jueves, 30 de enero de 2014

El abuso de la belleza | Arthur C. Danto


 
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. –Y la encontré amarga. –Y la injurié.
Arthur Rimbaud



Comencemos por desarticular un concepto por demás problemático: el de las “bellas artes”. No porque todo concepto problemático tenga que ser disuelto, no se trata de un afán de disolver o de allanar hacia la simplicidad, sino al contrario se trata siempre de propiciar, de permitir, de poner en cuestión las falsas identidades que no permiten la aparición de una infinidad de problemas más complejos, más creativos, más vitales. Quienes todavía asisten a las exhibiciones de arte presos de esta identidad indisoluble entre arte y belleza, suelen volver decepcionados y culpan a los artistas contemporáneos por no haber podido provocar en ellos el sentimiento de lo bello.
Es claro, desde hace al menos cien años, que la categoría de belleza ya no es ni la única ni la principal manera para juzgar y apreciar las obras de arte. Sin embargo, no es menos cierto, como afirma Arthur C. Danto en El abuso de la belleza, que “seguramente hay buenas razones para que la belleza haya sido la propiedad pragmática paradigmática en la historia del arte, y su atrincheramiento en el discurso justifica más que de sobra el énfasis que pienso darle en este libro”. El título de este escrito, publicado originalmente en 2003 y traducido al español dos años después, explicita un tipo particular de violencia ejercida por la belleza en el campo de las manifestaciones artísticas. La belleza ha hecho a un lado, ha dejado en las sombras otras propiedades pragmáticas de las obras de arte: su capacidad de producir asco, asombro, terror, piedad, sublimidad. Así como también ha puesto en un segundo lugar a los aspectos semánticos de la obra de arte. He aquí el lugar en el que Danto identifica el problema del abuso de la belleza. Ella pretende ser signo de santidad, cree que pertenece al empíreo de las cualidades estéticas. Y no le faltan motivos, le han dicho que formaba una tríada intocable junto a la verdad y a la bondad. Lo más importante para Danto entonces “no es tanto depurar el concepto de arte de cualidades estéticas como depurar el concepto de belleza de la autoridad moral que intuimos debió poseer hasta el punto de que tener belleza acabara siendo visto como algo moralmente reprobable.”
En su famosa obra Principia Ethica, G. E. Moore (filósofo inglés y miembro del grupo de Bloomsbury) afirma comenzando el siglo XX este valor absoluto relacionado con el goce de los objetos bellos en asociación directa con la filosofía moral. Pocos años después el grupo de dadaístas y surrealistas bautizado por Danto como ‘la vanguardia intratable’ abjurará de la belleza. La denunciará porque todavía la asocia a la moralina de los siglos pasados. Los artistas Dadá atacaban al espíritu guerrero, autoritario, patriótico, serio, le oponían una agresividad destructora por el absurdo, el infantilismo, la deliberada falta de esteticismo, las obras efímeras, los panfletos. Producían obras que jamás pudieran ser consideradas “bellas”. Basta ver por ejemplo L.H.O.O.Q. de Marcel Duchamp o asomarse a alguna de las veladas que Hugo Ball y sus amigos realizaban en el Cabaret Voltaire. Está aquí implícita la pregunta respecto de si el mundo en el que vivimos merece que los artistas produzcan objetos bellos, o si se trata en todo caso de algún tipo de colaboracionismo. El artista norteamericano Philip Guston, que había pertenecido al movimiento expresionista abstracto, horrorizado frente a la Guerra de Vietnam, cambia completamente su obra y se pregunta “qué clase de hombre soy, sentado en mi mesa, leyendo revistas, incubando una frustrada furia por todo, para luego entrar en mi estudio para ajustar un rojo a un azul.”
 

No es cuestión entonces de aprender a ver la belleza, de lograr educarnos para saber apreciar las obras de arte que en principio no lograban producir este efecto. Ya Immanuel Kant afirmaba que el sentimiento de lo bello es anterior a lo conceptual. Danto sostiene sobre la belleza que “cuando está ahí no hay que esforzarse en verla. Uno sí debe esforzarse, en cambio, para descubrir que un cuadro es bueno aunque no sea bello, cuando desde siempre habíamos supuesto que la belleza era el modo en que debía entenderse el valor artístico.” No hay que llamar belleza a lo que no lo es, a la profundidad, a la grandeza, a la superioridad, a la inteligencia. El Desnudo Azul de Matisse es un gran cuadro, pero no es bello. El espectador debe educarse, pero no justamente para saber apreciar la belleza. Quizás la lección principal de este libro sea muy simple. La belleza no es una propiedad que sea deseable en todos los casos para las obras de arte, al contrario, en algunas ocasiones puede resultar en un detrimento de la calidad de la obra. ¿En qué casos sí podemos afirmar su necesidad? Solamente cuando forma parte del significado de la obra en cuestión. La belleza nos invita a la contemplación, si queremos invitar al espectador a la acción, seguramente sea poco conveniente embellecer la obra. La resistencia contra la tiranía de la belleza (y de sus primas hermanas: la verdad y la bondad) debe seguir adelante, pero una vez derribados los ídolos, podemos también volver sobre nuestros pasos y utilizar los antiguos templos como lugares de paso y vestir las vetustas máscaras como escenarios para nuestros juegos.


por Diego Singer

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