¡Qué vergüenza! ¡Qué deshonra! Jamás había sufrido ofensa igual a la que hoy se me ha infligido. Trataré de escribir lo que ha pasado, aunque preferiría olvidarlo.
El príncipe me había ordenado que fuera a buscar a maese Bernardo, que
estaba trabajando en el refectorio de Santa Croce, pues el artista me
necesitaba. Allá me dirigí, aunque me sentía vejado por verme tratado
como un servidor de ese hombre tan altanero. Me recibió con extremada
amabilidad y me contó que los enanos siempre le habían interesado mucho.
Yo penséque todo tenía que interesarle a quien deseaba estar informado
al mismo tiempo sobre las vísceras de Francesco y sobre los astros del
firmamento. Pero sobre mí, el enano, no sabe nada, me dije para mí
mismo. Después de otras frases tan amables como vacías, me dijo que
quería hacer mi retrato. Al principio supuse que el príncipe se lo había
encomendado y no podía dejar de sentirme halagado, pero, de todos
modos, contesté que no quería posar.
-¿Por qué no? -me preguntó.
-Mi rostro me pertenece -le respondí con naturalidad.
La respuesta no le pareció rara, rió un poco, pero reconoció que no era
absurda. -Aunque no haga el retrato -dijo-, un rostro pertenece a
cualquiera que lo mire, es decir, a mucha gente.
Se trataba, simplemente, de un dibujo que mostraría cómo eran mis
formas. Debía quitarme las ropas para que hiciera un estudio de mi
cuerpo. Me sentí palidecer. No sé si estaba más enfurecido que
atemorizado o más atemorizado que enfurecido, o si sentía ambas cosas a
la vez, cólera y temor, y todo mi ser temblaba poseído por ambas
emociones.
Él notó el intenso efecto que me producía su ofensa. Se puso a
explicarme que no era una vergüenza ser enano ni el hecho de mostrarse
tal como se es. Sentía siempre un profundo respeto ante la naturaleza,
aun cuando ésta creara algo extraño y fuera de lo común. No, nada hay
de humillante en mostrarse a los demás tal cual se es y nadie tiene la
propiedad exclusiva de su yo.
-¡Yo sí! -grité loco de rabia-. ¡Usted no será dueño de sí mismo, pero yo sí!
Tomó mi reacción con mucha calma, y siguió observándome con una
curiosidad tan intensa, que mi exasperación aumentó. Luego dijo que
tenía que empezar, y se me aproximó.
-¡No soportaré ningún abuso con mi cuerpo! -grité fuera de mí.
Pero él no se incomodó, y, comprendiendo que no me quitaría las ropas de
buen grado, hizo ademán de desvestirme él mismo. Conseguí sacar mi
puñal de la vaina y pareció sorprendido al verlo brillar en mi mano. Me
lo quitó y lo puso prudentemente a cierta distancia.
-Creo que eres peligroso -dijo, mirándome con aire intrigado, mientras me sentía objeto de esa burla.
En seguida comenzó a quitarme las ropas, descubriendo desvergonzadamente
mi cuerpo. Yo me resistía y luchaba encarnizadamente, pero todo en vano
porque era más fuerte que yo. Cuando hubo terminado su innoble tarea me
colocó sobre una especie de estrado que se encontraba en medio de la
pieza. Allí permanecí desnudo, desarmado, enloquecido de rabia. Y, a
pocos pasos de mí, estaba él en tren de estudiarme y de observar mi
deformidad con una despiadada frialdad. Yo estaba completamente librado
al cinismo de su mirada que se apoderaba de mi indefensa persona como
si le perteneciera. Estar así expuesto a los ojos de otro hombre me
pareció un rebajamiento tan profundo que aún siento la vergüenza de
haberlo soportado. Recuerdo siempre el ruido de su lápiz de plata sobre
el papel; quizá fuera el mismo con que habría dibujado las cabezas de
los criminales colgados ante las puertas del castillo, y tantas otras
cosas abominables. Su mirada se había transformado, era penetrante como
la punta .de un cuchillo, se diría que me traspasaba. Jamás he odiado
tanto a los hombres como durante esa hora espantosa. Mi odio era tan
intenso que temía desmayarme y a ratos todo se ensombrecía ante mis
ojos. ¿Hay algo más vil que seres como ése, ni más dignos de ser
odiados?
Justamente frente a mí, sobre el muro lateral, veía su gran cuadro del
que se afirma que será su obra maestra. Estaba apenas comenzado, pero me
parecía que representaba la Cena, el convite de amor de Cristo en medio
de sus discípulos. Yo miraba como un loco esa gente de rostros puros y
solemnes que se creían en el séptimo cielo porque rodeaban a su Señor,
el hombre de la aureola sobrenatural. Con alegría pensaba que muy pronto
éste iba a ser prendido, que Judas, agazapado, en un rincón, no
tardaría en traicionarlo. ¡Él todavía es amado y honrado, pensaba,
todavía se sienta a su mesa de amor... mientras que yo permanezco en mi
vergüenza! ¡Pero su hora vendrá! Pronto dejará de estar sentado entre
los suyos y será clavado sobre la cruz, solitario, traicionado por
ellos. Y estará allí tan desnudo como yo, igualmente escarnecido.
Expuesto a las miradas de todos, burlado e injuriado. ¿Por qué no? ¿Por
qué no habría de ser tratado lo mismo que yo? Siempre ha estado rodeado
de amor, alimentado de amor..., mientras que yo me alimentaba de odio.
El odio ha sido mi alimento desde mi primer instante; he absorbido su
savia amarga; he descansado sobre un seno materno lleno de hiel,
mientras que a él lo alimentaba la dulce madonna, la más dulce, la más
tierna de todas las mujeres, y bebía la leche más deliciosa que haya
gustado jamás. Un ser humano. Allí está, sentado, inocente y bondadoso,
sin imaginar que haya quien lo odie o quiera hacerle daño. ¿Por qué no?
¿Por qué a él no? Se cree amado por todos los hombres de la tierra por
haber sido engendrado por su padre celestial. ¡Qué ingenuidad! ¡Qué
infantil ignorancia! Por eso, precisamente, no lo aman. A la humanidad
no le agrada ser dominada por Dios.
Yo lo miraba todavía cuando, librado de mi posición espantosamente
ultrajante, me detuve un instante junto a la puerta de esa habitación
infernal en la que había sido víctima de la más profunda humillación.
"¡Pronto serás vendido por algunos escudos a las nobles y sublimes
gentes -pensé-, lo mismo que yo!"
Y lleno de rabia, di un portazo sobre él y sobre su gran maestro
Bernardo que, absorto en la contemplación de su obra tan apreciada,
parecía haberse olvidado ya de mi existencia después de haberme hecho
sufrir tan crueles tormentos.
Prefiero no acordarme de mi visita a Santa Croce, pero hay algo que no
puedo olvidar. Mientras me vestía no pude dejar de ver algunos dibujos,
diseminados por todas partes, que representaban los seres más extraños;
monstruos que nadie ha visto y que tampoco pueden existir. Eran algo
entre hombre y bestia, mujeres con grandes alas de murciélago extendidas
entre sus dedos largos y velludos; hombres con rostro de lagarto y
piernas y cuerpo de sapo; otros con cabeza de buitre y con garras en vez
de manos, que saltaban como demonios; algunos que no eran ni hombres ni
mujeres y parecían monstruos marinos con ondulantes tentáculos y ojos
fríos y perversos como los de los hombres. Me sentía fascinado por esas
imágenes espantosas cuyo recuerdo me persigue todavía. ¿Cómo puede su
imaginación ocuparse de semejantes monstruos? ¿Por qué evoca esas
repelentes figuras de pesadilla? ¿Responderá eso a una necesidad
interior que le hace sentirse atraído por lo que justamente no existe en
la naturaleza? No sé.
¿Cómo un ser bien equilibrado puede concebir cosas tan horribles y
complacerse en ellas? Cuando se mira su rostro altanero, del que puede
decirse que es a un mismo tiempo digno y refinado, no es posible pensar
que sea el autor de esas imágenes, Y, sin embargo, así es.
Semejante contraste inclina a la reflexión. Como todas las casas que ha
creado, esos seres siniestros también deben estar dentro de él.
Tampoco puedo olvidar la expresión que tenía mientras hacía mi retrato.
Parecía transformado en otro ser distinto, con una mirada hiriente y
helada, y una cara cruel que le daba un aire demoníaco. No es, pues, tal
como quisiera parecer. En eso se asemeja a los demás hombres.
Es inconcebible que pueda ser el mismo individuo que ha pintado el
Cristo que allí está sentado, tan luminoso y puro, presidiendo esa cena
de amor.
Diego Velázquez
El enano Sebastián de Morra 1645
Museo del Prado
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