Las orillas del islote eran altas, rocosas. Encima crecía la mancha baja
y tupida de la vegetación que resiste la cercanía del mar. En el cielo
volaban las gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la costa, desierta,
sin cultivar: en media hora se le podía dar la vuelta en barca y hasta
en bote de goma, como el de los dos que se acercaban, el hombre que
remaba tranquilo, la mujer acostada tomando el sol. Al aproximarse en
hombre aguzó la oreja.
—¿Has oído algo? —preguntó ella.
—Silencio —dijo—. Las islas tienen un silencio que se oye.
En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo
envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del
tranquilo mar circundante porque estaba recorrido por murmullos
vegetales, cantos de pájaros o un brusco rumor de alas.
Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un
azul intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol.
En la escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se
acercaban perezosamente a explorarlas.
Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos
bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante
conocido; élla, Delia H., una mujer muy bella.
Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y
tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y
quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli,
recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos
de lo debido.
—Espera —decía Usnelli—. Espera.
—¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía ella.
Él, desconfiado —por naturaleza y por educación literaria—de las
emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a
descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e
indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad
era para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir
conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía
en peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería
renunciar a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía.
Ahora estaba alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza
circundante alcanzaba —un decantarse del azul del agua, una
transformación del verde de la costa en ceniciento, la alerta de un pez
que asomaba justo allí donde era más lisa la superficie del mar—, sólo
sirviera para preceder otro grado más alto, y así sucesivamente, hasta
el punto en que la línea invisible del horizonte se abriera como una
ostra revelando de pronto un planeta distinto o una palabra nueva.
Entraron en una gruta. Al principio era espaciosa, casi un lago interior
de un verde claro, bajo una alta bóveda rocosa. Más adelante se
estrechaba en na oscura galería. Con el remo el hombre hacía girar el
bote sobre sí mismo para gozar de los diversos efectos de la luz. La de
afuera, que se metía pr la grieta irregular de la entrada, deslumbraba
con sus colores avivados por el contraste. Allí el agua irradiaba, y las
láminas de luz rebotaban hacia arriba, contrastando con las blandas
sombras que se alargaban desde el fondo. Reflejos y manchas de luz
comunicaban a la roca de las paredes y de la bóveda la inestabilidad del
agua.
—Aquí comprendes a los dioses —dijo la mujer.
—Hum —dijo Usnelli. Estba nervioso. Su mente, habituada a traducir las
sensaciones en palabras, ahora nada, no conseguía formular ni una sola.
Se internaron. El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una roca al ras
del agua; ahora flotaba entre los escasos fulgores que aparecían y
desaparecían a cada golpe de remo: el resto era sombra espesa; las palas
tocaban de vez en cuando una pared. Mirando hacia atrás Delia veía el
ojo azul del cielo abierto cuyos contornos cambiaban continuamente.
—¡Un cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! —gritó, levantándose.
—"¡...grejo! ¡...iii!" —retumbó el eco.
—¡El eco! —exclamó contenta, y se puso a gritar palabras en las
tenebrosas bóvedas: invocaciones, versos—. ¡Tú también! ¡Grita tu
nombre! ¡Pide un deseo! —le dijo a Usnelli.
—Ooo.. —hizo Usnelli—. Ehiii... Ecooo...
De vez en cuando la barca se arrastraba por el fondo. La oscuridad era más espesa.
—Tengo miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
—Todavía se puede pasar.
Usnelli se dio cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez de los abismos que huye de las aguas iluminadas.
—Tengo miedo, volvamos —insistió ella.
También a él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era ajeno. Remó
hacia atrás. Al volver al lugar donde la gruta se ensanchaba, el mar se
volvió de cobalto.
—¿Habrá pulpos? —dijo Delia.
—Se verían. Está límpido.
—Entonces voy a nadar.
Se dejó caer desde el bote, se apartó, nadaba en el lago subterráneo, y
su cuerpo parecía unas veces blanco (como si la luz lo despojara de todo
color propio), otras del azul de aquella pantalla de agua.
Usnelli había dejado de remar: seguía conteniendo la respiración. Pare
él, estar enamorado de Delia había sido siempre así, como en el espejo
de esa gruta: haber entrado a un mundo más allá de la palabra. Por lo
demás, en todos sus poemas, jamás había escrito un verso de amor; ni
uno.
—Acércate —dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado el trapito que
le cubría el pecho; lo arrojó por encima de la borda del bote—. Un
momento. —Se quitó también el otro pedazo de tela sujeto a las caderas y
lo pasó a Usnelli.
Ahora estaba desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las caderas
casi no se distinguía, porque todo su cuerpo difundía una claridad
azulada, de medusa. Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la
cabeza (una expresión fija y casi irónica de estatua) apenas al ras del
agua, y a veces la curva de un hombro y la línea suave del brazo
extendido. El otro brazo, con movimientos acariciadores, cubría y
descubría los pechos altos, tendidos hacia el vértice. Las piernas
apenas batían el agua, sosteniendo el vientre liso, marcado por el
ombligo como una huella leve en la arena, y la estrella como de un fruto
de mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el agua la rozaban, ya
vistiéndola, ya desnudándola del todo.
De la natación pasó a un movimiento que parecía de danza; suspendida en
el agua a media profundidad, sonriéndole, extendía los brazos en una
blanda rotación de los hombros y las muñecas; o bien, con un empujón de
la rodilla hacía asomarse un pie arqueado como un pequeño pez.
Usnelli, en el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese momento le
ofrecía la vida era algo que no a todos les es dado mirar con los ojos
abiertos, como el corazón más deslumbrador del sol. Y en corazón de ese
sol había silencio. Todo lo que allí había en ese momento no podía
traducirse en ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un recuerdo.
Ahora Delia nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la boca de
la gruta. Avanzaba con un ligero movimiento de brazos hacia el mar
abierto y debajo el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada vez
más clara y luminosa.
—¡Cuidado, cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
Delia ya estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió debajo del
agua, extendió el brazo, Usnelli le tendió las exiguas prensas, ella se
las sujetó nadando, volvió a subir al bote. Las barcas que llegaban eran
de pescadores. Usnelli reconoció a algunos del grupo de gente pobre que
pasaban la estación de la pesca en aquella playa, durmiendo al abrigo
de unos escollos. Les salió al encuentro. El hombre que remaba era el
joven, taciturno en su dolor de muelas, la gorra blanca de marinero
encajada sobre los ojos estrechos, remando a tirones como si cada
esfuerzo que hacía le sirviera para sentir menos el dolor; padre de
cinco hijos; desesperado. El viejo iba en la popa; un sombrero mexicano
de paja coronaba con una aureola toda deshilachada la figura flaca, los
ojos redondos y muy abiertos, en otro tiempo quizá por soberbia
fanfarrona, ahora por comedia de borrachín, la boca abierta bajo los
bigotes caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo los mújoles que
habían pescado.
—¿Buena pesca? —gritó Delia.
—Lo poco que hay —contestaron—. Es el año.
A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no ("frente a
ellos", decía, "no me siento con la consciencia tranquila", se encogía
de hombros y todo terminaba ahí). Ahora el bote se acostaba a la barca,
cuyo barniz descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas
escamas, y el remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada
vez que frotaba la madera astillada de la borda, y una pequeña y
herrumbada ancla de cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla
estrecha del asiento en una de las nasas de mimbre erizadas de algas
rojizas, secas quien sabe hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de
redes teñidas de tanino y bordeadas de redondas tajadas de corcho,
centelleaban en sus filosas envolturas de escamas, ya de un gris
mortecino, ya de un turquesa resplandeciente, los peces boqueantes; las
branquias todavía palpitaban mostrando, debajo, un rojo triángulo de
sangre.
Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo
contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la
naturaleza: así como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha
de palabras se precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada
verruga, cada pelo de la flaca cara mal afeitada del pescador viejo,
cada plateada escama de mújol.
En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por
caballetes, y de la sombra salían las plantas de los pies descalzos de
unos hombres dormidos, los que habían estado pescando durante toda la
noche; cerca, una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla
sobre un fuego de algas, del que subía una larga humareda. La orilla en
aquella cala era de guijarros grises; las manchas de colores desteñidos
eran los delantales de los niños que jugaban, los más pequeños vigilados
por las hermanas mayorcitas y regañonas, y los mayores y más
despabilados, con cortos calzones hechos de viejos pantalones de adulto,
corrían arriba y abajo entre los escollos y el agua. Más lejos empezaba
a extenderse una orilla de arena recta, blanca y desierta, que de un
lado se perdía en un cañaveral ralo y en terrenos baldíos. Un joven
vestido de fiesta, todo de negro, incluso el sombrero, con el bastón al
hombro y un ato colgando, caminaba junto al mar a lo largo de la playa,
marcando con los clavos de los zapatos la friable costa de arena:
seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del interior que había
bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el camino pegado
al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba los
hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un
túnel y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salís nuevamente,
como las puntadas de una costura irregular. Por encima de los
guardacantones blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos
bajos; más arriba las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o
solamente de piedras. Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas
alturas se alargaba hacia arriba, las casas una sobre otra, separadas
por calles en escalera, empedradas, hundidas en el medio para que
corriera el arroyuelo de deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas
las casas había cantidad de mujeres, viejas o envejecidas, y en los
pretiles, sentados en fila, cantidad de hombres, viejos y jóvenes, todos
en camisa blanca, y en medio de las calles en escalera los niños
jugando en el suelo y algún muchachito mayor tendido a través con la
mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí porque estaba un poco más
fresco que dentro de la casa y olía menos, y posadas en todas partes y
volando nubes de moscas, y en cada muro y en la orla de papel de
periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito punteado de
excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras y más
palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin espacio
entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas,
eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales
blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable,
desesperado como un grito.
En Los amores difíciles (Relatos reunidos por IC en 1970)
Trad. Aurora Bernárdez
Foto: Italo Calvino en Paris 1981 por Sophie Bassouls Corbis
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