sábado, 10 de marzo de 2012

Fernando Pessoa - Me moriré como he vivido...





El personaje individual e imponente, que los románticos imaginaban en sí mismos, varias veces, en sueños, he intentado vivirlo y tantas veces como he intentado vivirlo, me he encontrado riendome a carcajadas de mi idea de vivirlo. El hombre fatal, al final, existe en los sueños propios de todos los hombres vulgares, y el romanticismo no es sino el volver del revés del dominio cotidiano de nosotros mismos. Casi todos los hombres sueñan, en los secretos de su ser, un gran imperialismo propio, la sujeción de todos los hombres, la entrega de todas las mujeres, la adoración de los pueblos y, en los más nobles, de todas las eras... Pocos habituados, como yo, al sueño, son por eso lo bastante lúcidos para reírse de la posibilidad estética de soñarse así.
La mayor acusación contra el romanticismo no se ha formulado todavía: es la de que representa la verdad interior de la naturaleza humana. Sus exageraciones, sus ridiculeces, sus poderes varios de conmover y seducir, residen en que es la figuración exterior de lo que hay más dentro en el alma, más concreto, visualizado, hasta imposible, si el ser posible dependiese de otra cosa que no fuese el Destino.
¡Cuántas veces yo mismo, que me río de semejantes seducciones de la distracción, me encuentro suponiéndome que sería bueno ser célebre, que sería agradable ser halagado, que sería brillante ser triunfal! Pero no consigo visualizarme en esos papeles de cima sino con una carcajada del otro yo que tengo siempre cerca como una calle de la Baja. ¿Me veo célebre? Pero me veo célebre como contable. ¿Me siento exaltado a los tronos del ser conocido? Pero la cosa sucede en la oficina de la Calle de los Doradores y los muchachos son un obstáculo. ¿Me oigo aplaudido por multitudes variadas? El aplauso llega al cuarto piso en el que vivo y tropieza con el mobiliario basto de mi cuarto barato, con lo que me rodea, y me humilla desde la cocina [...] al sueño. Ni siquiera he tenido despreciables castillos en España, como los grandes españoles de todas las ilusiones. Los míos han sido los naipes, viejos, sucios, de una baraja incompleta con la que no se podría jugar más; no se me han caído, hubo que destruirlos, con un gesto de la mano, bajo el impulso impaciente de la criada vieja, que quería extender en toda la mesa el mantel echado en la mitad de allá, porque había sonado la hora del té como una maldición del Destino. Pero incluso esto es una visión inútil, pues no tengo la casa provinciana, con las tías viejas, a cuya mesa se tome, al final de una velada familiar, un té que me sepa a reposo. Mi sueño ha fracasado hasta en las metáforas y en las figuraciones. Mi imperio no ha llegado ni a las cartas viejas de jugar. Mi victoria ha fracasado sin una tetera ni un gato antiquísimo. Me moriré como he vivido, entre el baratillo de los alrededores, tasado al peso entre los proscritos de lo perdido.




En Libro del desasosiego
Traducción: Ángel Crespo

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