Acabo de arrojar la caja al fondo del barranco. Percibo, aún, corno un eco, su ruido metálico al chocar, allá abajo. He vuelto a la casa y ya no me queda más que rondar por ella, esperando vanamente encontrarlo en cada recodo del corredor, en cada puerta, o sentarme en la oscuridad a repensar los hechos, a atar y desatar las imágenes, gastadas por el incesante (e inútil) empeño de ser recuperadas con exactitud. Sólo hay fugaces, amontonados momentos apenas perceptibles. Ningún símbolo premonitorio puedo hallar antes: nada. Todo se empeña en partir desde su aparición en mi vida (aunque ahora sé que hubo un antes tan intangible que no llegó a habitar mis recuerdos), desde esa noche, cuando llegó a la pensión y pidió una pieza.
No había mucha luz, y lo primero que me sorprendió fue su voz:
profunda, penetrante. Pregunté su nombre y dijo que no lo recordaba, que
tal vez nunca lo había tenido. En ese instante algún objeto dejó de
hacer sombra y vi su cara: era un borrón, una nube indefinible. Tuve
miedo; presentí algo monstruoso. Pregunté la edad y dijo que no tenía;
describió una escena: un parto silencioso, en la noche, justo en el
límite de un día indefinido, cuando las agujas permanecían estáticamente
en las doce. Después dijo que tenía conciencia de lo extraño de su voz,
de lo difuso de su rostro. Dijo que estaba solo y que sobre él tenía
que cumplirse algo; desde hacía mucho tiempo buscaba a la persona
que debía ayudarlo. Yo contestaba cosas, temía aún pero algo más fuerte
me obligaba a indagar su historia. No sé si me lo pidió, pero me uní a
él: atada por un inasible horror (algo como la sombra del horror) no
pude dejar de seguirlo, de alentarlo en la búsqueda, y sentir que todo
iba acercándonos.
Hasta que llegamos a esta quinta. Arriba, allá, hay una cúpula, una
especie de observatorio. La primera vez recorrimos la casa juntos.
Recuerdo, todavía, que en los corredores su voz se hacía aún más
precisa, más penetrante. Recuerdo, también, que al subir las escaleras
su ropa (porque nunca pude ver su cuerpo) temblaba. Se apresuraba en los
escalones, ansioso. Y yo quería que él tuviera rostro y lo imaginaba
sonriendo mientras lo veía tender la mano hacia la pequeña puerta de
hierro que da a la cúpula, al fin de la escalera. Recuerdo que entramos,
que después de abrir la puerta saltó adentro como si hubiera reconocido
algo, que miró hacia arriba (hacia las estrellas), que se quedó
quieto un instante: cuando se volvió hacia mí, fugazmente,
vertiginosamente, el borrón se convirtió en un rostro hermosísimo,
irrecordable, que se desvaneció en seguida. Tuve, lo sé, miedo. Como si
la costumbre adquirida en días y días de mirar su cara borrosa se
anulara de golpe, creando otra vez el horror del primer instante.
Después bajamos las escaleras y pasó el tiempo y yo no volví a subir a
la cúpula. El, en cambio, pasaba allí casi todo su tiempo. A veces, sólo
a veces, me hablaba, anunciándome algo oscuro. Una vez nombró una caja
en la que había encontrado muchas cosas. Me dijo, también, que de
noche escudriñaba las estrellas; que miraba, sobre todo, la luz de un
sol remoto. Agregó, esa vez, otra, no recuerdo, que ya creía haberlo
hallado todo, que ya estaba cumpliéndose su verdadero destino. Sí, eso
fue una tarde, mientras miraba el jardín; después no volví a verlo
durante mucho tiempo, semanas, creo. Sólo oía su voz, de tanto en tanto,
al subir la escalera y acercarme a la puerta de hierro, temerosamente,
preguntándole algo. Recuerdo (fue hasta hace muy poco) que yo pasaba las
noches en la escalera, y también los días, confundiéndolo todo,
envejeciendo visiblemente, sabiendo que de un momento a otro podía
necesitarme. Y sentía, de golpe, que lo que me unía a él era más exacto,
que la atracción era más definida y monstruosa. Impulsada por
algo inexpresable (la sombra del horror convertida en sombra de otra
cosa, tal vez) imaginaba incesantemente su cuerpo difuso, su rostro. Ese
rostro fugaz y hermoso que había reemplazado, bajo las estrellas, a la
nube oscura.
Anoche, con voz más rara que siempre, me llamó. Entré: sobre la mesa,
bajo el techo abovedado de la cúpula, se amontonaban libros, cálculos,
aparatos extraños, mapas de las constelaciones. Arriba, por sobre la
penumbra (y eso lo sentí de pronto), las estrellas, el sol remoto
controlaban todo. Entonces fue cuando dijo aquello, antes, muy poco
antes de que sucediera lo otro. Tengo que morir, dijo. Tengo que morir
porque ya encontré mi verdad: ya sé que todo estaba dirigido hacia esa
bóveda, hacia esta vigilancia lejana. Hay un extraño impulso, un mandato
que pesa sobre mí y me ordena todo esto, decía, lo recuerdo, y en la
penumbra se acercaba a mí, o yo me acercaba a él, y nos estábamos
juntando, mientras él continuaba hablando, lentamente, mientras acaso
tardábamos en llegar uno a otro porque la bóveda se agrandaba o
yo también caminaba despacio, mientras la atracción distinta que había
sentido en la escalera crecía aún más, y él venía, y hablaba de los
astros pronunciando palabras que yo nunca había escuchado, mentando a
una raza extraña de hombres ligados a soles remotos, de existencias
atadas por hilos infinitos, diciendo que cada ser de la tierra estaba
unido al destino de una estrella particular en el universo inacabable y
que existía una raza innombrada de hombres que nacían sin rostros, como
él, porque sus vidas pertenecían a estrellas que se habían extinguido
muchos millones de años atrás pero cuyas luces se siguen percibiendo
desde la tierra: una raza de hombres-sombras mezclados a los de rostro
concreto, destinada a nacer así, solitaria, a buscar la verdad
incansablemente, para morir al comprender que eran fantasmas. Y ahora
estábamos juntos, ahora yo intuía que mi existencia era una parte de
su camino, que de algún modo yo también pertenecía a esa raza. Su rostro
volvía a ser por un instante luminoso, para apagarse pronto, mientras
yo apretaba su cuerpo, algo muy raro, impreciso, y caíamos como si él se
hubiera concretado para eso, rodábamos y él estaba en mí mucho más que
siempre y yo estaba unida a él; una realidad, que en mi imaginación
había sido morbosa, era más cercana. Mientras arriba estaba, sobre todo,
una estrella que brillaba, crecía. Y él, junto al jadeo, decía casi
tiernamente que la caja, que guardara todo en la caja y lo tirara al
fondo del barranco. Mientras yo me iba durmiendo y al despertar él
estaba muerto.
Y ahora temo enfrentar algún espejo, en los corredores, porque sé que ya
no tengo cara. Y tengo miedo porque pronto, en el límite de un día, con
un parto silencioso nacerá de mí una sombra: un hijo extraño que
perderé pronto, que saldrá al mundo con su rostro y su voz apagados.
Hasta que en algún lugar encuentre la mujer y una búsqueda incansable le
permita dar con el barranco, encontrar la caja con los libros y los
extraños aparatos y los mapas, y pase quizá en esa misma bóveda las
noches en vela, prisionero de una luz fantasma, hasta comprender la
verdad, hasta llamar a su mujer, hasta cumplir el incesante rito.
En Las hamacas voladoras y otros cuentos
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