martes, 21 de diciembre de 2010
Arthur Rimbaud - El esposo infernal
Oigamos la confesión de un compañero de infierno.
«Oh divino Esposo, Dueño mío, no rechaces la confesión de la más triste de tus siervas. Estoy perdida. Estoy borracha. Estoy impura. ¡Qué vida!
»Perdón, divino Señor, ¡perdón! ¡Ah! ¡Perdón! ¡Qué de lágrimas! ¡Y qué de lágrimas aún, más adelante, espero!
»Más adelante ¡conoceré al divino Esposo! Nací sometida a Él. — ¡Ya puede pegarme el otro ahora! ¡Oh amigas mías!… no, no amigas mías… Nunca delirios ni torturas semejantes… ¡Qué tontería!
»¡Ah! ¡Estoy sufriendo, grito! Estoy sufriendo de verdad. Todo, no obstante, me está permitido, cargada con el desprecio de los más despreciables corazones.
»En fin, hagamos esta confidencia, aun a riesgo de tener que repetirla otras veinte veces, — ¡igual de tétrica, igual de insignificante!
»Soy esclava del Esposo infernal, del que perdió a las vírgenes necias. Es ése, y no otro demonio. No es ningún espectro, no es ningún fantasma. Pero a mí, que he perdido la prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo — ¡nadie me matará!— ¿Cómo describíroslo? Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de luto, lloro, tengo miedo. Un poco de frescor, señor, si no te importa, ¡si te parece bien!
»Soy viuda… — Era viuda… — Sí, sí, antes era muy seria, ¡y no nací para acabar en esqueleto!… — Él era casi un niño… Me habían seducido sus misteriosas delicadezas. Ol- vidé todas mis obligaciones humanas para seguirlo. ¡Qué vida! La auténtica vida está ausente. No estamos en el mundo. Voy adonde él va, así ha de ser. Y a menudo se enfada conmigo, conmigo, pobre almita. ¡El demonio! — Es un demonio, sabéis, no es un hombre.
»Dice: “No me gustan las mujeres. Hay que volver a inventar el amor, ya se sabe. Las mujeres ya no alcanzan a desear más que una situación asegurada. Una vez ganada esta situación, el corazón y la belleza se dejan de lado; no queda sino frío desdén, alimento del matrimonio, hoy en día. O bien veo mujeres con las señales de la dicha; de ellas habría podido hacer buenas amigas, si no las hubiera devorado antes algún bruto con sensibilidad de hoguera…”
»Y yo lo oigo cómo hace de la infamia gloria, de la crueldad encanto. “Soy de raza lejana: mis antepasados eran escandinavos: se perforaban las costillas, se bebían su propia sangre. — Yo me haré cortaduras por todo el cuerpo, me tatuaré, quedaré más repugnante que un mongol; ya verás, aullaré por las calles. Quiero enloquecer de rabia, por completo. Nunca me enseñes joyas, o me arrastraré y me revolcaré por las alfombras. Mi riqueza la quiero manchada de sangre, por todas partes. Jamás trabajaré…” Muchas noches, habiéndome poseído su demonio, ambos rodábamos por el suelo, ¡yo luchaba con él! — Por las noches suele apostarse, borracho, en las calles o en las casas, para asustarme mortalmente. — “Me cortarán de veras el cuello; será asqueroso.” ¡Oh! ¡Esos días en que gusta de andar con un aire de crimen!
»A veces habla, en una especie de jerga enternecida, de la muerte que obliga a arrepentirse, de los desdichados que ciertamente hay, de los trabajos fatigosos, de las separaciones que desgarran el corazón. En los tugurios donde nos emborrachábamos, lloraba al considerar a quienes nos rodeaban, rebaño de la miseria. Levantaba del suelo a los borrachos, en las calles negras. Sentía por los niños la compasión de una mala madre. — Se marchaba con ternuras de niña de catequesis. — Fingía estar al corriente de todo: comercio, arte, medicina. — Yo lo seguía, ¡así ha de ser!
»Veía todo el decorado de que, en espíritu, se rodeaba: vestiduras, paños, muebles; yo le prestaba armas, otro rostro. Veía todo aquello que lo emocionaba, tal como él habría querido crearlo para sí. Cuando me parecía tener el espíritu inerte, lo seguía, yo, en actos extraños y complicados, lejos, buenos o malos; estaba segura de que jamás penetraría en su mundo. Junto a su amado cuerpo dormido, cuántas horas nocturnas he velado, preguntándome por qué desearía tanto evadirse de la realidad. Nunca hombre alguno formuló un voto semejante. Yo admitía, —sin temer por él, — que podía suponer un serio peligro dentro de la sociedad. — ¿Tiene tal vez secretos para cambiar la vida? No, tan sólo está buscándolos, me replicaba yo. Por último, su caridad está embrujada, y yo soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría fuerza bastante — ¡fuerza de la desesperación! — para soportarla — para ser protegida y amada por él. Por otra parte, no me lo figuraba con otra alma: se ve el Ángel propio, nunca el Ángel ajeno, — me parece. Estaba yo en su alma como en un palacio que han vaciado para no ver a alguien tan poco noble como tú: eso es todo. ¡Ay! Dependía en mucho de él. Pero ¿qué quería de mi existencia apagada y cobarde? ¡No me hacía mejor, no haciéndome morir! Tristemente despechada, le dije a veces: “Te comprendo”. Y él se encogía de hombros.
»Así, renovándose sin cesar mi sufrimiento, y hallándome más perdida a mis ojos, — como a todos los ojos que habrían querido mirarme, si no hubiese estado condenada para siempre al olvido de todos, — tenía cada vez más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos amigos, era en verdad el cielo, un cielo lóbrego, en el que entraba, en el que me habría gustado que me abandonase, pobre, sorda, muda, ciega. Me iba ya acostumbrando. Veía en nosotros dos niños buenos, con permiso para pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos con- certábamos. Muy conmovidos, trabajábamos juntos. Pero, tras una penetrante caricia, él decía: “¡Qué divertido te parecerá, cuando yo ya no esté, esto por lo que has pasado! Cuando no tengas ya mis brazos bajo el cuello, ni mi corazón para en él descansar, ni esta boca en tus ojos. Pues habré de marcharme, muy lejos, un día. Además, he de ayudar a otros, es mi deber. Aunque no resulte muy deleitable…, alma querida…” De inmediato me representaba a mí misma, habiéndose marchado él, presa del vértigo, precipitada en la más espantable de las sombras: en la muerte. Le hacía prometer que no me abandonaría. Veinte veces la hizo, tal promesa de amante. Era tan frívolo como yo al decirle: “Te comprendo.”
»¡Ah! Nunca he sentido celos por su causa. No va a abandonarme, me parece. ¿Qué sería de él? No tiene conocimiento alguno, nunca trabajará. Quiere vivir sonámbulo. Su bondad y su caridad, por sí solas, ¿le darán derechos en el mundo real? A ratos, olvido la piedad en que he caído: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos en las calles empedradas de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin sufrimientos. O me despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado —gracias a su poder mágico, — el mundo, siendo el mismo, me dejará con mis deseos, mis alegrías, mis despreocupaciones. ¡Oh! La vida aventurera existente en los libros infantiles, en recompensa, porque he sufrido tanto, ¿me la regalarás tú? No puede. Ignoro su ideal. Me ha dicho que tiene pesares, esperanzas: cosas que al parecer no me conciernen. ¿Es a Dios a quien habla? Tal vez debería yo dirigirme a Dios. Estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar.
»“¿Ves a ese joven elegante que entra en la mansión bella y tranquila? Se llama Duval, Dufour, Armand, Maurice, qué sé yo. Una mujer se ofrendó a la tarea de amar a ese perverso idiota: está muerta, es sin duda una santa del cielo, ahora. Tú me harás morir como él hizo morir a esa mujer. Tal es nuestro destino, el de nosotros, los corazones caritativos…” ¡Ay! Había días en que todos los hombres, al actuar, le parecían juguete de delirios grotescos: reía espantosamente, largo rato. — Luego volvía a sus maneras de madre joven, de hermana amada. Si fuera menos salvaje, ¡estaríamos salvados! Mas también su dulzura es mortal. Le estoy sometida. — ¡Ah! ¡Soy necia!
»Un día tal vez desaparezca maravillosamente; pero tengo que saberlo, si ha de subir a un cielo, ¡quiero ver con mis ojos la asunción de mi amiguito!»
¡Qué pareja!
Un temporada en el infierno
Traducción: Ramón Buenaventura
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