lunes, 13 de enero de 2014

Kurt Vonnegut - Tango






En todas las solicitudes de trabajo que relleno, se piden los datos y las fechas de todo lo que he hecho hasta ahora con mi vida adulta y se advierte severamente contra la posibilidad de dejar períodos en blanco. Daría lo que fuera por un permiso para obviar los tres últimos meses, cuando trabajé de profesor particular en un pueblo llamado Pisquontuit; cualquiera que llame a mi antiguo jefe en busca de una evaluación sobre mi carácter, acabará con las orejas ardiendo.
En todos los formularios hay una pequeña sección titulada Observaciones donde puedo contar mi versión de lo acaecido en Pisquontuit, pero hay pocas posibilidades de que alguien entienda mi versión si no ha visto Pisquontuit. Y las posibilidades de que un hombre normal vea Pisquontuit son más o menos las mismas de tener una mano con dos escaleras reales de picas seguidas.
Pisquontuit es una palabra india que significa aguas brillantes y que los pocos privilegiados que conocen la existencia de la localidad pronuncian Ponit. Es una colección secreta de mansiones junto al mar. Se llega por un camino poco prometedor y sin señalización alguna que se separa de la carretera principal y desaparece en un bosque de pinos. En el bosque, junto a la rotonda de la entrada del camino, vive un guardia que se encarga de que los vehículos que no sean del término de Pisquontuit den la vuelta y se marchen por donde llegaron. Los coches de Pisquontuit son muy grandes o muy pequeños.
Trabajé allí como profesor particular de Robert Brewer, un amable y mediamente espabilado joven que estaba preparando el examen de acceso a la universidad y necesitaba ayuda.
Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que Pisquontuit es la comunidad más selecta de los Estados Unidos. Mientras estuve allí, un caballero vendió su casa con el argumento de que sus vecinos eran «un bonito montón de estirados» y se volvió al lugar al que pertenecía, el elitista barrio de Beacon Hill, en Boston. Mi jefe, el padre de Robert, Herbert Clewes Brewer, dedicaba casi todo su tiempo a las regatas de veleros y a escribir cartas llenas de indignación que luego enviaba a Washington. Estaba indignado porque todas las mansiones de la localidad aparecían en los mapas del Estudio Geodésico de los Estados Unidos, que prácticamente cualquiera podía comprar.
Era una comunidad tranquila. Sus miembros habían pagado sumas espléndidas a cambio de paz y cualquier onda pequeña parecía un maremoto. En el corazón de mis problemas no había nada más violento ni bárbaro que el tango.
El tango es, por supuesto, un baile de origen hispanoamericano, generalmente en compás de cuatro por cuatro, con inclinaciones muy marcadas y pasos de tuerca sobre las puntillas de los pies. Un sábado por la noche, durante el baile semanal del Club Náutico de Pisquontuit, el joven Robert Brewer, mi alumno, que no había visto la ejecución de un tango en sus dieciocho años de vida, empezó a doblarse lentamente y a retorcer las puntillas de los pies. Sus movimientos eran vacilantes al principio, tan involuntarios como un escalofrío. La mente y la cara de Robert estaban en blanco cuando ocurrió. La embriagadora música hispana se introdujo por sus oídos, no encontró a nadie en casa bajo su marcial corte de pelo y tomó posesión de su largo y delgado cuerpo.
Algo hizo clic y atrapó a Robert en el mecanismo de la música. Su compañera, una sencilla y saludable chica con tres millones de dólares y un centro bajo de gravedad, forcejeó avergonzada y luego, al ver la expresión feroz de los ojos de Robert, sucumbió. Los dos se fundieron en uno. En uno que se movía muy deprisa.
Nunca se había hecho nada igual en Pisquontuit.
Bailar en Pisquontuit consistía en un cambio de peso casi imperceptible de un pie a otro, con los dos pies en el suelo y separados por una distancia de entre siete y catorce centímetros. Ese cambio de peso tan recatado servía para todos los tipos de música, desde la samba, el vals y la gavota hasta el fox-trot, el bunny hogy el hokey pokey. No importaba qué baile nuevo se pusiera de moda, porque Pisquontuit lo sofocaba con facilidad. Si la sala de baile hubiera estado llena de gelatina transparente hasta la altura de los hombros, no habría dificultado los movimientos de los bailarines. Ya puestos, se podría haber llenado hasta un punto situado justo por debajo de sus narices, porque su acuerdo en todos los temas era tan absoluto que las discusiones se habían reducido a una especie de taquigrafía verbal que se parecía al asma.
Y allí estaba Robert, cruzando y volviendo a cruzar la sala de baile como una motora.
Nadie prestó la menor atención a Robert y su acompañante mientras navegaban a toda velocidad y se escoraban. La indiferencia equivalía a la decisión de atar a un hombre al timón o de arrojarlo a una mazmorra en otros lugares y épocas. Robert se acababa de incluir en la misma categoría que el pobre diablo de Pisquontuit que pintó de negro la parte inferior de su barco, de otro que descubrió demasiado tarde que nadie salía a nadar antes de las once de la mañana y de uno más que no se pudo quitar la costumbre de decir «vale» por teléfono.
Cuando la canción terminó, la compañera de Robert se excusó, sonrojada y temblorosa, y el padre de Robert se unió a él junto al quiosco de música.
Cuando el señor Brewer estaba enfadado, metía la lengua entre los dientes y hablaba por los lados, retirándola únicamente para pronunciar las palabras con s.
—¡Por todos los santos, Bubs! —dijo a Robert—. ¿Qué crees que eres, un gigoló?
—No sé lo que ha pasado —se defendió Robert, colorado—. Nunca había bailado ese tipo de música... ha sido como si me volviera loco. Como volar.
—Considérate arrojado a las llamas —declaró el señor Brewer—. Esto no es Coney Island y no se va a convertir en Coney Island. Y ahora, pide disculpas a tu madre.
—Sí, señor —dijo Robert, conmocionado.
—Parecías un maldito flamenco jugando al fútbol —insistió el señor Brewer, que después asintió, metió la lengua en la boca, cerró los dientes con un clac y se marchó ofendido.
Robert pidió disculpas a su madre y se fue directamente a casa.
Robert y yo compartíamos una suite de dos dormitorios, un salón y un cuarto de baño, situada en el tercer piso de lo que se conocía como el chalet Brewer. Robert parecía dormido cuando volví a casa, poco después de la medianoche.
Pero a las tres de la mañana me despertó una música suave que procedía del salón y los sonidos de alguien que iba de un lado a otro, agitado. Abrí la puerta y sorprendí a Robert en el acto de bailar un tango en soledad. En el instante anterior a que me viera, sus narinas estaban ensanchadas y sus ojos, entrecerrados, parecían los ojos ardientes de un jeque.
Soltó un grito ahogado, apagó el tocadiscos y se dejó caer en el sofá.
—Sigue —dije—. Lo estabas haciendo bien.
—Supongo que nadie es tan civilizado como le gustaría creer —declaró Robert.
—Hay mucha gente decente que baila tango —alegué.
El apretó y relajó los puños.
—¡Ordinario, necio, grotesco! —exclamó.
—No está pensado para dar buena imagen, sino para sentirse bien.
—Eso no se hace en Pisquontuit —dijo.
Yo me encogí de hombros.
—¿Qué pasa con Pisquontuit?
—No pretendo ser maleducado, pero no lo entenderías.
—He dado suficientes vueltas por el mundo como para distinguir la clase de maniobras que se ejecutan por aquí —dije.
—Para ti es fácil hacer comentarios. Cuando no se tienen responsabilidades, reírse de todo es muy fácil.
—¿Responsabilidades? —pregunté—. ¿Tú tienes responsabilidades? ¿Hacia qué?
Robert miró a su alrededor con expresión malhumorada.
—Hacia esto... hacia todo esto —contestó—. Es de suponer que algún día estaré a cargo de todo esto. Tú, en cambio, eres libre como el viento; puedes ir y venir y reírte tanto como quieras.
—¡Pero Robert! Sólo es una propiedad inmobiliaria. Si te deprime, véndela cuando sea tuya.
Robert se quedó anonadado.
—¿Venderla? Mi abuelo construyó este lugar.
—Pues era un gran albañil.
—Es una forma de vida que está desapareciendo a toda prisa, en todo el mundo —afirmó Robert.
—Que vaya con Dios —dije.
—Si Pisquontuit se hunde, si todos abandonamos el barco, ¿quién va a preservar los viejos valores?
—¿Qué viejos valores? ¿Ponerse lúgubre con el tenis y las regatas?
—¡La civilización! —exclamó—. ¡El liderazgo!
—¿Qué civilización? ¿Te refieres al libro que tu madre insiste en que leerá algún día, aunque la mate? ¿Es que hay alguien aquí que vaya a alguna parte?
—Mi bisabuelo fue vicegobernador de Rhode Island —bramó.
Como necesitaba una réplica para la sentencia de Robert, encendí el tocadiscos. La habitación se volvió a llenar de tangos.
Llamaron suavemente a la puerta. Abrí y resultó ser Marie, la joven y bella criada del piso de arriba, que estaba en bata.
—He oído voces y he pensado que podían ser merodeadores —explicó. Sus hombros se movían levemente al ritmo de la música.
La tomé entre mis brazos, con facilidad, y fuimos bailando tango hasta el salón.
—Con cada paso que damos —dije—, traicionamos nuestros orígenes de clase media baja y hundimos la estaca un poco más en el corazón de la civilización.
—¿Cómo? —preguntó Marie, con los ojos cerrados.
Sentí una mano en el hombro. Robert, cuya respiración se había acelerado, tomó el relevo.
—Tras nosotros, el diluvio —sentencié mientras llenaba el cargador del tocadiscos.
Así empezó el vicio secreto de Robert. Y el de Marie y el mío.
Repetíamos el ritual casi todas las noches. Encendíamos el tocadiscos, Marie bajaba a investigar y después bailaba conmigo ante la mirada huraña de Robert. Luego, Robert se levantaba dificultosamente del sofá, como un anciano con artritis, y me sustituía sin decir nada. Era el equivalente en Pisquontuit a una misa negra.
Al cabo de tres semanas, Robert se había convertido en un bailarín magnífico y se había enamorado locamente de Marie.
—¿Cómo ha pasado? —me preguntó—. ¿Cómo ha podido pasar?
—Tú eres un hombre y ella es una mujer —respondí.
—Pero somos absolutamente diferentes.
— ¡Vive la diferencia absoluta!
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? —repitió, desconsolado.
—Proclamar tu amor.
—¿Por una criada? —preguntó con incredulidad.
—La realeza ha desaparecido o ha pasado a ser una simple palabra, Robert. Los descendientes del vicegobernador de Rhode Island no tienen más opción que casarse con plebeyos. Es como el juego de la silla.
—No tiene ninguna gracia —protestó amargamente.
—Bueno, no te puedes casar con nadie en Pisquontuit, ¿verdad? Ha habido un guardia en el bosque durante tres generaciones y, en la actualidad, todas las personas que están dentro son primos segundos por lo menos. El sistema lleva la semilla de su propia destrucción, salvo que se empiece a mezclar con los chóferes y con las criadas del piso de arriba.
—Recibimos sangre nueva constantemente —alegó Robert.
—No. La sangre nueva se marchó. Volvió a Beacon Hill.
—¿En serio? No lo sabía. Me he fijado en pocas cosas además de Marie. —Se llevó una mano al corazón—. Esta fuerza hace contigo lo que quiere hacer contigo; hace que sientas lo que quiere que sientas.
—Tranquilo, chico, tranquilo —dije, y empecé a interrogar a Marie, con cierta brusquedad, sobre si estaba o no estaba enamorada de Robert.
Por encima del ruido de la aspiradora, me dio respuestas evasivas y equívocas.
—Me siento como si hubiera creado a Robert a partir de la nada —declaró.
—Dice que le has mostrado al salvaje que lleva dentro.
—Eso es lo que quería decir. Que dudo que hubiera un salvaje en él cuando empezamos.
—Qué lástima. Con todas las molestias que se han tomado para mantener a los salvajes a distancia... Ya sabes que, si te casas con él, tendrás un salvaje muy rico.
—De momento, sólo es un bebé en una incubadora —afirmó con malicia.
—Para Robert, la vida está perdiendo todo su sentido. No eres consciente de lo que le estás haciendo. Ya ni siquiera le importa si gana o pierde en el tenis y las regatas.
Mientras yo hablaba del amor de otro y miraba a través de las anchas y azules ventanas del alma de Marie, un anhelo denso e insistente inundó mis sentidos.
—Ni siquiera sonríe cuando alguien pronuncia Pisquontuit como se deletrea —susurré, alargando las últimas sílabas de la frase.
—Supongo que lo siento terriblemente —declaró, picara.
Yo perdí la cabeza. La agarré de la muñeca.
—¿Me amas? —dije con voz baja y ronca.
—Quizás.
—¿Me amas? ¿O no me amas?
—Nunca se sabe con una chica a la que criaron para que fuera afectuosa y amable. Y ahora, permite que esa chica honrada siga con su trabajo.
Me dije a mí mismo que no había visto a una joven tan bella y tan honrada en toda mi vida. Cuando volví con Robert, yo era un rival celoso.
—No puedo comer, no puedo dormir —confesó.
—No me llores en el hombro —estallé—. Ve a hablar con tu padre y cuéntaselo. Que te compadezca él.
—¡Dios mío, no! ¡Menuda idea!
—¿Has hablado alguna vez con él, de alguna cosa?
—Bueno, durante una temporada tuvimos lo que él llamaba conocer al niño —respondió Robert—. Cuando yo era pequeño, solía reservar las noches de los miércoles para eso.
—Muy bien, entonces tienes un precedente para hablar con él. Recrea el espíritu de aquellos días. —Yo quería que se levantara del sofá para poder tumbarme y mirar el techo.
—Pero no se puede afirmar que habláramos exactamente. El mayordomo venía a mi habitación e instalaba el proyector de cine. Después, mi padre subía y proyectaba una película de Mickey Mouse durante una hora. Nos limitábamos a sentarnos en la oscuridad mientras la película pasaba.
—¡Erais uña y carne! ¿Qué puso fin a esa borrachera emocional?
—Una mezcla de cosas. Sobre todo, la guerra. Era jefe del servicio contra incursiones aéreas de Pisquontuit; estaba a cargo de la sirena y de todo, y le exigía mucho... Yo le cogí el tranquillo a pasar los carretes de película sin ayuda de nadie.
—Los niños de este lugar maduran pronto —dije, afrontando un bonito dilema. Como tutor de Robert, tenía la responsabilidad de que madurara; pero su inmadurez era mi mayor ventaja en nuestra rivalidad por Marie. Tras pensarlo mucho, tracé un plan que prometía convertir a Robert en un hombre y arrojar a Marie, libre y sin obstáculo alguno, a mis brazos.
—Marie —dije, tras alcanzarla en el pasillo—. ¿Es Robert? ¿O soy yo?
—¡Ssssss! Baja la voz. Abajo hay una fiesta, y el sonido baja por la escalera.
—¿Te gustaría liberarte de todo esto? —susurré.
—¿Por qué? Me gusta el olor a cera de muebles. Gano más dinero que mi amiga de la fábrica de aviones. Y conozco a gente de clase social muy alta.
—Te estoy pidiendo que te cases conmigo, Marie. Yo nunca me avergonzaría de ti.
Ella dio un paso atrás.
—¿Qué has querido decir con eso? Exijo saber quién se avergüenza de mí.
—Robert —respondió—. Te ama, pero su vergüenza es más fuerte que su amor.
—Pues parece contento de bailar conmigo. Nos lo pasamos bien.
—En privado —puntualicé—. A pesar de todos tus encantos, ¿crees que daría un solo paso de baile, contigo, en el Club Náutico? No lo haría por nada del mundo.
—Lo haría —dijo lentamente— si yo lo quisiera, si yo lo quisiera de verdad.
—Preferiría morir a bailar contigo. ¿Has oído hablar de los borrachos que sólo beben a solas? Pues bien, te has buscado un amante que sólo ama en privado.
La dejé con aquel pensamiento inquietante y me sentí satisfecho cuando, bien entrada la noche, vino a bailar y me lanzó una mirada de desafío. Sin embargo, no hizo nada fuera de lo común hasta que Robert se acercó a sustituirme. Normalmente, pasaba de mí a Robert sin abrir los ojos ni perder el paso. Esta vez se detuvo, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Robert, descendiendo hasta abajo y girando las puntillas de los pies mientras ella se quedaba rígida como un poste de hierro—. ¿Pasa algo malo?
—No —respondió Marie, brusca—. ¿Por qué iba a pasar algo malo?
Más tranquilo, Robert empezó a descender otra vez y a girar las puntillas, pero fracasó de nuevo al intentar que Marie aflojara el cuerpo.
—Pasa algo malo — afirmó él.
—¿Me encuentras atractiva, Robert? —preguntó Marie con frialdad.
—¿Atractiva? ¿Atractiva? —dijo Robert—. ¡Por Dios que sí! Debería haberlo dicho. Se lo diré a todo el mundo.
—¿Tan atractiva como cualquier chica de Pisquontuit de mi edad?
—¡Más! —exclamó Robert, vehemente, mientras retomaba el baile y volvía a fracasar—. ¡Mucho más! ¡Mucho, mucho más! —añadió, renunciando poco a poco a moverse.
—¿Y tengo buenos modales?
—¡Los mejores, Marie! —dijo Robert, perplejo—. Los mejores, rotundamente.
—Entonces, ¿por qué no me llevas al próximo baile del Club Náutico?
Robert se quedó tan rígido como ella.
—¿El Club Náutico? ¿El Club Náutico de Pisquontuit?
—El mismo.
—Marie te está preguntando —intervine yo, servicial— si eres un hombre o un ratón. ¿La vas a llevar al baile del Club Náutico? ¿O tiene que salir de tu vida para siempre y marcharse a la fábrica de aviones?
—En la fábrica de aviones necesitan una buena chica —comentó Marie.
—Nunca hubo una chica mejor —dije yo.
—En la fábrica de aviones, no se avergüenzan de sus chicas —dijo Marie—. Tienen picnics, fiestas de Navidad, despedidas de solteras y todo tipo de cosas... y los capataces, los jefes, el encargado y el interventor van a todas las fiestas, bailan con las chicas y se lo pasan bien. El interventor suele llevar a mi amiga a todas partes.
—¿Qué hace un interventor? —preguntó Robert, ganando tiempo.
—No lo sé, pero sé que se gana el pan con el sudor de su frente y que no ama sólo en privado.
Robert se quedó sin habla.
—¿Hombre? ¿O ratón? —dije yo, volviendo al tema original.
Robert se mordió el labio y, por fin, masculló algo que no pudimos entender.
—¿Qué has dicho? —preguntó Marie.
—Ratón —contestó Robert con un suspiro—. He dicho ratón.
Ratón —repitió Marie, suavemente.
—No lo pronuncies así —declaró Robert, desolado.
—¿Es que hay otra manera de decir ratón? —dijo Marie—. Buenas noches.
La seguí hasta el pasillo y dije:
—Bueno, ha sido duro para él, pero...
—Marie... —Robert apareció en la puerta, pálido—. No te gustaría. Lo odiarías. Lo pasarías terriblemente mal. Todo el mundo lo pasa terriblemente mal. Por eso he dicho ratón.
—Mientras suene la música y el caballero se enorgullezca de su dama, lo demás no importa —dijo Marie.
—Hum —dijo Robert. Volvió al salón y oímos crujir los muelles del sofá.
—¿Qué estabas diciendo? —preguntó Marie.
—Estaba diciendo que hacerlo pasar por esto ha sido duro —contesté—; pero a largo plazo, le hará bien. Se reconcomerá durante años, pero existe la posibilidad de que al final se convierta en el primer ser humano íntegro de la historia de Pisquontuit. Será una reacción larga, lenta y profunda.
—Escucha. Está hablando solo. ¿Qué dice?
—Ratón, ratón, ratón —decía Robert—. Ratón, ratón...
—Hemos encendido la mecha de una bomba espiritual de relojería —dije yo.
—Ratón, hombre, ratón, hombre... —continuó Robert.
—Y dentro de un par de años —añadí—, ¡pum!
—¡Hombre! —gritó Robert—. ¡Hombre, hombre, hombre! —Se había levantado y corría hacia el pasillo—. ¡Hombre! —exclamó como un salvaje antes de inclinar a Marie hacia atrás y besarla apasionadamente.
Después, la puso derecha y la llevó por las escaleras, hasta el segundo piso.
Yo los seguí, consternado.
—Robert —dijo Marie, asustada—, ¿qué pasa?
Robert golpeó la puerta del dormitorio de sus padres.
—Ya lo verás. ¡Le voy a decir a todo el mundo que eres mía!
—Oye, Robert —intervine—, tal vez deberías calmarte un poco y...
—¡Ajajá! ¡El gran desenmascarador de ratones! —exclamó, desaforado, y me derribó de un puñetazo—. ¿Qué te ha parecido eso? No está mal para un ratón, ¿verdad? —Volvió a golpear la puerta—. ¡Levantaos de la cama!
—No quiero ser tuya —declaró Marie.
—Iremos al Oeste, a alguna parte, y criaremos ganado o sembraremos soja —bramó Robert.
—Yo sólo quería ir a bailar al Club Náutico —susurró Marie, con temor.
—¿Es que no lo entiendes? —preguntó Robert—. ¡Soy tuyo!
—Pero yo soy de él —dijo Marie, señalándome. Se apartó de él y corrió escaleras arriba hacia su habitación, con Robert pisándole los talones. Cerró la puerta de golpe y echó el cerrojo.
Yo me levanté lentamente y me froté la mejilla dolorida.
La puerta del dormitorio del señor y la señora Brewer se abrió de repente. El señor Brewer se quedó en la entrada, mirándome fijamente, con la lengua entre los dientes.
—¿Y bien? —dijo.
—Yo... Esto... —acerté a decir con una sonrisa pétrea—. No importa, señor.
—¿Que no importa? —rugió—. ¿Golpea la puerta como si hubiéramos llegado al fin del mundo y ahora dice que no importa? ¿Está borracho?
—No, señor.
—Pues yo tampoco lo estoy. Mi mente está tan despejada como el cielo, y usted está despedido. —Cerró de un portazo.
Regresé a la suite que compartía con Robert y empecé a caminar de un lado a otro. Robert estaba tumbado otra vez en el sofá, mirando el techo.
—Ella también está haciendo las maletas —anunció.
—¿Qué?
—Supongo que os casaréis, ¿verdad?
—Supongo que sí. Tendré que buscar otro trabajo.
—Deberías dar gracias por lo que tienes. Le podría pasar a cualquiera, pero te ha pasado a ti.
—Tranquilízate un poco, ¿quieres?
—De todas formas, no quiero saber nada más de Pisquontuit —afirmó.
—Creo que haces bien.
—Me estaba preguntando si Marie y tú me podrías hacer un favorcito antes de que os vayáis.
—Lo que quieras.
—Me gustaría bailar con ella en la escalera. —Robert entrecerró los ojos y le brillaron como cuando lo sorprendí bailando un tango a solas—. Ya sabes, como Fred Astaire.
—Eso está hecho. No me lo perdería por nada del mundo.
El volumen del tocadiscos estaba al máximo y las veintiséis habitaciones del chalet Brewer latían al alba con el ritmo de la música.
Robert y Marie, una bonita pareja, se doblaron hacia el suelo y retorcieron las puntillas de los pies mientras bajaban por la escalera de caracol. Yo los seguí con mi equipaje y el de Marie.
De nuevo, el señor Brewer salió bruscamente de su habitación, con la lengua entre los dientes.
—¡Bubs! ¿Qué significa esto?
Cada vez que relleno una solicitud de trabajo, pienso que la respuesta de Robert a la pregunta de su padre fue innecesariamente heroica. Si no lo hubiera dicho, la actitud del señor Brewer hacia mí se habría suavizado con el tiempo. Pero ahora, cuando tengo que escribir su nombre, el de mi último jefe, lo emborrono con el pulgar con la esperanza de que mis patrones potenciales acepten mi sonrisa honrada como referencia suficiente.
—Significa, señor —respondió Robert—, que debería dar las gracias a mis dos amigos, aquí presentes, por haber sacado a su hijo de entre los muertos.



En Mientras los mortales duermen (cuentos)
Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez
Copyright © 2011, Kurt Vonnegut
Título original While Mortals Sleep

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