La liquidación del Otro va acompañada de una síntesis artificial de la alteridad, cirugía estética radical, de la cual la cirugía de la cara y la del cuerpo no son más que el síntoma. Pues el crimen sólo es perfecto cuando hasta las huellas de la destrucción del Otro han desaparecido.
Con la modernidad, entramos en la era de la producción del otro. Ya no
se trata de matarlo, de devorarlo, de seducirlo, de rivalizar con él, de
amarlo o de odiarlo; se trata fundamentalmente de producirlo. Ya no es
un objeto de pasión, es un objeto de producción.
¿Es posible que el Otro, en su singularidad irreductible, se haya vuelto
peligroso o insoportable, y sea preciso exorcizar su seducción? ¿O más
sencillamente la alteridad y la relación dual desaparecen
progresivamente con el aumento de poder de los valores individuales? El
caso es que la alteridad se echa en falta, y que es absolutamente
necesario producir al Otro como diferencia, si no queremos vivir la
alteridad como destino. Esto sirve también para el cuerpo, el sexo y la
relación social. Para escapar al mundo como destino, al cuerpo como
destino, al sexo (y al otro sexo) como destino, inventamos la producción
del Otro como diferencia. Ocurre lo mismo con la diferencia sexual.
Querer desentrañar la inexplicable alteridad de lo masculino y de lo
femenino para devolver a cada uno de los dos a su especificidad y a su
diferencia es un absurdo; Pero eso es lo que hace, no obstante, nuestra
cultura sexual de liberación y de emancipación del deseo. Cada sexo con
sus características anatómicas, psicológicas, con su deseo propio, y
todas las peripecias irresolubles qué de ahí se deducen, incluida la
ideología del sexo y la utopía de una diferencia basada simultáneamente
en el derecho y en la naturaleza.
Este invento de la diferencia coincide con el de una nueva imagen de la
mujer, y por tanto con un cambio del paradigma sexual. Es la producción
por la histeria masculina, en las fronteras entre el siglo XIX y la
modernidad, de una imaginación de la mujer en lugar de la feminidad
robada (Christina von Braun, Nicht-Ich y Die schamlose Schönheit des Vergangenen,
1985, 1989). Es esta configuración histérica, es en cierto modo la
feminidad del hombre la que se proyecta en la mujer y la modela como
figura ideal a su imagen y semejanza. Ya no se trata, como en la figura
cortés y aristocrática de la seducción, de conquistar a la mujer, de
seducirla o de ser seducido por ella, se trata de producirla como utopía
realizada; mujer ideal o mujer fatal, metáfora histérica y
sobrenatural. El Eros romántico se encargó de poner en escena este
ideal: la mujer como resurrección proyectiva de lo mismo, figura gemela
casi incestuosa, artefacto condenado a partir de entonces a la confusión
amorosa, es decir a un patetismo de la semejanza ideal de los seres y
de los sexos. La diferencia sexual, el concepto de diferencia sexual que
se instala en el mismo impulso no es más que un subterfugio de la forma
incestuosa. En ella, hombre y mujer no son más que un espejo recíproco.
La separación y la diferencia les sirve para convertirse mejor en el
espejo, indiferente muchas veces, mutuo. Toda la mecánica erótica cambia
de sentido, ya que la atracción erótica que emanaba antes de la
extrañeza y de la alteridad se instala ahora en el lado de lo semejante y
lo parecido.
Así pues, El mundo sin mujeres de Martini no es tan alegórico
como pudiera parecer. Gracias al invento de una feminidad que hace
superflua a la mujer, que la convierte en una encarnación supletoria, la
mujer ha desaparecido realmente, si no físicamente, sí por lo menos
bajo el peso de una feminidad de sustitución.
Ni que decir tiene que esto vale también para el hombre, ya que lo que
éste transpone en el espejo teatral del papel y de la idea de la mujer
es su propia feminidad robada. Y si la mujer real parece desaparecer en
esta invención histérica, hay que ver que también el deseo masculino
pasa a ser completamente problemático, pues ya sólo es capaz de
proyectarse en su imagen y de convertirse de ese modo, en puramente
especulativo.
Así pues, todas las glosas sobre el privilegio sexual de lo masculino no
son más que tonterías. En la ilusión sexual de nuestro tiempo, existe
una especie de justicia inmanente que hace que, en esta diferencia en
trampantojo, ambos sexos pierdan conjuntamente su singularidad, ya que
su diferencia culmina inexorablemente en la indiferenciación. El proceso
de extrapolación de lo Mismo, de gemelización de los sexos (si la
gemelidad es un tema tan actual es porque refleja de este modo la
clonación libidinal), concluye en una asimilación progresiva que llega a
convertir la sexualidad en una función inútil, adelantándose a los
clones futuros, inútilmente sexuados, puesto que la sexualidad ya no
será necesaria para su reproducción.
La aparición de la problemática del «género» (gender) que
sustituye a la del sexo, ilustra esta dilución progresiva de la función
sexual. Estamos en la era de lo Transexual, donde los conflictos ligados
a la diferencia, e incluso los signos biológicos y anatómicos de la
diferencia, se perpetúan mucho después de que la alteridad real de los
sexos haya desaparecido.
Cuando, los sexos se miran sesgadamente el uno al otro, uno a través del
otro. El masculino bizquea sobre el femenino, el femenino sobre el
masculino. Ya no es la mirada de la seducción, es un estrabismo sexual
generalizado, que refleja el de los valores morales y culturales: lo
verdadero bizquea sobre lo falso, lo hermoso bizquea sobre lo feo, el
bien bizquea sobre el mal, y viceversa. Se conectan entre sí, en un
intento de desviación de sus signos distintivos. De hecho, son cómplices
para saltarse la diferencia. Funcionan como vasos comunicantes,
obedeciendo a unos nuevos rituales maquínicos de conmutación. La utopía
de la diferencia sexual culmina en la conmutación de los polos sexuales y
en el intercambio interactivo. En lugar de una relación dual, el sexo
se convierte en una función reversible. En lugar de la alteridad, una
corriente alternativa.
Es en la seducción, en la ilusión, en el artificio, donde se halla su
intensidad máxima, cuando cada uno de los sexos es fatal para el otro,
es decir portador de una alteridad radical. En términos naturalistas,
por el contrario, en los cuales se basa nuestra diferencia, y por
consiguiente nuestra «liberación», los sexos son menos diferentes de lo
que se cree. Tienen más bien tendencia a confundirse, por no decir a
intercambiarse. Lo que se ha «liberado» no es precisamente su
singularidad, sino su confusión relativa, y, claro está, una vez ha
quedado atrás la orgía y el éxtasis del deseo, su indiferencia
respectiva. ¿Cómo hablar de pasión en tal caso? Sería más bien de
compasión sexual. Ni siquiera se oye hablar mucho de deseo. Su declive
ha sido rápido en el firmamento de los conceptos. Se ha convertido en el
tema astral de una jerga, psicoanalítica y publicitaria.
La liberación siempre es naturalista: naturaliza el deseo como función,
como energía, como libido. Y esta naturalización de los placeres y de
las diferencias lleva también «naturalmente» a la pérdida de la ilusión
sexual. El sexo arrebatado al artificio, a la ilusión, a la seducción,
devuelto a su economía consciente o inconsciente (muy listo el que
afirme que ahí está la «realidad» del sexo). La mujer arrancada a su
condición artificial y devuelta a su ser natural, a su estatuto
«legítimo» de ser sexual, y a un reconocimiento jurídico. Ahora bien, la
seducción y la pasión no tienen nada que ver con el reconocimiento del
otro. La singularidad tampoco tiene nada que ver con la identidad o la
diferencia; se presenta como singular, ilegal, y basta. El
reconocimiento va acompañado de la diferencia, y ambas son virtudes
burguesas.
De todos modos, en esta historia de diferencia, siempre hay un término
más diferente que el otro. En efecto, la mujer es más diferente que el
hombre. Y no sólo más diferente que él, sino más que diferente, El
hombre sólo es diferente, la mujer es otra cosa: extraña, ausente,
enigmática, antagónica. Y para conjurar esta alteridad radical se ha
inventado la diferencia biológica, pero también psicológica, ideológica,
política, etc. Todo ello puede negociarse en una oposición pactada,
aunque sea en términos de correlación de fuerzas. Pero, hablando con
exactitud, esta oposición no existe, no es más que la sustitución de una
forma dual y disimétrica por una forma simétrica y diferencial. Es lo
mismo que decir que esta forma de compromiso «natural» es extremadamente
frágil. No se puede confiar en la naturaleza.
La mujer fatal, por su parte, nunca lo es como elemento natural. Lo es
como artificio, como seductora, como artefacto proyectivo de la histeria
masculina. La mujer ausente, ideal o diabólica, pero siempre
fetichizada, esa mujer construida, esa Eva maquínica, ese objeto mental,
se ríe de la diferencia de los sexos. Se fíe del deseo, y del sujeto
del deseo. Más femenina que lo femenino: la mujer-objeto. Pero no se
trata de alienación, se trata de un objeto mental, de un objeto puro
(que no se cree un sujeto), un ser irreal, maquillado, cerebral,
devorador de materia gris y libidinal. A través de ella, el sexo niega
la diferencia sexual, el propio deseo se tiende una trampa, el objeto se
venga. La mujer-objeto, la mujer fatal, se ríe de esta feminidad
histérica de esencia masculina. Se ríe de esta imagen especulativa con
una especulación incondicional, con un incremento de poder de su propia
imagen. Mediante una saturación de su condición de objeto, se convierte
en fatal para sí misma, y así es como llega a serlo para los demás. Lo
femenino se transparenta a través de los mismos rasgos del ideal
artificial que se le ha fabricado, no para alcanzar la mujer «real» que
se supone que debe ser, sino para alejarla aún más de su naturaleza y
hacer de ese artificio un; destino triunfante.
Pero los sexos tienen un destino asimétrico. El mismo jugárselo a doble o
nada que se le impone sobre el ideal-tipo de virilidad no es posible
para el hombre. No le queda más remedio que descartarse en lugar de
sobrepujar. Y si cada vez hay menos mujeres fatales es porque ya no
quedan hombres para caer en sus manos.
De todos modos, este histerismo respectivo de los sexos disminuye a
medida que la creencia de la naturaleza se borra en la época
contemporánea y estalla, con su «liberación», el carácter problemático y
ambiguo de la diferencia. La histeria fue la última forma de estrategia
fatal de la sexualidad. Así pues, no es casualidad que desaparezca
ahora después de haber fomentado las figuras extremas de la mitología
sexual de todo un siglo. Las estrategias fatales se borran ante la
solución final.
Ha aparecido un nuevo espectro de dispersión, y en este juego sexual de baja definición (Low Definition Sexual Game)
parece que nos deslizamos del éxtasis a la metástasis, la metástasis de
innumerables pequeños dispositivos de transfusión y de perfusión
libidinal, micro-argumentos de la insexualidad y de la transexualidad
bajo todas sus formas. Resolución del sexo en sus miembros sueltos, en
sus objetos parciales, en sus elementos fractales.
En este viraje sexual de la indiferencia, la única alternativa correspondería a la mujer.
Como quiere producirse a sí misma como diferencia, como ya no quiere ser
producida como tal por la histeria masculina, le corresponde producir
al otro de rebote, producir una nueva figura del otro como objeto de
seducción, de la misma manera que lo masculino lo ha conseguido en
cierto modo al producir una cultura de la imagen seductora de la mujer.
Es el problema de una mujer que se ha convertido en sujeto de deseo,
pero que ya no encuentra al otro que podría desear como tal (es el
problema más general de nuestra época: devenir-sujeto en un mundo donde
entretanto el objeto ha desaparecido). Pues el secreto no está jamás en
el intercambio equivalente de los deseos, bajo el signo de una
diferencia igualitaria, está en inventar al otro que sabrá jugar y
burlarse de mi propio deseo, diferirlo, suspenderlo, y por tanto
suscitarlo indefinidamente.
¿Acaso lo femenino es capaz actualmente de producir, ya que no quiere
encarnarlo, esta misma alteridad seductora? ¿Acaso lo femenino sigue
siendo suficientemente histérico como para inventar al otro?
Lamentablemente parece que nos estamos acercando al extremo inverso, es
decir, a la forma exacerbada de la diferencia, es decir, a la solución
final: el acoso sexual. Desarrollo último de la histeria femenina,
mientras la pornografía es el desarrollo último y caricaturesco de la
histeria masculina. En el fondo, son las dos vertientes de la misma
indiferencia histérica.
El acoso sexual: caricatura fóbica de cualquier aproximación sexual,
rechazo incondicional de seducir y de ser seducido. ¿Esta compulsión no
es más que la coartada de la indiferencia o bien oculta, como cualquier
síntoma alérgico, una hipersensibilidad al otro? El caso es que
cualquier veleidad de seducción, cualquier expresión del deseo, cae bajo
la inculpación de violación. Habría presunción de violación en cada una
de las fases de la relación, incluso conyugal, si no es expresamente
consentida. La ley italiana prevé como delito la inducción, es decir, no
forzar el deseo del otro, ni siquiera la seducción, sino el mero hecho
de inducir su consentimiento por cualquier tipo de gesto o de signo.
Convendría además, dentro de la misma línea, poner en el índice al
espermatozoide, ya que su esfuerzo por penetrar el óvulo es exactamente
el prototipo del acoso sexual (¿o tal vez existe inducción por parte del
ovario?).
¿Dónde comienza la violación, donde comienza el acoso sexual? Una vez
trazada la línea fronteriza, la línea de una diferencia inexpugnable
entre los sexos, no hay otra posibilidad de aproximación que la
violencia. Así por ejemplo, en una película de Bellochio, El veredicto,
el problema está en saber si la ha violado realmente, ya que ella ha
tenido un orgasmo. La acusación sostiene que sí, la defensa invoca el
consentimiento final de la víctima. Pero nadie se pregunta si el orgasmo
es o no una circunstancia agravante. Cabe sostener, en efecto, que
forzar el placer del otro, forzar su arrebato, es el colmo de la
violación, más grave que forzar al otro a darnos placer.
De todos modos, esto ilustra el absurdo de toda esta problemática. El
acoso sexual significa la entrada en escena de una sexualidad victimista
e impotente para constituirse en objeto o en sujeto de deseo en su
voluntad paranoica de identidad y de diferencia. Ya no es el pudor lo
que está amenazado por la violación sino el sexo, o mejor dicho la
estupidez sexista, que se hace justicia a sí misma.
Esto ilustra al mismo tiempo la situación sin salida de la diferencia.
El problema de la diferencia es irresoluble debido a que los términos
enfrentados no son diferentes, sino incomparables. Los términos que
estamos acostumbrados a enfrentar son mera y simplemente incompatibles,
lo que hace que el concepto de diferencia carezca de sentido. Así, lo
Femenino y lo Masculino son dos términos incomparables, y, si en el
fondo no existe diferencia sexual, se debe a que los dos sexos no son
enfrentables.
Esto vale para todas las oposiciones tradicionales. Cabe decir lo mismo del Bien y el Mal.
No están en un mismo plano, y su oposición es un señuelo. Lo malo es
precisamente la extrañeza, la impermeabilidad radical del Bien y el Mal,
que hace que no exista reconciliación, ni superación, ni, por tanto,
solución ética al problema de su oposición. La alteridad inexorable del
Mal cruza la eclíptica de la moral. Le ocurre lo mismo a la libertad
enfrentada a la información, leitmotiv de nuestra ética mediática: ese
conflicto es un falso conflicto, debido a que no existe una auténtica
confrontación, ya que los dos términos no están en un mismo plano. No
hay una ética de la información.
Lo que define la alteridad no es que los dos términos no sean
identificables, sino que no sean enfrentables entre sí. La alteridad
pertenece al orden de las cosas incomparables. No es intercambiable
según una equivalencia general, no es negociable, pero circula en las
formas de la complicidad y de la relación dual, tanto en la seducción
como en la guerra.
Ni siquiera se opone a la identidad: juega con ella, de la misma manera
que la ilusión no se opone a lo real sino que juega con ello, de la
misma manera que el simulacro no se opone a la verdad sino que juega con
la verdad —más allá, por tanto, de lo verdadero y de lo falso, más allá
de la diferencia—, de la misma manera que lo femenino no se opone a lo
masculino sino que juega con lo masculino, en algún lugar más allá de la
diferencia sexual. Los dos términos no se contraponen: el segundo juega
siempre con el primero. El segundo siempre es una realidad más sutil
que rodea al primero con el signo de su desaparición. Todo el esfuerzo
consistiría en reducir este principio antagónico, esta incompatibilidad,
a una simple diferencia, a un juego de oposición bien templado, a una
negociación de la identidad y de la diferencia en lugar de la alteridad
robada.
Todo lo que se pretende singular e incomparable, y no entra en el juego
de la diferencia, debe ser exterminado, bien físicamente, bien por
integración en el juego diferencial, donde todas las singularidades se
desvanecen en el campo universal. Es lo que ocurre con las culturas
primitivas: sus mitos han pasado a ser comparables bajo el signo del
análisis estructural. Sus signos han pasado a ser intercambiables a la
sombra de una cultura universal, a cambio de su derecho a la diferencia.
Negados por el racismo, o arrasados por el culturalismo diferencial,
significaba en cualquier caso para ellos la solución final. Lo peor está
en esta reconciliación de todas las formas antagónicas bajo el signo
del consenso y de la buena convivencia. No hay que reconciliar nada.
Hay que mantener abiertas la alteridad de las formas, la disparidad de
los términos, hay que mantener vivas las formas de lo irreductible.
En El crimen perfecto
Título original: Le crime parfait
Jean Baudrillard, 1995
Traducción: Joaquín Jordá
Foto: JB © Sophie Bassouls/Sygma/Corbis
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