Este examen ya ha sido ejecutado en forma filosófica y conmovedora por Unamuno, en su Vida de Don Quijote y Sancho.
Hoy ensayaremos algo distinto, el examen técnico de ese capítulo,
párrafo por párrafo. Antes convendría, navegando hacia atrás el río del
tiempo, volver al momento en que llegamos al último capítulo, ya que
este capítulo exige, para ser plenamente sentido, la carga emocional de
los capítulos anteriores. Exige que sintamos a don Quijote y a Sancho
como amigos nuestros. Cervantes, en este capítulo
final, no define o crea a los personajes; trata con viejos amigos suyos y nuestros. Empiezo ahora el examen:
«Capítulo LXXIV - De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte.»
Aquí Cervantes renuncia instintivamente a toda sorpresa.
Cervantes anuncia que don Quijote, su amigo y nuestro amigo, va a
morir. Este anuncio tranquilo da por sentada la muerte del héroe y hace
que la aceptemos. Veamos ahora el primer párrafo:
«Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en
declinación de sus principios hasta llegar a su último fin,
especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no
tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su
fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque o ya fuese de la
melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del
cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo
seis días en cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura,
del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera
Sancho Panza su buen escudero.»
En este primer párrafo hay una astucia, una astucia, que es menos
de Cervantes, del individuo Cervantes, que del arte general de la
novelística. Escribe Cervantes que todas las cosas tocan alguna vez a su
acabamiento y su fin, y que don Quijote no estaba exento, por
privilegio alguno, de esa mortalidad. Esto, desde luego, no es cierto,
ya que don Quijote no es un hombre de carne y hueso, un hombre sujeto a
la muerte, sino un sueño de Cervantes, un sueño que pudo haber sido
inmortal. He hablado de astucia; esta palabra, aquí, puede ser injusta,
ya que, a esta altura de la extensa novela, don Quijote no es una
ficción para Cervantes, como tampoco lo es para nosotros. Es un
individuo, un mortal, un hombre que tiene que morir. Yo querría asimismo
destacar en este primer párrafo palabras como fin y melancolía,
palabras que de algún modo prefiguran y preparan y, casi podríamos
decir, causan la muerte del héroe.
«Estos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no
ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía
de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle,
diciéndole el bachiller que se animase y levantase para comenzar su
pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una égloga, que mal
año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de
su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado, el uno
llamado Barcino y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero
del Quintanar.»
En este párrafo, que prepara la vuelta de don Quijote a la cordura,
los otros personajes siguen viviendo, o simulan seguir viviendo, en el
mundo ilusorio que abandonará don Quijote. Al recorrer este segundo
párrafo, sentimos otra vez la gravitación del mundo fantástico que nos
ha acompañado en el decurso de la obra. Para que esta gravitación sea
más fuerte, el autor la atribuye no a don Quijote, sino a quienes
siempre descreyeron de tales imaginaciones... Las últimas líneas
sugieren un problema de orden metafísico. Ignoramos si los dos perros
fueron «realmente» comprados por el Bachiller o si los inventó para dar
valor y ánimo a don Quijote. En el primer caso, serían ficciones de
primer grado; en el segundo, ficciones de segundo grado, sueños de un
sueño:
«Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas. Llamaron sus
amigos del médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que,
por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo
corría peligro.»
Cervantes, para que creamos en la gravedad del estado de don
Quijote, alega el testimonio del médico. ¿Pero quién es el médico? Un
sueño más, una persona que no existía dos líneas antes. Ahora, sin
embargo, por obra de aquella suspensión de la incredulidad de que habla
Coleridge, nos convence de que don Quijote está realmente grave y a
punto de morir.
«Oyóle don Quijote con ánimo sosegado; pero no lo oyeron así su ama,
su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente,
como si ya le tuvieran muerto delante.»
El llanto de estas personas viene a significar nuestra tristeza y
también la tristeza de Cervantes, que sabe que va a separarse de ese
compañero de tantos años.
«Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos
le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir
un poco.»
La frase «el parecer del médico» hace que imaginemos a éste como
distinto de Cervantes. No se nos dice qué melancolías y desabrimientos
estaban acabando a don Quijote; se atribuye a un tercero este parecer.
«Hiciéronlo así, y durmió de un tirón, como dicen, más de seis
horas; tanto que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en
el sueño.»
Sabemos que el Quijote fue concebido como una larga fábula,
cuyo remate tenía forzosamente que ser el desengaño del héroe. Al llegar
al capítulo final, Cervantes se habrá preguntado: ¿qué inventaré para
que Alonso Quijano recobre la razón y deje de ser don Quijote y vuelva a
ser Alonso Quijano? ¿Qué extraña aventura idearé para sacarlo del mundo
fantasmagórico que habitó tanto tiempo? ¿Qué artificio urdiré para
curar a aquel a quien no curaron los azotes, las desventuras y, lo que
es peor, las carcajadas del prójimo? Cervantes, sin duda, pudo haber
inventado un episodio singular, pero recurrió en buena hora a algo más
convincente y más misterioso: al oscuro proceso del sueño. ¿Qué nos pasa
al dormir?, ¿de qué mundo desconocido regresamos al despertar?
Cervantes recurre simplemente a un largo sueño, a un largo sueño en el
que ocurrirá la salvación buscada.
«Despertó al cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz, dijo:
Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho. En fin, sus
misericordias no tienen límites, ni las abrevian ni impiden los pecados
de los hombres.»
Esta larga declaración de don Quijote, esta declaración
quizás inverosímil, tiene un propósito preparatorio. Al leerla,
adivinamos que don Quijote va a revelar que está curado de su locura. El
hecho de que lo adivinemos nos ayuda a aceptar lo que vendrá después.
«Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle
más concertadas que él solía decirlas, a lo menos en aquella enfermedad,
y preguntóle: ¿Qué es lo que vuesa merced dice, señor? ¿Tenemos algo
de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas o qué pecados de los hombres?
Las misericordias, respondió don Quijote, sobrina, son las que en este
instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis
pecados.»
Aquí se declara la recuperada cordura de don Quijote y, para que ello
sea más verosímil, se insinúa la posibilidad de un milagro. A esta
altura de la novela, ya podemos creer en ese milagro, porque don Quijote
es para nosotros no sólo un amigo querido sino también un santo.
«Yo tengo juicio ya libre y claro sin las sombras caliginosas de
la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de
los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y
sus embelecos, y no me pesa, sino que este desengaño ha llegado tan
tarde; que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros
que sean luz del alma.»
Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que don
Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o paladines
alucinatorios, reales para él. Almafuerte ha reprochado a Cervantes la
lucidez agónica de su héroe. A ello podemos contestar que la forma de la
novela exige que don Quijote vuelva a la cordura, y también que este
regreso a la cordura es más patético que el morir loco. Es triste que
Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un
error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y
también el sueño general del libro, del que pronto despertaremos. Antes
que cerremos el volumen y despertemos de ese sueño del arte, don Quijote
se nos adelanta, despertando él también y volviendo como nosotros a la
mera y prosaica realidad.
«Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal
modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase
renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta
verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos...»
Alonso Quijano está en posesión de su cordura. No lo ha
abandonado aquella virtud que lo acompañó a lo largo de sus empresas y
que no fue tocada por la locura; hablo de su coraje. Está bien que
ahora, ante esta aventura de lucidez, ante esta aventura final que es
más tremenda que las otras, se muestre como siempre valiente. Antes se
enfrentó con gigantes o con los que creía gigantes y no tuvo miedo;
ahora sabe que toda su vida ha sido un engaño y no siente miedo.
Cervantes, al escribir estas líneas, pudo pensar que también él estaba
cerca de la muerte y que más le hubiera valido escribir libros de
devoción y no de arbitraria ficción. Don Quijote se despide de
sus fantásticas lecturas y viene a ser una proyección de Cervantes que
se despide de su novela, también fantástica.
«...al cura, al Bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el
barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento. Pero deste trabajo
se excusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenas los vio don
Quijote cuando dijo:»
La sobrina pudo haber ido a buscar a esa gente. El autor ahorra
ese trámite; las personas entran y con ello evidencian que les inquieta
la suerte de don Quijote. Palabras como testamento y confesión resultan
patéticas en la boca de un hombre que antes hablaba de paladines, de
hechicerías y de ínsulas.
«Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de
la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron
renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la
infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias
profanas de la andante caballería; ya conozco mi necedad, y el peligro
en que me pusieron haberlas leído; ya por misericordia de Dios,
escarmentando en cabeza propia, las abomino.»
Alonso Quijano, ahora, está solo; sabe que todas sus empresas han
sido necedades y humo. Sin embargo, ni se acobarda ni se entristece; se
alegra porque ha encontrado la verdad, aunque esta verdad venía a
aniquilar toda su vida.
«Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron sin duda que
alguna nueva locura le había tomado. Y Sansón le dijo: Ahora, señor don
Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea,
sale vuesa merced con eso; y ahora que estamos tan a pique de ser
pastores, para pasar cantando la vida como unos príncipes, ¿quiere vuesa
merced hacerse ermitaño? Calle por su vida, vuelva en sí, y déjese de
cuentos.»
En este párrafo hay una suerte de efecto mágico, un cambio de
papeles. Ahora don Quijote está de parte de la realidad y los otros
están, o fingen estar o siguen estando por inercia, de parte de la
ficción.
«Los de hasta aquí, replicó don Quijote, que han sido verdaderos en
mi daño, los ha de volver mi muerte con ayuda del cielo en mi provecho.
Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa: déjense burlas
aparte, y tráiganme un confesor que me confiese, y un escribano que haga
mi testamento; que en tales trances como éste no se ha de burlar el
hombre con el alma; y así suplico que en tanto que el señor cura me
confiesa, vayan por el escribano.»
Un escribano y un confesor, es decir, dos personas cotidianas
y prosaicas; dos personas que nada tienen que ver con el mundo de
Ariosto y de las novelas de caballerías. Don Quijote vuelve a la
realidad, que pronto tendrá que dejar para ser borrado o transformado
por la muerte.
«Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote,
y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por
donde conjeturaron se moría, fue el haber vuelto con tanta facilidad de
loco a cuerdo porque a las ya dichas razones añadió otras muchas
tan bien dichas, tan cristianas y con tanto acierto, que del todo les
vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.»
Una superstición escocesa quiere que los hombres cuerdos que están
ya cerca de la muerte se vuelvan un poco locos y adquieran virtudes
proféticas. Aquí, inversamente, la cercanía de la muerte devuelve la
razón a un loco.
«Hizo salir la gente el Cura, y quedóse solo con él y confesóle.»
Cervantes no nos dijo lo que ocurrió durante el sueño de don
Quijote, aunque pudo haberlo inventado; ahora no nos dice cómo fue la
confesión del héroe. Hay aquí otro intervalo de oscuridad. Estas dos
ignorancias o fingidos escrúpulos del autor hacen que prestemos más fe a
los otros hechos que refiere. Estos dos eclipses, estos dos intervalos
de silencio, dan mayor fuerza a lo demás.
«El Bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y
con Sancho Panza; el cual Sancho (que ya sabía por nuevas del Bachiller
en qué estado estaba su señor), hallando a la Ama y a la Sobrina
llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la
confesión y salió el Cura diciendo: Verdaderamente se muere y
verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar,
para que haga su testamento. Estas nuevas dieron un terrible empujón a
los ojos preñados de Ama, Sobrina y de Sancho Panza su buen escudero, de
tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos, y mil
profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente, como alguna vez se
ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas y
en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible
condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de
los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.»
Una sombra, en una de las terrazas del purgatorio, pregunta a Dante
si en su patria perduran la virtud y la cortesía. Se advierte que estas
dos virtudes fueron virtudes cardinales para el poeta; también lo fueron
para Cervantes. Durante todo el libro hemos sido testigos del valor de
Alonso Quijano; ahora se habla también de su cortesía y de la bondad que
significa esa cortesía.
«Entró el escribano con los demás, y después de haber hecho la
cabeza del testamento, y ordenado su alma don Quijote, con todas
aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las
mandas, dijo: Item, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho
Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que porque ha
habido entre él y mi ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no
se le haga cargo de ellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si
sobrare alguno después de haberse pagado de lo que le debo, el restante
sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga...»
La lucidez de don Quijote es perfecta; don Quijote ha vivido en un
mundo alucinatorio, pero ahora que vuelve al mundo real recuerda
vívidamente todas las circunstancias de esa larga etapa anterior.
Recuerda los dineros que debe a Sancho y quiere que se le haga justicia.
«...¡Ay!, respondió Sancho llorando: no se muera vuesa merced,
señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor
locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más
ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la
melancolía. Mire, no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos
al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado, quizá tras de
alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no
haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a
mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le
derribaron, cuanto más que vuesa merced habrá visto en sus libros de
caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el
que es vencido hoy, ser vencedor mañana.»
Estas palabras han sido curiosamente interpretadas por Unamuno,
que entiende que don Quijote, al perder su locura, se la traspasa a
Sancho. Más bien cabe pensar que Sancho no ha conocido a Alonso Quijano
sino a don Quijote y que se ha acostumbrado a hablarle de esta manera.
Está afligido porque sabe que don Quijote va a morir, y recurre a
palabras y razones que antes hubieran sido eficaces y ahora no lo son.
No acaba de entender que don Quijote murió durante el sueño y que ahora
es vano invocar hechiceros y Dulcineas.
«Así es, dijo Sansón, y el buen Sancho Panza está muy en la
verdad destos casos. Señores, dijo don Quijote, vámonos poco a poco,
pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.»
Algo inanalizable hay aquí: la entonación, la negligente música de Cervantes.
«Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy
ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes
mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se
tenía, y prosiga adelante el señor escribano. Item, mando toda mi
hacienda a puerta cerrada a Antonia Quijana, mi sobrina que está
presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que
fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera
satisfacción que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del
tiempo que mi Ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido.»
Otra circunstancia verosímil. Mientras don Quijote ejecutaba
sus irrisorias hazañas, el Ama había trabajado en su casa y no le habían
pagado nunca. Esta invención de que mientras ocurre una cosa, ocurran
otras que no sepamos es una de las habilidades de la novela, y está bien
aquí.
«...Cerró con esto el testamento y tomándole un desmayo, se tendió
de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos, y acudieron a su
remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el
testamento, se desmayaba muy a menudo.»
Alonso Quijano tenía que morir después de haber dicho ciertas
cosas, pero haberlo hecho morir inmediatamente hubiera resultado todo un
poco mecánico. Cervantes, para mayor verosimilitud, lo hace durar unos
días más.
«Andaba la casa alborotada; pero con todo comía la Sobrina, brindaba
el Ama y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o
templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el
muerto.»
Se anticipa la muerte de don Quijote en el olvido de estas personas
que, sin embargo, tanto lo quieren. Don Quijote no ha muerto aún y ya
están olvidándolo. Este olvido acentúa y agrava su soledad.
«En fin, llegó el último de don Quijote, después de recibidos todos
los sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces
razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y
dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún
caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan
cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de los
que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.»
El libro entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte de
don Quijote. Los autores suelen cuidar el lecho de muerte de sus héroes,
pero Cervantes que, según su propia declaración, no era padre sino
padrastro de don Quijote, deja que éste se vaya de la vida de una manera
lateral y casual, al fin de una frase. Cervantes nos da con
indiferencia la tremenda noticia. Es la última crueldad de las muchas
que ha cometido con su héroe; acaso esta crueldad es un pudor y
Cervantes y don Quijote se entienden bien y se perdonan.
Revista de la Universidad de Buenos Aires, V época, año 1. n.1, págs. 28-36, enero-marzo 1956.
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