viernes, 31 de enero de 2014

CAOS Y CONTROL (George Orwell por Thomas Pynchon)


1984 fue el último libro de George Orwell, y como si formara parte de un juego de profecías implícito en la novela, el futuro le depararía un largo recorrido y no pocos equívocos. Escrito como un balance de posguerra, es notable que esta ficción distópica no envejeció, sino que quedó fijada como paradigma de la amenaza siempre latente en el cruce entre sociedad, poder y control tecnológico. La reedición de 1984 que por estos días se distribuye en la Argentina recupera como epílogo el artículo que le dedicó Thomas Pynchon –y del que aquí se reproducen varios fragmentos– en la edición homenaje de 2003, a cien años del nacimiento de Orwell.



Por Thomas Pynchon

1984 fue el último libro de Orwell. En el momento de su aparición, en 1949, había publicado ya otros doce, entre ellos el alabadísimo y popular Rebelión en la granja. En un artículo escrito en 1946, “Por qué escribo”, recordó: “Rebelión en la granja fue el primer libro en que intenté, con absoluta conciencia de lo que estaba haciendo, fusionar en un todo la intención política y artística. Llevo siete años sin escribir una novela, aunque espero redactar una muy pronto. Seguro que será un fracaso, como todos los libros, pero veo con bastante claridad el libro que quiero escribir”. Poco después empezó a trabajar en 1984.
En cierto sentido, esta novela ha sido una víctima del éxito de Rebelión en la granja, que casi todo el mundo se contentó con leer como una evidente alegoría del triste destino de la Revolución Rusa. Desde el instante en que el bigote del Hermano Mayor hace su aparición, en el segundo párrafo de 1984, muchos lectores se han limitado a seguir punto por punto la analogía de la obra anterior. Aunque el rostro del Hermano Mayor es evidentemente el de Stalin, igual que el del despreciado hereje del Partido Emmanuel Goldstein es el de Trotsky, ni uno ni otro se inspiran en sus modelos con tanta claridad como Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión en la granja. Sin embargo, eso no impidió que el libro se vendiera en Estados Unidos como una especie de tratado anticomunista. Llegó en plena era McCarthy, cuando el comunismo había sido condenado oficialmente como una amenaza monolítica y mundial, y en un momento en el que pararse a distinguir entre Stalin y Trotsky parecía tan inútil como que un pastor se dedicase a enseñar a las ovejas los matices que diferencian a unos lobos de otros.
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  Las cartas y los artículos de la época en que estaba trabajando en 1984 dejan ver de manera clara la falta de esperanzas de Orwell respecto del estado del “socialismo” en la posguerra. A Orwell parece haberle irritado especialmente el extendido vasallaje de la izquierda al estalinismo, a pesar de las pruebas abrumadoras de la naturaleza perversa del régimen. “Por razones más bien complejas –escribió en marzo de 1948–, al revisar las primeras galeradas de 1984, casi toda la izquierda inglesa ha llegado a aceptar que el régimen ruso es ‘socialista’, aunque reconozca calladamente que, en espíritu y en la práctica, nada tiene que ver con lo que se entiende por socialismo en este país. De ahí ha surgido una especie de forma de pensar esquizofrénica, en la que palabras como ‘democracia’ pueden tener dos sentidos irreconciliables, y cosas como los campos de concentración y las deportaciones masivas pueden estar bien y mal al mismo tiempo.” Podemos reconocer en esa “especie de forma de pensar esquizofrénica” la inspiración de uno de los grandes hallazgos de esta novela, que ha pasado a formar parte del lenguaje diario del discurso político: la identificación y el análisis del “doblepiensa”. Tal como se describe en Teoría y práctica del Colectivismo Oligárquico, de Emmanuel Goldstein, un texto peligrosamente subversivo, prohibido en Oceanía y conocido solo como “el libro”, el doblepiensa es una forma de disciplina mental, cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del Partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. Lo cual no es nuevo, claro. Todos lo hacemos. En psicología social hace mucho que se conoce como “disonancia cognitiva”. Otros prefieren llamarlo “compartimentalización”. Algunos, concretamente Francis Scott Fitzgerald, lo han considerado un rasgo del genio. Para Walt Whitman (“¿Que me contradigo? Pues me contradigo”) era un síntoma de grandeza capaz de contener multitudes; para el yogui Berra equivalía a llegar a una bifurcación en el camino y tomarla, para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.
La idea parece haber enfrentado a Orwell con su propio dilema, una especie de meta doblepiensa, y haberle repelido con su ilimitada capacidad de hacer daño, al mismo tiempo que le fascinaba con su promesa de transcender los opuestos, como si se aplicara con fines perversos una forma aberrante de budismo zen, cuyos koanes fuesen los tres slogans del Partido: “La guerra es la paz”, “La libertad es la esclavitud” y “La ignorancia es la fuerza”.


Aparte de la ambivalencia dentro de la izquierda respecto de las realidades soviéticas, en la posguerra surgieron otras ocasiones de poner en práctica el doblepiensa. En un momento de euforia, el bando vencedor estaba cometiendo, a juicio de Orwell, errores tan fatídicos como los del Tratado de Versalles al final de la Primera Guerra Mundial. A pesar de lo honroso de sus intenciones, el reparto de los despojos entre los antiguos aliados tenía el potencial de causar un futuro desastre. La intranquilidad de Orwell respecto de la “paz” es, de hecho, uno de los principales subtextos de 1984.


“Lo que en realidad se pretende –escribió Orwell a su editor a finales de 1948, coincidiendo, según todos los indicios, con el comienzo de la revisión de la novela– es debatir las implicaciones de dividir el mundo en ‘zonas de influencia’ (reparé en ello en 1944, después de la Conferencia de Teherán)...” Por supuesto, los novelistas no son del todo fiables respecto de las fuentes de su inspiración. Pero vale la pena considerar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera cumbre Aliada de la Segunda Guerra Mundial y se celebró a finales de 1943; a ella asistieron Roosevelt, Churchill y Stalin. Una de las cuestiones que debatieron fue cómo dividir la Alemania nazi, después de su derrota, en zonas de ocupación. Cuestión distinta era quién iba a quedarse con qué porción de Polonia. Al imaginar Oceanía, Eurasia y Esteasia, Orwell parece haber aumentado la escala a partir de las conversaciones de Teherán y convertido la ocupación de un país derrotado en la de un mundo derrotado. Aunque China no hubiese sido incluida y en 1948 la Revolución todavía estuviese en marcha, Orwell había vivido en el Lejano Oriente y no pasó por alto el peso de Esteasia al idear sus propias zonas de influencia. El pensamiento geopolítico de la época se había dejado cautivar por la idea del “mundo-isla” del geógrafo británico Halford Mackinder –para referirse a Europa, Asia y Africa consideradas como una única masa de tierra rodeada de agua–, el “pivote de la historia”, cuyo centro era la Eurasia de 1984. “Quien gobierne el centro dominará el mundo-isla”, como dijo Mackinder, y “quien gobierne el mundo-isla dominará el mundo”, un pronunciamiento que Hitler y otros teóricos de la Realpolitik no habían pasado por alto.


Uno de esos mackinderitas con contactos en los círculos de inteligencia era James Burnham, un ex trotskista estadounidense que, en torno de 1942, había publicado un provocativo análisis de la crisis mundial que se padecía entonces, titulado “The Managerial revolution”, acerca del que Orwell escribió un largo artículo en 1946. Burnham, en la época, con Inglaterra todavía tambaleándose ante el ataque nazi y las tropas alemanas en las afueras de Moscú, sostenía que ante la inminencia de la conquista de Rusia y el centro global, el futuro sería de Hitler. Más tarde, mientras trabajaba para el servicio secreto estadounidense, con los nazis cada vez más al borde de la derrota, Burnham cambió de opinión en un largo artículo, “Lenin’s Heir”, en el que argumentó que, si Estados Unidos no hacía nada por impedirlo, el futuro sería en realidad de Stalin y el sistema soviético, y no de Hitler. A esas alturas, Orwell, que se tomaba a Burnham en serio pero de manera crítica, ya debía de haber reparado en que sus ideas eran un tanto tornadizas, aunque pueden encontrarse trazas de la geopolítica de Burnham en el equilibrio de poder tripartito mundial de 1984; el Japón victorioso de Burnham se convirtió así en Esteasia, Rusia se transformó en el centro que controla la masa de Eurasia, y la alianza angloamericana se metamorfoseó en Oceanía, que es donde está ambientada 1984. Ese profético agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un único bloque ha resultado ser una anticipación exacta de la resistencia británica a integrarse en la masa euroasiática y de su servidumbre a los intereses yanquis; el dólar, por ejemplo, es la unidad monetaria de Oceanía. Londres sigue siendo el Londres austero de la posguerra. Ya desde el principio, con su fría zambullida en el triste día de abril en que Winston Smith comete un acto decisivo de desobediencia, las texturas de la vida distópica son constantes: las tuberías que no funcionan, los cigarrillos de los que se cae el tabaco, la comida horrible... aunque tal vez eso no supusiera un gran esfuerzo para la imaginación de cualquiera que hubiera vivido el racionamiento en la guerra.


1984. George Orwell Debolsillo 350 páginas
La profecía y la predicción no son la misma cosa y no es bueno que el lector y el escritor las confundan en el caso de Orwell. Hay un juego al que les gusta jugar a algunos críticos, y con el que tal vez valga la pena que nos entretengamos uno o dos minutos: consiste en hacer listas de aquellas cosas en las que Orwell “acertó” y “se equivocó”. Si consideramos el momento actual, por ejemplo, repararemos en la popularidad de los helicópteros como recurso para “garantizar la aplicación de la ley”, tal como hemos visto en incontables “programas policíacos” televisados en directo, que son en sí mismos una forma de control social, por no hablar de la propia ubicuidad de la televisión. La telepantalla bidireccional guarda un notable parecido con las pantallas planas de plasma conectadas a sistemas interactivos por cable que tenemos en 2003. Las noticias son lo que dicta el gobierno, la vigilancia de los ciudadanos normales ha pasado a ser una función más de la policía, los registros y las detenciones son cosa de risa. Y así sucesivamente. “¡Uf!, el gobierno se ha convertido en el Hermano Mayor, ¡tal como predijo Orwell! ¡Es orwelliano!” En fin, sí y no. Las predicciones específicas no son más que detalles, después de todo. Lo que tal vez sea más importante y, de hecho, necesario para un verdadero profeta es poder penetrar con más profundidad que la mayoría de nosotros en el alma humana. En 1948, Orwell comprendió que, a pesar de la derrota del Eje, la deriva hacia el fascismo no había desaparecido y que, probablemente, aún no hubiese adoptado su verdadera forma: la corrupción del espíritu y la irresistible adicción humana al poder hacía mucho que eran aspectos bien conocidos del Tercer Reich, la Rusia estalinista e incluso el partido laborista británico, como si fuesen el borrador de un terrible futuro. ¿Qué podría impedir que lo mismo sucediera en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿La vida higiénica? Por supuesto, lo que ha mejorado sin cesar, de una manera insidiosa, y ha convertido casi en irrelevantes los argumentos humanistas es la tecnología. No debemos dejarnos despistar por lo precario de los medios de vigilancia de la época de Winston Smith. Después de todo, en “nuestro” 1984 el circuito integrado apenas tenía un decenio y era vergonzosamente primitivo si se lo compara con las maravillas de la tecnología informática en 2003, sobre todo Internet, un avance que asegura un control social a una escala que esos pintorescos tiranos del siglo XX con sus estúpidos bigotes ni siquiera podían imaginar.

- Desde el punto de vista totalitario, la memoria es relativamente fácil de controlar. Nunca falta alguna agencia como el Ministerio de la Verdad para negar los recuerdos ajenos y reescribir el pasado. En 2003, se ha generalizado que los empleados gubernamentales cobren más que el resto de la gente para degradar la historia, trivializar la verdad y aniquilar a diario el pasado. Antes, los que no aprendían de la historia tenían que repetirla, pero sólo fue así hasta que quienes ejercen el poder encontraron el modo de convencer a todo el mundo, y a sí mismos, de que la historia no había ocurrido, o había ocurrido del modo que más convenía a sus intereses, o mejor aún, que apenas tenía la importancia de un documental en la televisión al que le hemos quitado la voz y que nos proporciona un rato de entretenimiento.


No obstante, controlar el deseo resulta más complicado. Hitler era famoso por sus peculiares gustos sexuales. Y Dios sabe a qué se dedicaba Stalin. Incluso los fascistas tienen necesidades, y sueñan con poder satisfacerlas cuando dispongan de un poder ilimitado. De manera que, aunque estén deseando atacar los perfiles psicosexuales de quienes los amenazan, puede que duden un momento antes de hacerlo. Por supuesto, cuando la maquinaria de su aplicación se deja en manos de los ordenadores, que, al menos tal como están diseñados en la actualidad, no experimentan deseo en ninguna forma que nos resulte atractiva, la cosa es muy diferente. Pero en 1984 eso todavía no ha sucedido. Y como el deseo en sí mismo no siempre se puede eliminar con facilidad, el Partido no tiene otra elección que adoptar, como último objetivo, la abolición del orgasmo.


El hecho de que el deseo sexual, según sus propios términos, es inherentemente subversivo se refleja en la novela por medio de Julia y su modo de vida alegre y carnal. Si estuviésemos sólo ante un ensayo político camuflado de novela, probablemente Julia simbolizaría el Principio del Placer, el Sentido Común de la Clase Media o algo por el estilo. Pero, como se trata antes que nada de una novela, su personaje no está del todo bajo el control de Orwell. A los novelistas les gusta permitirse los peores caprichos totalitarios en contra de la libertad de sus personajes. Pero con frecuencia sus planes fracasan porque los personajes siempre se las arreglan para escapar al ojo que todo lo ve durante el tiempo suficiente para pensar y decir cosas que no encontraríamos si lo único importante fuese la trama. Uno de los mayores placeres de leer este libro consiste en asistir a la transformación de la fría y seductora Julia en una joven enamorada, igual que lo que más nos entristece es ver su amor desmantelado y destruido.


En otras manos, la historia de Winston y Julia podría haber degenerado en la consabida bobada de sueños amorosos juveniles similar a las producidas por la máquina de escribir novelas del Ministerio de la Verdad. Julia, que después de todo trabaja en el Departamento de Ficción, probablemente conozca la diferencia entre esas estupideces y la realidad, y gracias a ella la historia de amor de 1984 puede mantener su tono adulto y real, aunque a primera vista parezca seguir la fórmula familiar de a chico le desagrada chica, chico conoce chica, chico y chica se enamoran casi sin darse cuenta, luego se separan y por fin vuelven a encontrarse. Eso es lo que transpira, en cierto sentido. Pero no hay final feliz. La escena, cerca ya del final, en que Winston y Julia vuelven a verse, después de que el Ministerio del Amor les haya obligado a traicionarse el uno al otro, resulta más descorazonadora que ninguna otra en ninguna novela. Y lo peor es que lo entendemos. Más allá de la lástima y el terror, no nos sorprende más que al propio Winston Smith cómo se han resuelto las cosas. Desde el momento en que abre su ilegal cuaderno de notas en blanco y empieza a escribir, ha sellado su perdición, ha cometido conscientemente un “crimental” y sólo le queda esperar a que las autoridades lo detengan. La llegada inesperada de Julia a su vida nunca le parecerá lo bastante milagrosa para creer que el resultado pueda ser otro. En el momento de máximo bienestar, de pie ante la ventana que da al patio, mientras contempla la infinita vastedad de una súbita revelación, lo más esperanzador que se le ocurre decir es “nosotros somos los muertos”, una afirmación que la Policía del Pensamiento se encarga de confirmar un segundo después.


El destino de Winston no es ninguna sorpresa, pero quien nos preocupa es Julia. Hasta el último minuto ha creído posible derrotar de algún modo al régimen y ha confiado en que su anarquismo bienhumorado será una defensa ante cualquier acusación posible. “Y no te desanimes –le dice a Winston–. Se me da muy bien seguir con vida.” Entiende la diferencia entre confesión y traición. “Pueden obligarte a decir cualquier cosa, lo que sea, pero no obligarte a que lo creas. No se pueden meter en tu cabeza.” Pobrecilla. Dan ganas de sujetarla por los hombros y sacudirla. Porque eso es precisamente lo que hacen: se meten en tu cabeza, convierten el alma, lo que consideramos el núcleo inviolable del ser, en algo puramente dudoso.


Hay una fotografía, tomada en Islington en torno de 1946, de Orwell con su hijo adoptivo, Richard Horatio Blair. El niño, que en esa época debía de rondar los dos años, sonríe sin disimulo. Orwell le sujeta cariñosamente con las dos manos, sonriendo también, contento aunque no tan confiado –como si hubiese descubierto algo más valioso que la ira–, con la cabeza ligeramente ladeada y una mirada precavida que podría recordar a los cinéfilos a uno de esos personajes interpretados por Robert Duvall que han vivido lo suyo y han visto más de lo que uno querría ver. Winston Smith “creía haber nacido en 1944 o 1945...”, Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil pensar que Orwell, en 1984, estuviera imaginando un futuro para la generación de su hijo, un mundo del que deseaba prevenirles. Le impacientaban las predicciones de lo inevitable, seguía confiando en la capacidad de la gente normal para cambiar cualquier cosa si querían. En cualquier caso, lo que llama más nuestra atención es la sonrisa del niño, directa y radiante, basada en la fe indubitable de que, al fin y al cabo, el mundo es bueno y la decencia humana, como el amor paterno, puede darse siempre por descontada... una fe tan noble que casi podemos imaginar a Orwell, y tal vez incluso a nosotros mismos, aunque sea por un momento, jurando hacer cualquier cosa con tal de impedir que sea traicionada.

 
El gran hermano habla a los ciudadanos en la película de de michael radford, 1984




jueves, 30 de enero de 2014

Chirstopher Hitchens - Las aseveraciones metafísicas de la religión son falsas




Soy hombre de un solo libro.
Tomás de Aquino

Sacrificamos el intelecto a Dios.
Ignacio de Loyola

La razón es la ramera del diablo, que no sabe hacer más que calumniar y perjudicar cualquier cosa que Dios diga o haga.
Martín Lutero

Contemplando las estrellas, sé muy bien que, por ellas, me puedo ir al infierno.
W. H. Auden, «El más entregado»


Antes he señalado que jamás volveríamos a tener que enfrentarnos a la imponente fe de un Tomás de Aquino o un Maimónides (en comparación con la fe ciega de las sectas milenaristas o absolutistas, de las que según parece disponemos de un suministro infinita e ilimitadamente renovable). Se debe a una sencilla razón. Una fe de ese tipo, de las que pueden aguantar en pie al menos un rato en una confrontación con la razón, es hoy día a todas luces imposible. Los primeros padres de la fe (se aseguraron de que no hubiera madres) vivieron en una época de una ignorancia y temor abismales. En su Guía de perplejos, Maimónides no incluía a aquellos a quienes calificaba de indignos de merecer el esfuerzo: a los pueblos «turcos», negros y nómadas cuya «naturaleza es como la de las bestias privadas de habla». Tomás de Aquino creía a medias en la astrología y estaba convencido de que en el interior de cada espermatozoide individual estaba contenido el núcleo completamente formado de un ser humano (no es que conociera ese término como lo conocemos nosotros). No podemos hacer más que lamentarnos por las deprimentes y absurdas lecturas sobre continencia sexual que nos podríamos haber ahorrado si este disparate hubiera sido desenmascarado antes de lo que lo fue. Agustín era un cuentista egocéntrico y un ignorante obsesionado con la tierra: estaba convencido, con cierto sentimiento de culpabilidad, de que a dios le preocupaba su banal hurto en un insignificante peral, y bastante convencido también, mediante un solipsismo análogo, de que el sol giraba alrededor de la tierra. asimismo inventó la absurda y cruel idea de que las almas de los niños no bautizados eran enviadas al «limbo». ¿Quién puede imaginarse la angustia que esta «teoría» morbosa ha supuesto para millones de padres católicos durante años hasta que, en nuestros días, la Iglesia la ha revisado con bochorno y únicamente de forma parcial? Lutero estaba aterrorizado por los demonios y creía que los enfermos mentales eran obra del diablo. Los propios discípulos de Mahoma dicen que este pensaba, igual que Jesús, que por el desierto merodeaban djinns o espíritus malignos.

Debemos afirmarlo con rotundidad. La religión proviene de un período de la prehistoria de la humanidad en el que nadie, ni siquiera el poderoso Demócrito, que concluyó que toda la materia estaba compuesta de átomos, tenía la menor idea de lo que sucedía. Proviene de la vociferante y atemorizada infancia de nuestra especie, y es una tentativa pueril de hacer frente a nuestra ineludible exigencia de conocimiento (así como de comodidad, tranquilidad y demás necesidades infantiles). Hoy día, el menos culto de mis hijos sabe mucho más sobre la naturaleza que cualquiera de los fundadores de la religión, y nos gustaría pensar que esta es la razón por la que a estos niños parece interesarles tan poco enviar al infierno a seres humanos iguales (si bien esta relación no puede demostrarse por completo).

Todos los intentos de reconciliar la fe con la ciencia y la razón están llamados a fracasar y a quedar en ridículo precisamente por tales razones. Sin ir más lejos, he leído que una conferencia ecuménica de cristianos desea dar muestras de su amplitud de miras e invita a asistir a ella a algunos físicos. Pero me veo obligado a recordar lo que sé: que este tipo de iglesias no habría existido en primera instancia si a la humanidad no le hubiera asustado el clima, la oscuridad, las epidemias, los eclipses y toda la variedad de fenómenos que en la actualidad pueden explicarse con facilidad. Ni tampoco si la humanidad no se hubiera visto obligada, so pena de sufrir unas consecuencias extremadamente angustiosas, a pagar los exorbitantes diezmos y tributos con los que se levantaron los imponentes edificios religiosos.

Es cierto que los científicos han sido religiosos a veces, o supersticiosos en cierta medida. Sir Isaac Newton, por ejemplo, era un espiritualista y alquimista de una especie singularmente irrisoria. Fred Hoyle, un ex agnóstico que se encaprichó con la idea del «diseño», fue el astrónomo que acuñó la expresión «big bang». (Esta expresión bobalicona se le ocurrió por casualidad, para intentar desacreditar lo que hoy día es la teoría aceptada sobre los orígenes del universo. Este fue uno de esos comentarios mordaces que, por así decirlo, le salieron por la culata a quien los profirió puesto que, al igual que los términos «conservador», «impresionista» y «sufragista», fueron adoptados por aquellos a quienes iban dirigidos como un insulto.) Stephen Hawking no es creyente, y cuando fue invitado a Roma para conocer al ya fallecido papa Juan Pablo II pidió que le mostraran las actas del juicio contra Galileo. Pero sí habla sin avergonzarse de la posibilidad de que la física «conozca la mente de Dios»; lo que ahora resulta una metáfora bastante inofensiva, como cuando, por ejemplo, los Beach Boys cantan, o yo mismo digo, «God only knows...» («Solo Dios sabe...»).

Antes de que Charles Darwin revolucionara toda la concepción sobre nuestros propios orígenes y Albert Einstein hiciera lo mismo sobre los orígenes del cosmos, muchos científicos, filósofos y matemáticos adoptaban lo que podría calificarse como la postura por defecto y profesaban una u otra versión del «deísmo», que sostenía que el orden y la predictibilidad del universo parecían presuponer la existencia de un creador, aunque no fuera necesariamente un creador que interviniera de forma activa en los asuntos humanos. Se trataba de una concesión lógica y racional hacia su tiempo y fue particularmente influyente entre los intelectuales de Filadelfia y Virginia, como Benjamín Franklin y Thomas Jefferson, que consiguieron dominar un momento de crisis y utilizarlo para consagrar los valores de la Ilustración en los documentos fundacionales de los Estados Unidos de América.

Sin embargo, como dijo san Pablo de un modo inolvidable, cuando se es un niño, se habla y se piensa como un niño. Pero cuando uno se vuelve adulto, nos deshacemos de los objetos infantiles. No hay demasiadas posibilidades de determinar el momento exacto en que los eruditos dejaron de hacer girar la moneda sobre el canto para decidir entre un creador y un largo y complejo proceso, ni cuándo dejaron de tratar de marginar a la herejía «deísta», pero la humanidad comenzó a crecer un poco en las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX. (Charles Darwin nació en 1809, el mismo día que Abraham Lincoln, y no cabe duda de cuál de ellos ha demostrado ser mayor «emancipador».) Si uno tuviera que emular la estupidez del arzobispo Ussher y tratar de proponer la fecha exacta en que esa moneda conceptual se decantó con firmeza por uno de sus lados, sería el momento en que Pierre-Simon Laplace fue invitado a conocer a Napoleón Bonaparte.

Laplace (1749-1827) fue el brillante científico francés que llevó la obra de Newton un paso más allá y demostró mediante el cálculo matemático cómo el comportamiento del sistema solar respondía al de unos cuerpos que giraban de forma sistemática en el vacío. Cuando, con posterioridad, dirigió su atención hacia las estrellas y las nebulosas, postuló la idea de un colapso e implosión gravitacional, o lo que hoy día denominamos con jovialidad un «agujero negro». Expuso todo esto en un libro en cinco volúmenes titulado en inglés Celestial Mechanics y, al igual que a muchos otros hombres de su tiempo, también le intrigó el orrery, una maqueta planetaria que representaba el sistema solar visto, por primera vez, desde fuera.Estos son hoy día asuntos trillados, pero en aquel entonces fueron revolucionarios, y el emperador pidió que le presentaran a Laplace con el fin de que le entregara una colección de sus obras o (según las versiones) un ejemplar del orrery. Personalmente sospecho que el sepulturero de la Revolución francesa quería más el juguete que los libros; era un hombre que siempre tenía prisa y se las había arreglado para que la Iglesia bautizara su dictadura con una corona. En cualquier caso, y a su modo infantil, exigente e imperioso, quiso saber por qué en los psicodélicos cálculos de Laplace no aparecía la figura de dios. Y así nació la réplica impasible, altanera y meditada «Je n'ai pas besoin de cette hypothése». Laplace acabaría siendo marqués y tal vez dijera en tono más modesto algo así como «Funciona bastante bien sin esa idea, alteza». Pero simplemente afirmó que no lo necesitaba...

Y nosotros tampoco. La decadencia, caída y descrédito del culto a dios no se inicia en ningún momento dramático, como el histriónico y contradictorio anuncio de Nietzsche de que dios había muerto. Nietzsche no tenía más razones para saberlo, ni para suponer que dios hubiera vivido alguna vez, que un sacerdote o un brujo para afirmar que conoce la voluntad de dios. Más bien, el fin del culto a dios se manifiesta en el momento, al que se llega de forma bastante más gradual, en el que se convierte en algo opcional, o en una más entre muchas posibles creencias. Se debe recalcar siempre que durante la mayor parte de la existencia de la humanidad no existió realmente esta «opción». Gracias a muchos fragmentos de textos y confesiones quemadas o mutiladas, sabemos que siempre hubo seres humanos escépticos. Pero desde los tiempos de Sócrates, que fue condenado a muerte por propagar el malsano escepticismo, se consideraba poco aconsejable imitar su ejemplo. Y a miles de millones de personas a lo largo de todos los tiempos la cuestión sencillamente no se les planteaba. Los incondicionales del Barón Samedi de Haití gozaban del mismo monopolio, basado en la misma coerción brutal, que los de Calvino en Ginebra o Massachusetts; he escogido estos ejemplos porque corresponden a un pasado no muy lejano de la historia de la humanidad. Muchas religiones se aproximan a nosotros hoy día con una sonrisita obsequiosa y la mano tendida, como un comerciante lisonjero en un bazar. Ofrecen consuelo, solidaridad y apoyo compitiendo en el mercado. Pero tenemos derecho a recordar la brutalidad con que se han comportado cuando eran fuertes y realizaban una oferta que la gente no tenía posibilidad de rechazar. Y si por casualidad olvidamos cómo debió de haber sido aquello, basta con dirigir la vista a los países y sociedades en los que el clero tiene todavía poder para imponer sus condiciones. En las sociedades actuales todavía pueden verse los patéticos vestigios de ello en los esfuerzos que realiza la religión para controlar la educación, o para quedar exentos de impuestos, o para aprobar leyes que impidan que la gente insulte a su divinidad omnipotente y omnisciente, o incluso a su profeta.

Desde nuestra nueva condición mediocre y semilaica, incluso las personas religiosas referirán con bochorno la época en que los teólogos disputaban con un fervor fanático acerca de proposiciones fútiles: medir la longitud de las alas de los ángeles, por ejemplo, o debatir cuántas de estas criaturas mitológicas podrían danzar en la cabeza de un alfiler. Por supuesto, resulta aterrador recordar cuántas personas fueron torturadas y asesinadas y cuántas fuentes de conocimiento fueron arrojadas a las llamas por contener argumentos falaces sobre la Trinidad, los hadices musulmanes o el advenimiento de un falso Mesías. Pero es mejor que no incurramos en el relativismo, o en lo que E.R Thompson denominó «la enorme condescendencia de la posteridad»

1. Los obsesos escolásticos de la Edad Media hacían lo que podían con una información lamentablemente limitada, un miedo siempre presente a la muerte y al Juicio Final, una esperanza de vida muy baja y una sociedad de analfabetos. Al vivir bajo un auténtico estado de terror a las consecuencias de incurrir en el error, emplearon sus mentes hasta el máximo grado posible entonces y desarrollaron imponentes sistemas de lógica y dialéctica. No es culpa de hombres como Pedro Abelardo que tuvieran que trabajar con fragmentos de Aristóteles, muchos de cuyos escritos se perdieron cuando el emperador cristiano Justiniano cerró las escuelas de filosofía, pero que se preservaron traducidos al árabe en Bagdad y luego se propagaron desde allí hasta llegar a una Europa cristiana sumida en la ignorancia a través de la Andalucía judía y musulmana. Cuando se apropiaron del material y reconocieron a regañadientes que antes del supuesto advenimiento de Jesús habían existido discusiones inteligentes sobre ética y moral, se esforzaron al máximo para cuadrar el círculo: no tenemos gran cosa que aprender de lo que pensaban, sino mucho que trabajar para enterarnos de cómo pensaban.

Un filósofo y teólogo medieval cuyas palabras siguen siendo elocuentes con el paso de los siglos es Guillermo de Ockham. Conocido también como Guillermo de Ockham (u Occam) y llamado así según parece por el nombre de su aldea natal de Surrey, en Inglaterra, que todavía lleva ese nombre, nació en una fecha que desconocemos y murió en Munich en 1349, seguramente sumido en la desesperación y el miedo y muy probablemente a causa de la horrenda peste negra. Era franciscano (en otras palabras, discípulo del mamífero mencionado antes del que se decía que predicaba a las aves) y eso le exigía acercarse de forma radical a la pobreza, lo cual le supuso problemas con el papado de Aviñón en 1324. La disputa entre el papado y el emperador en torno a la división de poderes secular y eclesiástica es hoy día irrelevante para nosotros (puesto que en última instancia ambas partes «perdieron»), pero Ockham se vio obligado a buscar incluso la protección del emperador ante las mañas del Papa en este mundo. Enfrentado a las acusaciones de herejía y a la amenaza de excomunión, tuvo la fortaleza de responder diciendo que el hereje era el Papa. En todo caso, y dado que siempre respondía circunscribiéndose al limitado marco de las referencias cristianas, incluso las autoridades cristianas más ortodoxas reconocen que fue un pensador original y valiente.

Le interesaban, por ejemplo, las estrellas. Sabía mucho menos sobre las nebulosas de lo que sabemos nosotros, o incluso Laplace. De hecho, no sabía nada en absoluto de ellas. Pero las utilizó para formular una interesante especulación. Suponiendo que dios pueda hacernos sentir la presencia de una entidad inexistente, y suponiendo además que no necesite complicarse de este modo si puede producir en nosotros el mismo efecto mediante la presencia real de dicha entidad, si quisiera, dios siempre podría hacernos creer en la existencia de las estrellas sin que estuvieran realmente presentes. «Todo efecto que Dios causa por la mediación de una causa secundaria puede producirlo inmediatamente por sí mismo.» No obstante, esto no significa que debamos creer en cosas absurdas, puesto que «Dios no puede causar en nosotros un conocimiento tal que por él se vea evidentemente que una cosa está presente aunque esté ausente, porque ello implica contradicción». Antes de que empiece a impacientarse presuponiendo la descomunal tautología que se avecina, como sucede con tanta teología y teodicea, pensemos en lo que el padre Copleston, el eminente jesuíta, tiene que decir al respecto:. Si Dios hubiese aniquilado las estrellas, todavía podría causar en nosotros el acto de ver lo que había sido visto alguna vez, siempre que el acto sea considerado subjetivamente, e igualmente Dios nos podría dar una visión de lo que será el futuro. Uno u otro acto serían una aprehensión inmediata, en el primer caso de lo que ha sido, y, en el segundo, de lo que será .

Resulta verdaderamente asombroso, y no solo para su tiempo. Desde la época de Ockham nos ha costado varios centenares de años llegar a constatar que cuando miramos las estrellas a menudo estamos viendo luz procedente de unos cuerpos lejanos que hace mucho tiempo han dejado de existir. No importa especialmente que el derecho a observar a través de un telescopio y a especular acerca del resultado de ello fuera obstaculizado por la Iglesia: no es culpa de Ockham y no existe ninguna ley general que obligue a la Iglesia a ser tan necia. Y avanzando desde el insondable pasado interestelar que nos envía luz recorriendo unas distancias abrumadoras para nuestros cerebros, hemos acabado dándonos cuenta de que también sabemos algo sobre el futuro de nuestro sistema, incluida su velocidad de expansión y cierta noción de su definitivo final. Sin embargo, y esto es fundamental, ahora podemos hacerlo mientras nos deshacemos de la idea de dios (o incluso, si usted insiste, conservándola). Pero en cualquier caso, la teoría funciona sin esa suposición. Se puede creer en un agente divino si se desea, pero da exactamente igual, y entre los astrónomos y los físicos la fe se ha convertido en algo privado y bastante poco común.

Fue Ockham en realidad quien preparó nuestra mente para esta (según él) inoportuna conclusión. Concibió un «principio de economía», popularmente conocido como «la navaja de Ockham», cuya eficacia se basaba en deshacerse de las suposiciones innecesarias y aceptar la primera explicación o causa suficiente. No se deben multiplicar los entes sin necesidad. Este principio puede desarrollarse más. «Todo lo que se explica usando algo distinto del acto del entendimiento —escribió—, puede explicarse sin usar tal cosa distinta.» No tenía miedo de seguir su razonamiento allá donde pudiera conducirlo y anticipó la aparición de la auténtica ciencia cuando aceptó que era posible conocer la naturaleza de las cosas «creadas» sin hacer referencia alguna a su «creador». De hecho, Ockham afirmó en rigor que no se puede demostrar que dios, si se le define como un ser que posee las cualidades de la supremacía, la perfección, la singularidad y la infinitud, exista en absoluto. Sin embargo, cuando uno se propone detectar la primera causa de la existencia del mundo puede optar por llamarla «dios», aun cuando no sepa con exactitud la naturaleza exacta de esa primera causa. Y hasta la idea de primera causa presenta sus escollos, porque una causa requerirá a su vez otra. «Es difícil o imposible —escribió— probar frente a los filósofos que no puede haber un regreso infinito en la serie de causas de la misma especie, o que una pueda existir sin la otra.» Por consiguiente, el postulado de un diseñador o creador únicamente plantea la pregunta sin respuesta de quién diseñó al diseñador o creó al creador. La religión, la teología y la teodicea (ahora soy yo quien habla y no Ockham) han fracasado sistemáticamente en la tentativa de superar esta objeción. El propio Ockham tuvo que replegarse hacia la desesperada posición de que la existencia de dios solo se puede «demostrar» mediante la fe.

Como lo formuló complaciente o irritantemente, según se prefiera, el «padre de la Iglesia» Tertuliano, Credo quia absurdum, «Creo porque es absurdo». Es imposible discrepar de forma relevante de semejante opinión. Si debemos tener fe para creer algo o en algo, entonces la probabilidad de que ese algo tenga visos de certeza o de valor disminuye considerablemente. La mucho más esforzada labor de investigar, poner a prueba y demostrar algo es infinitamente más gratificante y nos ha plantado cara con hallazgos mucho más «milagrosos» y «trascendentes» que cualquier teología.

En realidad, el «acto de fe» (por asignarle el memorable nombre con que Soren Kierkegaard lo obsequió) es una impostura. Como él mismo señaló, no es un «acto» que se pueda ejecutar de una vez por todas y de manera definitiva. Es un acto que tiene que seguir realizándose una y otra vez, pese a la creciente acumulación de evidencias en contra. En efecto, este esfuerzo resulta excesivo para la mente humana y conduce a engaños y obsesiones. La religión comprende a la perfección que el «acto» está sujeto a una merma de beneficios tremenda, lo cual es el motivo por el que en realidad no suele basarse en absoluto en la «fe», sino que por el contrario corroe la fe e insulta a la razón ofreciendo evidencias y aportando «pruebas» amañadas. Algunas de estas pruebas y evidencias son el argumento del diseño, las revelaciones, los castigos y los milagros. Ahora que el monopolio de la religión se ha quebrado, está al alcance del ser humano considerar que estas evidencias y pruebas son las invenciones de la mentalidad débil que en realidad son.





En Dios no es bueno
Traducción: Ricardo García Pérez
Imagen: Angela Gorgas

El abuso de la belleza | Arthur C. Danto


 
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. –Y la encontré amarga. –Y la injurié.
Arthur Rimbaud



Comencemos por desarticular un concepto por demás problemático: el de las “bellas artes”. No porque todo concepto problemático tenga que ser disuelto, no se trata de un afán de disolver o de allanar hacia la simplicidad, sino al contrario se trata siempre de propiciar, de permitir, de poner en cuestión las falsas identidades que no permiten la aparición de una infinidad de problemas más complejos, más creativos, más vitales. Quienes todavía asisten a las exhibiciones de arte presos de esta identidad indisoluble entre arte y belleza, suelen volver decepcionados y culpan a los artistas contemporáneos por no haber podido provocar en ellos el sentimiento de lo bello.
Es claro, desde hace al menos cien años, que la categoría de belleza ya no es ni la única ni la principal manera para juzgar y apreciar las obras de arte. Sin embargo, no es menos cierto, como afirma Arthur C. Danto en El abuso de la belleza, que “seguramente hay buenas razones para que la belleza haya sido la propiedad pragmática paradigmática en la historia del arte, y su atrincheramiento en el discurso justifica más que de sobra el énfasis que pienso darle en este libro”. El título de este escrito, publicado originalmente en 2003 y traducido al español dos años después, explicita un tipo particular de violencia ejercida por la belleza en el campo de las manifestaciones artísticas. La belleza ha hecho a un lado, ha dejado en las sombras otras propiedades pragmáticas de las obras de arte: su capacidad de producir asco, asombro, terror, piedad, sublimidad. Así como también ha puesto en un segundo lugar a los aspectos semánticos de la obra de arte. He aquí el lugar en el que Danto identifica el problema del abuso de la belleza. Ella pretende ser signo de santidad, cree que pertenece al empíreo de las cualidades estéticas. Y no le faltan motivos, le han dicho que formaba una tríada intocable junto a la verdad y a la bondad. Lo más importante para Danto entonces “no es tanto depurar el concepto de arte de cualidades estéticas como depurar el concepto de belleza de la autoridad moral que intuimos debió poseer hasta el punto de que tener belleza acabara siendo visto como algo moralmente reprobable.”
En su famosa obra Principia Ethica, G. E. Moore (filósofo inglés y miembro del grupo de Bloomsbury) afirma comenzando el siglo XX este valor absoluto relacionado con el goce de los objetos bellos en asociación directa con la filosofía moral. Pocos años después el grupo de dadaístas y surrealistas bautizado por Danto como ‘la vanguardia intratable’ abjurará de la belleza. La denunciará porque todavía la asocia a la moralina de los siglos pasados. Los artistas Dadá atacaban al espíritu guerrero, autoritario, patriótico, serio, le oponían una agresividad destructora por el absurdo, el infantilismo, la deliberada falta de esteticismo, las obras efímeras, los panfletos. Producían obras que jamás pudieran ser consideradas “bellas”. Basta ver por ejemplo L.H.O.O.Q. de Marcel Duchamp o asomarse a alguna de las veladas que Hugo Ball y sus amigos realizaban en el Cabaret Voltaire. Está aquí implícita la pregunta respecto de si el mundo en el que vivimos merece que los artistas produzcan objetos bellos, o si se trata en todo caso de algún tipo de colaboracionismo. El artista norteamericano Philip Guston, que había pertenecido al movimiento expresionista abstracto, horrorizado frente a la Guerra de Vietnam, cambia completamente su obra y se pregunta “qué clase de hombre soy, sentado en mi mesa, leyendo revistas, incubando una frustrada furia por todo, para luego entrar en mi estudio para ajustar un rojo a un azul.”
 

No es cuestión entonces de aprender a ver la belleza, de lograr educarnos para saber apreciar las obras de arte que en principio no lograban producir este efecto. Ya Immanuel Kant afirmaba que el sentimiento de lo bello es anterior a lo conceptual. Danto sostiene sobre la belleza que “cuando está ahí no hay que esforzarse en verla. Uno sí debe esforzarse, en cambio, para descubrir que un cuadro es bueno aunque no sea bello, cuando desde siempre habíamos supuesto que la belleza era el modo en que debía entenderse el valor artístico.” No hay que llamar belleza a lo que no lo es, a la profundidad, a la grandeza, a la superioridad, a la inteligencia. El Desnudo Azul de Matisse es un gran cuadro, pero no es bello. El espectador debe educarse, pero no justamente para saber apreciar la belleza. Quizás la lección principal de este libro sea muy simple. La belleza no es una propiedad que sea deseable en todos los casos para las obras de arte, al contrario, en algunas ocasiones puede resultar en un detrimento de la calidad de la obra. ¿En qué casos sí podemos afirmar su necesidad? Solamente cuando forma parte del significado de la obra en cuestión. La belleza nos invita a la contemplación, si queremos invitar al espectador a la acción, seguramente sea poco conveniente embellecer la obra. La resistencia contra la tiranía de la belleza (y de sus primas hermanas: la verdad y la bondad) debe seguir adelante, pero una vez derribados los ídolos, podemos también volver sobre nuestros pasos y utilizar los antiguos templos como lugares de paso y vestir las vetustas máscaras como escenarios para nuestros juegos.


por Diego Singer

miércoles, 29 de enero de 2014

Stanley Kubrick’s List of Top 10 Films (The First and Only List He Ever Created)



When, over the past weekend, I noticed the words “Stanley Kubrick” had risen into Twitter’s trending-topics list, I got excited. I figured someone had discovered, in the back of a long-neglected studio vault, the last extant print of a Kubrick masterpiece we’d somehow all forgotten. No suck luck, of course; Kubrick scholars, given how much they still talk about even the auteur’s never-realized projects like Napoleon, surely wouldn’t let an entire movie slip into obscurity. The burst of tweets actually came in honor of Kubrick’s 85th birthday, and hey, any chance to celebrate a director whose filmography includes the likes of Dr. StrangeloveThe Shining, and 2001: A Space Odyssey, I’ll seize. The British Film Institute marked the occasion by posting a little-seen list of Kubrick’s top ten films.


“The first and only (as far as we know) Top 10 list Kubrick submitted to anyone was in 1963 to a fledgling American magazine named Cinema (which had been founded the previous year and ceased publication in 1976),” writes the BFI’s Nick Wrigley. It runs as follows:

1. I Vitelloni (Fellini, 1953)
2. Wild Strawberries (Bergman, 1957)
3. Citizen Kane (Welles, 1941)
4. The Treasure of the Sierra Madre (Huston, 1948)
5. City Lights (Chaplin, 1931)
6. Henry V (Olivier, 1944)
7. La notte (Antonioni, 1961)
8. The Bank Dick (Fields, 1940—above)
9. Roxie Hart (Wellman, 1942)
10. Hell’s Angels (Hughes, 1930)

But seeing as Kubrick still had 36 years to live and watch movies after making the list, it naturally provides something less than the final word on his preferences. Wrigley quotes Kubrick confidant Jan Harlan as saying that “Stanley would have seriously revised this 1963 list in later years, though Wild Strawberries, Citizen Kane and City Lights would remain, but he liked Kenneth Branagh’s Henry V much better than the old and old-fashioned Olivier version.” He also quotes Kubrick himself as calling Max Ophuls the “highest of all” and “possessed of every possible quality,” calling Elia Kazan “without question the best director we have in America,” and praising heartily David Lean, Vittorio de Sica, and François Truffaut. This all comes in handy for true cinephiles, who can never find satisfaction watching only the filmmakers they admire; they must also watch the filmmakers the filmmakers they admire admire.

Edgar Bayley: Reconquista





1



esto lo digo por el flamenco y el polen
por el aire
por el viaje
que de tanto recorrer
y desandar
se me ha vuelto pan todo romero



2


si estoy o no estoy
(quimera verdad campana)
lo mismo da
para el mar y la araucaria



3


avanzan las sombras y las luces
poco a poco
en la bahía
¿estoy despierto?
¿juego mal?
¿elijo bien la flor de mi destino?

todo es igual
victoria o exterminio
igual al fondo de la gruta



4


la casa la partida
el comején la duda
y engaño altar portón estría
nada importan al topo y al orante



5


florecer florecer
una y otra vez
en la tormenta
agridulce escozor
molienda diaria
todo sirve



6


en este salir entrar
en este incendio
ni esparto ni exorcismo
ni manantial

ni cuenca taza
ni escafandra:
sin auxilios
nada más que el rumbo cierto



7


¿pero en qué ribera
hachón
o salamandra
surgirá la fe o la pregunta?



8


¡qué difícil el rostro
el ademán
la altura!
¡oh qué bueno es estar
de verdad
en todo instante
conservar el bastón en la borrasca
aventar la duda
la señal aciaga
madurar
cobijar la adormidera
inocencia y vigilia en una mano!



9


volver
entonces volver
al sueño
al mediodía
y dejar que convivan los jazmines
con los ojos de buey y los lagartos



10


dejar que un rostro oval
un piano
la sentina
surjan de improviso
en la negra muralla embanderada



11


esto veo lentamente
reconozco el monte y el camino








En Antología personal
Buenos Aires, Centro Editor de America Latina, 1983

LA SEGUNDA MANO DE BONNARD





A los ochenta años, Pierre Bonnard, además de hundido en las sombras de la viudez, segregado por la crítica, anotaba sobre la suerte de su obra: “Cuando mis amigos y yo quisimos desarrollar la búsqueda de los impresionistas, intentamos sobrepasar sus impresiones naturalistas del color. Fuimos más exigentes con la composición. Pero la marcha del progreso se precipitó, la sociedad dio la bienvenida al cubismo y al surrealismo antes de que nosotros lográramos lo que nos habíamos propuesto. Quedamos entonces suspendidos en el aire”. Bonnard nunca había sido un artista de ruptura y sus logros, no menores en su modestia, más bien parecen sosegados. Pintaba escenas familiares, paisajes. Se lo había tildado de artista burgués y conservador. Una y otra vez dibujaba y pintaba a Marie Boursin, que se hacía llamar Marthe, y era su compañera de toda la vida. Marthe era una maniática de la higiene. Y Bonnard la registró con pasión en numerosas “toilettes” que recuerdan a Degas. Evocándolo, Raymond Carver le dedicó un poema que supo traducir Esteban Moore: “Los desnudos de Bonnard”. Escribió Carver: “Su esposa./ Durante cuarenta años su modelo./ El la pintó una y otra vez. El desnudo/ de su último/ cuadro, es el mismo desnudo joven/ del primer cuadro. Su esposa./ El la recordaba joven. Los tiempos/ en que ella era joven. Su esposa, en la bañadera,/ en el tocador frente al espejo. Sin ropas./ Su esposa cubriéndose con las manos/ los pechos duros,/ mirando hacia el jardín,/ donde los rayos del sol desparraman/ tibieza y color./ Todas las especies vivientes floreciendo./ Ella joven y temerosa y excesivamente deseable/ en su desnudez. Cuando ella murió,/ él continuó pintando un poco más./ Fueron algunos paisajes, luego se murió./ Lo enterraron junto a ella./Su joven esposa”.


El poema de Carver intenta trasmitir una obsesión, la del tema, Marthe, y sus variaciones, las “toilettes”. La misma obsesión se proyectaba décadas después en otro país, en la literatura de Carver. Sus cuentos y poemas giran en torno del deterioro de las relaciones amorosas, la depresión, el alcoholismo, un crack up social y personal. Al leerlo parece escucharse siempre un electrodoméstico descompuesto. Carver le ha contado en un reportaje a Mona Simpson para el The Paris Review que tras escribir la primera versión de un cuento lo guardaba en un sobre y lo dejaba reposar un tiempo. Meses después volvía a la carga. Lo que explica esa precisión que había aprendido de su maestro John Gardner: “Si lo podés contar en quince palabras por qué no probar si podés hacerlo en diez”. De lo que se trata, en definitiva, es de no confiar en el impromptu de la inspiración, ese arrebato sospechoso. Tal fue su obsesión que, al publicarlos por segunda vez, eran una versión más afinada que la anterior. De forma tácita, su actitud ilumina su afinidad con Bonnard.


Ahora una anécdota que los conecta. Al recorrer un museo parisiense, un guardián se alarmó al sorprender a un viejo sentado frente a un desnudo de Bonnard. El viejo, paleta en una mano, pincel en la otra, trabajaba sobre el cuerpo de una mujer en una “toilette”. El guardián se lanzó a detenerlo queriendo impedir el ultraje. Lo que tardó en aclarar fue que el viejo tenía toda una buena razón del mundo en hacer lo que hacía. Corregía lo que para él eran unas imperfecciones del artista. También tardó en presentarse: Pierre Bonnard. El cuadro sobre el que estaba trabajando era suyo. Mito o verdad, la anécdota tiene su sentido. En especial si se tiene en cuenta una anotación encontrada en uno de los cuadernos del artista, el comentario que le había hecho alguna vez un pintor de brocha gorda: “Mire, señor, en pintura la primera mano siempre queda bien, en la segunda lo espero...”

martes, 28 de enero de 2014

Carlos Fuentes - Un fantasma tropical


Les contó que en el pueblo donde vivía junto al mar había muy poca gente rica y una de ellas, fabulosamente pudiente, según decía el rumor, era una mujer muy anciana que ya no salía nunca y que, según todos los chismes de las mujeres del pueblo, guardaba tesoros incalculables y joyas finísimas en rincones secretos de su casa blanca, enjalbegada, de dos pisos, con columnas resistentes a las mordidas del mar... Como nadie la veía desde hacía diez años, la gente empezó a darla por muerta. Y como nadie reclamaba su herencia, todos decidieron que el cuento de las joyas era perfectamente fantástico, que la señora sólo tenía bisutería. Y como la casa iba viniendo a menos, escarapeladas las columnas, llenos de goteras los porches y vencidas e inválidas las mecedoras traídas de la Nueva Orleans el siglo pasado, cuando eran la gran novedad gringa, el status symbol de los años 1860, cuando el auge de quién sabe qué, estaba claro que a nadie le interesaba reclamar ninguna herencia, si es que la señora invisible de verdad se había muerto.


Los más viejos decían haberla visto de joven. ¿Cuándo de joven, de joven cuándo? Pues allá por los años veintes, cuando las mujeres de la costa empezaron a cortarse el pelo a la bob, con alas de cuervo y nucas pelonas, falditas cortas y tacones altos, toda esa putería que nos llegó del norte... y ella no. Los que la vieron entonces dicen que ella, joven y hermosa como era, persistía en vestirse como antes, con faldas largas y botines de lazo, blusas oscuras bien abotonadas hasta el cuello, y uno como collar de la decencia, una corbatilla blanca como la luz de las seis de la mañana detenida por un camafeo. ¿Qué era el camafeo, qué describía, era un novio perdido, muerto, qué qué qué? Una mujer. Era el retrato de una mujer. Y cuando la futura anciana señora salía de su casa de pisos de mármol cuadriculados como un tablero de ajedrez, siempre se cubría con un parasol negro, pero su mirada no se la daba a nadie, sino a la mujer del camafeo que tenía prendido al pecho.

La espiaban. Recibía mujeres en su casa. Jamás un hombre. Una señora decente. Pero quién sabe si lo eran las mujeres que recibía. Pelonas, con collares largos cubriéndoles los escotes de satín por donde rebotaban las teticas de seda...

—Pero todo eso pasó hace mil años.

—No hay tal cosa. Nunca hubo mil años. Hubo novecientos noventa y nueve o hubo las mil y una noches. Odio los números redondos.

—Bueno, hace cuarenta y cuatro años, pon tú.

—Pongo yo, pues...

—La dieron por muerta. Es lo interesante.

Y yo que era un muchachito curioso, pero así, reventando de curiosidad, decidí aclarar el misterio de una vez por todas. Iba a cumplir los trece y pronto mi cuerpo ya no iba a caber entre las rejas que protegían la casa de la madama esta. De modo que una noche decidí colarme, pasadas las once, cuando el pueblo o ya se durmió, o ya se emborrachó. Apenas cupe entre dos barrotes. Me atarantó el olor de magnolia. Sentí crujir los tablones de la escalera que conduce al porche. La puerta de entrada estaba cerrada pero una ventana tenía los vidrios rotos. Me colé y me encontré en un vestíbulo que era como una rotonda de piso blanquinegro y un techo de emplomados donde un ángel desplegaba alas de pavorreal. De las puntas de las alas caían gotas espesas, aceitosas. Y entraba una luz que no era la de la noche, aunque tampoco la de la mañana. Una luz propia, me dije, sólo de esta casa. Esas cosas pasan en el trópico.

Entonces comencé a explorar. Varias puertas se abrían sobre la rotonda. Eran idénticas entre sí, como en los cuentos de hadas. Abrí la primera y me asustó un Buda de esos que constantemente mueven la cabeza y enseñan la lengua, asintiendo y burlándose.
Cerré apresuradamente y me fui a la siguiente puerta. Aquí tuve suerte. Era una biblioteca, lugar ideal, según las películas de miedo, para esconder cosas y apretar botones que descubren paneles corredizos etcétera. Ya conocen el rollo. Pero yo ya había leído en la escuela el cuento de Poe traducido por Cortázar, el de la carta robada. Allí se demuestra que el mejor lugar para esconder algo es el lugar más obvio, el más visible, que de tan visible se vuelve invisible. ¿Qué era lo más obvio en una biblioteca? Los libros. ¿Y entre los libros? El diccionario, el libro sin personalidad propia. ¿Y entre los diccionarios? El de la academia española, la lengua que hablamos todos.

Me fui sobre el libro de pastas de cuero claro y etiqueta roja, que veía todos los días en la escuela. Lo abrí y era lo que yo esperaba. Un libro hueco, una simple caja que abrí sin respirar apenas. Allí estaban las joyas de la vieja dama. Metí la mano para sacar la que más brillaba y allí debí conformarme. Pero ustedes ya saben lo que es la codicia cuando no hay conciencia y volví a meter la mano. Sólo que esta vez había allí otra mano que se me adelantó, tomó la mía con fuerza y me obligó a soltar el collar de perlas y mirar hacia la dueña de la mano helada, descarnada, que con tanta fuerza oprimía la mía.

No era dueña, sino dueño.

Era un hombre. Muy viejo, sin pelo, o más bien con mechones cenizos saliéndole de donde no debieran, las orejas y las narices y los rincones de los labios, un terrible anciano de dientes amarillos y ojeras pantanosas, de cuyo tacto nauseabundo (le apestaban las manos) me desasí con toda la fuerza de mis casi trece años para huir con la única joya que salvé... Me volteé para mirarlo. Ya les dije que mi curiosidad siempre me gana. ¡Va a ser mi perdición, muchachos! Quise ver de cuerpo entero a este espanto que se me apareció antes de la medianoche, ¡qué sería después de esa hora!

Era un hombre. Calvo, anciano, macilento y maloliente. Pero vestía como mujer. Un traje largo, antiguo, con botones, cerrado hasta el cuello, una corbatilla que fue blanca, mugrosa, amarilla, y el camafeo de una mujer bellísima, antigua, viva, muerta... ¿quién sabe?

Salí corriendo por donde entré. El espectro de la casa no me persiguió.

Dormí con mi brillante joya escondida bajo la almohada. Al día siguiente, di un pretexto para irme al puerto y enseñársela a un joyero judío que había emigrado de Amsterdam huyendo de los nazis. Me dijo la verdad: la joya no valía nada, era de las que se encuentran en las tiendas Woolworth en todo el mundo...

Pero nunca le conté a nadie lo que me había pasado. El pueblo siguió creyendo que la vieja había muerto y que su fortuna era un mito, puesto que nadie la reclamaba. Yo no dije la verdad. Ustedes son los primeros en oír mi historia. Agradézcanmela, que nuestras noches van a ser largas y mañana quién sabe si sigamos vivos...



En Cuentos sobrenaturales

lunes, 20 de enero de 2014

Remedio contra el insomnio

 




París, 1930. Man Ray, el fotógrafo nacido Emmanuel Radnitzky en Brooklyn, tiene insomnio. La vida le sonríe, está donde quiere estar, se codea con los mejores artistas de su tiempo, todos quieren ser fotografiados por él, pero él no puede dormir. No hay somnífero que le haga efecto, no hay método que lo ayude a conciliar el sueño, hasta que un norteamericano llamado William Seabrook le murmura en el oído que se acueste con una pistola cargada junto a la almohada.


Santo remedio. Agradecidísimo, Man Ray va hasta su hotel y le ofrece retratarlo. Seabrook había llegado a París rodeado del escándalo de sus tres libros de viaje: en el primero contaba cómo se había aventurado hasta los confines del desierto en Arabia para encontrar a una tribu de adoradores de Satán; en el segundo revelaba al mundo que en Haití había una magia llamada vudú que permitía que los muertos trabajasen para los vivos (a él le debemos la palabra zombis); en el tercero encontraba una tribu caníbal en Africa que le daba de comer carne humana. Para demostrar a los surrealistas que no mentía, compró a unos estudiantes de medicina unas lonjas de cadáver de la morgue y las cocinó él mismo y se las comió delante de los surrealistas, luego de que todos ellos declinaran el convite.


Man Ray llevó a su asistente y amante Lee Miller a la sesión de fotos con Seabrook. El los recibió en su hotel, en una suite enorme. En un rincón había una mujer desnuda en el piso, con las manos esposadas a una larga cadena, pero Seabrook se dispuso a posar como si nada. Lee Miller vio sobre una mesa una inquietante gargantilla de metal y preguntó si podía probársela. Seabrook se la puso, Man Ray los fotografió. Seabrook dijo que tenía que irse. Man Ray dijo que no habían terminado. Seabrook propuso que lo esperaran, él les haría subir comida, a la chica del rincón debían trozarle la comida y dejársela en un plato en el piso, ella comería de ahí, les daba la llave de las esposas sólo por alguna emergencia como que se incendiara el hotel pero en ningún otro caso debían soltarla, la cadena era lo suficientemente larga como para que llegara hasta el balde que había en el baño.


Cuando les subieron la comida, Man Ray liberó a la chica y le ofreció sentarse con ellos. Ella les contó que Seabrook no la dejaba lavarse pero eso era todo, otro cliente le daba latigazos, venía especialmente de Alemania con una valija llena de látigos, le daba un solo azote con cada uno y ponía un billete de cien francos sobre la cómoda antes; ver crecer el montón de billetes ayudaba, y además eran látigos de fantasía, así que no lastimaban tanto. Seabrook, en cambio, se conformaba con sentarse a mirarla con un vaso de whisky en la mano, y la llevaba con la cadena hasta los pies de su cama cuando se iba a dormir. La conversación no podía ser más amena, pero Seabrook volvió antes de lo esperado y se puso como un basilisco. “¡Han arruinado ocho días de amorosa tarea!” Echando fuego por los ojos se encaró con Man Ray, le murmuró unas palabras en idioma desconocido y lo echó a empujones de la suite.


Me faltó decir que Man Ray pintaba, además de sacar fotos. Cuando se cambió el nombre y partió rumbo a París, el plan era triunfar como pintor allá, pero a todos les gustaban más sus experimentos fotográficos que sus telas. Kiki de Montparnasse dijo una vez: “No poso para fotógrafos, sólo para pintores. Un fotógrafo no puede cambiar la apariencia de las cosas. Salvo Man Ray”. Le faltó agregar: pero no como pintor, que era lo que le decía siempre que lo veía luchando frente a una tela. Sin embargo, cuando escapó de París, Man Ray no llevó consigo ni sus cámaras ni sus negativos; sólo un puñado de sus lienzos favoritos, enrollados dentro de una alfombra. Una cosa era sacar fotos en París y otra ser fotógrafo en América, y Man Ray se negaba a ser eso en su tierra: allá quería exponer su pintura. Logró llegar en barco a Nueva York, aunque debió dejar en manos caritativas su enorme tela Les Amoreux, un par de labios gigantes que flotaban en el cielo. No pasó nada con sus cuadros en Nueva York, pero le ofrecieron una muestra en Los Angeles. Aceptó ir por una semana y terminó anclado allá toda la guerra, dando clases de pintura a las esposas de los ricos de Hollywood.


En 1945, recibió un inesperado telegrama de Seabrook, que acababa de llegar de Europa y traía algo que quería entregarle en mano. Junto al telegrama venía un pasaje en tren a Nueva York. Man Ray llegó hasta la suite de Seabrook en el Waldorf-Astoria. En un rincón había una mujer encadenada, desnuda pero cargada de joyas. Seabrook la presentó como su secretaria y la desestimó como si no existiera. Estaba muy borracho y muy frenético. De un baúl cerrado con llave sacó una tela enrollada y se la tendió a Man Ray. Era Les Amoreux. Seabrook dijo que no había sido fácil entrarla pero se lo debía, porque temía haberle echado una maldición muy poderosa la última vez que se habían visto. “He descubierto que mis poderes son superiores a lo que suponía, y no son del todo gobernables. Es mi deber decírtelo.” Man Ray estaba demasiado feliz por el reencuentro con su pintura (si había algún lugar en el mundo donde podían pagar dinero por ella era en las mansiones de Hollywood), no prestó atención a las palabras de Seabrook. Meses después llegó hasta Los Angeles la noticia de que Seabrook había muerto en el hospital psiquiátrico de Bellevue. Lo tenían internado porque lo encontraron desvariando por la calle. Aunque estaba atado con tiras de cuero a su cama logró engullir un frasco entero de somníferos. Cuando nadie reclamó el cadáver fueron al domicilio que figuraba en su billetera: una casita humilde de Nueva Jersey, cuya puerta estaba sin llave, y en cuyo interior encontraron a una mujer desnuda y cargada de joyas dentro de una jaula con la reja abierta, que dijo ser la esposa de Seabrook, y mostró documentos que certificaban el vínculo.


Man Ray volvió a París en cuanto pudo; es decir, cuando pudo recuperar su vandalizada casa en Montparnasse. Para entonces, dadaístas y surrealistas ya eran piezas de museo, el centro de la pintura mundial se había trasladado a Nueva York, pero a Man Ray no le importó porque por fin le ofrecieron la muestra de pintura que creía merecerse. Durante los tres días iniciales no fue nadie, pero entonces unos jovencitos vandalizaron la muestra y dispararon una pistola contra Les Amoreux, dejándole cinco orificios de bala. La compañía de seguros ofreció restaurarla y reinaugurar cuando estuviese lista. Man Ray prefirió dejarla como estaba y que la muestra continuara así. Fue la sensación de la temporada. Los viejos surrealistas salieron de sus sepulcros en vida y acudieron en masa atraídos por el escándalo, y por supuesto felicitaron a su colega, dando por obvio que los balazos los había mandado a disparar él, siguiendo el viejo adagio surrealista: “No hay nada que no pueda solucionarse con una pistola”, las mismas palabras que el difunto William Seabrook le había murmurado en el oído a Man Ray veinte años antes.



por Juan Forn 

lunes, 13 de enero de 2014

Kurt Vonnegut - Tango






En todas las solicitudes de trabajo que relleno, se piden los datos y las fechas de todo lo que he hecho hasta ahora con mi vida adulta y se advierte severamente contra la posibilidad de dejar períodos en blanco. Daría lo que fuera por un permiso para obviar los tres últimos meses, cuando trabajé de profesor particular en un pueblo llamado Pisquontuit; cualquiera que llame a mi antiguo jefe en busca de una evaluación sobre mi carácter, acabará con las orejas ardiendo.
En todos los formularios hay una pequeña sección titulada Observaciones donde puedo contar mi versión de lo acaecido en Pisquontuit, pero hay pocas posibilidades de que alguien entienda mi versión si no ha visto Pisquontuit. Y las posibilidades de que un hombre normal vea Pisquontuit son más o menos las mismas de tener una mano con dos escaleras reales de picas seguidas.
Pisquontuit es una palabra india que significa aguas brillantes y que los pocos privilegiados que conocen la existencia de la localidad pronuncian Ponit. Es una colección secreta de mansiones junto al mar. Se llega por un camino poco prometedor y sin señalización alguna que se separa de la carretera principal y desaparece en un bosque de pinos. En el bosque, junto a la rotonda de la entrada del camino, vive un guardia que se encarga de que los vehículos que no sean del término de Pisquontuit den la vuelta y se marchen por donde llegaron. Los coches de Pisquontuit son muy grandes o muy pequeños.
Trabajé allí como profesor particular de Robert Brewer, un amable y mediamente espabilado joven que estaba preparando el examen de acceso a la universidad y necesitaba ayuda.
Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que Pisquontuit es la comunidad más selecta de los Estados Unidos. Mientras estuve allí, un caballero vendió su casa con el argumento de que sus vecinos eran «un bonito montón de estirados» y se volvió al lugar al que pertenecía, el elitista barrio de Beacon Hill, en Boston. Mi jefe, el padre de Robert, Herbert Clewes Brewer, dedicaba casi todo su tiempo a las regatas de veleros y a escribir cartas llenas de indignación que luego enviaba a Washington. Estaba indignado porque todas las mansiones de la localidad aparecían en los mapas del Estudio Geodésico de los Estados Unidos, que prácticamente cualquiera podía comprar.
Era una comunidad tranquila. Sus miembros habían pagado sumas espléndidas a cambio de paz y cualquier onda pequeña parecía un maremoto. En el corazón de mis problemas no había nada más violento ni bárbaro que el tango.
El tango es, por supuesto, un baile de origen hispanoamericano, generalmente en compás de cuatro por cuatro, con inclinaciones muy marcadas y pasos de tuerca sobre las puntillas de los pies. Un sábado por la noche, durante el baile semanal del Club Náutico de Pisquontuit, el joven Robert Brewer, mi alumno, que no había visto la ejecución de un tango en sus dieciocho años de vida, empezó a doblarse lentamente y a retorcer las puntillas de los pies. Sus movimientos eran vacilantes al principio, tan involuntarios como un escalofrío. La mente y la cara de Robert estaban en blanco cuando ocurrió. La embriagadora música hispana se introdujo por sus oídos, no encontró a nadie en casa bajo su marcial corte de pelo y tomó posesión de su largo y delgado cuerpo.
Algo hizo clic y atrapó a Robert en el mecanismo de la música. Su compañera, una sencilla y saludable chica con tres millones de dólares y un centro bajo de gravedad, forcejeó avergonzada y luego, al ver la expresión feroz de los ojos de Robert, sucumbió. Los dos se fundieron en uno. En uno que se movía muy deprisa.
Nunca se había hecho nada igual en Pisquontuit.
Bailar en Pisquontuit consistía en un cambio de peso casi imperceptible de un pie a otro, con los dos pies en el suelo y separados por una distancia de entre siete y catorce centímetros. Ese cambio de peso tan recatado servía para todos los tipos de música, desde la samba, el vals y la gavota hasta el fox-trot, el bunny hogy el hokey pokey. No importaba qué baile nuevo se pusiera de moda, porque Pisquontuit lo sofocaba con facilidad. Si la sala de baile hubiera estado llena de gelatina transparente hasta la altura de los hombros, no habría dificultado los movimientos de los bailarines. Ya puestos, se podría haber llenado hasta un punto situado justo por debajo de sus narices, porque su acuerdo en todos los temas era tan absoluto que las discusiones se habían reducido a una especie de taquigrafía verbal que se parecía al asma.
Y allí estaba Robert, cruzando y volviendo a cruzar la sala de baile como una motora.
Nadie prestó la menor atención a Robert y su acompañante mientras navegaban a toda velocidad y se escoraban. La indiferencia equivalía a la decisión de atar a un hombre al timón o de arrojarlo a una mazmorra en otros lugares y épocas. Robert se acababa de incluir en la misma categoría que el pobre diablo de Pisquontuit que pintó de negro la parte inferior de su barco, de otro que descubrió demasiado tarde que nadie salía a nadar antes de las once de la mañana y de uno más que no se pudo quitar la costumbre de decir «vale» por teléfono.
Cuando la canción terminó, la compañera de Robert se excusó, sonrojada y temblorosa, y el padre de Robert se unió a él junto al quiosco de música.
Cuando el señor Brewer estaba enfadado, metía la lengua entre los dientes y hablaba por los lados, retirándola únicamente para pronunciar las palabras con s.
—¡Por todos los santos, Bubs! —dijo a Robert—. ¿Qué crees que eres, un gigoló?
—No sé lo que ha pasado —se defendió Robert, colorado—. Nunca había bailado ese tipo de música... ha sido como si me volviera loco. Como volar.
—Considérate arrojado a las llamas —declaró el señor Brewer—. Esto no es Coney Island y no se va a convertir en Coney Island. Y ahora, pide disculpas a tu madre.
—Sí, señor —dijo Robert, conmocionado.
—Parecías un maldito flamenco jugando al fútbol —insistió el señor Brewer, que después asintió, metió la lengua en la boca, cerró los dientes con un clac y se marchó ofendido.
Robert pidió disculpas a su madre y se fue directamente a casa.
Robert y yo compartíamos una suite de dos dormitorios, un salón y un cuarto de baño, situada en el tercer piso de lo que se conocía como el chalet Brewer. Robert parecía dormido cuando volví a casa, poco después de la medianoche.
Pero a las tres de la mañana me despertó una música suave que procedía del salón y los sonidos de alguien que iba de un lado a otro, agitado. Abrí la puerta y sorprendí a Robert en el acto de bailar un tango en soledad. En el instante anterior a que me viera, sus narinas estaban ensanchadas y sus ojos, entrecerrados, parecían los ojos ardientes de un jeque.
Soltó un grito ahogado, apagó el tocadiscos y se dejó caer en el sofá.
—Sigue —dije—. Lo estabas haciendo bien.
—Supongo que nadie es tan civilizado como le gustaría creer —declaró Robert.
—Hay mucha gente decente que baila tango —alegué.
El apretó y relajó los puños.
—¡Ordinario, necio, grotesco! —exclamó.
—No está pensado para dar buena imagen, sino para sentirse bien.
—Eso no se hace en Pisquontuit —dijo.
Yo me encogí de hombros.
—¿Qué pasa con Pisquontuit?
—No pretendo ser maleducado, pero no lo entenderías.
—He dado suficientes vueltas por el mundo como para distinguir la clase de maniobras que se ejecutan por aquí —dije.
—Para ti es fácil hacer comentarios. Cuando no se tienen responsabilidades, reírse de todo es muy fácil.
—¿Responsabilidades? —pregunté—. ¿Tú tienes responsabilidades? ¿Hacia qué?
Robert miró a su alrededor con expresión malhumorada.
—Hacia esto... hacia todo esto —contestó—. Es de suponer que algún día estaré a cargo de todo esto. Tú, en cambio, eres libre como el viento; puedes ir y venir y reírte tanto como quieras.
—¡Pero Robert! Sólo es una propiedad inmobiliaria. Si te deprime, véndela cuando sea tuya.
Robert se quedó anonadado.
—¿Venderla? Mi abuelo construyó este lugar.
—Pues era un gran albañil.
—Es una forma de vida que está desapareciendo a toda prisa, en todo el mundo —afirmó Robert.
—Que vaya con Dios —dije.
—Si Pisquontuit se hunde, si todos abandonamos el barco, ¿quién va a preservar los viejos valores?
—¿Qué viejos valores? ¿Ponerse lúgubre con el tenis y las regatas?
—¡La civilización! —exclamó—. ¡El liderazgo!
—¿Qué civilización? ¿Te refieres al libro que tu madre insiste en que leerá algún día, aunque la mate? ¿Es que hay alguien aquí que vaya a alguna parte?
—Mi bisabuelo fue vicegobernador de Rhode Island —bramó.
Como necesitaba una réplica para la sentencia de Robert, encendí el tocadiscos. La habitación se volvió a llenar de tangos.
Llamaron suavemente a la puerta. Abrí y resultó ser Marie, la joven y bella criada del piso de arriba, que estaba en bata.
—He oído voces y he pensado que podían ser merodeadores —explicó. Sus hombros se movían levemente al ritmo de la música.
La tomé entre mis brazos, con facilidad, y fuimos bailando tango hasta el salón.
—Con cada paso que damos —dije—, traicionamos nuestros orígenes de clase media baja y hundimos la estaca un poco más en el corazón de la civilización.
—¿Cómo? —preguntó Marie, con los ojos cerrados.
Sentí una mano en el hombro. Robert, cuya respiración se había acelerado, tomó el relevo.
—Tras nosotros, el diluvio —sentencié mientras llenaba el cargador del tocadiscos.
Así empezó el vicio secreto de Robert. Y el de Marie y el mío.
Repetíamos el ritual casi todas las noches. Encendíamos el tocadiscos, Marie bajaba a investigar y después bailaba conmigo ante la mirada huraña de Robert. Luego, Robert se levantaba dificultosamente del sofá, como un anciano con artritis, y me sustituía sin decir nada. Era el equivalente en Pisquontuit a una misa negra.
Al cabo de tres semanas, Robert se había convertido en un bailarín magnífico y se había enamorado locamente de Marie.
—¿Cómo ha pasado? —me preguntó—. ¿Cómo ha podido pasar?
—Tú eres un hombre y ella es una mujer —respondí.
—Pero somos absolutamente diferentes.
— ¡Vive la diferencia absoluta!
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? —repitió, desconsolado.
—Proclamar tu amor.
—¿Por una criada? —preguntó con incredulidad.
—La realeza ha desaparecido o ha pasado a ser una simple palabra, Robert. Los descendientes del vicegobernador de Rhode Island no tienen más opción que casarse con plebeyos. Es como el juego de la silla.
—No tiene ninguna gracia —protestó amargamente.
—Bueno, no te puedes casar con nadie en Pisquontuit, ¿verdad? Ha habido un guardia en el bosque durante tres generaciones y, en la actualidad, todas las personas que están dentro son primos segundos por lo menos. El sistema lleva la semilla de su propia destrucción, salvo que se empiece a mezclar con los chóferes y con las criadas del piso de arriba.
—Recibimos sangre nueva constantemente —alegó Robert.
—No. La sangre nueva se marchó. Volvió a Beacon Hill.
—¿En serio? No lo sabía. Me he fijado en pocas cosas además de Marie. —Se llevó una mano al corazón—. Esta fuerza hace contigo lo que quiere hacer contigo; hace que sientas lo que quiere que sientas.
—Tranquilo, chico, tranquilo —dije, y empecé a interrogar a Marie, con cierta brusquedad, sobre si estaba o no estaba enamorada de Robert.
Por encima del ruido de la aspiradora, me dio respuestas evasivas y equívocas.
—Me siento como si hubiera creado a Robert a partir de la nada —declaró.
—Dice que le has mostrado al salvaje que lleva dentro.
—Eso es lo que quería decir. Que dudo que hubiera un salvaje en él cuando empezamos.
—Qué lástima. Con todas las molestias que se han tomado para mantener a los salvajes a distancia... Ya sabes que, si te casas con él, tendrás un salvaje muy rico.
—De momento, sólo es un bebé en una incubadora —afirmó con malicia.
—Para Robert, la vida está perdiendo todo su sentido. No eres consciente de lo que le estás haciendo. Ya ni siquiera le importa si gana o pierde en el tenis y las regatas.
Mientras yo hablaba del amor de otro y miraba a través de las anchas y azules ventanas del alma de Marie, un anhelo denso e insistente inundó mis sentidos.
—Ni siquiera sonríe cuando alguien pronuncia Pisquontuit como se deletrea —susurré, alargando las últimas sílabas de la frase.
—Supongo que lo siento terriblemente —declaró, picara.
Yo perdí la cabeza. La agarré de la muñeca.
—¿Me amas? —dije con voz baja y ronca.
—Quizás.
—¿Me amas? ¿O no me amas?
—Nunca se sabe con una chica a la que criaron para que fuera afectuosa y amable. Y ahora, permite que esa chica honrada siga con su trabajo.
Me dije a mí mismo que no había visto a una joven tan bella y tan honrada en toda mi vida. Cuando volví con Robert, yo era un rival celoso.
—No puedo comer, no puedo dormir —confesó.
—No me llores en el hombro —estallé—. Ve a hablar con tu padre y cuéntaselo. Que te compadezca él.
—¡Dios mío, no! ¡Menuda idea!
—¿Has hablado alguna vez con él, de alguna cosa?
—Bueno, durante una temporada tuvimos lo que él llamaba conocer al niño —respondió Robert—. Cuando yo era pequeño, solía reservar las noches de los miércoles para eso.
—Muy bien, entonces tienes un precedente para hablar con él. Recrea el espíritu de aquellos días. —Yo quería que se levantara del sofá para poder tumbarme y mirar el techo.
—Pero no se puede afirmar que habláramos exactamente. El mayordomo venía a mi habitación e instalaba el proyector de cine. Después, mi padre subía y proyectaba una película de Mickey Mouse durante una hora. Nos limitábamos a sentarnos en la oscuridad mientras la película pasaba.
—¡Erais uña y carne! ¿Qué puso fin a esa borrachera emocional?
—Una mezcla de cosas. Sobre todo, la guerra. Era jefe del servicio contra incursiones aéreas de Pisquontuit; estaba a cargo de la sirena y de todo, y le exigía mucho... Yo le cogí el tranquillo a pasar los carretes de película sin ayuda de nadie.
—Los niños de este lugar maduran pronto —dije, afrontando un bonito dilema. Como tutor de Robert, tenía la responsabilidad de que madurara; pero su inmadurez era mi mayor ventaja en nuestra rivalidad por Marie. Tras pensarlo mucho, tracé un plan que prometía convertir a Robert en un hombre y arrojar a Marie, libre y sin obstáculo alguno, a mis brazos.
—Marie —dije, tras alcanzarla en el pasillo—. ¿Es Robert? ¿O soy yo?
—¡Ssssss! Baja la voz. Abajo hay una fiesta, y el sonido baja por la escalera.
—¿Te gustaría liberarte de todo esto? —susurré.
—¿Por qué? Me gusta el olor a cera de muebles. Gano más dinero que mi amiga de la fábrica de aviones. Y conozco a gente de clase social muy alta.
—Te estoy pidiendo que te cases conmigo, Marie. Yo nunca me avergonzaría de ti.
Ella dio un paso atrás.
—¿Qué has querido decir con eso? Exijo saber quién se avergüenza de mí.
—Robert —respondió—. Te ama, pero su vergüenza es más fuerte que su amor.
—Pues parece contento de bailar conmigo. Nos lo pasamos bien.
—En privado —puntualicé—. A pesar de todos tus encantos, ¿crees que daría un solo paso de baile, contigo, en el Club Náutico? No lo haría por nada del mundo.
—Lo haría —dijo lentamente— si yo lo quisiera, si yo lo quisiera de verdad.
—Preferiría morir a bailar contigo. ¿Has oído hablar de los borrachos que sólo beben a solas? Pues bien, te has buscado un amante que sólo ama en privado.
La dejé con aquel pensamiento inquietante y me sentí satisfecho cuando, bien entrada la noche, vino a bailar y me lanzó una mirada de desafío. Sin embargo, no hizo nada fuera de lo común hasta que Robert se acercó a sustituirme. Normalmente, pasaba de mí a Robert sin abrir los ojos ni perder el paso. Esta vez se detuvo, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Robert, descendiendo hasta abajo y girando las puntillas de los pies mientras ella se quedaba rígida como un poste de hierro—. ¿Pasa algo malo?
—No —respondió Marie, brusca—. ¿Por qué iba a pasar algo malo?
Más tranquilo, Robert empezó a descender otra vez y a girar las puntillas, pero fracasó de nuevo al intentar que Marie aflojara el cuerpo.
—Pasa algo malo — afirmó él.
—¿Me encuentras atractiva, Robert? —preguntó Marie con frialdad.
—¿Atractiva? ¿Atractiva? —dijo Robert—. ¡Por Dios que sí! Debería haberlo dicho. Se lo diré a todo el mundo.
—¿Tan atractiva como cualquier chica de Pisquontuit de mi edad?
—¡Más! —exclamó Robert, vehemente, mientras retomaba el baile y volvía a fracasar—. ¡Mucho más! ¡Mucho, mucho más! —añadió, renunciando poco a poco a moverse.
—¿Y tengo buenos modales?
—¡Los mejores, Marie! —dijo Robert, perplejo—. Los mejores, rotundamente.
—Entonces, ¿por qué no me llevas al próximo baile del Club Náutico?
Robert se quedó tan rígido como ella.
—¿El Club Náutico? ¿El Club Náutico de Pisquontuit?
—El mismo.
—Marie te está preguntando —intervine yo, servicial— si eres un hombre o un ratón. ¿La vas a llevar al baile del Club Náutico? ¿O tiene que salir de tu vida para siempre y marcharse a la fábrica de aviones?
—En la fábrica de aviones necesitan una buena chica —comentó Marie.
—Nunca hubo una chica mejor —dije yo.
—En la fábrica de aviones, no se avergüenzan de sus chicas —dijo Marie—. Tienen picnics, fiestas de Navidad, despedidas de solteras y todo tipo de cosas... y los capataces, los jefes, el encargado y el interventor van a todas las fiestas, bailan con las chicas y se lo pasan bien. El interventor suele llevar a mi amiga a todas partes.
—¿Qué hace un interventor? —preguntó Robert, ganando tiempo.
—No lo sé, pero sé que se gana el pan con el sudor de su frente y que no ama sólo en privado.
Robert se quedó sin habla.
—¿Hombre? ¿O ratón? —dije yo, volviendo al tema original.
Robert se mordió el labio y, por fin, masculló algo que no pudimos entender.
—¿Qué has dicho? —preguntó Marie.
—Ratón —contestó Robert con un suspiro—. He dicho ratón.
Ratón —repitió Marie, suavemente.
—No lo pronuncies así —declaró Robert, desolado.
—¿Es que hay otra manera de decir ratón? —dijo Marie—. Buenas noches.
La seguí hasta el pasillo y dije:
—Bueno, ha sido duro para él, pero...
—Marie... —Robert apareció en la puerta, pálido—. No te gustaría. Lo odiarías. Lo pasarías terriblemente mal. Todo el mundo lo pasa terriblemente mal. Por eso he dicho ratón.
—Mientras suene la música y el caballero se enorgullezca de su dama, lo demás no importa —dijo Marie.
—Hum —dijo Robert. Volvió al salón y oímos crujir los muelles del sofá.
—¿Qué estabas diciendo? —preguntó Marie.
—Estaba diciendo que hacerlo pasar por esto ha sido duro —contesté—; pero a largo plazo, le hará bien. Se reconcomerá durante años, pero existe la posibilidad de que al final se convierta en el primer ser humano íntegro de la historia de Pisquontuit. Será una reacción larga, lenta y profunda.
—Escucha. Está hablando solo. ¿Qué dice?
—Ratón, ratón, ratón —decía Robert—. Ratón, ratón...
—Hemos encendido la mecha de una bomba espiritual de relojería —dije yo.
—Ratón, hombre, ratón, hombre... —continuó Robert.
—Y dentro de un par de años —añadí—, ¡pum!
—¡Hombre! —gritó Robert—. ¡Hombre, hombre, hombre! —Se había levantado y corría hacia el pasillo—. ¡Hombre! —exclamó como un salvaje antes de inclinar a Marie hacia atrás y besarla apasionadamente.
Después, la puso derecha y la llevó por las escaleras, hasta el segundo piso.
Yo los seguí, consternado.
—Robert —dijo Marie, asustada—, ¿qué pasa?
Robert golpeó la puerta del dormitorio de sus padres.
—Ya lo verás. ¡Le voy a decir a todo el mundo que eres mía!
—Oye, Robert —intervine—, tal vez deberías calmarte un poco y...
—¡Ajajá! ¡El gran desenmascarador de ratones! —exclamó, desaforado, y me derribó de un puñetazo—. ¿Qué te ha parecido eso? No está mal para un ratón, ¿verdad? —Volvió a golpear la puerta—. ¡Levantaos de la cama!
—No quiero ser tuya —declaró Marie.
—Iremos al Oeste, a alguna parte, y criaremos ganado o sembraremos soja —bramó Robert.
—Yo sólo quería ir a bailar al Club Náutico —susurró Marie, con temor.
—¿Es que no lo entiendes? —preguntó Robert—. ¡Soy tuyo!
—Pero yo soy de él —dijo Marie, señalándome. Se apartó de él y corrió escaleras arriba hacia su habitación, con Robert pisándole los talones. Cerró la puerta de golpe y echó el cerrojo.
Yo me levanté lentamente y me froté la mejilla dolorida.
La puerta del dormitorio del señor y la señora Brewer se abrió de repente. El señor Brewer se quedó en la entrada, mirándome fijamente, con la lengua entre los dientes.
—¿Y bien? —dijo.
—Yo... Esto... —acerté a decir con una sonrisa pétrea—. No importa, señor.
—¿Que no importa? —rugió—. ¿Golpea la puerta como si hubiéramos llegado al fin del mundo y ahora dice que no importa? ¿Está borracho?
—No, señor.
—Pues yo tampoco lo estoy. Mi mente está tan despejada como el cielo, y usted está despedido. —Cerró de un portazo.
Regresé a la suite que compartía con Robert y empecé a caminar de un lado a otro. Robert estaba tumbado otra vez en el sofá, mirando el techo.
—Ella también está haciendo las maletas —anunció.
—¿Qué?
—Supongo que os casaréis, ¿verdad?
—Supongo que sí. Tendré que buscar otro trabajo.
—Deberías dar gracias por lo que tienes. Le podría pasar a cualquiera, pero te ha pasado a ti.
—Tranquilízate un poco, ¿quieres?
—De todas formas, no quiero saber nada más de Pisquontuit —afirmó.
—Creo que haces bien.
—Me estaba preguntando si Marie y tú me podrías hacer un favorcito antes de que os vayáis.
—Lo que quieras.
—Me gustaría bailar con ella en la escalera. —Robert entrecerró los ojos y le brillaron como cuando lo sorprendí bailando un tango a solas—. Ya sabes, como Fred Astaire.
—Eso está hecho. No me lo perdería por nada del mundo.
El volumen del tocadiscos estaba al máximo y las veintiséis habitaciones del chalet Brewer latían al alba con el ritmo de la música.
Robert y Marie, una bonita pareja, se doblaron hacia el suelo y retorcieron las puntillas de los pies mientras bajaban por la escalera de caracol. Yo los seguí con mi equipaje y el de Marie.
De nuevo, el señor Brewer salió bruscamente de su habitación, con la lengua entre los dientes.
—¡Bubs! ¿Qué significa esto?
Cada vez que relleno una solicitud de trabajo, pienso que la respuesta de Robert a la pregunta de su padre fue innecesariamente heroica. Si no lo hubiera dicho, la actitud del señor Brewer hacia mí se habría suavizado con el tiempo. Pero ahora, cuando tengo que escribir su nombre, el de mi último jefe, lo emborrono con el pulgar con la esperanza de que mis patrones potenciales acepten mi sonrisa honrada como referencia suficiente.
—Significa, señor —respondió Robert—, que debería dar las gracias a mis dos amigos, aquí presentes, por haber sacado a su hijo de entre los muertos.



En Mientras los mortales duermen (cuentos)
Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez
Copyright © 2011, Kurt Vonnegut
Título original While Mortals Sleep