Franz Kafka: Diarios 1910 - 1913: Mi educación
Domingo, 19 de julio de 1910, dormir, despertar, dormir, despertar, perra vida.
Si me pongo a pensarlo, tengo que decir que, en muchos sentidos, mi educación me ha perjudicado mucho. No obstante, no me eduqué en ningún lugar apartado, en alguna ruina en las montañas; no podría encontrar una sola palabra de reproche contra esta posibilidad. Aun a riesgo de que todos mis maestros pasados no puedan comprenderlo, me hubiese gustado y habría preferido ser ese pequeño habitante de unas ruinas, tostado por el sol, el cual, entre los escombros, sobre la hiedra tibia, me habría iluminado por todas partes, aunque al principio me habría sentido débil bajo el peso de mis buenas cualidades, unas cualidades que habrían crecido en mí con la fuerza con que crecen las malas hierbas.
Si me pongo a pensarlo, tengo que decir, que, en muchos sentidos, mi educación me ha perjudicado mucho. Este reproche afecta a una serie de gente: a mis padres, a unos cuantos parientes, a determinados visitantes de nuestra casa, a diversos escritores, a cierta cocinera que me acompañó a la escuela un año seguido, a un montón de maestros (que debo comprimir estrechamente en mi memoria, pues de lo contrario se me desprendería alguno por un lado u otro; pero como los tengo a todos tan apretujados, es todo el conjunto lo que se va desmoronando a trechos), a un inspector escolar, a unos transeúntes que caminaban lentamente, en una palabra, este reproche serpentea por toda la sociedad como un puñal y nadie, lo repito, nadie está desgraciadamente seguro de que la punta del puñal no vaya a aparecer de pronto por delante, por detrás o por un lado. No quiero oír réplica alguna a este reproche, porque he oído ya demasiadas, y puesto que, en la mayoría de las réplicas, he sido también refutado, incluyo también dichas réplicas en mi reproche, y declaro que mi educación y esta refutación me han perjudicado mucho en más de un sentido.
A menudo reflexiono y siempre tengo que acabar diciendo que mi educación, en muchos aspectos, me ha perjudicado mucho. Este reproche va dirigido contra una serie de gentes que, por lo demás, aparecen todas juntas y, como en las viejas fotografías de grupo, no saben qué hacer unas al lado de otras; ni siquiera se les ocurre cerrar los ojos, y no se atreven a reír a causa de su actitud expectante. Ahí están mis padres, unos cuantos parientes, algunos maestros, cierta cocinera, algunas muchachas de las lecciones de baile, algunos visitantes de nuestra casa en los primeros tiempos, algunos escritores, un profesor de natación, un cobrador de billetes, un inspector escolar, y luego algunos a quienes sólo he encontrado una vez por la calle, y otros que no puedo recordar exactamente, y aquellos a quienes no voy a recordar nunca más, y aquellos, en fin, cuya enseñanza, por hallarme entonces acaso distraído, me pasó completamente desapercibida, en una palabra, son tantos que uno debe andarse con cuidado para no citar a uno dos veces. Y frente a todos ellos, formulo mi reproche, hago que, de este modo, se conozcan entre sí, pero no tolero réplicas. Porque he aguantado ya, realmente, demasiadas réplicas, y como me han refutado en la mayoría de los casos, no tengo otro remedio que incluir estas refutaciones en mi reproche y decir que, además de mi educación, estas refutaciones me han perjudicado en más de un sentido.
Tal vez se podría suponer que me han educado en cualquier lugar apartado. No, en plena ciudad me han educado, en plena ciudad. No, por ejemplo, en alguna ruina en las montañas o junto a un lago. Hasta el momento, mis padres y sus secuaces quedaban cubiertos y ensombrecidos por mi reproche; ahora lo echan fácilmente a un lado y sonríen, porque he apartado las manos de ellos, me las he llevado a la frente y pienso: debiera haber sido el pequeño habitante de las ruinas, a la escucha del graznido de los grajos, bajo sus sombras que me sobrevuelan, enfriándome bajo la luna, aunque al principio hubiese sido algo débil bajo el peso de mis buenas cualidades, que necesariamente habrían crecido en mí con la fuerza de las malas hierbas; tostado por el sol, el cual, entre los escombros, me habría iluminado por todas partes en mi lecho de hiedra.
Edición a cargo de Max Brod
Traducción de Feliu Formosa
Franz Kafka: Diarios 1910 - 1913: Soy como mi propio mausoleo
15 de diciembre. Simplemente no puedo creer en mis deducciones sobre mi actual estado, que dura ya casi un año; para tales deducciones, mi estado es demasiado serio. Ni siquiera sé si puedo decir que no es un estado nuevo. De todos modos, mi verdadera opinión es: este estado es nuevo; los he conocido semejantes, pero ninguno como el actual. La verdad es que soy como de piedra, soy como mi propio mausoleo; no queda ni un resquicio para la duda o para la fe, para el amor o para la repulsión, para el valor o para el miedo, en lo concreto o en lo general; vive únicamente una vaga esperanza, pero no mejor que las inscripciones de los mausoleos. Casi ninguna de las palabras que escribo armoniza con la otra, oigo restregarse entre sí las consonantes con un ruido de hojalata, y las vocales unen a ellas su canto como negros de barraca de feria. Mis dudas se levantan en círculo alrededor de cada palabra, las veo antes que la palabra, pero, ¡qué digo!, la palabra no la veo en absoluto, la invento. Y ésta no sería la peor de las desgracias, porque entonces me bastaría con inventar palabras capaces de barrer en alguna dirección el olor a cadáver, para que éste no nos diera en la cara directamente a mí y al lector. Cuando me pongo ante mi escritorio, no me siento más a gusto que uno que cae en pleno tráfico de la Place de l'Opéra y se rompe las dos piernas. Todos los vehículos, a pesar de su estrépito, se afanan en silencio desde todas las direcciones y hacía todas las direcciones, pero el dolor de este hombre pone orden mejor que los guardias; este dolor le cierra los ojos y deja desiertas la plaza y las calles, sin que los vehículos tengan que dar la vuelta. El exceso de animación le duele, porque él, sin duda, no obstruye la circulación, pero el vacío no es menos grave, porque deja rienda suelta a su verdadero dolor.
Edición a cargo de Max Brod
Traducción de Feliu Formosa
Traducción de Feliu Formosa
Franz Kafka: Diarios 1910 - 1913: Una de esas mujeres
Camino adrede por las calles donde hay prostitutas. La acción de pasar junto a ellas me excita; esta posibilidad remota, pero no por ello menos existente, de irme con una de ellas. ¿Es esto una bajeza? No conozco, sin embargo, otra cosa mejor, y el hecho de realizarlo me parece en el fondo inocente y casi no me produce remordimiento. Sólo deseo a las gordas de cierta edad, con vestidos anticuados, en cierto modo suntuosos gracias a algunos colgajos. Probablemente una de esas mujeres ya me conoce. La he encontrado este mediodía; no llevaba aún su traje de faena; el cabello se veía pegado a la cabeza; iba sin sombrero, con una bata de trabajo como las cocineras, y llevaba un bulto, tal vez a la lavandera. Nadie habría visto en ella el menor atractivo, sólo yo. Nos miramos fugazmente. Esa misma noche (desde el mediodía bajó la temperatura), la vi con un abrigo ajustado, de color pardo amarillento, al otro lado de la angosta calleja que sale de la Zeltnergasse, donde hace la carrera. Volví dos veces la vista hacia ella, que también captó mi mirada, pero lo que hice fue realmente escaparme.
Franz Kafka: Diarios 1910 - 1913: La uniformidad
Cuando, por la noche, uno parece haberse decidido definitivamente a quedarse en casa, se ha puesto el batín, se ha sentado junto a la mesa iluminada, después de la cena, y ha emprendido aquel trabajo o aquel juego después del cual uno acostumbra a ir acostarse; cuando afuera el tiempo es desapacible y hace perfectamente natural la permanencia en casa; cuando ahora, además uno lleva tanto tiempo en silencio junto a la mesa que si se fuera no sólo provocaría necesariamente el enojo paterno, sino el asombro general; cuando, por añadidura, la escalera de la casa está a oscuras y el portal tiene el cerrojo puesto, y cuando, a pesar de todo ello, uno se levanta con súbito desasosiego, se quita el batín y se pone la chaqueta, comparece inmediatamente vestido de calle, declara que tiene que salir, lo hace además tras una breve despedida, cree haber dejado tras sí más o menos encono, según la rapidez con que ha cerrado de golpe la puerta de la calle cortando así la general discusión sobre la partida; cuando uno se ve nuevamente en la calle, con unos miembros que le recompensan con especial movilidad esa libertad ya inesperada que se les ha dado; cuando, gracias a esta única decisión, uno siente agitarse dentro de sí toda capacidad de decisión; cuando reconoce con mayor consideración que de costumbre que uno tiene más poder que necesidad de operar y soportar fácilmente el más rápido cambio, y que, cuando uno se queda solo, crece en inteligencia y en serenidad, y en el goce de ambas cosas, entonces, por esa noche, se habrá apartado tan completamente de su familia como jamás pudiera conseguirlo de un modo más eficaz con el más largo de los viajes, y habrá tenido una experiencia que, por su soledad, tan singular para Europa, sólo puede llamarse rusa. Todo ello se intensifica aún, si a tan altas horas de la noche uno va a ver a un amigo para preguntarle cómo le va.
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