «¡Ay de mí y una vez más ay de mí!» Aquella bestia de la antigüedad lo remata sin pestañear y encima abre la bocaza: «Lo he ejecutado, le lancé una red por encima y golpeé dos veces, y con dos suspiros se abatió, y entonces, de un tercer golpe, lo envíe al Hades». Los senadores se afligen, pero de todas formas encuentran el comentario adecuado: «Admiramos la osadía de tu discurso». Así pues, fue aquella mujer, aquella bestia de la antigüedad, que ocasionalmente, como consecuencia de un escarceo conyugal con Agamenón, se convirtió en madre de un niño que recibió al nacer el nombre de Orestes. Ella fue muerta más tarde por el fruto de sus placeres, y a él lo atormentaron las furias.

Con nuestro Franz Biberkopf es distinto. Al cabo de cinco semanas también su Ida ha muerto, en el hospital de Friedrichshain, fractura de costillas con complicaciones, desgarro de la pleura, pequeño desgarro de pulmón con el consiguiente empiema, pleuresía, neumonía, mujer, la fiebre no baja, qué aspecto tienes, mírate en el espejo, estás lista, estás sentenciada, ya puedes liar el petate. Le hicieron la autopsia, la enterraron en la Landsberger Allee, a tres metros de profundidad. Murió odiando a Franz, pero la rabia ciega de él tampoco cedió después de su muerte, su nuevo amigo, el de Breslau, fue todavía a visitarla. Allí abajo está ella, desde hace ya cinco años, horizontal sobre la espalda, las tablas de madera se pudren, ella se deshace en estiércol, ella, que bailó una vez en Treptow, en el Jardín del Paraíso, con Franz, con sus zapatitos blancos de lona, que amó y correteó por ahí, está muy quieta y ya no está.


En Berlín Alexanderplatz
Traducción: Miguel Sáenz

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