miércoles, 29 de enero de 2014

LA SEGUNDA MANO DE BONNARD





A los ochenta años, Pierre Bonnard, además de hundido en las sombras de la viudez, segregado por la crítica, anotaba sobre la suerte de su obra: “Cuando mis amigos y yo quisimos desarrollar la búsqueda de los impresionistas, intentamos sobrepasar sus impresiones naturalistas del color. Fuimos más exigentes con la composición. Pero la marcha del progreso se precipitó, la sociedad dio la bienvenida al cubismo y al surrealismo antes de que nosotros lográramos lo que nos habíamos propuesto. Quedamos entonces suspendidos en el aire”. Bonnard nunca había sido un artista de ruptura y sus logros, no menores en su modestia, más bien parecen sosegados. Pintaba escenas familiares, paisajes. Se lo había tildado de artista burgués y conservador. Una y otra vez dibujaba y pintaba a Marie Boursin, que se hacía llamar Marthe, y era su compañera de toda la vida. Marthe era una maniática de la higiene. Y Bonnard la registró con pasión en numerosas “toilettes” que recuerdan a Degas. Evocándolo, Raymond Carver le dedicó un poema que supo traducir Esteban Moore: “Los desnudos de Bonnard”. Escribió Carver: “Su esposa./ Durante cuarenta años su modelo./ El la pintó una y otra vez. El desnudo/ de su último/ cuadro, es el mismo desnudo joven/ del primer cuadro. Su esposa./ El la recordaba joven. Los tiempos/ en que ella era joven. Su esposa, en la bañadera,/ en el tocador frente al espejo. Sin ropas./ Su esposa cubriéndose con las manos/ los pechos duros,/ mirando hacia el jardín,/ donde los rayos del sol desparraman/ tibieza y color./ Todas las especies vivientes floreciendo./ Ella joven y temerosa y excesivamente deseable/ en su desnudez. Cuando ella murió,/ él continuó pintando un poco más./ Fueron algunos paisajes, luego se murió./ Lo enterraron junto a ella./Su joven esposa”.


El poema de Carver intenta trasmitir una obsesión, la del tema, Marthe, y sus variaciones, las “toilettes”. La misma obsesión se proyectaba décadas después en otro país, en la literatura de Carver. Sus cuentos y poemas giran en torno del deterioro de las relaciones amorosas, la depresión, el alcoholismo, un crack up social y personal. Al leerlo parece escucharse siempre un electrodoméstico descompuesto. Carver le ha contado en un reportaje a Mona Simpson para el The Paris Review que tras escribir la primera versión de un cuento lo guardaba en un sobre y lo dejaba reposar un tiempo. Meses después volvía a la carga. Lo que explica esa precisión que había aprendido de su maestro John Gardner: “Si lo podés contar en quince palabras por qué no probar si podés hacerlo en diez”. De lo que se trata, en definitiva, es de no confiar en el impromptu de la inspiración, ese arrebato sospechoso. Tal fue su obsesión que, al publicarlos por segunda vez, eran una versión más afinada que la anterior. De forma tácita, su actitud ilumina su afinidad con Bonnard.


Ahora una anécdota que los conecta. Al recorrer un museo parisiense, un guardián se alarmó al sorprender a un viejo sentado frente a un desnudo de Bonnard. El viejo, paleta en una mano, pincel en la otra, trabajaba sobre el cuerpo de una mujer en una “toilette”. El guardián se lanzó a detenerlo queriendo impedir el ultraje. Lo que tardó en aclarar fue que el viejo tenía toda una buena razón del mundo en hacer lo que hacía. Corregía lo que para él eran unas imperfecciones del artista. También tardó en presentarse: Pierre Bonnard. El cuadro sobre el que estaba trabajando era suyo. Mito o verdad, la anécdota tiene su sentido. En especial si se tiene en cuenta una anotación encontrada en uno de los cuadernos del artista, el comentario que le había hecho alguna vez un pintor de brocha gorda: “Mire, señor, en pintura la primera mano siempre queda bien, en la segunda lo espero...”

martes, 28 de enero de 2014

Carlos Fuentes - Un fantasma tropical


Les contó que en el pueblo donde vivía junto al mar había muy poca gente rica y una de ellas, fabulosamente pudiente, según decía el rumor, era una mujer muy anciana que ya no salía nunca y que, según todos los chismes de las mujeres del pueblo, guardaba tesoros incalculables y joyas finísimas en rincones secretos de su casa blanca, enjalbegada, de dos pisos, con columnas resistentes a las mordidas del mar... Como nadie la veía desde hacía diez años, la gente empezó a darla por muerta. Y como nadie reclamaba su herencia, todos decidieron que el cuento de las joyas era perfectamente fantástico, que la señora sólo tenía bisutería. Y como la casa iba viniendo a menos, escarapeladas las columnas, llenos de goteras los porches y vencidas e inválidas las mecedoras traídas de la Nueva Orleans el siglo pasado, cuando eran la gran novedad gringa, el status symbol de los años 1860, cuando el auge de quién sabe qué, estaba claro que a nadie le interesaba reclamar ninguna herencia, si es que la señora invisible de verdad se había muerto.


Los más viejos decían haberla visto de joven. ¿Cuándo de joven, de joven cuándo? Pues allá por los años veintes, cuando las mujeres de la costa empezaron a cortarse el pelo a la bob, con alas de cuervo y nucas pelonas, falditas cortas y tacones altos, toda esa putería que nos llegó del norte... y ella no. Los que la vieron entonces dicen que ella, joven y hermosa como era, persistía en vestirse como antes, con faldas largas y botines de lazo, blusas oscuras bien abotonadas hasta el cuello, y uno como collar de la decencia, una corbatilla blanca como la luz de las seis de la mañana detenida por un camafeo. ¿Qué era el camafeo, qué describía, era un novio perdido, muerto, qué qué qué? Una mujer. Era el retrato de una mujer. Y cuando la futura anciana señora salía de su casa de pisos de mármol cuadriculados como un tablero de ajedrez, siempre se cubría con un parasol negro, pero su mirada no se la daba a nadie, sino a la mujer del camafeo que tenía prendido al pecho.

La espiaban. Recibía mujeres en su casa. Jamás un hombre. Una señora decente. Pero quién sabe si lo eran las mujeres que recibía. Pelonas, con collares largos cubriéndoles los escotes de satín por donde rebotaban las teticas de seda...

—Pero todo eso pasó hace mil años.

—No hay tal cosa. Nunca hubo mil años. Hubo novecientos noventa y nueve o hubo las mil y una noches. Odio los números redondos.

—Bueno, hace cuarenta y cuatro años, pon tú.

—Pongo yo, pues...

—La dieron por muerta. Es lo interesante.

Y yo que era un muchachito curioso, pero así, reventando de curiosidad, decidí aclarar el misterio de una vez por todas. Iba a cumplir los trece y pronto mi cuerpo ya no iba a caber entre las rejas que protegían la casa de la madama esta. De modo que una noche decidí colarme, pasadas las once, cuando el pueblo o ya se durmió, o ya se emborrachó. Apenas cupe entre dos barrotes. Me atarantó el olor de magnolia. Sentí crujir los tablones de la escalera que conduce al porche. La puerta de entrada estaba cerrada pero una ventana tenía los vidrios rotos. Me colé y me encontré en un vestíbulo que era como una rotonda de piso blanquinegro y un techo de emplomados donde un ángel desplegaba alas de pavorreal. De las puntas de las alas caían gotas espesas, aceitosas. Y entraba una luz que no era la de la noche, aunque tampoco la de la mañana. Una luz propia, me dije, sólo de esta casa. Esas cosas pasan en el trópico.

Entonces comencé a explorar. Varias puertas se abrían sobre la rotonda. Eran idénticas entre sí, como en los cuentos de hadas. Abrí la primera y me asustó un Buda de esos que constantemente mueven la cabeza y enseñan la lengua, asintiendo y burlándose.
Cerré apresuradamente y me fui a la siguiente puerta. Aquí tuve suerte. Era una biblioteca, lugar ideal, según las películas de miedo, para esconder cosas y apretar botones que descubren paneles corredizos etcétera. Ya conocen el rollo. Pero yo ya había leído en la escuela el cuento de Poe traducido por Cortázar, el de la carta robada. Allí se demuestra que el mejor lugar para esconder algo es el lugar más obvio, el más visible, que de tan visible se vuelve invisible. ¿Qué era lo más obvio en una biblioteca? Los libros. ¿Y entre los libros? El diccionario, el libro sin personalidad propia. ¿Y entre los diccionarios? El de la academia española, la lengua que hablamos todos.

Me fui sobre el libro de pastas de cuero claro y etiqueta roja, que veía todos los días en la escuela. Lo abrí y era lo que yo esperaba. Un libro hueco, una simple caja que abrí sin respirar apenas. Allí estaban las joyas de la vieja dama. Metí la mano para sacar la que más brillaba y allí debí conformarme. Pero ustedes ya saben lo que es la codicia cuando no hay conciencia y volví a meter la mano. Sólo que esta vez había allí otra mano que se me adelantó, tomó la mía con fuerza y me obligó a soltar el collar de perlas y mirar hacia la dueña de la mano helada, descarnada, que con tanta fuerza oprimía la mía.

No era dueña, sino dueño.

Era un hombre. Muy viejo, sin pelo, o más bien con mechones cenizos saliéndole de donde no debieran, las orejas y las narices y los rincones de los labios, un terrible anciano de dientes amarillos y ojeras pantanosas, de cuyo tacto nauseabundo (le apestaban las manos) me desasí con toda la fuerza de mis casi trece años para huir con la única joya que salvé... Me volteé para mirarlo. Ya les dije que mi curiosidad siempre me gana. ¡Va a ser mi perdición, muchachos! Quise ver de cuerpo entero a este espanto que se me apareció antes de la medianoche, ¡qué sería después de esa hora!

Era un hombre. Calvo, anciano, macilento y maloliente. Pero vestía como mujer. Un traje largo, antiguo, con botones, cerrado hasta el cuello, una corbatilla que fue blanca, mugrosa, amarilla, y el camafeo de una mujer bellísima, antigua, viva, muerta... ¿quién sabe?

Salí corriendo por donde entré. El espectro de la casa no me persiguió.

Dormí con mi brillante joya escondida bajo la almohada. Al día siguiente, di un pretexto para irme al puerto y enseñársela a un joyero judío que había emigrado de Amsterdam huyendo de los nazis. Me dijo la verdad: la joya no valía nada, era de las que se encuentran en las tiendas Woolworth en todo el mundo...

Pero nunca le conté a nadie lo que me había pasado. El pueblo siguió creyendo que la vieja había muerto y que su fortuna era un mito, puesto que nadie la reclamaba. Yo no dije la verdad. Ustedes son los primeros en oír mi historia. Agradézcanmela, que nuestras noches van a ser largas y mañana quién sabe si sigamos vivos...



En Cuentos sobrenaturales

lunes, 20 de enero de 2014

Remedio contra el insomnio

 




París, 1930. Man Ray, el fotógrafo nacido Emmanuel Radnitzky en Brooklyn, tiene insomnio. La vida le sonríe, está donde quiere estar, se codea con los mejores artistas de su tiempo, todos quieren ser fotografiados por él, pero él no puede dormir. No hay somnífero que le haga efecto, no hay método que lo ayude a conciliar el sueño, hasta que un norteamericano llamado William Seabrook le murmura en el oído que se acueste con una pistola cargada junto a la almohada.


Santo remedio. Agradecidísimo, Man Ray va hasta su hotel y le ofrece retratarlo. Seabrook había llegado a París rodeado del escándalo de sus tres libros de viaje: en el primero contaba cómo se había aventurado hasta los confines del desierto en Arabia para encontrar a una tribu de adoradores de Satán; en el segundo revelaba al mundo que en Haití había una magia llamada vudú que permitía que los muertos trabajasen para los vivos (a él le debemos la palabra zombis); en el tercero encontraba una tribu caníbal en Africa que le daba de comer carne humana. Para demostrar a los surrealistas que no mentía, compró a unos estudiantes de medicina unas lonjas de cadáver de la morgue y las cocinó él mismo y se las comió delante de los surrealistas, luego de que todos ellos declinaran el convite.


Man Ray llevó a su asistente y amante Lee Miller a la sesión de fotos con Seabrook. El los recibió en su hotel, en una suite enorme. En un rincón había una mujer desnuda en el piso, con las manos esposadas a una larga cadena, pero Seabrook se dispuso a posar como si nada. Lee Miller vio sobre una mesa una inquietante gargantilla de metal y preguntó si podía probársela. Seabrook se la puso, Man Ray los fotografió. Seabrook dijo que tenía que irse. Man Ray dijo que no habían terminado. Seabrook propuso que lo esperaran, él les haría subir comida, a la chica del rincón debían trozarle la comida y dejársela en un plato en el piso, ella comería de ahí, les daba la llave de las esposas sólo por alguna emergencia como que se incendiara el hotel pero en ningún otro caso debían soltarla, la cadena era lo suficientemente larga como para que llegara hasta el balde que había en el baño.


Cuando les subieron la comida, Man Ray liberó a la chica y le ofreció sentarse con ellos. Ella les contó que Seabrook no la dejaba lavarse pero eso era todo, otro cliente le daba latigazos, venía especialmente de Alemania con una valija llena de látigos, le daba un solo azote con cada uno y ponía un billete de cien francos sobre la cómoda antes; ver crecer el montón de billetes ayudaba, y además eran látigos de fantasía, así que no lastimaban tanto. Seabrook, en cambio, se conformaba con sentarse a mirarla con un vaso de whisky en la mano, y la llevaba con la cadena hasta los pies de su cama cuando se iba a dormir. La conversación no podía ser más amena, pero Seabrook volvió antes de lo esperado y se puso como un basilisco. “¡Han arruinado ocho días de amorosa tarea!” Echando fuego por los ojos se encaró con Man Ray, le murmuró unas palabras en idioma desconocido y lo echó a empujones de la suite.


Me faltó decir que Man Ray pintaba, además de sacar fotos. Cuando se cambió el nombre y partió rumbo a París, el plan era triunfar como pintor allá, pero a todos les gustaban más sus experimentos fotográficos que sus telas. Kiki de Montparnasse dijo una vez: “No poso para fotógrafos, sólo para pintores. Un fotógrafo no puede cambiar la apariencia de las cosas. Salvo Man Ray”. Le faltó agregar: pero no como pintor, que era lo que le decía siempre que lo veía luchando frente a una tela. Sin embargo, cuando escapó de París, Man Ray no llevó consigo ni sus cámaras ni sus negativos; sólo un puñado de sus lienzos favoritos, enrollados dentro de una alfombra. Una cosa era sacar fotos en París y otra ser fotógrafo en América, y Man Ray se negaba a ser eso en su tierra: allá quería exponer su pintura. Logró llegar en barco a Nueva York, aunque debió dejar en manos caritativas su enorme tela Les Amoreux, un par de labios gigantes que flotaban en el cielo. No pasó nada con sus cuadros en Nueva York, pero le ofrecieron una muestra en Los Angeles. Aceptó ir por una semana y terminó anclado allá toda la guerra, dando clases de pintura a las esposas de los ricos de Hollywood.


En 1945, recibió un inesperado telegrama de Seabrook, que acababa de llegar de Europa y traía algo que quería entregarle en mano. Junto al telegrama venía un pasaje en tren a Nueva York. Man Ray llegó hasta la suite de Seabrook en el Waldorf-Astoria. En un rincón había una mujer encadenada, desnuda pero cargada de joyas. Seabrook la presentó como su secretaria y la desestimó como si no existiera. Estaba muy borracho y muy frenético. De un baúl cerrado con llave sacó una tela enrollada y se la tendió a Man Ray. Era Les Amoreux. Seabrook dijo que no había sido fácil entrarla pero se lo debía, porque temía haberle echado una maldición muy poderosa la última vez que se habían visto. “He descubierto que mis poderes son superiores a lo que suponía, y no son del todo gobernables. Es mi deber decírtelo.” Man Ray estaba demasiado feliz por el reencuentro con su pintura (si había algún lugar en el mundo donde podían pagar dinero por ella era en las mansiones de Hollywood), no prestó atención a las palabras de Seabrook. Meses después llegó hasta Los Angeles la noticia de que Seabrook había muerto en el hospital psiquiátrico de Bellevue. Lo tenían internado porque lo encontraron desvariando por la calle. Aunque estaba atado con tiras de cuero a su cama logró engullir un frasco entero de somníferos. Cuando nadie reclamó el cadáver fueron al domicilio que figuraba en su billetera: una casita humilde de Nueva Jersey, cuya puerta estaba sin llave, y en cuyo interior encontraron a una mujer desnuda y cargada de joyas dentro de una jaula con la reja abierta, que dijo ser la esposa de Seabrook, y mostró documentos que certificaban el vínculo.


Man Ray volvió a París en cuanto pudo; es decir, cuando pudo recuperar su vandalizada casa en Montparnasse. Para entonces, dadaístas y surrealistas ya eran piezas de museo, el centro de la pintura mundial se había trasladado a Nueva York, pero a Man Ray no le importó porque por fin le ofrecieron la muestra de pintura que creía merecerse. Durante los tres días iniciales no fue nadie, pero entonces unos jovencitos vandalizaron la muestra y dispararon una pistola contra Les Amoreux, dejándole cinco orificios de bala. La compañía de seguros ofreció restaurarla y reinaugurar cuando estuviese lista. Man Ray prefirió dejarla como estaba y que la muestra continuara así. Fue la sensación de la temporada. Los viejos surrealistas salieron de sus sepulcros en vida y acudieron en masa atraídos por el escándalo, y por supuesto felicitaron a su colega, dando por obvio que los balazos los había mandado a disparar él, siguiendo el viejo adagio surrealista: “No hay nada que no pueda solucionarse con una pistola”, las mismas palabras que el difunto William Seabrook le había murmurado en el oído a Man Ray veinte años antes.



por Juan Forn 

lunes, 13 de enero de 2014

Kurt Vonnegut - Tango






En todas las solicitudes de trabajo que relleno, se piden los datos y las fechas de todo lo que he hecho hasta ahora con mi vida adulta y se advierte severamente contra la posibilidad de dejar períodos en blanco. Daría lo que fuera por un permiso para obviar los tres últimos meses, cuando trabajé de profesor particular en un pueblo llamado Pisquontuit; cualquiera que llame a mi antiguo jefe en busca de una evaluación sobre mi carácter, acabará con las orejas ardiendo.
En todos los formularios hay una pequeña sección titulada Observaciones donde puedo contar mi versión de lo acaecido en Pisquontuit, pero hay pocas posibilidades de que alguien entienda mi versión si no ha visto Pisquontuit. Y las posibilidades de que un hombre normal vea Pisquontuit son más o menos las mismas de tener una mano con dos escaleras reales de picas seguidas.
Pisquontuit es una palabra india que significa aguas brillantes y que los pocos privilegiados que conocen la existencia de la localidad pronuncian Ponit. Es una colección secreta de mansiones junto al mar. Se llega por un camino poco prometedor y sin señalización alguna que se separa de la carretera principal y desaparece en un bosque de pinos. En el bosque, junto a la rotonda de la entrada del camino, vive un guardia que se encarga de que los vehículos que no sean del término de Pisquontuit den la vuelta y se marchen por donde llegaron. Los coches de Pisquontuit son muy grandes o muy pequeños.
Trabajé allí como profesor particular de Robert Brewer, un amable y mediamente espabilado joven que estaba preparando el examen de acceso a la universidad y necesitaba ayuda.
Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que Pisquontuit es la comunidad más selecta de los Estados Unidos. Mientras estuve allí, un caballero vendió su casa con el argumento de que sus vecinos eran «un bonito montón de estirados» y se volvió al lugar al que pertenecía, el elitista barrio de Beacon Hill, en Boston. Mi jefe, el padre de Robert, Herbert Clewes Brewer, dedicaba casi todo su tiempo a las regatas de veleros y a escribir cartas llenas de indignación que luego enviaba a Washington. Estaba indignado porque todas las mansiones de la localidad aparecían en los mapas del Estudio Geodésico de los Estados Unidos, que prácticamente cualquiera podía comprar.
Era una comunidad tranquila. Sus miembros habían pagado sumas espléndidas a cambio de paz y cualquier onda pequeña parecía un maremoto. En el corazón de mis problemas no había nada más violento ni bárbaro que el tango.
El tango es, por supuesto, un baile de origen hispanoamericano, generalmente en compás de cuatro por cuatro, con inclinaciones muy marcadas y pasos de tuerca sobre las puntillas de los pies. Un sábado por la noche, durante el baile semanal del Club Náutico de Pisquontuit, el joven Robert Brewer, mi alumno, que no había visto la ejecución de un tango en sus dieciocho años de vida, empezó a doblarse lentamente y a retorcer las puntillas de los pies. Sus movimientos eran vacilantes al principio, tan involuntarios como un escalofrío. La mente y la cara de Robert estaban en blanco cuando ocurrió. La embriagadora música hispana se introdujo por sus oídos, no encontró a nadie en casa bajo su marcial corte de pelo y tomó posesión de su largo y delgado cuerpo.
Algo hizo clic y atrapó a Robert en el mecanismo de la música. Su compañera, una sencilla y saludable chica con tres millones de dólares y un centro bajo de gravedad, forcejeó avergonzada y luego, al ver la expresión feroz de los ojos de Robert, sucumbió. Los dos se fundieron en uno. En uno que se movía muy deprisa.
Nunca se había hecho nada igual en Pisquontuit.
Bailar en Pisquontuit consistía en un cambio de peso casi imperceptible de un pie a otro, con los dos pies en el suelo y separados por una distancia de entre siete y catorce centímetros. Ese cambio de peso tan recatado servía para todos los tipos de música, desde la samba, el vals y la gavota hasta el fox-trot, el bunny hogy el hokey pokey. No importaba qué baile nuevo se pusiera de moda, porque Pisquontuit lo sofocaba con facilidad. Si la sala de baile hubiera estado llena de gelatina transparente hasta la altura de los hombros, no habría dificultado los movimientos de los bailarines. Ya puestos, se podría haber llenado hasta un punto situado justo por debajo de sus narices, porque su acuerdo en todos los temas era tan absoluto que las discusiones se habían reducido a una especie de taquigrafía verbal que se parecía al asma.
Y allí estaba Robert, cruzando y volviendo a cruzar la sala de baile como una motora.
Nadie prestó la menor atención a Robert y su acompañante mientras navegaban a toda velocidad y se escoraban. La indiferencia equivalía a la decisión de atar a un hombre al timón o de arrojarlo a una mazmorra en otros lugares y épocas. Robert se acababa de incluir en la misma categoría que el pobre diablo de Pisquontuit que pintó de negro la parte inferior de su barco, de otro que descubrió demasiado tarde que nadie salía a nadar antes de las once de la mañana y de uno más que no se pudo quitar la costumbre de decir «vale» por teléfono.
Cuando la canción terminó, la compañera de Robert se excusó, sonrojada y temblorosa, y el padre de Robert se unió a él junto al quiosco de música.
Cuando el señor Brewer estaba enfadado, metía la lengua entre los dientes y hablaba por los lados, retirándola únicamente para pronunciar las palabras con s.
—¡Por todos los santos, Bubs! —dijo a Robert—. ¿Qué crees que eres, un gigoló?
—No sé lo que ha pasado —se defendió Robert, colorado—. Nunca había bailado ese tipo de música... ha sido como si me volviera loco. Como volar.
—Considérate arrojado a las llamas —declaró el señor Brewer—. Esto no es Coney Island y no se va a convertir en Coney Island. Y ahora, pide disculpas a tu madre.
—Sí, señor —dijo Robert, conmocionado.
—Parecías un maldito flamenco jugando al fútbol —insistió el señor Brewer, que después asintió, metió la lengua en la boca, cerró los dientes con un clac y se marchó ofendido.
Robert pidió disculpas a su madre y se fue directamente a casa.
Robert y yo compartíamos una suite de dos dormitorios, un salón y un cuarto de baño, situada en el tercer piso de lo que se conocía como el chalet Brewer. Robert parecía dormido cuando volví a casa, poco después de la medianoche.
Pero a las tres de la mañana me despertó una música suave que procedía del salón y los sonidos de alguien que iba de un lado a otro, agitado. Abrí la puerta y sorprendí a Robert en el acto de bailar un tango en soledad. En el instante anterior a que me viera, sus narinas estaban ensanchadas y sus ojos, entrecerrados, parecían los ojos ardientes de un jeque.
Soltó un grito ahogado, apagó el tocadiscos y se dejó caer en el sofá.
—Sigue —dije—. Lo estabas haciendo bien.
—Supongo que nadie es tan civilizado como le gustaría creer —declaró Robert.
—Hay mucha gente decente que baila tango —alegué.
El apretó y relajó los puños.
—¡Ordinario, necio, grotesco! —exclamó.
—No está pensado para dar buena imagen, sino para sentirse bien.
—Eso no se hace en Pisquontuit —dijo.
Yo me encogí de hombros.
—¿Qué pasa con Pisquontuit?
—No pretendo ser maleducado, pero no lo entenderías.
—He dado suficientes vueltas por el mundo como para distinguir la clase de maniobras que se ejecutan por aquí —dije.
—Para ti es fácil hacer comentarios. Cuando no se tienen responsabilidades, reírse de todo es muy fácil.
—¿Responsabilidades? —pregunté—. ¿Tú tienes responsabilidades? ¿Hacia qué?
Robert miró a su alrededor con expresión malhumorada.
—Hacia esto... hacia todo esto —contestó—. Es de suponer que algún día estaré a cargo de todo esto. Tú, en cambio, eres libre como el viento; puedes ir y venir y reírte tanto como quieras.
—¡Pero Robert! Sólo es una propiedad inmobiliaria. Si te deprime, véndela cuando sea tuya.
Robert se quedó anonadado.
—¿Venderla? Mi abuelo construyó este lugar.
—Pues era un gran albañil.
—Es una forma de vida que está desapareciendo a toda prisa, en todo el mundo —afirmó Robert.
—Que vaya con Dios —dije.
—Si Pisquontuit se hunde, si todos abandonamos el barco, ¿quién va a preservar los viejos valores?
—¿Qué viejos valores? ¿Ponerse lúgubre con el tenis y las regatas?
—¡La civilización! —exclamó—. ¡El liderazgo!
—¿Qué civilización? ¿Te refieres al libro que tu madre insiste en que leerá algún día, aunque la mate? ¿Es que hay alguien aquí que vaya a alguna parte?
—Mi bisabuelo fue vicegobernador de Rhode Island —bramó.
Como necesitaba una réplica para la sentencia de Robert, encendí el tocadiscos. La habitación se volvió a llenar de tangos.
Llamaron suavemente a la puerta. Abrí y resultó ser Marie, la joven y bella criada del piso de arriba, que estaba en bata.
—He oído voces y he pensado que podían ser merodeadores —explicó. Sus hombros se movían levemente al ritmo de la música.
La tomé entre mis brazos, con facilidad, y fuimos bailando tango hasta el salón.
—Con cada paso que damos —dije—, traicionamos nuestros orígenes de clase media baja y hundimos la estaca un poco más en el corazón de la civilización.
—¿Cómo? —preguntó Marie, con los ojos cerrados.
Sentí una mano en el hombro. Robert, cuya respiración se había acelerado, tomó el relevo.
—Tras nosotros, el diluvio —sentencié mientras llenaba el cargador del tocadiscos.
Así empezó el vicio secreto de Robert. Y el de Marie y el mío.
Repetíamos el ritual casi todas las noches. Encendíamos el tocadiscos, Marie bajaba a investigar y después bailaba conmigo ante la mirada huraña de Robert. Luego, Robert se levantaba dificultosamente del sofá, como un anciano con artritis, y me sustituía sin decir nada. Era el equivalente en Pisquontuit a una misa negra.
Al cabo de tres semanas, Robert se había convertido en un bailarín magnífico y se había enamorado locamente de Marie.
—¿Cómo ha pasado? —me preguntó—. ¿Cómo ha podido pasar?
—Tú eres un hombre y ella es una mujer —respondí.
—Pero somos absolutamente diferentes.
— ¡Vive la diferencia absoluta!
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? —repitió, desconsolado.
—Proclamar tu amor.
—¿Por una criada? —preguntó con incredulidad.
—La realeza ha desaparecido o ha pasado a ser una simple palabra, Robert. Los descendientes del vicegobernador de Rhode Island no tienen más opción que casarse con plebeyos. Es como el juego de la silla.
—No tiene ninguna gracia —protestó amargamente.
—Bueno, no te puedes casar con nadie en Pisquontuit, ¿verdad? Ha habido un guardia en el bosque durante tres generaciones y, en la actualidad, todas las personas que están dentro son primos segundos por lo menos. El sistema lleva la semilla de su propia destrucción, salvo que se empiece a mezclar con los chóferes y con las criadas del piso de arriba.
—Recibimos sangre nueva constantemente —alegó Robert.
—No. La sangre nueva se marchó. Volvió a Beacon Hill.
—¿En serio? No lo sabía. Me he fijado en pocas cosas además de Marie. —Se llevó una mano al corazón—. Esta fuerza hace contigo lo que quiere hacer contigo; hace que sientas lo que quiere que sientas.
—Tranquilo, chico, tranquilo —dije, y empecé a interrogar a Marie, con cierta brusquedad, sobre si estaba o no estaba enamorada de Robert.
Por encima del ruido de la aspiradora, me dio respuestas evasivas y equívocas.
—Me siento como si hubiera creado a Robert a partir de la nada —declaró.
—Dice que le has mostrado al salvaje que lleva dentro.
—Eso es lo que quería decir. Que dudo que hubiera un salvaje en él cuando empezamos.
—Qué lástima. Con todas las molestias que se han tomado para mantener a los salvajes a distancia... Ya sabes que, si te casas con él, tendrás un salvaje muy rico.
—De momento, sólo es un bebé en una incubadora —afirmó con malicia.
—Para Robert, la vida está perdiendo todo su sentido. No eres consciente de lo que le estás haciendo. Ya ni siquiera le importa si gana o pierde en el tenis y las regatas.
Mientras yo hablaba del amor de otro y miraba a través de las anchas y azules ventanas del alma de Marie, un anhelo denso e insistente inundó mis sentidos.
—Ni siquiera sonríe cuando alguien pronuncia Pisquontuit como se deletrea —susurré, alargando las últimas sílabas de la frase.
—Supongo que lo siento terriblemente —declaró, picara.
Yo perdí la cabeza. La agarré de la muñeca.
—¿Me amas? —dije con voz baja y ronca.
—Quizás.
—¿Me amas? ¿O no me amas?
—Nunca se sabe con una chica a la que criaron para que fuera afectuosa y amable. Y ahora, permite que esa chica honrada siga con su trabajo.
Me dije a mí mismo que no había visto a una joven tan bella y tan honrada en toda mi vida. Cuando volví con Robert, yo era un rival celoso.
—No puedo comer, no puedo dormir —confesó.
—No me llores en el hombro —estallé—. Ve a hablar con tu padre y cuéntaselo. Que te compadezca él.
—¡Dios mío, no! ¡Menuda idea!
—¿Has hablado alguna vez con él, de alguna cosa?
—Bueno, durante una temporada tuvimos lo que él llamaba conocer al niño —respondió Robert—. Cuando yo era pequeño, solía reservar las noches de los miércoles para eso.
—Muy bien, entonces tienes un precedente para hablar con él. Recrea el espíritu de aquellos días. —Yo quería que se levantara del sofá para poder tumbarme y mirar el techo.
—Pero no se puede afirmar que habláramos exactamente. El mayordomo venía a mi habitación e instalaba el proyector de cine. Después, mi padre subía y proyectaba una película de Mickey Mouse durante una hora. Nos limitábamos a sentarnos en la oscuridad mientras la película pasaba.
—¡Erais uña y carne! ¿Qué puso fin a esa borrachera emocional?
—Una mezcla de cosas. Sobre todo, la guerra. Era jefe del servicio contra incursiones aéreas de Pisquontuit; estaba a cargo de la sirena y de todo, y le exigía mucho... Yo le cogí el tranquillo a pasar los carretes de película sin ayuda de nadie.
—Los niños de este lugar maduran pronto —dije, afrontando un bonito dilema. Como tutor de Robert, tenía la responsabilidad de que madurara; pero su inmadurez era mi mayor ventaja en nuestra rivalidad por Marie. Tras pensarlo mucho, tracé un plan que prometía convertir a Robert en un hombre y arrojar a Marie, libre y sin obstáculo alguno, a mis brazos.
—Marie —dije, tras alcanzarla en el pasillo—. ¿Es Robert? ¿O soy yo?
—¡Ssssss! Baja la voz. Abajo hay una fiesta, y el sonido baja por la escalera.
—¿Te gustaría liberarte de todo esto? —susurré.
—¿Por qué? Me gusta el olor a cera de muebles. Gano más dinero que mi amiga de la fábrica de aviones. Y conozco a gente de clase social muy alta.
—Te estoy pidiendo que te cases conmigo, Marie. Yo nunca me avergonzaría de ti.
Ella dio un paso atrás.
—¿Qué has querido decir con eso? Exijo saber quién se avergüenza de mí.
—Robert —respondió—. Te ama, pero su vergüenza es más fuerte que su amor.
—Pues parece contento de bailar conmigo. Nos lo pasamos bien.
—En privado —puntualicé—. A pesar de todos tus encantos, ¿crees que daría un solo paso de baile, contigo, en el Club Náutico? No lo haría por nada del mundo.
—Lo haría —dijo lentamente— si yo lo quisiera, si yo lo quisiera de verdad.
—Preferiría morir a bailar contigo. ¿Has oído hablar de los borrachos que sólo beben a solas? Pues bien, te has buscado un amante que sólo ama en privado.
La dejé con aquel pensamiento inquietante y me sentí satisfecho cuando, bien entrada la noche, vino a bailar y me lanzó una mirada de desafío. Sin embargo, no hizo nada fuera de lo común hasta que Robert se acercó a sustituirme. Normalmente, pasaba de mí a Robert sin abrir los ojos ni perder el paso. Esta vez se detuvo, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Robert, descendiendo hasta abajo y girando las puntillas de los pies mientras ella se quedaba rígida como un poste de hierro—. ¿Pasa algo malo?
—No —respondió Marie, brusca—. ¿Por qué iba a pasar algo malo?
Más tranquilo, Robert empezó a descender otra vez y a girar las puntillas, pero fracasó de nuevo al intentar que Marie aflojara el cuerpo.
—Pasa algo malo — afirmó él.
—¿Me encuentras atractiva, Robert? —preguntó Marie con frialdad.
—¿Atractiva? ¿Atractiva? —dijo Robert—. ¡Por Dios que sí! Debería haberlo dicho. Se lo diré a todo el mundo.
—¿Tan atractiva como cualquier chica de Pisquontuit de mi edad?
—¡Más! —exclamó Robert, vehemente, mientras retomaba el baile y volvía a fracasar—. ¡Mucho más! ¡Mucho, mucho más! —añadió, renunciando poco a poco a moverse.
—¿Y tengo buenos modales?
—¡Los mejores, Marie! —dijo Robert, perplejo—. Los mejores, rotundamente.
—Entonces, ¿por qué no me llevas al próximo baile del Club Náutico?
Robert se quedó tan rígido como ella.
—¿El Club Náutico? ¿El Club Náutico de Pisquontuit?
—El mismo.
—Marie te está preguntando —intervine yo, servicial— si eres un hombre o un ratón. ¿La vas a llevar al baile del Club Náutico? ¿O tiene que salir de tu vida para siempre y marcharse a la fábrica de aviones?
—En la fábrica de aviones necesitan una buena chica —comentó Marie.
—Nunca hubo una chica mejor —dije yo.
—En la fábrica de aviones, no se avergüenzan de sus chicas —dijo Marie—. Tienen picnics, fiestas de Navidad, despedidas de solteras y todo tipo de cosas... y los capataces, los jefes, el encargado y el interventor van a todas las fiestas, bailan con las chicas y se lo pasan bien. El interventor suele llevar a mi amiga a todas partes.
—¿Qué hace un interventor? —preguntó Robert, ganando tiempo.
—No lo sé, pero sé que se gana el pan con el sudor de su frente y que no ama sólo en privado.
Robert se quedó sin habla.
—¿Hombre? ¿O ratón? —dije yo, volviendo al tema original.
Robert se mordió el labio y, por fin, masculló algo que no pudimos entender.
—¿Qué has dicho? —preguntó Marie.
—Ratón —contestó Robert con un suspiro—. He dicho ratón.
Ratón —repitió Marie, suavemente.
—No lo pronuncies así —declaró Robert, desolado.
—¿Es que hay otra manera de decir ratón? —dijo Marie—. Buenas noches.
La seguí hasta el pasillo y dije:
—Bueno, ha sido duro para él, pero...
—Marie... —Robert apareció en la puerta, pálido—. No te gustaría. Lo odiarías. Lo pasarías terriblemente mal. Todo el mundo lo pasa terriblemente mal. Por eso he dicho ratón.
—Mientras suene la música y el caballero se enorgullezca de su dama, lo demás no importa —dijo Marie.
—Hum —dijo Robert. Volvió al salón y oímos crujir los muelles del sofá.
—¿Qué estabas diciendo? —preguntó Marie.
—Estaba diciendo que hacerlo pasar por esto ha sido duro —contesté—; pero a largo plazo, le hará bien. Se reconcomerá durante años, pero existe la posibilidad de que al final se convierta en el primer ser humano íntegro de la historia de Pisquontuit. Será una reacción larga, lenta y profunda.
—Escucha. Está hablando solo. ¿Qué dice?
—Ratón, ratón, ratón —decía Robert—. Ratón, ratón...
—Hemos encendido la mecha de una bomba espiritual de relojería —dije yo.
—Ratón, hombre, ratón, hombre... —continuó Robert.
—Y dentro de un par de años —añadí—, ¡pum!
—¡Hombre! —gritó Robert—. ¡Hombre, hombre, hombre! —Se había levantado y corría hacia el pasillo—. ¡Hombre! —exclamó como un salvaje antes de inclinar a Marie hacia atrás y besarla apasionadamente.
Después, la puso derecha y la llevó por las escaleras, hasta el segundo piso.
Yo los seguí, consternado.
—Robert —dijo Marie, asustada—, ¿qué pasa?
Robert golpeó la puerta del dormitorio de sus padres.
—Ya lo verás. ¡Le voy a decir a todo el mundo que eres mía!
—Oye, Robert —intervine—, tal vez deberías calmarte un poco y...
—¡Ajajá! ¡El gran desenmascarador de ratones! —exclamó, desaforado, y me derribó de un puñetazo—. ¿Qué te ha parecido eso? No está mal para un ratón, ¿verdad? —Volvió a golpear la puerta—. ¡Levantaos de la cama!
—No quiero ser tuya —declaró Marie.
—Iremos al Oeste, a alguna parte, y criaremos ganado o sembraremos soja —bramó Robert.
—Yo sólo quería ir a bailar al Club Náutico —susurró Marie, con temor.
—¿Es que no lo entiendes? —preguntó Robert—. ¡Soy tuyo!
—Pero yo soy de él —dijo Marie, señalándome. Se apartó de él y corrió escaleras arriba hacia su habitación, con Robert pisándole los talones. Cerró la puerta de golpe y echó el cerrojo.
Yo me levanté lentamente y me froté la mejilla dolorida.
La puerta del dormitorio del señor y la señora Brewer se abrió de repente. El señor Brewer se quedó en la entrada, mirándome fijamente, con la lengua entre los dientes.
—¿Y bien? —dijo.
—Yo... Esto... —acerté a decir con una sonrisa pétrea—. No importa, señor.
—¿Que no importa? —rugió—. ¿Golpea la puerta como si hubiéramos llegado al fin del mundo y ahora dice que no importa? ¿Está borracho?
—No, señor.
—Pues yo tampoco lo estoy. Mi mente está tan despejada como el cielo, y usted está despedido. —Cerró de un portazo.
Regresé a la suite que compartía con Robert y empecé a caminar de un lado a otro. Robert estaba tumbado otra vez en el sofá, mirando el techo.
—Ella también está haciendo las maletas —anunció.
—¿Qué?
—Supongo que os casaréis, ¿verdad?
—Supongo que sí. Tendré que buscar otro trabajo.
—Deberías dar gracias por lo que tienes. Le podría pasar a cualquiera, pero te ha pasado a ti.
—Tranquilízate un poco, ¿quieres?
—De todas formas, no quiero saber nada más de Pisquontuit —afirmó.
—Creo que haces bien.
—Me estaba preguntando si Marie y tú me podrías hacer un favorcito antes de que os vayáis.
—Lo que quieras.
—Me gustaría bailar con ella en la escalera. —Robert entrecerró los ojos y le brillaron como cuando lo sorprendí bailando un tango a solas—. Ya sabes, como Fred Astaire.
—Eso está hecho. No me lo perdería por nada del mundo.
El volumen del tocadiscos estaba al máximo y las veintiséis habitaciones del chalet Brewer latían al alba con el ritmo de la música.
Robert y Marie, una bonita pareja, se doblaron hacia el suelo y retorcieron las puntillas de los pies mientras bajaban por la escalera de caracol. Yo los seguí con mi equipaje y el de Marie.
De nuevo, el señor Brewer salió bruscamente de su habitación, con la lengua entre los dientes.
—¡Bubs! ¿Qué significa esto?
Cada vez que relleno una solicitud de trabajo, pienso que la respuesta de Robert a la pregunta de su padre fue innecesariamente heroica. Si no lo hubiera dicho, la actitud del señor Brewer hacia mí se habría suavizado con el tiempo. Pero ahora, cuando tengo que escribir su nombre, el de mi último jefe, lo emborrono con el pulgar con la esperanza de que mis patrones potenciales acepten mi sonrisa honrada como referencia suficiente.
—Significa, señor —respondió Robert—, que debería dar las gracias a mis dos amigos, aquí presentes, por haber sacado a su hijo de entre los muertos.



En Mientras los mortales duermen (cuentos)
Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez
Copyright © 2011, Kurt Vonnegut
Título original While Mortals Sleep

martes, 7 de enero de 2014

¿Cuáles son los países más lectores del mundo?

 No tienes que quemar libros para destruir una cultura.
Sólo haz que la gente deje de leerlos.
-Ray Bradbury



Los beneficios de leer son múltiples y comprobados. Estimula la creatividad, enriquece tu mapa referencial y refuerza tus procesos cognitivos, por ejemplo, afina tu memoria. En un plano colectivo, una sociedad que lee más, es una sociedad menos vulnerable, más inventiva e incluso su autopercepción es más solida. En este sentido, y de forma paralela a una lucha cívica y a exigencias como la transparencia y rendición de cuentas de sus gobiernos, y la regulación de sus élites, creo que lo mejor que podría estar haciendo una población es procurar la lectura.


De acuerdo con el World Culture Score Index, ranking que publica la firma NOP World, y que refiere la relación de diversos países, o mejor dicho de su población, con distintos hábitos culturales, entre ellos la lectura. Y al revisar este último apartado, los países que encabezan el hábito de leer es verdaderamente sorpresivo. Supongo que al igual que yo, la mayoría de nosotros pensaríamos que los países más lectores del mundo serían los escandinavos, Japón, quizá Alemania, pero lo cierto es que, al menos de acuerdo con este informe, en realidad es en los países asiáticos donde la gente está más entregada a esta provechosa práctica.  


El país que más lee en el mundo es India (y hasta ahora me entero que ocupa esa distinción desde 2005). Los indios dedican, en promedio, 10 horas y 42 minutos  semanales a leer. Los siguientes tres puestos también son ocupados por países de Asia, Tailandia, China y Filipinas, mientras que el quinto es, notablemente, para Egipto. Posteriormente viene la nación europea mejor ubicada, República Checa, seguida de Rusia, Suecia empatada con Francia, y luego Hungría empatada con Arabia Saudita. En cuanto a América Latina el país más lector es Venezuela, en el sitio 13, y luego vienen Argentina en el 17 y México en el 24 (con promedios de lectura que rondan la mitad de tiempo de lo que se dedica en India).




Llama la atención que las dos economías con mayor potencial, China e India, estén acompañando con educación su crecimiento explosivo en industria, mercado y otros. Esto sugiere que su desarrollo no sólo responde a que sean por mucho las dos poblaciones más grandes del planeta, sino a una cierta inteligencia y estrategia. Por otro lado, no deja de ser lamentable confirmar un indicio más de que los latinoamericanos, a diferencia de los asiáticos, estemos aún lejos de la madurez necesaria para, eventualmente, tomar el relevo de manos de Europa y Estados Unidos, a la cabeza del desarrollo económico y cultural.


En fin, quizá el hecho de estar entre los países que más tiempo dedican a la lectura no le asegure a su población un mejor futuro de acuerdo a las variables macroeconómicas o de ‘progreso’, y ni siquiera a los estándares de civismo o felicidad, pero al menos me parece que es un valioso indicador de madurez, y sin duda, permite la construcción de un panorama más rico e interesante –algo que tarde o temprano se materializará en mejores condiciones de vida.

lunes, 6 de enero de 2014

Haruki Murakami: El hombre de hielo



Me casé con un hombre de hielo.
Encontré al hombre de hielo en el hotel de unas pistas de esquí. Es posible que aquél fuera el lugar más indicado para conocerlo. En el vestíbulo de aquel bullicioso hotel, atestado de gente joven, el hombre de hielo estaba solo, leyendo tranquilamente un libro en el rincón más alejado de la estufa. Ya casi era mediodía, pero a mí me dio la impresión de que la límpida y fría luz de la mañana todavía seguía brillando sólo a su alrededor.
—¡Mira! Aquél es el hombre de hielo —me susurró una amiga. Pero yo, entonces, no tenía la menor idea de qué era un hombre de hielo. Tampoco mi amiga lo tenía muy claro. Lo único que sabía era que se llamaba de ese modo.
—Seguro que está hecho de hielo. De ahí le debe de venir el nombre —me dijo ella con una expresión muy seria. Como si hablara de algún fantasma o de alguna víctima de una enfermedad contagiosa.
El hombre de hielo era alto y sus cabellos, a ojos vista, rígidos. De cara parecía joven, pero su pelo, tieso como el alambre, estaba entreverado de algo blanco como la nieve cuajada en el suelo. Sin embargo, dejando eso aparte, su aspecto no difería apenas del de un hombre normal. No se le podía llamar guapo, pero, según cómo te lo miraras, tenía un aire muy atractivo. Había algo punzante en él que se te clavaba muy hondo en el corazón. Y ese algo residía, especialmente, en su mirada. En sus ojos silenciosos y transparentes que centelleaban como un carámbano en una mañana de invierno. Aquellos ojos parecían poseer un destello de vida verdadera dentro de un cuerpo transitorio. Permanecí unos instantes allí de pie, contemplando desde lejos al hombre de hielo. Pero él no alzó la cabeza ni un solo instante. Siguió leyendo el libro, inmóvil, sin hacer ningún movimiento. Como si estuviera convenciéndose a sí mismo de que estaba completamente solo.
La tarde del día siguiente, el hombre de hielo se encontraba en el mismo lugar, leyendo el mismo libro. Tanto al mediodía, cuando fui al comedor a almorzar, como al atardecer, cuando volví de las pistas con mis amigos, él estaba en la misma silla del día anterior proyectando la misma mirada sobre las páginas del mismo libro. Al día siguiente, igual. Cayera la tarde, avanzara la noche, él seguía allí, solo, leyendo con una placidez semejante a la del invierno al otro lado de la ventana.
En la tarde del cuarto día, esgrimí una excusa y no subí a las pistas. Me quedé sola en el hotel y estuve vagando un rato por el vestíbulo. Todo el mundo había ido a esquiar y el vestíbulo estaba desierto como una ciudad abandonada. El aire, muy caliente y húmedo, contenía un extraño tufo melancólico. Era el olor de la nieve que la gente arrastraba, adherida a la suela de sus botas, al interior del hotel, y que en ese momento se deshacía ante la estufa sin que a nadie le importara.
Atisbé afuera por una ventana, y por otra, hojeé el periódico. Luego me acerqué al hombre de hielo dispuesta a dirigirle la palabra. Yo soy más bien tímida, no suelo abordar a desconocidos si no tengo necesidad. Pero, en aquel momento, algo me impelía a hablar, a toda costa, con el hombre de hielo. Era mi última noche en el hotel y, si perdía aquella ocasión, ya no se me volvería a presentar otra.
—¿Usted no esquía? —le pregunté intentando dar a mi voz un tono natural.
Él alzó la cabeza despacio. Con cara de estar pensando: «No sé por qué, pero me ha dado la impresión de haber oído soplar el viento a lo lejos». Me clavó aquellos ojos suyos. Luego sacudió la cabeza en silencio.
—No, yo no esquío. Me basta con estar aquí leyendo mientras contemplo la nieve. —Sus palabras formaban una blanca nube parecida al bocadillo de un manga. Yo pude ver las palabras, tal y como lo digo, con mis propios ojos. Él les quitó la escarcha frotándolas suavemente con el dedo.
Yo ya no supe qué añadir a continuación. Me ruboricé y me quedé allí plantada. El hombre de hielo me miró a los ojos. Me pareció verlo sonreír por un instante. Pero no estoy segura. ¿Había sonreído realmente? Quizá sólo me había dado esa impresión.
—¿Por qué no se sienta un momento? —me dijo el hombre de hielo—. Podemos hablar un rato si quiere. Tengo la sensación de que usted siente curiosidad por mí. Debe de querer saber cómo es un hombre de hielo, ¿verdad? —Y se rió, aunque sólo un instante—. No se preocupe. Aunque hable conmigo, no va a resfriarse.
Así que hablé con el hombre de hielo. Nos sentamos juntos en un sofá de un rincón del vestíbulo y hablamos con reserva mientras contemplábamos la nieve que danzaba al otro lado de la ventana. Yo pedí un cacao y me lo bebí. Él no tomó nada. El hombre de hielo no parecía mejor conversador que yo. A eso hay que añadir que no teníamos en común ningún tema de conversación. Primero hablamos del tiempo. Luego, de lo cómodo que era el hotel. ¿Está aquí solo?, le pregunté. Sí, me respondió. El hombre de hielo me preguntó si me gustaba esquiar. No mucho, le respondí. La verdad es que he venido porque mis amigas insistieron mucho. Pero yo apenas sé esquiar. Yo me moría de ganas de saber cómo era el hombre de hielo.
Si era verdad que estaba hecho de hielo. Qué comía. Dónde vivía en verano. Si tenía familia o no... Ese tipo de cosas. Pero el hombre de hielo parecía reticente a hablar de sí mismo. Y yo no me atrevía a preguntar. Porque pensaba que, tal vez, a él no le apeteciera tocar esos temas.
En cambio, sí habló de mí. Es realmente difícil de creer, pero el hombre de hielo, fuera por la razón que fuese, me conocía a fondo. La composición de mi familia, mi edad, mis aficiones, mi estado de salud, la universidad a la que iba, los amigos con quienes salía, lo sabía absolutamente todo. Incluso conocía al dedillo cosas de un pasado lejano que yo ya había olvidado por completo.
—No lo entiendo —le dije sonrojándome—. Me da la impresión de haberme quedado desnuda delante de la gente. ¿Cómo es posible que sepas tantas cosas de mí? —le pregunté—. ¿Puedes leer la mente de las personas?
—No, yo no puedo leer la mente de los demás. Pero lo sé. Así, sin más —dijo el hombre de hielo. Como si clavara la mirada en el interior del hielo—. Si te miro así, fijamente, puedo saberlo todo sobre ti.
—¿Ves el futuro? —le pregunté.
—El futuro no lo conozco —me dijo el hombre de hielo con semblante inexpresivo. Y sacudió la cabeza despacio—. El futuro no me interesa lo más mínimo. A decir verdad, en mí no cabe el concepto de futuro. Porque en el hielo no existe el futuro. Sólo contiene el pasado, y lo contiene cerrado de una manera hermética. Dentro de él existe la totalidad de las cosas, nítidamente selladas como si estuvieran vivas. El hielo es capaz de conservar muchas cosas de esta forma. De una manera limpia y clara. Ésta es la función del hielo, su esencia.
Nos seguimos viendo incluso después de volver a Tokio. Pronto empezamos a quedar todos los fines de semana. Pero nunca íbamos al cine, ni entrábamos en una cafetería. Tampoco comíamos juntos. Porque el hombre de hielo apenas comía.
Siempre nos sentábamos en el banco de algún parque y hablábamos. Hablábamos realmente de muchas cosas. Pero, por más tiempo que pasara, el hombre de hielo no parecía decidirse a hablar de sí mismo.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué no hablas nunca de tus cosas? A mí me gustaría saber más cosas sobre ti. Dónde has nacido. Quiénes son tus padres. Cómo te has convertido en un hombre de hielo.
El hombre de hielo se me quedó mirando unos instantes a los ojos. Luego, sacudió la cabeza despacio.
—Es que yo no lo sé —dijo el hombre de hielo con tono calmado, pero resuelto. Y exhaló una compacta y blanca nube de aliento—. Yo no tengo pasado. Yo conozco el pasado de todas las cosas. Conservo el pasado de todas las cosas.
»Pero en mí no hay pasado. No sé dónde he nacido. No conozco el rostro de mis padres. Ni siquiera sé si realmente los he tenido. Ni siquiera sé cuántos años tengo.
»Ni siquiera sé si, en verdad, tengo edad.
El hombre de hielo estaba solo como un iceberg en medio de las tinieblas.
Y yo me enamoré profundamente del hombre de hielo. Y el hombre de hielo amaba, simplemente, a mi yo del presente, sin pasado, sin futuro. Y yo amaba al hombre de hielo del presente, sin pasado ni futuro. Era maravilloso. Incluso empezamos a hablar de casarnos. Yo acababa de cumplir veinte años. Y el hombre de hielo era el primer hombre de quien me enamoraba en serio en toda mi vida.
Qué significaba amar al hombre de hielo era algo que yo, en aquellos momentos, no podía ni imaginar. Pero creo que, aunque hubiera estado enamorada de otra persona, tampoco lo hubiera sabido.
Mi madre y mi hermana mayor se opusieron de forma categórica a mi boda con el hombre de hielo. Eres demasiado joven para casarte, me decían. Ni siquiera conoces exactamente su identidad. Ni siquiera sabes dónde ha nacido, ni cuándo.
¿Cómo vamos a decirles a nuestros parientes que te casas con un tipo así? Además, ¡él es de hielo! ¿Qué harías si, por casualidad, se te deshiciera?, decían ellas.
Parece que no lo entiendas, pero al casarse, uno tiene que estar dispuesto a asumir una serie de responsabilidades. ¿Y cómo puede un hombre de hielo asumir sus responsabilidades como marido? Pero esas preocupaciones eran innecesarias. En realidad, el hombre de hielo no estaba hecho de hielo. El hombre de hielo sólo era frío como el hielo. Por lo tanto, aunque estuviera en un sitio cálido, no se derretía. Su frialdad se parecía al hielo. Pero su cuerpo no se componía de hielo. Y aunque ciertamente era de una frialdad extrema, ésta no robaba la temperatura corporal de los demás.
Y nos casamos. La nuestra fue una boda sin felicitaciones. Ni mis amigos, ni mis padres, ni mis hermanas, nadie se alegró de nuestro casamiento. Ni siquiera celebramos la ceremonia nupcial. Tampoco pudimos inscribirnos en el registro civil porque él no tenía certificado de nacimiento. Simplemente, los dos decidimos que nos habíamos casado. Compramos un pequeño pastel y nos lo comimos. Ésa fue nuestra pequeña celebración. Alquilamos un pequeño apartamento y el hombre de hielo, para ganarse la vida, entró a trabajar en unos almacenes frigoríficos de carne de ternera congelada. Él resistía muy bien el frío y, por más que trabajara, no se cansaba. Apenas comía. Por lo tanto, su jefe lo tenía en gran estima. Y le pagaba un sueldo mucho más alto que a los demás empleados. Y nosotros vivíamos tranquilos y felices sin que nadie nos molestara y sin molestar a nadie.
Cuando nos abrazábamos, yo pensaba en un bloque de hielo que debía de existir, silencioso y solo, en alguna parte. Me preguntaba si el hombre de hielo conocía el lugar donde se encontraba aquel bloque. Era una roca de hielo congelada, tan dura que costaba imaginar que pudiera existir algo más duro. Era el bloque de hielo más grande del mundo. Se encontraba en algún lugar remoto. El hombre de hielo traía a este mundo el recuerdo de aquel bloque de hielo. Al principio, cuando me abrazaba, me sentía invadida por el desconcierto. Sin embargo, pronto me acostumbré. Incluso empecé a amar encontrarme entre sus brazos. Él seguía sin decir una palabra sobre sí mismo. Tampoco sobre cómo se había convertido en un hombre de hielo. Yo no le preguntaba nada. Nos abrazábamos en la oscuridad y compartíamos en silencio aquel bloque gigantesco.
Dentro de ese hielo estaba encerrado con pulcritud todo el pasado del mundo a lo largo de cientos de millones de años.
En nuestro matrimonio, no existía ningún problema propiamente dicho. Nos amábamos de forma profunda el uno al otro, nadie se interponía en nuestro amor.
La gente que nos rodeaba no acababa de acostumbrarse al hombre de hielo, pero, a pesar de ello y con el paso del tiempo, al menos empezaron a dirigirle la palabra.
Empezaron a decir que, en fin, tampoco era tan diferente de la gente normal. Pero ellos, en el fondo de su corazón, no aceptaban al hombre de hielo ni, por supuesto, tampoco a mí por haberme casado con él. Nosotros éramos un tipo de personas distinto a ellos y, por más tiempo que pasara, esa zanja era imposible de rellenar.
Tampoco lográbamos concebir un hijo. Quizás entre un ser humano y un hombre de hielo hubiera incompatibilidades genéticas que lo impidieran. En cualquier caso, al no tener ningún niño, a mí me sobraba el tiempo. Por la mañana arreglaba la casa en un santiamén y, luego, no tenía nada más que hacer. Carecía de amigos con quienes charlar o ir a alguna parte, tampoco conocía a nadie en el barrio. Mi madre y mis hermanas todavía estaban enfadadas conmigo por haberme casado con el hombre de hielo y no me dirigían la palabra. Para ellas yo era la oveja negra de la familia, alguien de quien se avergonzaban. Ni siquiera contaba con alguien con quien hablar por teléfono. Mientras el hombre de hielo trabajaba en el almacén frigorífico, yo permanecía siempre en casa leyendo o escuchando música. Por mi carácter, yo era una persona a quien le gustaba más estar en casa que salir, tampoco me asustaba la soledad. Sin embargo, todavía era joven y pronto me agobió esa sucesión de días idénticos sin cambio alguno. Lo que me hacía sufrir no era el aburrimiento. Lo que yo no podía soportar era la reiteración. No sé por qué, pero empecé a verme a mí misma como una sombra repetida dentro de esa reiteración.
Entonces, un día se lo propuse a mi marido. ¿Por qué no hacíamos un viaje, para cambiar de aires?
—¿Un viaje? —dijo el hombre de hielo. Me miró con los ojos entrecerrados—. ¿Y por qué diablos quieres ir de viaje? ¿Acaso no eres feliz aquí conmigo?
—No se trata de eso —le dije—. Yo soy feliz. Entre nosotros no hay ningún problema. Pero me aburro. Quiero ir lejos y ver algo que no haya visto nunca. Respirar un aire que no haya respirado jamás. ¿Lo entiendes? Además, todavía no hemos ido de luna de miel. Tenemos dinero ahorrado, a ti te deben un montón de días de vacaciones. Creo que éste es el momento ideal para marchamos tranquilamente de viaje.
El hombre de hielo lanzó un suspiro tan profundo que casi parecía congelado. El suspiro cristalizó en el aire de una manera audible. Cruzó sobre las rodillas sus largos dedos cubiertos de escarcha.
—Bueno, pues si a ti te apetece ir de viaje, yo no tengo nada que objetar. A mí no me parece muy buena idea, la verdad. Pero, en fin, si eso te hace feliz, estoy dispuesto a marcharme, iré a donde tú quieras. En el almacén, si las pido, creo que podré tomarme unas vacaciones. Hasta ahora he trabajado muy duro. Dudo que haya algún problema. Por cierto, ¿ya has pensado adónde te gustaría ir?
—¿Qué te parece ir al Polo Sur? —le dije.
Lo elegí pensando que, haciendo tanto frío, seguro que a él le interesaría ir.
Además, a decir verdad, yo siempre había querido ir al Polo Sur. Quería ver la aurora boreal y los pingüinos. Me imaginé a mí misma cubierta con un abrigo de pieles con capucha, bajo la aurora boreal, mirando jugar a los pingüinos.
Cuando lo oyó, el hombre de hielo clavó sus ojos en los míos. Fijamente, sin parpadear. Y, como un afilado carámbano de hielo, me atravesó los ojos hasta llegar al fondo de mi cerebro. Él permaneció unos instantes reflexionando en silencio, pero al final, con voz sorda, me dijo que le parecía bien.
—De acuerdo, si tú quieres ir al Polo Sur, vayamos al Polo Sur. ¿Estás segura de que es ése el lugar al que prefieres ir?
Asentí.
—Creo que, dentro de dos semanas, podré tomarme unas vacaciones. Imagino que te dará tiempo de prepararlo todo para el viaje. ¿Estás de acuerdo? ¿Seguro?
No pude responder de inmediato. Porque notaba la cabeza fría y embotada debido a aquella mirada, tan fija, parecida a un carámbano, que me había lanzado el hombre de hielo.
Sin embargo, con el paso del tiempo empecé a arrepentirme de haberle propuesto a mi marido ir de viaje al Polo Sur. No sé por qué. Pero tenía la sensación de que, en cuanto yo acabé de pronunciar las palabras «Polo Sur», algo había cambiado en su interior. Los ojos de mi marido eran dos carámbanos mucho más agudos que antes, su aliento era mucho más blanco que antes, sobre sus dedos había mucha más escarcha que antes. Se volvió mucho más taciturno que antes, mucho más obstinado que antes. Dejó de comer por completo. Todo eso me causó una enorme inquietud. Cinco días antes de partir me decidí a pedírselo. Que abandonáramos la idea de ir al Polo Sur. Pensándolo bien, hacía demasiado frío allí y eso no sería bueno para la salud, le dije. He pensado que sería mejor que fuéramos a otro lugar más normal. Europa estaría muy bien. Podríamos ir a España, por ejemplo, a descansar. A beber vino, comer paella y ver corridas de toros. Pero mi marido hizo oídos sordos a lo que yo decía. Permaneció unos instantes con la mirada clavada a lo lejos. Luego me miró. Me miró fijamente a los ojos. Su mirada era tan profunda que sentí como si mi cuerpo fuera desapareciendo gradualmente.
Yo no quiero ir a España, dijo mi marido, el hombre de hielo, con voz resuelta. Lo siento, pero en España hace demasiado calor para mí, y hay demasiado polvo. La comida es demasiado picante. Además, ya hemos adquirido los dos billetes para ir al Polo Sur. Incluso ya te has comprado un abrigo de pieles y unas botas forradas para el viaje. No podemos tirar todo eso. Ahora tenemos que ir allí.
A decir verdad, yo tenía miedo. Presentía que si íbamos al Polo Sur nos ocurriría algo irreparable. Tuve un sueño horrible, recurrente. Estoy paseando y me caigo dentro de un profundo agujero que se abre en el suelo, y allí dentro me voy congelando sola, sin que nadie me encuentre. Encerrada en el hielo, clavo la vista en el cielo. Estoy consciente. Pero no puedo mover ni un dedo. Es una sensación terriblemente extraña. Me doy cuenta de que, minuto a minuto, me voy convirtiendo en pasado. No hay futuro en mí. Sólo un pasado que se va acumulando. Y entonces, de repente, todos me están contemplando, ellos están mirando el pasado.
La visión de cómo yo voy pasando de largo mirando hacia atrás.
Luego me despierto. A mi lado, el hombre de hielo está profundamente dormido. Duerme sin un suspiro. Como algo muerto y congelado. Pero yo amo al hombre de hielo. Lloro. Mis lágrimas caen sobre su mejilla. Entonces él se despierta y me abraza.
—He tenido una pesadilla espantosa —le digo.
Él sacude la cabeza despacio en la oscuridad.
—Es sólo un sueño —me dice—. Los sueños vienen del pasado. No del futuro. Ellos no tienen que controlarte a ti. Eres tú quien debe controlarlos a ellos. ¿De acuerdo?
—Sí —le digo. Pero no estoy convencida.
Mi marido y yo cogimos el avión para el Polo Sur. No logré encontrar ningún pretexto para impedir el viaje. Tanto el piloto como las azafatas de aquel avión que se dirigía al Polo Sur eran terriblemente taciturnos. Quería contemplar la vista por la ventanilla del avión, pero unas gruesas nubes me lo impidieron.
Además, las ventanillas pronto se cubrieron de una capa de hielo. Mientras, mi marido permaneció en silencio leyendo un libro. Yo no sentía ni un ápice de la excitación y alegría que suele acompañar a un viaje. Simplemente estaba haciendo algo que había decidido hacer.
Cuando bajamos la escalerilla del avión y tocamos tierra, noté cómo un gran temblor sacudía el cuerpo de mi marido. Fue más breve que un parpadeo, la mitad de un instante, y nadie se dio cuenta de ello, ni siquiera se reflejó en su rostro. Pero a mí no se me pasó por alto. Dentro del cuerpo de mi marido algo se había estremecido con gran violencia, aunque de manera secreta. Clavé la vista en su perfil. Plantado allí, contempló el cielo, se miró las manos y respiró hondo. Luego me miró y sonrió alegremente.
—¿Aquí es adónde querías venir? —me dijo.
—Sí —contesté.
Ya lo suponía hasta cierto punto, pero el Polo Sur resultó ser una tierra todavía más solitaria de lo que imaginaba. Allí no vivía casi nadie. Sólo había un pequeño pueblo anodino. En el pueblo sólo había un pequeño hotel, evidentemente, anodino. El Polo Sur no es un lugar turístico. Ni siquiera se veían pingüinos. Ni tampoco la aurora boreal. A veces me dirigía a la gente con la que me cruzaba por la calle y les preguntaba dónde podía encontrar a los pingüinos. Sin embargo, la gente se limitaba a sacudir la cabeza en silencio. Ellos no entendían mi lengua. Así que dibujé un pingüino en un papel. Con todo, ellos siguieron sacudiendo la cabeza sin decir una palabra. Yo me sentía sola. A la que dabas un paso fuera de la ciudad, ya no veías más que hielo. No había ni árboles, ni flores, ni ríos, ni lagos. Fueras a donde fueses, no encontrabas más que hielo. Una vasta superficie de hielo que se extendía hasta donde te alcanzaba la vista.
Pero mi marido, con su aliento blanco, las manos cubiertas de escarcha y aquellos ojos como carámbanos clavados en la distancia, iba todo el día de aquí para allá, incansable, lleno a rebosar de energía. Enseguida aprendió la lengua de aquella tierra y empezó a hablar con la gente de la ciudad con un tono de resonancia duro como el hielo. Hablaban durante horas, con la seriedad pintada en el rostro. Pero yo no podía entender de qué diablos hablaban tan apasionadamente.
Mi marido estaba fascinado por aquella tierra. Tenía algo que lo embelesaba. Al principio, eso me irritó. Sentía que me había dejado atrás. Me sentía traicionada, ignorada.
Pero pronto, en aquel mundo silencioso rodeado por una gruesa capa de hielo, fui perdiendo todas las fuerzas. Despacio, poco a poco. Y pronto desapareció incluso mi irritación. Parecía haber perdido en alguna parte la brújula de mis sensaciones. Perdí el sentido de la dirección, perdí la noción del tiempo, me perdí de vista a mí misma. No sé cuándo empezó, ni cuándo acabó. Pero, a la que me di cuenta, estaba encerrada sola dentro de la insensibilidad, en aquel mundo de hielo, en un invierno eterno que había perdido todos los colores. Incluso después de perder la mayoría de sensaciones, yo lo sabía. Que ese marido mío que estaba en ese momento en el Polo Sur no era mi marido de antes. No es que fuera diferente.
Él seguía siendo tan atento conmigo como siempre, me hablaba con cariño. Y yo sabía muy bien que las palabras que pronunciaba eran sinceras. Pero yo lo sabía, por supuesto. Que era un hombre de hielo distinto al que yo había conocido en el hotel de las pistas de esquí. Pero no tenía a nadie a quien quejarme. Toda la gente del Polo Sur apreciaba a mi marido y no había nadie que entendiera una palabra de lo que yo les decía. Todos exhalaban un aliento blanco, tenían la cara cubierta de escarcha y bromeaban, discutían y cantaban en la sorda lengua del Polo Sur.
Encerrada sola en la habitación del hotel, contemplaba aquel cielo gris sin perspectivas de que despejara a meses vista, y aprendía la terriblemente complicada (y que yo no creía poder llegar a saber jamás) gramática de la lengua del Polo Sur.
En el aeródromo ya no había ningún avión. Después de que partiera el avión que nos trajo a nosotros, ya no volvió a aterrizar ninguno más. Y la pista de aterrizaje pronto quedó enterrada bajo el duro hielo. Como mi corazón.
—¡Ha llegado el invierno! —exclamó mi marido—. Es un invierno muy largo. Los aviones ya no vendrán, ni tampoco los barcos. Todo, absolutamente todo, está congelado. Al parecer, no nos quedará más remedio que esperar hasta la primavera —dijo.
Tres meses después de llegar al Polo Sur descubrí que estaba embarazada. Y yo lo sabía. Que el niño que yo pariría sería un pequeño hombre de hielo. Mi útero se congelaría, finos trozos de hielo se mezclarían con mi líquido amniótico. Podía sentir su gelidez dentro de mi vientre. Yo lo sabía. El niño tendría la mirada de carámbano igual que su padre, y sus dedos estarían cubiertos de escarcha. Yo lo sabía. Que nuestra familia ya nunca más saldría del Polo Sur. El eterno pasado, con su peso desmesurado, nos aferraba los pies con fuerza. Y nosotros ya no nos podríamos soltar jamás.
A mí, ahora, apenas me queda corazón. Mi calor ya se ha esfumado en la distancia. Incluso a veces me olvido de que alguna vez lo tuve.
Pero aún puedo llorar. Estoy verdaderamente sola. En el lugar más frío y solitario del planeta. Cuando lloro, el hombre de hielo me besa la mejilla. Y mis lágrimas se convierten en hielo. Entonces, él toma en su mano mis lágrimas de hielo y se las pone sobre la lengua. «Oye, te quiero», me dice. Y no miente. Lo sé muy bien. El hombre de hielo me ama. Pero el viento que viene soplando de alguna parte se lleva atrás, muy atrás, hacia el pasado, sus palabras convertidas en blanco hielo. Yo lloro. Continúo derramando grandes lagrimones de hielo. En una casa de hielo del Polo Sur congelada en la distancia.





En Sauce ciego, mujer dormida (Comp. 1996) 
Traducción directa del japonés: Lourdes Porta
Tusquets, 2009